martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 6



VI


Como quien primero se entera de estas cosas en la era de la información y la comunicación, como les gusta decir a los mismos medios de comunicación de masas, son los periodistas, la noticia la dieron por el canal más visto a nivel nacional a las ocho de la mañana. En la pantalla un hombre de unos veinticinco años, con micrófono en mano, enfrente de la vivienda de la familia Landa Fellini informó:
—Estamos enfrente de la vivienda del empresario y economista don Carlos José Landa Fellini de 65 años de edad quien hace apenas una hora fue secuestrado justo aquí.
Señalaba un punto específico de la calle justo enfrente del enorme portón de la casa. En ese momento, se veía un grupo de gente mirando al periodista, a la casa y al lugar que éste señalaba. Una escena típica y que muchas veces los familiares de las víctimas deseaban evitar, pero que los periodistas, como auténticos buitres, insistían en mostrar aún a expensas de la propia vida del plagiado.
—Hemos observado la entrada de varios vehículos a la propiedad, por lo que suponemos los amigos y familiares se están reuniendo para asimilar la noticia y buscar los recursos necesarios para su rescate. Los familiares mantienen un hermético silencio y que sepamos aún no han recibido ninguna llamada solicitando la cantidad del rescate. Esperamos que en las próximas horas, la  Policía Nacional ponga cartas en el asunto. Y que los plagiarios respeten la vida del señor Carlos Landa. Para Honduras reportó Pablo Fernández.
Y como siempre una bandita horizontal anunciaba constantemente que aquello era Ultima Hora, Ultima Hora, Ultima Hora.

***
En el interior de la vi vivienda, como el periodista había dicho la familia se estaba reuniendo. La primera en llegar fue Anamaría quien vivía más cerca que sus oros hermanos. La casa, entonces, se fue llenando y para las nueve de la mañana toda la familia posible estaba allí menos los niños que aún permanecían en clases.
—Apenas diez minutos después –explicaba por veinteava vez doña Esmeralda desfallecida sobre un sillón en la sala de visitas—, llamaron pidiendo diez millones de lempiras.
Todos, que ya estaban enterados de las peticiones del plazo y lo demás se miraban con verdadera angustia. La más afectada por aquello era Anamaría quien miraba a todos lados y ninguno con la angustia reflejada en su mirada. Quería llorar, gritar, patalear y todo eso al mismo tiempo, pero se contenía porque algo en su interior le avisaba que nada lograría con aquello. Su hija venía aún en camino ya que vivía en San Pedro Sula. Sus hermanos ya estaban allí todos.
“Diez millones de lempiras, en billetes de cien, usados, a más tardar el miércoles. Se les llamará ese día para instrucciones. No metan a la policía o el señor José Landa muere de inmediato”
Y eso había sido todo. Su madre, desde hacía muchos años, había instalado una grabadora de llamadas y allí estaba la grabación. La habían puesto un par de veces para que todos la escucharan. Era una voz de hombre, distorsionada, quizás por algún pañuelo. Se escuchaba lejana y distante.
Anamaría, con los nervios de punta y sintiendo que las piernas se le doblaban a cada paso llamó a Carlos Alberto y le contó todo:
—Han secuestrado a papá.
Del otro lado, como si lo que acabara de escuchar no fuera posible, Carlos Alberto hizo una larga pausa y luego sin esperar más le dijo:
—Voy para allá ¿Estás en El Hatillo?
—Sí.
—Llego en una hora.
Y colgó.
En menos de una hora, Carlos Alberto había llegado y encontrado en la puerta principal una grulla de periodistas. También había un pickup verde característico de las Policía Nacional. Al verle acercarse uno de los militares se le acercó.
—Buenos días, caballero –le saludó el oficial, pues llevaba sus galones en la manga de la camisa—. ¿Es usted pariente del señor plagiado?
Carlos Alberto que no sabía nada de nada iba a contestarle que no cuando recordó que en tales casos lo mejor era mantenerse al margen. Lo único que dijo fue:
—Cuando sepamos algo se los comunicaremos.
—Por favor –dijo el Oficial que tenía una plaquita con el apellido “Cuello”— dígale a la señora que estamos a la orden. Nos ha mandado el presidente de la república con órdenes expresas de ayudar a la familia
—Se lo diré –dijo secamente.
