martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 2



II

El jueves, dos días después, Carlos Alberto fue invitado a la casa de la familia Landa. El padre y la madre de Anamaría estaban allí. Muy temprano, aquella mañana, el teléfono había despertado a Carlos, y éste aún adormilado trató de salir de la bruma del sueño oprimiéndose los ojos con los dedos.
—Buenos días –saludó.
—Buenos días, señor Miranda –era la voz de Anamaría Landa, la reconoció de inmediato.
—Buenos días, señora Landa –echó a un lado las brumas del sueño y se sentó en la orilla de la cama. Observó la hora en el reloj: las seis de la mañana.
Con el teléfono pegado a la oreja fue a descorrer las persianas. La luz de un sol nuevo comenzaba a aparecer en el horizonte. Vivía en un segundo piso y el espacio estaba despejado de cualquier interferencia.
—Mis padres le invitan a desayunar en su casa. ¿Conoce la colonia el Hatillo?
—Yendo para la Tigra.
—Exactamente. Avance, después de la  posta unas tres cuadras y verá un portón rojo, a mano derecha. No se pierde porque de la cuadra es la única casa con el portón rojo. El desayuno es a las siete.
—Ok. Oh, y gracias por las reparaciones del auto. No me ha vuelto a dar problemas.
—Es lo menos que podía hacer después de lo del martes. Lo esperamos.
—Gracias. Allí estaré.
Había colgado y de inmediato se metió a la ducha. Un baño con agua helada muy temprano siempre despierta el organismo de un solo sopetón. Así lo hizo y a las seis y media salía con su renovado automóvil hacia El Hatillo. Desde donde vivía le llevaría una media hora exacta para llegar.
Y ese fue el tiempo que le llevó en llegar: media hora exacta. A las siete en punto estaba entrando por el portón de la casita de la familia Landa. La casita era una mansión de dos pisos y un espacio suficiente como para albergar unas diez casas del mismo tamaño. Los jardines eran impresionantes y parecía existir un ejemplar de cada flor conocida en el mundo. Una suave gasa de niebla aún ondeaba sobre todo en el lugar dándole un aspecto como de película de terror. Hacía frío.
Carlos dejó el renovado automóvil justo detrás de un Jeep de color verde, había cuatro automóviles sólo en ese punto, bajó y un hombre con cara de mayordomo lo condujo hasta una sala de comedor donde tres personas parecían haberse acabado de sentar. Dos, un hombre y una mujer, tendrían la misma edad que sus propios padres: unos sesenta o más años. Ambos lo miraron con curiosidad.
—Buenos días –saludó al entrar.
—Buenos días –contestaron todos en coro.
Anamaría fue hasta él y le tendió la mano, él la estrechó. Luego vinieron las presentaciones.
El padre de Anamaría se llamaba igual que él, Carlos, de apellido Landa Fellini y la señora Esmeralda Wélchez, su madre.
Ya presentados se pusieron a desayunar. Carlos quedó admirado por la cantidad y calidad de la comida servida en la mesa. Pero sin ponerle mucha mente se puso a comer como los demás.
—Nos ha dicho Ana –dijo don Carlos Landa apenas comenzado el desayuno—, que es usted experto en minas.
—Bueno… experto… soy ingeniero de minas –aclaró Carlos dejando un bocado a medio camino entre el plato y su boca.
—También nos contó lo que hizo por nuestros nietos –dijo la mujer como queriendo apartar los temas laborales de la mesa de la comida.
—Fue algo de Dios, supongo –dijo sin apartarse ningún ápice de la idea.
—Eso digo yo –asintió la mujer complacida. Por lo visto la madre y la hija tenían distintas opiniones al respecto.
—Sí, muchas gracias –añadió don Carlos secundando a su esposa—, y en compensación, queremos brindarle el 30% de las ganancias de la mina ya sea que esta produzca o no produzca nada.
Carlos Alberto casi se atraganta con un pedazo de huevo revuelto cuando escuchó aquello.
—No, yo no… —protestó mirando a ambos señores.
—Además será una buena retribución por su trabajo ¿No cree?
Carlos pensó unos segundos y luego con toda la sinceridad del mundo dijo:
—El sueldo de un ingeniero minero…
Y con toda la sinceridad el mundo fue interrumpido por don Carlos José:
—El sueldo de un ingeniero yo lo sé, pero el de alguien que ha evitado la desgracia de toda una familia es invaluable.
