II
El jueves, dos días después, Carlos Alberto fue
invitado a la casa de la familia Landa. El padre y la madre de Anamaría estaban
allí. Muy temprano, aquella mañana, el teléfono había despertado a Carlos, y
éste aún adormilado trató de salir de la bruma del sueño oprimiéndose los ojos
con los dedos.
—Buenos días –saludó.
—Buenos días, señor Miranda –era la voz de Anamaría
Landa, la reconoció de inmediato.
—Buenos días, señora Landa –echó a un lado las
brumas del sueño y se sentó en la orilla de la cama. Observó la hora en el
reloj: las seis de la mañana.
Con el teléfono pegado a la oreja fue a descorrer
las persianas. La luz de un sol nuevo comenzaba a aparecer en el horizonte.
Vivía en un segundo piso y el espacio estaba despejado de cualquier
interferencia.
—Mis padres le invitan a desayunar en su casa.
¿Conoce la colonia el Hatillo?
—Yendo para la Tigra.
—Exactamente. Avance, después de la posta unas tres cuadras y verá un portón
rojo, a mano derecha. No se pierde porque de la cuadra es la única casa con el
portón rojo. El desayuno es a las siete.
—Ok. Oh, y gracias por las reparaciones del auto.
No me ha vuelto a dar problemas.
—Es lo menos que podía hacer después de lo del
martes. Lo esperamos.
—Gracias. Allí estaré.
Había colgado y de inmediato se metió a la ducha.
Un baño con agua helada muy temprano siempre despierta el organismo de un solo
sopetón. Así lo hizo y a las seis y media salía con su renovado automóvil hacia
El Hatillo. Desde donde vivía le llevaría una media hora exacta para llegar.
Y ese fue el tiempo que le llevó en llegar: media
hora exacta. A las siete en punto estaba entrando por el portón de la casita de
la familia Landa. La casita era una mansión de dos pisos y un espacio
suficiente como para albergar unas diez casas del mismo tamaño. Los jardines
eran impresionantes y parecía existir un ejemplar de cada flor conocida en el
mundo. Una suave gasa de niebla aún ondeaba sobre todo en el lugar dándole un
aspecto como de película de terror. Hacía frío.
Carlos dejó el renovado automóvil justo detrás de
un Jeep de color verde, había cuatro automóviles sólo en ese punto, bajó y un
hombre con cara de mayordomo lo condujo hasta una sala de comedor donde tres
personas parecían haberse acabado de sentar. Dos, un hombre y una mujer,
tendrían la misma edad que sus propios padres: unos sesenta o más años. Ambos
lo miraron con curiosidad.
—Buenos días –saludó al entrar.
—Buenos días –contestaron todos en coro.
Anamaría fue hasta él y le tendió la mano, él la
estrechó. Luego vinieron las presentaciones.
El padre de Anamaría se llamaba igual que él,
Carlos, de apellido Landa Fellini y la señora Esmeralda Wélchez, su madre.
Ya presentados se pusieron a desayunar. Carlos
quedó admirado por la cantidad y calidad de la comida servida en la mesa. Pero
sin ponerle mucha mente se puso a comer como los demás.
—Nos ha dicho Ana –dijo don Carlos Landa apenas
comenzado el desayuno—, que es usted experto en minas.
—Bueno… experto… soy ingeniero de minas –aclaró
Carlos dejando un bocado a medio camino entre el plato y su boca.
—También nos contó lo que hizo por nuestros nietos
–dijo la mujer como queriendo apartar los temas laborales de la mesa de la
comida.
—Fue algo de Dios, supongo –dijo sin apartarse
ningún ápice de la idea.
—Eso digo yo –asintió la mujer complacida. Por lo
visto la madre y la hija tenían distintas opiniones al respecto.
—Sí, muchas gracias –añadió don Carlos secundando a
su esposa—, y en compensación, queremos brindarle el 30% de las ganancias de la
mina ya sea que esta produzca o no produzca nada.