Apenas abrieron el portón varios periodistas trataron de ingresar a la propiedad. De inmediato, a una señal del oficial Cuello, los militares formaron una barrera para impedírselo. Carlos Alberto le hizo una seña de agradecimiento al militar y entró. Detrás de él escuchó las típicas protestas de los periodistas sobre el derecho a la información que tenía el pueblo, y un policía informándoles también del derecho a la privacidad de las personas.
Dejó su auto detrás de una fila que llegaba casi a la mitad del trayecto. Por lo visto ya se habían congregado allí todos los familiares y amigos y demás conocidos de la familia para dar sus muestras de condolencia o lo que fuera que se daba en esos casos.
Carlos Alberto dejó su auto justo detrás del último y avanzó con pasos rápidos hacia la casa.
Saludó y fue reconocido sólo por Alma Beatriz y sus hijos que estaban al fondo del salón. Las demás, para él, eran caras tan desconocidas como lo podrían ser las miles de caras que se aprecian en medio de una multitud.
La muchacha, después de saludarlo, lo llevó al segundo piso donde estaba Anamaría. Ésta al verlo se levantó de la silla donde estaba contemplando hacia afuera con tristeza. Fue hacia él y lo abrazó llorando.
Se sentaron uno junto al otro abrazados, la hija miró la escena y pidió disculpas. Se llevó a sus hijos y bajó hacia el primer piso.
—Cuéntame todo lo ocurrido –le pidió él con solicitud.
Ella le contó todo lo que sabía.
—Diez millones de lempiras –dijo Carlos como hablando para sí mismo—. No se andan por las ramas.
—Ya nos pusimos en contacto con el administrador de  papá. Quedó de llamar dentro de una hora.
Guardaron silencio. Porque ¿Qué se puede decir en casos como estos? Se abrazaron y esperaron juntos los acontecimientos.
El primero problema con el cual se encuentran las personas que han sufrido un plagio es justamente ese: la inmovilidad. Es como un shock que va directo a todos los sentidos dejándolos inmóviles y casi inútiles.
—Oliver –dijo de repente Anamaría.
Carlos Alberto se quedó mirándola como si acabara de decir una palabra sin sentido.
—¿Perdón? –dijo él.
—Oliver Pavón, el detective –repitió Anamaría con más firmeza—. Él puede ayudarnos.
—¿Quién es Oliver Pavón?
—El detective que encontró a los niños que cayeron en el pozo y ha resuelto muchos casos de secuestros.
—¿Un detective?
—Sí –dijo con exasperación, pero con energía Anamaría poniéndose en pie—, él puede ayudarnos.
Comenzó a buscar algo por la habitación, pero parecía desorientada.
Carlos Alberto al notar esta desorientación se puso en pie y le dijo:
—¿En qué te puedo ayudar?
—El teléfono. La dirección –dijo Anamaría sin dejar de mirar a muchos lados sin sentido.
—No te preocupes, yo lo busco y le llamo.
Pero decirle a una persona preocupada que no se preocupe es como echarle un fósforo a un bulto de pólvora. Anamaría miró a Carlos con deseos de decirle sus cuatro, pero se dominó. Por un rato no le habló, molesta con él.
Eran las diez de la mañana cuando dieron con el número del detective y fue Anamaría la que le arrebató el número para llamar ella.

***

—Es para ti –le dijo Paola a su esposo que en ese momento caminaba hacia la puerta de la casa con su maletín en manos dispuesto a ir a trabajar.
Oliver Pavón desando los pocos pasos dados hacia la puerta, tomó el teléfono.
—Gracias, amor –le dijo a su esposa quien le tomó el maletín para que atendiera con mayor facilidad.
—Es Mirna, de la oficina –le dijo Paola sentándose justo en la esquina del sofá a acariciarse la inmensa barriga de preñada. Él le entregó el maletín.
—Hola, Mirna –saludó.
—Hola, jefe. Disculpe que le moleste en su hogar, pero…
—No hay problema. Dime.
—No sé si ha mirado las noticias, pero acaban de secuestrar al empresario Carlos Landa Fellini.