Ante aquello, Carlos Alberto no tenía réplica, así que siguió echándose bocados de huevo revuelto en la boca.
—¿Acepta? –le preguntó Anamaría volviéndose hacia él. Estaban sentados ambos a mano derecha de don Carlos José quien ocupaba la cabeza de la mesa.
—Claro que sí –dijo Carlos algo perturbado por el ofrecimiento, pero sin dejar de echarse bocados del delicioso huevo, y de vez en cuando un sorbo del aromático café.
—Entonces –dijo don Carlos Landa—, no se hable más—. Después del desayuno firmaremos un documento legal para que comencemos a trabajar en sociedad. Mi hija le contará la historia de los terrenos y luego, si quiere hoy mismo podemos ir a verlos.
Carlos José miró a su hija y luego a Carlos Alberto. Su hija parecía algo renuente a eso de ir a los terrenos, pero no dijo nada. Bajó la mirada y siguió con un bizcocho.
—Por mi hoy mismo –dijo Carlos.
—Entonces, no se hable más… ¿Hija?
Anamaría levantó la vista y miró a sus padres con algo de aprehensión.
—Está bien –dijo al fin—. Podemos entrar por la parte de arriba. Por donde sucedieron aquellos hechos el año pasado.
—No hay problema. Recuerda que esa parte también, ahora, pertenece al legado de tu abuelo.
—Ok. Creo que no habría ningún problema.
Cuando terminaron de almorzar un par de mujeres vestidas con el conocido uniforme de la servidumbre se aprestó a retirar todo de la mesa.
—Venga –le dijo don Carlos Landa pidiéndole con un gesto de la mano que lo siguiera—. Hija –se dirigió a Anamaría—, trae el documento.

***

El documento en cuestión se reducía a tres puntos esenciales:
Primero: El señor, Carlos José Landa Fellini, de 65 años, ciudadano hondureño por nacimiento, en total facultad de sus sentidos cedía al señor Carlos Alberto Miranda Flores de 37 años de edad, ciudadano por nacimiento y residente en la ciudad de Tegucigalpa, la explotación de sus tierras con fines mineros. Tierras ubicadas en el kilómetro 6, carretera al norte, en la comunidad del Ocotal y colindando con las aldeas de El Álamo hacia el sur y con Soroguara por el sur oeste. Dicha propiedad consta de 3200 manzanas.
Segundo: el señor Carlos José Landa Fellini, cedé al señor Carlos Alberto Miranda Flores el 30% de las ganancias obtenidas en la explotación minera.
Tercero: Dicho acuerdo durará desde el momento de la firma hasta que los interesados decidan disolver la asociación.
Carlos Alberto, sentado en un cómodo mueble, rodeado de miles de libros de distintos colores y ante la mirada atenta de Anamaría y Carlos José Landa leyó dicho documento y a pesar de que le hubiera gustado decir que aquello no era correcto, que él se conformaba con un tres o un dos por ciento, no dijo nada. Estaba convencido de que cualquier protesta sería rechazada en el acto.
Firmó en el espacio correspondiente a su nombre en varias páginas y en las copias del contrato. Todas las hojas ya estaban firmadas por don Carlos José y su hija como testigo del hecho.
—Muy bien –dijo el hombre acomodándose en su silla y revisando las firmas—. Esto ya está. Hoy mismo lo llevo a los abogados.
Anamaría estaba sentada en el borde del escritorio y miraba a su padre en cada movimiento como si estuviera vigilando a un preso en sus quehaceres diarios. La mirada de la mujer era tranquila e inquisitiva. Su cabello era totalmente amarillo y le llegaba un poco debajo de la espalda, además, observó Carlos Alberto, tenía pecas en la nariz y en las mejillas. Ella lo descubrió mirándola y le regaló una tenue sonrisa.
—Ahora –continuó don Carlos José— hablemos de un nombre para la compañía.
—Papá –le dijo algo desesperada la hija—, ya hablamos que llevara los nombres del abuelo y del bisabuelo.
—¿De mi padre y mi abuelo? –dijo el hombre con una amplia sonrisa.
Anamaría tomó un papel blanco y plasmó en ella el supuesto nombre en caracteres muy grandes. Luego se lo enseñó a Carlos José:
—¿Qué le parece? –le preguntó.