Carlos Alberto casi se atraganta con un pedazo de
huevo revuelto cuando escuchó aquello.
—No, yo no… —protestó mirando a ambos señores.
—Además será una buena retribución por su trabajo
¿No cree?
Carlos pensó unos segundos y luego con toda la
sinceridad del mundo dijo:
—El sueldo de un ingeniero minero…
Y con toda la sinceridad el mundo fue interrumpido
por don Carlos José:
—El sueldo de un ingeniero yo lo sé, pero el de
alguien que ha evitado la desgracia de toda una familia es invaluable.
Ante aquello, Carlos Alberto no tenía réplica, así
que siguió echándose bocados de huevo revuelto en la boca.
—¿Acepta? –le preguntó Anamaría volviéndose hacia
él. Estaban sentados ambos a mano derecha de don Carlos José quien ocupaba la
cabeza de la mesa.
—Claro que sí –dijo Carlos algo perturbado por el
ofrecimiento, pero sin dejar de echarse bocados del delicioso huevo, y de vez
en cuando un sorbo del aromático café.
—Entonces –dijo don Carlos Landa—, no se hable más—.
Después del desayuno firmaremos un documento legal para que comencemos a
trabajar en sociedad. Mi hija le contará la historia de los terrenos y luego,
si quiere hoy mismo podemos ir a verlos.
Carlos José miró a su hija y luego a Carlos
Alberto. Su hija parecía algo renuente a eso de ir a los terrenos, pero no dijo
nada. Bajó la mirada y siguió con un bizcocho.
—Por mi hoy mismo –dijo Carlos.
—Entonces, no se hable más… ¿Hija?
Anamaría levantó la vista y miró a sus padres con
algo de aprehensión.
—Está bien –dijo al fin—. Podemos entrar por la
parte de arriba. Por donde sucedieron aquellos hechos el año pasado.
—No hay problema. Recuerda que esa parte también,
ahora, pertenece al legado de tu abuelo.
—Ok. Creo que no habría ningún problema.
Cuando terminaron de almorzar un par de mujeres
vestidas con el conocido uniforme de la servidumbre se aprestó a retirar todo
de la mesa.
—Venga –le dijo don Carlos Landa pidiéndole con un
gesto de la mano que lo siguiera—. Hija –se dirigió a Anamaría—, trae el
documento.
***
El documento en cuestión se reducía a tres puntos
esenciales:
Primero: El señor, Carlos José Landa Fellini, de 65
años, ciudadano hondureño por nacimiento, en total facultad de sus sentidos
cedía al señor Carlos Alberto Miranda Flores de 37 años de edad, ciudadano por
nacimiento y residente en la ciudad de Tegucigalpa, la explotación de sus
tierras con fines mineros. Tierras ubicadas en el kilómetro 6, carretera al
norte, en la comunidad del Ocotal y colindando con las aldeas de El Álamo hacia
el sur y con Soroguara por el sur oeste. Dicha propiedad consta de 3200
manzanas.
Segundo: el señor Carlos José Landa Fellini, cedé
al señor Carlos Alberto Miranda Flores el 30% de las ganancias obtenidas en la
explotación minera.
Tercero: Dicho acuerdo durará desde el momento de
la firma hasta que los interesados decidan disolver la asociación.
Carlos Alberto, sentado en un cómodo mueble,
rodeado de miles de libros de distintos colores y ante la mirada atenta de
Anamaría y Carlos José Landa leyó dicho documento y a pesar de que le hubiera
gustado decir que aquello no era correcto, que él se conformaba con un tres o
un dos por ciento, no dijo nada. Estaba convencido de que cualquier protesta
sería rechazada en el acto.
Firmó en el espacio correspondiente a su nombre en
varias páginas y en las copias del contrato. Todas las hojas ya estaban
firmadas por don Carlos José y su hija como testigo del hecho.