Oliver que tenía la costumbre de encender el televisor apenas se despertaba y poner las noticias no recordaba nada al respecto. Esperó. Sabía que Mirna le informaría a continuación al respecto.
—Acaba de llamar una de sus hijas y ha insistido en que le brindara su teléfono personal. Le pedí el suyo y le prometí que la llamaría apenas supiera del caso.
—Muy bien.
—Como es natural, la mujer está destrozada. Me pidió que por favor no dejara de decirle a usted y que le pagarían lo que pidiera.
Oliver que desde su primer caso parecía destinado a la recuperación de personas secuestradas, la fama lo precedía, se sentó despacio junto a su mujer y le dijo a Mirna:
—Dame el número de inmediato.
—Ok, señor.
Se lo dio y de inmediato, desde su celular marcó, pero antes le explicó a su esposa:
—Otro secuestro –le dijo.
Paola, que sabía del cuidado que tenía su esposo al aceptar un caso de aquellos, lo abrazó y colocó su cabeza sobre su pecho. Él le rodeó la ancha cintura con un brazo cariñoso.
Apenas había dado dos timbrazos el teléfono del otro lado cuando una mujer de voz acongojada contestó.
—Aló –dijo sin decir hola, o buenos días, porque naturalmente no la conocía y tampoco tenía unos buenos días—. Soy Oliver Pavón, investigador privado. Dígame.
—Oh, señor Oliver, gracias por contestar a mi llamado –dijo la mujer de inmediato al reconocerle—. He estado pendiente de su llamada. Gracias, gracias por atender. Me gustaría contratar sus servicios… acaban de secuestrar a mi padre.
Oliver escuchó a la mujer contarle acerca del caso sin interrumpirla y entre palabra y palabras la sentía a punto de ponerse a llorar. Esperó a que ella se desahogara para comenzar a hablar él.
—Necesito que haga lo siguiente –le dijo con la voz firme y la mente tratando de imaginar la escena del crimen.
Ella le había dicho: “Justo al salir de la casa” eso significaba que las primeras huellas, fueran las que fueran, estaban allí.
—Sí hay gente, vehículos o lo que sea en el lugar oblíguelos a apartarse. Necesito recoger huellas. Las que sean. Dese prisa.
—Ok –dijo la mujer del otro lado.
—Luego espérenme. Llego en una hora. No dejen que nadie toque nada que esté relacionado con el secuestro.
—Si hubiéramos sabido antes –se quedó la mujer del otro lado—. Hay un montón de periodistas, policías y curiosos allí afuera.
—Pídales a los policías que coloquen una cinta amarilla alrededor del lugar. Eso ayudará un poco.
—Ok. Yo les digo. Por favor apúrese. Tengo tanto miedo por mi papá.
—No se preocupe –la calmó Oliver experto ahora en este tipo de cuestiones—. Si han dado de plazo tres días significa que tenemos tiempo suficiente.
La calmó todo lo que pudo y cerrando la llamada le dijo a Paola:
—Estos son secuestradores que vuelan alto.
Paola, con aprehensión se aferró a su esposo.
—¿Por qué no dejas que Castro se encargue de eso? Me da un miedo terrible cada vez que tomas uno de esos casos.
—No es tan complicado como parece –le dijo él para tranquilizarla.
Siempre era lo mismo. Cada vez que recibía un nuevo caso, no importaba lo que fuera, ella le suplicaba que no fuera él sino otro el que lo resolviera.
—Siempre me dices lo mismo y aquí me quedo con la idea de que te puede pasar algo.
—¿Qué puedo hacer, mi amor? Es mi trabajo.
—Sí, un trabajo muy peligroso. Yo quiero que Margarita tenga padre no una tumba que visitar.
Oliver amaba a Paola con todo su corazón, pero cuando se entablaban aquellas discusiones entre lo que hacía y lo que no debía de hacer siempre terminaba algo triste. A él le apasionaba su trabajo. Era su segunda piel, su vida en otras palabras. Pero, ella lo sabía. Lo había conocido en la resolución del caso de su sobrina y además lo habían hablado tanto y tantas veces al hacerse novios.
Oliver bajó su cabeza hasta el redondo vientre de Paola y le dio un beso suave. Ella le acarició la cabeza.