Carlos José leyó:
JONATHAN & ESTEBAN LANDA COMPAÑÍA MINERA
Aquel nombre para una compañía, a él no le decía nada y era tan bueno como cualquier otro. Así que no tenía nada que objetar al respecto. Lo que tenía ganas de hacer era comenzar a hacer los planes de trabajo. En otras palabras: comenzar de una buena vez e ir por la búsqueda del oro.
—Me parece un excelente nombre –dijo ante la insistencia de la mujer por conocer su opinión.
—¿Verdad que hasta suena muy bien? –dijo con una sonrisa don Carlos José.
Carlos Alberto asintió.
—Entonces llevaré todo esto –tomó el contrato firmado y se puso en pie— a mis abogados. Ya nos ocuparemos de la papelería y un logo muy bonito cuando encontremos el oro. Mi hija le llevará al Ocotal para que conozca el lugar y disponga los pasos a seguir.
—Muy bien. Gracias, don Carlos –le dijo al hombre extendiéndole la mano.
—Mucho gusto y espero que con esto nuestra sociedad duré muchísimos años.
—Así lo espero también.
El hombre salió del despacho y Anamaría tomando la iniciativa le dijo:
—Podemos salir hacia allá cuando guste.
—Ok, por mí no hay problema. Sólo necesito pasar  por mí departamento recogiendo unos instrumentos además de mi laptop.
—¿Comienza de una vez?
—Así es.
—Oh, eso me parece estupendo. Sólo permítame ir a lavarme los dientes y ponerme ropa más fuerte. Tendremos que meternos entre la maleza.
Al decir maleza estudió la indumentaria de Carlos. Éste vestía un pantalón de tela, zapatillas lustrosas y una camisa maga larga.
—En ese caso yo también lo tengo que hacer –dijo sonriendo.
—El plano de los terrenos –dijo ella buscando con la mirada en algún lugar de los estantes a la derecha de Carlos. Éste acompañó la mirada de ella sobre el lugar donde buscaba.
Cuando los hubo localizado, fue por ellos y se los dio a Carlos. Se trataba de dos tubos de cartón de esos donde los arquitectos llevan sus planos.
—Ya vuelvo –le dijo ella desapareciendo por la misma puerta por la cual minutos antes desapareciera su padre.
Carlos destapó uno de los recipientes de cartón y extrajo un plano casi amarillento del tamaño de casi la superficie del escritorio de don Carlos Landa. Allí, sobre esta superficie extendió el plano. Se trataba de un mapa de relieve donde se distinguían las depresiones, hidrografía y hasta foresta del lugar. En una esquina del mapa estaba el año de elaboración y el autor. A Carlos sólo le interesaba la fecha. 1880.
Aquel mapa era de ese año. Más de ciento treinta y cinco años. Con razón el color amarillo, pensó Carlos al verlo. Lo estuvo observando durante largo rato hasta que se le ocurrió extraer el del otro recipiente. Éste, aunque del mismo tamaño, estaba totalmente blanco. La fecha de su creación era muy reciente, apenas un año. Además se podía observar en él una extensión un poco más grande en  una de sus esquinas. La propiedad había sido ampliada de un año a la fecha a unas cuantas manzanas más.
Estaba tan absorto en su observación del plano que no escuchó llegar a Anamaría.
—¿Qué le parece? –le preguntó la mujer a sus espaldas.
Carlos Alberto dio un respingo de susto y dijo sonriendo.
—Perdón. Estaba muy concentrado en el plano.
—¡Oh, lo siento! –dijo la mujer con verdadera pena.
Carlos Alberto la observó con mucho detenimiento. La mujer se había puesto unos pantalones vaqueros de color azul desteñido, había calzado sus pies con unas zapatillas de color negro y se había puesto una camiseta de color verde que llevaba una leyenda algo graciosa acerca de la vida silvestre. Además sobre la camiseta se había puesto un grueso abrigo impermeable.
—Parece que va a llover –le dijo ella como si explicara el motivo de su vestimenta—. Y en esta época, en el Ocotal suele ser muy helado.
—Ah. Ok. Entonces haré lo mismo en mi departamento: me pondré lo más abrigado posible.

***

Anamaría le pidió que viajaran juntos en su Jeep y dejaron el automóvil de Carlos en la cochera de la casa en el Hatillo. Pero además, le entregó las llaves a él para que manejara.