—Muy bien –dijo el hombre acomodándose en su silla
y revisando las firmas—. Esto ya está. Hoy mismo lo llevo a los abogados.
Anamaría estaba sentada en el borde del escritorio
y miraba a su padre en cada movimiento como si estuviera vigilando a un preso
en sus quehaceres diarios. La mirada de la mujer era tranquila e inquisitiva.
Su cabello era totalmente amarillo y le llegaba un poco debajo de la espalda,
además, observó Carlos Alberto, tenía pecas en la nariz y en las mejillas. Ella
lo descubrió mirándola y le regaló una tenue sonrisa.
—Ahora –continuó don Carlos José— hablemos de un
nombre para la compañía.
—Papá –le dijo algo desesperada la hija—, ya
hablamos que llevara los nombres del abuelo y del bisabuelo.
—¿De mi padre y mi abuelo? –dijo el hombre con una
amplia sonrisa.
Anamaría tomó un papel blanco y plasmó en ella el
supuesto nombre en caracteres muy grandes. Luego se lo enseñó a Carlos José:
—¿Qué le parece? –le preguntó.
Carlos José leyó:
JONATHAN & ESTEBAN LANDA COMPAÑÍA MINERA
Aquel nombre para una compañía, a él no le decía
nada y era tan bueno como cualquier otro. Así que no tenía nada que objetar al
respecto. Lo que tenía ganas de hacer era comenzar a hacer los planes de
trabajo. En otras palabras: comenzar de una buena vez e ir por la búsqueda del
oro.
—Me parece un excelente nombre –dijo ante la
insistencia de la mujer por conocer su opinión.
—¿Verdad que hasta suena muy bien? –dijo con una
sonrisa don Carlos José.
Carlos Alberto asintió.
—Entonces llevaré todo esto –tomó el contrato
firmado y se puso en pie— a mis abogados. Ya nos ocuparemos de la papelería y
un logo muy bonito cuando encontremos el oro. Mi hija le llevará al Ocotal para
que conozca el lugar y disponga los pasos a seguir.
—Muy bien. Gracias, don Carlos –le dijo al hombre
extendiéndole la mano.
—Mucho gusto y espero que con esto nuestra sociedad
duré muchísimos años.
—Así lo espero también.
El hombre salió del despacho y Anamaría tomando la
iniciativa le dijo:
—Podemos salir hacia allá cuando guste.
—Ok, por mí no hay problema. Sólo necesito
pasar por mí departamento recogiendo
unos instrumentos además de mi laptop.
—¿Comienza de una vez?
—Así es.
—Oh, eso me parece estupendo. Sólo permítame ir a
lavarme los dientes y ponerme ropa más fuerte. Tendremos que meternos entre la
maleza.
Al decir maleza estudió la indumentaria de Carlos.
Éste vestía un pantalón de tela, zapatillas lustrosas y una camisa maga larga.
—En ese caso yo también lo tengo que hacer –dijo
sonriendo.
—El plano de los terrenos –dijo ella buscando con
la mirada en algún lugar de los estantes a la derecha de Carlos. Éste acompañó
la mirada de ella sobre el lugar donde buscaba.
Cuando los hubo localizado, fue por ellos y se los
dio a Carlos. Se trataba de dos tubos de cartón de esos donde los arquitectos
llevan sus planos.
—Ya vuelvo –le dijo ella desapareciendo por la
misma puerta por la cual minutos antes desapareciera su padre.
Carlos destapó uno de los recipientes de cartón y
extrajo un plano casi amarillento del tamaño de casi la superficie del
escritorio de don Carlos Landa. Allí, sobre esta superficie extendió el plano.
Se trataba de un mapa de relieve donde se distinguían las depresiones,
hidrografía y hasta foresta del lugar. En una esquina del mapa estaba el año de
elaboración y el autor. A Carlos sólo le interesaba la fecha. 1880.