—No se preocupe, mi bebé –le dijo a la panza—, aquí estará su padre para recibirla cuando regrese.
—Oliver –le dijo Paola acariciándole el cuello—. No necesitamos más dinero…
Y así era en efecto, pero no era por eso, y ella lo sabía. Era más por sentirse vivo y además porque siempre eran vidas humanas las que estaban siempre en juego. ¿Cuántas personas no había salvado él gracias a sus habilidades?
—Lo sé, amor. Pero tú sabes que no lo hago por el dinero.
Se miraron a los ojos largamente y al final se besaron como siempre lo hacían después de una de aquellas discusiones. Discusiones que no eran más que excusas para amarse más.
—Ve, pues –le dijo ella soltándole la mano con suavidad—, y salva otra vida. Pero por favor, no pierdas la tuya.
—No lo haré –le dijo con suavidad dándole un beso en la frente.
Minutos después se alejaba de su casa subiendo por la montañita, ruta que había descubierto era más rápida si se quería llegar a Tegucigalpa en veinte minutos. Y aunque la carretera era de tierra estaba muy buena.
Había prometido a la hija del señor Landa estar en una hora en el lugar del secuestro, y se había tardado más de veinte con su esposa, pero era un tiempo calculado. Aquellos episodios eran tan frecuentes que siempre les daba un lapsus de tiempo igual a ese.
Mientras avanzaba hacia el lugar se puso en contacto con su socio de investigaciones:
—Castro te necesito en treinta minutos en El Hatillo. Espérame en la posta policial.
—Ok, jefe.
—Lleva todo el equipo.
—Copiado.
Así de sencillo. Entre ellos que se conocían de varios años no había mucho que decirse, sólo comunicar y ya. Confiaba en él al cien por ciento y sabía que aquel caso necesitaría su máxima capacidad como todos aquellos en los cuales el secuestro era realizado por delincuentes con experiencia. Y ese, lo olía, lo era sin lugar a dudas.
“Landa, Landa” se repetía “Me suenan”

***

Castro, un hombre viejo, pero con una capacidad de análisis y una filosofía de vida muy lejos de la común, lo estaba esperando fumándose un cigarrillo sentado sobre el capó de su viejo Nissan. Al verlo llegar se le acercó. Estaba estacionado unos diez metros antes de la posta policial y parecía un simple transeúnte.
—¿Es lo del millonario de la plata? –le preguntó apenas aquel se estacionó y fue hacia él.
—Carlos Landa –dijo Oliver antes de salir del auto.
—Ese mismo –dijo Castro echando una pequeña bocanada de humo.
Se sentaron en la trompa del Nissan de Castro y se pusieron de acuerdo.
—Como sucede siempre –le comentó el viejo detective señalándole con un gesto a los militares en la posta— han cerrado todas las calles después de los tiros. ¿Creerán tan estúpidos a los delincuentes como para creer que se quedan adentro del círculo del delito?
—No se les puede culpar –dijo Oliver— algo tienen que hacer para demostrarle a la población que ellos están haciendo algo, aunque sea el tonto.
—Eso sí.
—Hablemos del asunto –dijo poniéndose serio Oliver.
—Escucho.
—Los autores del secuestro son criminales de profesión.
—Lo mismo pensé yo al ver las noticias.
—Yo voy a entrar a la casa y tú, como un simple curioso rescatas noticias de las personas que estén, estuvieron y estarán allí. Eso es todo.
—Ok.
—No tengo que recordarte que…
—Papeles.
Sin que se dieran cuenta uno de los militares de la posta policial con su arma reglamentaria, que era un rifle de guerra, se había acercado a ellos casi por la espalda. Ninguno de los dos se asustó, algo que pareció enojar un poquito al hombre de casco duro.
—Buenos días –saludó jovial Castro sin dejar de echar su chumacera.
—¡Papeles! –insistió el militar empuñando su arma como si aquellos dos individuos desarmados de un momento a otro se les fueran a echar encima.
—Ok –dijo Castro buscándose la cartera en la bosa trasera de sus vaqueros, pero sin dejar de echar humo a diestra y siniestra.