El recorrido del Hatillo hasta su departamento pasó muy rápido debido a que la mujer, sin él esperarlo, comenzó a contarle cosas acerca de su familia:
—Somos cuatro. Mis hermanos, todos han hecho su vida en otros países y sólo se acercan para las fechas de navidad y año nuevo. Vienen con mis sobrinos un tiempo y luego se van… dentro de quince días los tendremos por acá.
—¿Y porque usted no hizo lo mismo? –le preguntó Carlos Alberto para darle pie a una pregunta inteligente.
—Uuu. Por muchas razones –dijo metiéndose los dedos por entre el rubio cabello que llevaba suelto—. Pero principalmente porque hay algo que me ata a la tierra del Ocotal.
Carlos Alberto la miró un segundo y luego volvió su atención hacia la carretera. Esperaba que ella le explicara aquellas palabras. Y vaya si lo hizo.
—Cuando tenía 18 años, en 1990 tuve allí una experiencia bastante intensa y podría decir sobrenatural… no sé cómo explicarlo. Pero allí, fue donde conocí al padre de mi única hija, Alma Beatriz la cual usted salvó hace dos días. Fue durante un mes de vacaciones en la universidad. Fui allá con mis amigas de entonces y nos quedamos en la casa de mi abuelo, usted verá la casa, y una noche pasó algo muy raro.
—¿Qué tan raro?
—Muy, muy raro. Tanto que recuerdo muy poco… lo único que recuerdo es que casi muero allí.
—¡¿De veras!? –preguntó de verdad sorprendido por la confesión de la mujer.
—Sí. Fue algo tan raro que durante muchos años me negué a volver a La Casona.
—¿La Casona?
—Así le puso mi abuelo antes de mi abuelo a la hacienda que tenía allí. Ya la verá, usted. Es una casa muy bonita, pero que ha tenido una historia bastante mala.
—¿Y eso?
—No sé muy bien la historia, pero seguramente si contrata gente del Ocotal y del Álamo empezarán a contarle que la hermana de mi abuelo era bruja o algo así. Pero la verdad es que mi tía abuela, como le llamo yo, era una artista excepcional. ¿No se fijó en los cuadros que hay en la casa, verdad?
La verdad no se había fijado y lo confesó.
—Aún hoy en día sus cuadros son muy bien cotizados en el mercado nacional e internacional. Mi tía Azucena –dijo con nostalgia como si su mente se fuera muchos años atrás— yo no la conocí, pero muchos que miran sus cuadros dicen que yo tengo sus ojos. Murió el mismo año, y el mismo mes en el cual yo nací.
Carlos Alberto que había vivido toda su vida solo, empezaba a reflexionar acerca de lo que la mujer le estaba contando. Que él supiera, nadie, ninguna mujer, se había abierto así a él a contarle su vida. No dijo nada, pero se preguntó si eso era prudente. No dijo nada sólo demostró interés porque después de todo su vida había empezado a ir, como decía su madre, en la vía correcta.
Por cierto, en alguna ocasión, o en muchas, le pareció recordar el haber escuchado a sus padres hablar acerca de un lugar llamado El Álamo. Pero quizás sólo era el eco de alguna conversación muy lejana.
—En 1990 –continuó la mujer como si no se hubiera interrumpido unos cuantos segundos— podría decirse, si es que existe, por fin fui feliz de verdad. No quiere decir que el ser madre no me haya proporcionado esas alegrías cotidianas, y sustos también, de tener un ser creciendo junto a una, pero lo digo porque es la única época en la cual me he sentido tan completa.
—¿Y qué le pasó a…?
—¿Mi hombre? –completó ella al escuchar su vacilación.
—Sí –dijo él sonrojándose un poco.
—Quedó atrapado en un hueco de la iglesia que hay en el Álamo. Eso sí lo recuerdo muy bien. Pero, he regresado muchas veces, ahora, a ese pueblo y allí parece no haber sucedido nada –hablaba para sí misma y no para su interlocutor con lo cual aquello más que un diálogo era un monólogo.
En aquel momento llegaron al estacionamiento del edificio de apartamentos y Carlos apagando el motor le dijo:
—¿Si quiere subir?
Anamaría no se hizo de rogar y Carlos Alberto se preguntó porque hizo dicha invitación. Su apartamento era tan pequeño. Tendría que indicarle que se quedara en la salita mientras él se vestía en su habitación.