Aquel mapa era de ese año. Más de ciento treinta y
cinco años. Con razón el color amarillo, pensó Carlos al verlo. Lo estuvo
observando durante largo rato hasta que se le ocurrió extraer el del otro
recipiente. Éste, aunque del mismo tamaño, estaba totalmente blanco. La fecha
de su creación era muy reciente, apenas un año. Además se podía observar en él
una extensión un poco más grande en una
de sus esquinas. La propiedad había sido ampliada de un año a la fecha a unas
cuantas manzanas más.
Estaba tan absorto en su observación del plano que
no escuchó llegar a Anamaría.
—¿Qué le parece? –le preguntó la mujer a sus
espaldas.
Carlos Alberto dio un respingo de susto y dijo
sonriendo.
—Perdón. Estaba muy concentrado en el plano.
—¡Oh, lo siento! –dijo la mujer con verdadera pena.
Carlos Alberto la observó con mucho detenimiento.
La mujer se había puesto unos pantalones vaqueros de color azul desteñido,
había calzado sus pies con unas zapatillas de color negro y se había puesto una
camiseta de color verde que llevaba una leyenda algo graciosa acerca de la vida
silvestre. Además sobre la camiseta se había puesto un grueso abrigo
impermeable.
—Parece que va a llover –le dijo ella como si
explicara el motivo de su vestimenta—. Y en esta época, en el Ocotal suele ser
muy helado.
—Ah. Ok. Entonces haré lo mismo en mi departamento:
me pondré lo más abrigado posible.
***
Anamaría le pidió que viajaran juntos en su Jeep y
dejaron el automóvil de Carlos en la cochera de la casa en el Hatillo. Pero
además, le entregó las llaves a él para que manejara.
El recorrido del Hatillo hasta su departamento pasó
muy rápido debido a que la mujer, sin él esperarlo, comenzó a contarle cosas
acerca de su familia:
—Somos cuatro. Mis hermanos, todos han hecho su
vida en otros países y sólo se acercan para las fechas de navidad y año nuevo.
Vienen con mis sobrinos un tiempo y luego se van… dentro de quince días los
tendremos por acá.
—¿Y porque usted no hizo lo mismo? –le preguntó
Carlos Alberto para darle pie a una pregunta inteligente.
—Uuu. Por muchas razones –dijo metiéndose los dedos
por entre el rubio cabello que llevaba suelto—. Pero principalmente porque hay
algo que me ata a la tierra del Ocotal.
Carlos Alberto la miró un segundo y luego volvió su
atención hacia la carretera. Esperaba que ella le explicara aquellas palabras.
Y vaya si lo hizo.
—Cuando tenía 18 años, en 1990 tuve allí una
experiencia bastante intensa y podría decir sobrenatural… no sé cómo
explicarlo. Pero allí, fue donde conocí al padre de mi única hija, Alma Beatriz
la cual usted salvó hace dos días. Fue durante un mes de vacaciones en la
universidad. Fui allá con mis amigas de entonces y nos quedamos en la casa de
mi abuelo, usted verá la casa, y una noche pasó algo muy raro.
—¿Qué tan raro?
—Muy, muy raro. Tanto que recuerdo muy poco… lo
único que recuerdo es que casi muero allí.
—¡¿De veras!? –preguntó de verdad sorprendido por
la confesión de la mujer.
—Sí. Fue algo tan raro que durante muchos años me
negué a volver a La Casona.
—¿La Casona?
—Así le puso mi abuelo antes de mi abuelo a la
hacienda que tenía allí. Ya la verá, usted. Es una casa muy bonita, pero que ha
tenido una historia bastante mala.
—¿Y eso?
—No sé muy bien la historia, pero seguramente si
contrata gente del Ocotal y del Álamo empezarán a contarle que la hermana de mi
abuelo era bruja o algo así. Pero la verdad es que mi tía abuela, como le llamo
yo, era una artista excepcional. ¿No se fijó en los cuadros que hay en la casa,
verdad?