Subieron al segundo piso del edificio y le mostró la sala apenas entraron.
—Umm –dijo ella— que acogedor.
—Si necesita algo de la cocina –le señaló la pequeña cocinita que no era más que una extensión, en un rincón de la habitación—, puede tomarlo. Ya regreso.
Anamaría se fue hacia la ventana que se abría a una calle muy transitada. La ventana era grande y de vidrios polarizados y se podía observar sin ser observado. Allí se mantuvo un buen rato antes de volver a la salita y sentarse. Miró la pequeña repisa enfrente del sillón y buscó algún libro de su interés. En realidad todos eran acerca de minas, suelos, cerros, hidrografía y todo lo referente a la tierra. Miró de nuevo hacia el sillón, allí, en la mesita que estaba cerca de uno de los brazos había un periódico doblado y viejo. Lo tomó, lo abrió al azar y trató de leer un poco.
No pudo. Los recuerdos, mientras le contaba a Carlos Miranda, habían regresado con mucha fuerza. Le había dicho que había regresado muchas veces al Álamo en busca de, por lo menos, el cadáver de Antonio, pero la verdad era que sólo había ido al pueblo muchos años después, cuando su hija cumpliera los quince años y le insistiera en conocer el lugar dónde había caído su padre.
Había regresado al Álamo, en el 2005, quince años después de lo ocurrido allí. Le había contado a su hija pequeña tantas veces la historia de su padre que al final volver había sido inevitable.
Había hecho el camino con el corazón en la mano y los recuerdos abalanzándose sobre ella. Y al llegar a la iglesia, al entrar y descubrir con asombro que estaba habilitada y que todo rasgo de aquella terrible pesadilla parecía haber sido un verdadero sueño, se había sentido aún peor. Había sido como si le hubiera contado una mentira a su hija.
“No entiendo lo que pasó— le confesó a Alma Beatriz mirando el suelo donde había estado el agujero por el cual había entrado y salido ella, pero jamás él—. Aquí estaba el agujero”.
Un sacristán pequeño y mal encarado les había pedido silencio. Y ellas, como dos furtivas delincuentes habían abandonado el salón de la ermita.
Después, sólo se había acercado a aquel lugar con su padre y otras personas interesadas en descubrir el paradero de un hombre que había asesinado a su esposa y aterrorizado a sus hijos a finales de año. Para entonces, la iglesia volvía a estar cerrada y la gente parecía más extraña que nunca.
Sólo dos veces en más de veinte años. Pero ella le había dicho que varias veces ¿Por qué le había mentido? ¿Qué ganaba con eso?
Carlos Alberto salió de su habitación. Vestía ahora un blue jeans nuevo, zapatos de trabajo gruesos, una camisa a cuadros de manga larga y una especie de centro supuestamente para el frío. Ella le iba a decir que se buscara algo mejor, pero mejor no lo hizo.
—Llevó la laptop y el modem para ubicarla por medio de internet.
—Ok.
Salieron para el Ocotal a las diez de la mañana. El cielo, anunciaba para las horas de la tarde, lluvia.

***

—Me parece conocido el nombre del Álamo –le comentó Carlos cuando tomaban el desvío de tierra que había junto a la autopista.
—Seguramente lo leyó en los periódicos el año pasado. Hubo un crimen en las cercanías del pueblo –le explicó Anamaría—. Un hombre enloqueció y mató a hachazos a su esposa. Y si los niños no huyen bajo la tormenta también hubieras perecido a sus manos.
Carlos trató de recordar si ese era el caso, pero no, no era ese. Lo vinculaba más con su madre y con su padre que con las noticias del periódico. No podía recordarlo, pero ya llegaría. ¿Se lo había mencionado a su madre? Claro que sí, pero ¿El nombre del pueblo también? No, quizás eso no.
—¿Y qué fue lo que pasó? –preguntó al fin.