La verdad no se había fijado y lo confesó.
—Aún hoy en día sus cuadros son muy bien cotizados
en el mercado nacional e internacional. Mi tía Azucena –dijo con nostalgia como
si su mente se fuera muchos años atrás— yo no la conocí, pero muchos que miran
sus cuadros dicen que yo tengo sus ojos. Murió el mismo año, y el mismo mes en
el cual yo nací.
Carlos Alberto que había vivido toda su vida solo,
empezaba a reflexionar acerca de lo que la mujer le estaba contando. Que él
supiera, nadie, ninguna mujer, se había abierto así a él a contarle su vida. No
dijo nada, pero se preguntó si eso era prudente. No dijo nada sólo demostró
interés porque después de todo su vida había empezado a ir, como decía su
madre, en la vía correcta.
Por cierto, en alguna ocasión, o en muchas, le
pareció recordar el haber escuchado a sus padres hablar acerca de un lugar
llamado El Álamo. Pero quizás sólo era el eco de alguna conversación muy
lejana.
—En 1990 –continuó la mujer como si no se hubiera
interrumpido unos cuantos segundos— podría decirse, si es que existe, por fin
fui feliz de verdad. No quiere decir que el ser madre no me haya proporcionado
esas alegrías cotidianas, y sustos también, de tener un ser creciendo junto a
una, pero lo digo porque es la única época en la cual me he sentido tan
completa.
—¿Y qué le pasó a…?
—¿Mi hombre? –completó ella al escuchar su
vacilación.
—Sí –dijo él sonrojándose un poco.
—Quedó atrapado en un hueco de la iglesia que hay
en el Álamo. Eso sí lo recuerdo muy bien. Pero, he regresado muchas veces,
ahora, a ese pueblo y allí parece no haber sucedido nada –hablaba para sí misma
y no para su interlocutor con lo cual aquello más que un diálogo era un monólogo.
En aquel momento llegaron al estacionamiento del
edificio de apartamentos y Carlos apagando el motor le dijo:
—¿Si quiere subir?
Anamaría no se hizo de rogar y Carlos Alberto se
preguntó porque hizo dicha invitación. Su apartamento era tan pequeño. Tendría
que indicarle que se quedara en la salita mientras él se vestía en su
habitación.
Subieron al segundo piso del edificio y le mostró
la sala apenas entraron.
—Umm –dijo ella— que acogedor.
—Si necesita algo de la cocina –le señaló la
pequeña cocinita que no era más que una extensión, en un rincón de la
habitación—, puede tomarlo. Ya regreso.
Anamaría se fue hacia la ventana que se abría a una
calle muy transitada. La ventana era grande y de vidrios polarizados y se podía
observar sin ser observado. Allí se mantuvo un buen rato antes de volver a la
salita y sentarse. Miró la pequeña repisa enfrente del sillón y buscó algún
libro de su interés. En realidad todos eran acerca de minas, suelos, cerros,
hidrografía y todo lo referente a la tierra. Miró de nuevo hacia el sillón,
allí, en la mesita que estaba cerca de uno de los brazos había un periódico
doblado y viejo. Lo tomó, lo abrió al azar y trató de leer un poco.
No pudo. Los recuerdos, mientras le contaba a
Carlos Miranda, habían regresado con mucha fuerza. Le había dicho que había
regresado muchas veces al Álamo en busca de, por lo menos, el cadáver de
Antonio, pero la verdad era que sólo había ido al pueblo muchos años después,
cuando su hija cumpliera los quince años y le insistiera en conocer el lugar
dónde había caído su padre.
Había regresado al Álamo, en el 2005, quince años
después de lo ocurrido allí. Le había contado a su hija pequeña tantas veces la
historia de su padre que al final volver había sido inevitable.
Había hecho el camino con el corazón en la mano y
los recuerdos abalanzándose sobre ella. Y al llegar a la iglesia, al entrar y
descubrir con asombro que estaba habilitada y que todo rasgo de aquella
terrible pesadilla parecía haber sido un verdadero sueño, se había sentido aún
peor. Había sido como si le hubiera contado una mentira a su hija.
“No entiendo lo que pasó— le confesó a Alma Beatriz
mirando el suelo donde había estado el agujero por el cual había entrado y
salido ella, pero jamás él—. Aquí estaba el agujero”.
Un sacristán pequeño y mal encarado les había
pedido silencio. Y ellas, como dos furtivas delincuentes habían abandonado el
salón de la ermita.
Después, sólo se había acercado a aquel lugar con
su padre y otras personas interesadas en descubrir el paradero de un hombre que
había asesinado a su esposa y aterrorizado a sus hijos a finales de año. Para
entonces, la iglesia volvía a estar cerrada y la gente parecía más extraña que
nunca.
Sólo dos veces en más de veinte años. Pero ella le
había dicho que varias veces ¿Por qué le había mentido? ¿Qué ganaba con eso?
Carlos Alberto salió de su habitación. Vestía ahora
un blue jeans nuevo, zapatos de trabajo gruesos, una camisa a cuadros de manga
larga y una especie de centro supuestamente para el frío. Ella le iba a decir
que se buscara algo mejor, pero mejor no lo hizo.
—Llevó la laptop y el modem para ubicarla por medio
de internet.
—Ok.
Salieron para el Ocotal a las diez de la mañana. El
cielo, anunciaba para las horas de la tarde, lluvia.
***
—Me parece conocido el nombre del Álamo –le comentó
Carlos cuando tomaban el desvío de tierra que había junto a la autopista.
—Seguramente lo leyó en los periódicos el año
pasado. Hubo un crimen en las cercanías del pueblo –le explicó Anamaría—. Un
hombre enloqueció y mató a hachazos a su esposa. Y si los niños no huyen bajo
la tormenta también hubieras perecido a sus manos.
Carlos trató de recordar si ese era el caso, pero
no, no era ese. Lo vinculaba más con su madre y con su padre que con las
noticias del periódico. No podía recordarlo, pero ya llegaría. ¿Se lo había
mencionado a su madre? Claro que sí, pero ¿El nombre del pueblo también? No,
quizás eso no.
—¿Y qué fue lo que pasó? –preguntó al fin.
—El año pasado, más o menos por estas fechas
–comenzó Anamaría—, un doctor, su esposa y sus dos hijos pequeños vinieron a
pasar las vacaciones. Ya vamos a pasar junto a la casa. Era costumbre de ellos,
según los padres de él, venir los fines de semana al Álamo, porque esa casa
pertenece al Álamo. Pues un fin de semana, mientras estaban allí, parece que
tuvieron una pelea muy fuerte y a media noche él bajó a la cocina por un hacha
y subió a la habitación que ocupaban de dormitorio y la asesinó con ella. Los
niños al escuchar los gritos de su madre salieron corriendo de la casa y
huyeron durante toda la noche hasta ir a caer a un pozo de aguas subterráneas
que hay en La Casona. Allí los encontró un detective contratado por los
abuelos, y padres del hombre. Fue una noticia que conmovió a todo el país.
Aunque si lo vemos desde el punto de vista sensacionalista hay tantas cosas
peores hoy en día. Lo más triste de ese suceso fue los niños. Pasaron toda una
noche huyendo de su propio padre enloquecido y los elementos de la naturaleza
parecían también en su contra.
—¿Y el padre volvió a la normalidad?
—No. Después de esa noche, nadie le volvió a ver.
Desapareció de la faz de la tierra. El detective que salvó a los niños de morir
entumecidos dentro del pozo de La Casona, no encontró muchas pistas al
respecto. Pero lo más importante es que encontró a los pequeños vivos.
—¿Y qué fue de ellos? de los niños.