—El año pasado, más o menos por estas fechas –comenzó Anamaría—, un doctor, su esposa y sus dos hijos pequeños vinieron a pasar las vacaciones. Ya vamos a pasar junto a la casa. Era costumbre de ellos, según los padres de él, venir los fines de semana al Álamo, porque esa casa pertenece al Álamo. Pues un fin de semana, mientras estaban allí, parece que tuvieron una pelea muy fuerte y a media noche él bajó a la cocina por un hacha y subió a la habitación que ocupaban de dormitorio y la asesinó con ella. Los niños al escuchar los gritos de su madre salieron corriendo de la casa y huyeron durante toda la noche hasta ir a caer a un pozo de aguas subterráneas que hay en La Casona. Allí los encontró un detective contratado por los abuelos, y padres del hombre. Fue una noticia que conmovió a todo el país. Aunque si lo vemos desde el punto de vista sensacionalista hay tantas cosas peores hoy en día. Lo más triste de ese suceso fue los niños. Pasaron toda una noche huyendo de su propio padre enloquecido y los elementos de la naturaleza parecían también en su contra.
—¿Y el padre volvió a la normalidad?
—No. Después de esa noche, nadie le volvió a ver. Desapareció de la faz de la tierra. El detective que salvó a los niños de morir entumecidos dentro del pozo de La Casona, no encontró muchas pistas al respecto. Pero lo más importante es que encontró a los pequeños vivos.
—¿Y qué fue de ellos? de los niños.
—Ahora viven con sus abuelos, pero según entiendo siguen en una terapia de recuperación muy fuerte.
—¿Y no hay ninguna teoría de lo que sucedió?
—Muchas, pero ninguna cuaja con la realidad. La más aceptada es la que dice que después de matar a su mujer, el hombre, se metió en una de las minas del Álamo y se perdió para siempre allí. Otros suponen que dicho hombre aún vive alimentándose de raíces en los bosques y que está totalmente loco. Tampoco nadie puede asegurar haberle visto. Y las más locas dicen que se fue huyendo para Guatemala, o El Salvador, al recobrar la conciencia y recordar lo que hizo.
—¿Y cuál es la que usted acepta o considera posible?
—Creo que le pasó lo mismo que me pasó a mí… pero él no tuvo oportunidad de retorno. No había nadie para cuidarle.
—Pero ¿Qué fue lo que le pasó a usted?
—Antes, en La Casona, había algo. Algo extraño. En realidad, nos contaba mi abuelo Esteban, que la casa, después de la muerte de mi tía Azucena, quedó como embrujada, o llena de espíritus… sé que es difícil creer eso, pero yo misma lo experimenté y sé que es verdad… mi abuelo nos contaba que dos hombres habían desaparecido intentando limpiar la casa… al final el segundo lo logró, pero nunca se le volvió a ver. La casa estuvo abandonada por mucho tiempo, cuando volvió a ser habitable, el abuelo nos la prestaba cuando queríamos y hacíamos fines de semana allí. Como le dije antes, tuvimos una semana de feriado en la universidad y decidimos cuatro amigas ir a pasar esa semana allá. El tercer día, acampamos muy cerca de unas colinas que hay detrás de la casa y en la madrugada, algo… no sé qué (quizás lo mismo que volvió loco a aquel hombre), se apoderó de mí y me llevó por bosques y colinas hasta la población del Álamo. Yo no fui consciente de todo eso hasta después de despertar. Y fue Juan José quien llegó a rescatarme. Cuando abrí los ojos yo estaba metida en una especie de túnel debajo de la iglesia del Álamo. Casi me vuelvo loca… allí, había algo que no logró recordar. Es como si mi mente se negara a su existencia, tan pavoroso era… cuando salí de aquella iglesia salí deshecha.
Carlos escuchaba todo aquello y trataba de encontrarle una lógica que no tenía por ningún ángulo. Pero su madre sobre todo, solía decirles desde muy pequeños que las cosas del mundo son mera apariencia. La verdad tiene muchas caras, y cosas de ese estilo que cuando se aprenden de pequeño abren muchas posibilidades. Si examinaba todo aquello que la mujer, de una manera totalmente libre le contaba como una verdad personal era real, pero si la analizaba desde el punto de vista lógico parecía más una historia de horror.
—Sí es muy extraño todo eso –dijo al final como quien no está dispuesto a aceptarlo todo, pero sin dejar de creer.
Anamaría calló durante algunos minutos. Subían por una calle de color blanco y en mal estado.
—En algún tiempo esta carretera, aunque parezca mentira –le explicó—, era la carretera que llevaba hacia el norte. Fue en el nuevo diseño que se desecharon más de veinte kilómetros. Ahora estas poblaciones quedaron algo alejadas de la vía principal y se marchitan lentamente.