—Ahora viven con sus abuelos, pero según entiendo
siguen en una terapia de recuperación muy fuerte.
—¿Y no hay ninguna teoría de lo que sucedió?
—Muchas, pero ninguna cuaja con la realidad. La más
aceptada es la que dice que después de matar a su mujer, el hombre, se metió en
una de las minas del Álamo y se perdió para siempre allí. Otros suponen que
dicho hombre aún vive alimentándose de raíces en los bosques y que está
totalmente loco. Tampoco nadie puede asegurar haberle visto. Y las más locas
dicen que se fue huyendo para Guatemala, o El Salvador, al recobrar la
conciencia y recordar lo que hizo.
—¿Y cuál es la que usted acepta o considera
posible?
—Creo que le pasó lo mismo que me pasó a mí… pero
él no tuvo oportunidad de retorno. No había nadie para cuidarle.
—Pero ¿Qué fue lo que le pasó a usted?
—Antes, en La Casona, había algo. Algo extraño. En
realidad, nos contaba mi abuelo Esteban, que la casa, después de la muerte de
mi tía Azucena, quedó como embrujada, o llena de espíritus… sé que es difícil
creer eso, pero yo misma lo experimenté y sé que es verdad… mi abuelo nos
contaba que dos hombres habían desaparecido intentando limpiar la casa… al
final el segundo lo logró, pero nunca se le volvió a ver. La casa estuvo
abandonada por mucho tiempo, cuando volvió a ser habitable, el abuelo nos la
prestaba cuando queríamos y hacíamos fines de semana allí. Como le dije antes,
tuvimos una semana de feriado en la universidad y decidimos cuatro amigas ir a
pasar esa semana allá. El tercer día, acampamos muy cerca de unas colinas que
hay detrás de la casa y en la madrugada, algo… no sé qué (quizás lo mismo que
volvió loco a aquel hombre), se apoderó de mí y me llevó por bosques y colinas
hasta la población del Álamo. Yo no fui consciente de todo eso hasta después de
despertar. Y fue Juan José quien llegó a rescatarme. Cuando abrí los ojos yo
estaba metida en una especie de túnel debajo de la iglesia del Álamo. Casi me
vuelvo loca… allí, había algo que no logró recordar. Es como si mi mente se
negara a su existencia, tan pavoroso era… cuando salí de aquella iglesia salí
deshecha.
Carlos escuchaba todo aquello y trataba de
encontrarle una lógica que no tenía por ningún ángulo. Pero su madre sobre
todo, solía decirles desde muy pequeños que las cosas del mundo son mera
apariencia. La verdad tiene muchas caras, y cosas de ese estilo que cuando se
aprenden de pequeño abren muchas posibilidades. Si examinaba todo aquello que
la mujer, de una manera totalmente libre le contaba como una verdad personal
era real, pero si la analizaba desde el punto de vista lógico parecía más una
historia de horror.
—Sí es muy extraño todo eso –dijo al final como
quien no está dispuesto a aceptarlo todo, pero sin dejar de creer.
Anamaría calló durante algunos minutos. Subían por
una calle de color blanco y en mal estado.
—En algún tiempo esta carretera, aunque parezca
mentira –le explicó—, era la carretera que llevaba hacia el norte. Fue en el
nuevo diseño que se desecharon más de veinte kilómetros. Ahora estas
poblaciones quedaron algo alejadas de la vía principal y se marchitan
lentamente.
Carlos que llevaba el volante tenía que esquivar de
vez en cuando algún bache lo bastante profundo como para dañar las ruedas. Lo
que decía la mujer a su lado parecía tan alejado de la realidad. Lo de la calle
lo entendía, pero lo de haber sido conducida por algo sobrenatural hasta
enterrarse debajo de una iglesia.
—Esa es la casa donde el hombre asesinó a su esposa
–le señaló un edificio de color blanco de dos pisos a la derecha.
La casa, se fue acercando a ellos pero nunca
pasaron muy cerca.
A Carlos el edificio le pareció algo moderno y
hasta atractivo porque estaba entre árboles altos y una vegetación envidiable.
—El terreno, ahora, fue anexado al nuestro –declaró
Anamaría— sus padres, los abuelos de los niños, nos lo vendieron después de lo
sucedido. No quieren saber absolutamente nada de él.
—Sí, me imagino.
Pasaron de largo por enfrente de la casa que
parecía lúgubre y posiblemente ya cosechaba algunas leyendas acerca de los
hechos.
—¿Esa es la anexión que aparece en los nuevos
planos?
—Sí, pero también otras manzanas casi rozando con
el pueblo del Ocotal.
***
En 1990, cuando regresó a Tegucigalpa, después de
una búsqueda imposible de Antonio Moncada, el amor de su vida, Anamaría, se
había entregado a la soledad y al llanto hasta ue un día descubrió con alegría
y miedo que estaba embarazada.
Solo había pasado una noche con Juan José Moncada,
el amor de su vida, y había quedado embarazada de él. Sus padres, como era
lógico, se escandalizaron al principio, pero aceptaron lo inevitable con
estoicismo. El bebé iba a nacer y había que darle un apellido. El padre comenzó
a devanarse los sesos por tal motivo, pero ella muy seria, mientras la barriga
ya era visible se le había encarado y le había dicho:
“Es mi hijo y el de Juan José, llevará su apellido
y el mío.”
“Pero hija, cómo”
“Me presentaré ante su padre y le explicaré”
Y sin fuerza humana capaz de detenerla se había
presentado en casa de los padres de Juan José. Don Inocencio y doña Lidia
salieron a recibirla apenas vieron entrar el auto en su hacienda. Ella, conocía
el lugar por haber estado allí, un año atrás, con sus compañeras de
universidad. Y la reconocieron de inmediato.
Les explicó lo sucedido y acerca del nieto por
venir. Los padres de Juan José la sentaron, platicaron largamente sobre lo
sucedido con su hijo. Cuando ella les contó lo sucedido, ellos le creyeron pues
por todo el lugar circulaban historias nada gratas acerca del Álamo y su espanto
al cual le daba el nombre del ente blanco.
Don Inocencio, estuvo de acuerdo con darle el
apellido del hijo desaparecido a su nieto pero con la condición de que los
visitara todos los fines de semana. Y a partir del nacimiento de la niña, en
mil novecientos noventa y uno, todos los fines de semana la llevaban con ellos.
La niña, entonces, se convirtió en la niña de los ojos de los abuelos y veían
en ella al hijo desaparecido. Y aunque sus otros dos hijos también les habían
dado nietos, por esa razón especial de la añoranza del hijo desaparecido, de
alguna manera querían mucho más a la pequeña Alma Beatriz.
Cuando los dos abuelos murieron, uno con un año de
diferencia del otro, en 2003 y en 2004 respectivamente, dejaron a la nieta
parte de los terrenos destinados al hijo desaparecido. Dichos terrenos
abarcaban todas las faldas de una colina y una represa construida en tiempos
inmemoriales. Anamaría, al conocer la noticia de dicha herencia se reunió con
los otros dos hijos y quiso repartir dichas tierras entre ellos y sus
descendientes, pero éstos la atajaron tajantemente con palabras muy duras.
“Si nuestros padres querían que Alma Beatriz, la
hija de Juan José, fuera la dueña de esas tierras no podemos sentirnos más que
dichosos que nuestro hermano haya tenido una descendiente. De los tres era
quien más apegado estaba a nuestros padres. Además, Alma les ha brindado, estos
últimos años, una especie de bálsamo para el dolor. Nuestros padres, desde que
desapareciera Juan, empezaron a morir”
Así pues unas veinte manzanas, que no era algo
despreciable, fueron anexadas a las tierras de la familia Landa y ahora
figuraban en el nuevo plano de la familia.
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