Carlos que llevaba el volante tenía que esquivar de vez en cuando algún bache lo bastante profundo como para dañar las ruedas. Lo que decía la mujer a su lado parecía tan alejado de la realidad. Lo de la calle lo entendía, pero lo de haber sido conducida por algo sobrenatural hasta enterrarse debajo de una iglesia.
—Esa es la casa donde el hombre asesinó a su esposa –le señaló un edificio de color blanco de dos pisos a la derecha.
La casa, se fue acercando a ellos pero nunca pasaron muy cerca.
A Carlos el edificio le pareció algo moderno y hasta atractivo porque estaba entre árboles altos y una vegetación envidiable.
—El terreno, ahora, fue anexado al nuestro –declaró Anamaría— sus padres, los abuelos de los niños, nos lo vendieron después de lo sucedido. No quieren saber absolutamente nada de él.
—Sí, me imagino.
Pasaron de largo por enfrente de la casa que parecía lúgubre y posiblemente ya cosechaba algunas leyendas acerca de los hechos.
—¿Esa es la anexión que aparece en los nuevos planos?
—Sí, pero también otras manzanas casi rozando con el pueblo del Ocotal.

***

En 1990, cuando regresó a Tegucigalpa, después de una búsqueda imposible de Antonio Moncada, el amor de su vida, Anamaría, se había entregado a la soledad y al llanto hasta ue un día descubrió con alegría y miedo que estaba embarazada.
Solo había pasado una noche con Juan José Moncada, el amor de su vida, y había quedado embarazada de él. Sus padres, como era lógico, se escandalizaron al principio, pero aceptaron lo inevitable con estoicismo. El bebé iba a nacer y había que darle un apellido. El padre comenzó a devanarse los sesos por tal motivo, pero ella muy seria, mientras la barriga ya era visible se le había encarado y le había dicho:
“Es mi hijo y el de Juan José, llevará su apellido y el mío.”
“Pero hija, cómo”
“Me presentaré ante su padre y le explicaré”
Y sin fuerza humana capaz de detenerla se había presentado en casa de los padres de Juan José. Don Inocencio y doña Lidia salieron a recibirla apenas vieron entrar el auto en su hacienda. Ella, conocía el lugar por haber estado allí, un año atrás, con sus compañeras de universidad. Y la reconocieron de inmediato.
Les explicó lo sucedido y acerca del nieto por venir. Los padres de Juan José la sentaron, platicaron largamente sobre lo sucedido con su hijo. Cuando ella les contó lo sucedido, ellos le creyeron pues por todo el lugar circulaban historias nada gratas acerca del Álamo y su espanto al cual le daba el nombre del ente blanco.
Don Inocencio, estuvo de acuerdo con darle el apellido del hijo desaparecido a su nieto pero con la condición de que los visitara todos los fines de semana. Y a partir del nacimiento de la niña, en mil novecientos noventa y uno, todos los fines de semana la llevaban con ellos. La niña, entonces, se convirtió en la niña de los ojos de los abuelos y veían en ella al hijo desaparecido. Y aunque sus otros dos hijos también les habían dado nietos, por esa razón especial de la añoranza del hijo desaparecido, de alguna manera querían mucho más a la pequeña Alma Beatriz.
Cuando los dos abuelos murieron, uno con un año de diferencia del otro, en 2003 y en 2004 respectivamente, dejaron a la nieta parte de los terrenos destinados al hijo desaparecido. Dichos terrenos abarcaban todas las faldas de una colina y una represa construida en tiempos inmemoriales. Anamaría, al conocer la noticia de dicha herencia se reunió con los otros dos hijos y quiso repartir dichas tierras entre ellos y sus descendientes, pero éstos la atajaron tajantemente con palabras muy duras.
“Si nuestros padres querían que Alma Beatriz, la hija de Juan José, fuera la dueña de esas tierras no podemos sentirnos más que dichosos que nuestro hermano haya tenido una descendiente. De los tres era quien más apegado estaba a nuestros padres. Además, Alma les ha brindado, estos últimos años, una especie de bálsamo para el dolor. Nuestros padres, desde que desapareciera Juan, empezaron a morir”
Así pues unas veinte manzanas, que no era algo despreciable, fueron anexadas a las tierras de la familia Landa y ahora figuraban en el nuevo plano de la familia.
               

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