Olive hizo otro tanto. Buscó su documento especial y se lo tendió al hombre que con desconfianza miraba todos sus movimientos. Tomó el documento, que Oliver había mandado a meter en un forro de cuero auténtico de cocodrilo. Lo miró y dijo con su mejor lenguaje:
—¿Qué es esta mierda?
Olivier y Castro se miraron divertidos al escuchar aquello.
—Lo que dice allí –dijo Oliver.
—Permiso Absoluto –dijo con sorna el militar— ¿Qué mierda es esa?
—Ah, un permisito absoluto. Verá, soy detective y…— comenzó a explicar Oliver.
—Qué permiso y una mierda –dijo el militar con la voz más fuerte que se podían permitir normalmente—. Caminen a la posta y allí averiguamos que mierda es esta.
Castro se iba a quejar pero Oliver le dijo con una sonrisa:
—Mejor así. Quizás al general Alfonso Sánchez nadie le respeta ya.
—¿Qué tanto murmuran allí? –dijo el militar a sus espaldas con ganas, quizás de quitarle el seguro a la metralleta.
—Mire, señor –dijo al fin Castro—. Vea bien la placa y la firma que lleva allí. Es para evitarle un arresto…
—Silencio, civil –le gritó el militar empujándole con no mucha cortesía.
Oliver agarró a su amigo por el hombro y evitó que se volviera. En el empujón se le había salido el cigarrillo de los labios y había ido caer a la carretera.
—Aquí traigo a estos dos sospechosos mi oficial –le dijo a otro militar aparentemente con un rango militar más alto—. Dicen ser detectives y el único documento que me presentan es este documento sin sentido.
El dichoso oficial que llevaba bordado en el pecho, justo sobre la bolsa de la derecha el nombre Padilla, tomó el documento sin sentido y lo miró con atención. Era gracioso, según Castro, mirar las caras de las personas cuando se enteraban de cosas que podían meterlos en problemas.
—Esto es una…
El otro militar sin apartar la mirada de los sospechosos y de tener listo el gatillo casi listo para disparar miró el cambio en su oficial y pareció temer algo.
—¿Quién les dio esto? –preguntó a ambos porque no sabía quién era Oliver Pavón.
—El general Alfonso Sánchez –dijo Oliver con cara de inocencia.
—¿Y porque les daría algo así mi general? –preguntó el que tenían a sus espaldas.
—Averígüelo –le dijo Castro sin poderlo evitar Oliver.
El militar levantó el arma que era una AK y ya iba aporrear por la espalda a Castro cuando el oficial Padilla le ordenó detenerse. Se detuvo pero Oliver pudo escuchar su respiración agitada.
—Responda –les dijo el oficial—¿Por qué mi general les daría algo así?
—Hice un trabajo para él y en agradecimiento me la entregó –confesó Oliver diciéndose que si le hubieran dado cien lempiras por cada vez que se repetía aquella escena ya tendría una buena cantidad en el banco—. Tengo su número en mi teléfono si quiere comprobarlo…
El oficial Padilla pareció enrojecer con la simple mención de ser contactado con su jefe superior.
—Déjeme hacer una llamada.
Y sin esperar respuesta se metió en la pequeña posta de bloques que no era más que una simple caseta pintada de un verde y gris muerto. Castro ante la mirada torva del militar y su arma se fue a sentar en una pequeña banca de madera que había junto a una de las paredes.
—La vejez –dijo.
Escucharon hablar al militar desde adentro y salir casi de inmediato con el rostro más rojo que un tomate. Le extendió la placa a Oliver y dijo casi con un hilo de voz.
—Lo siento… lo sentimos mucho.
Oliver tomó su placa y la introdujo en la bolsa de la camisa.
—Usted tiene que comprender. Se ha cometido un secuestro y nos han ordenado detener a cualquier sospechoso.
—Y mientras tanto se escapan los delincuentes –dijo Castro sin dirigirse a nadie en particular, pero si al mundo en general.
El militar al ver la expresión de su superior parecía más aterrado que un ratón ante la presencia de un gato. Había bajado el arma y estaba quieto, mirando la escena ante él como esperando alguna represalia.
—No hay problema –dijo Oliver conciliador sacando su libreta de apuntes—. Nos han llamado para entrar en la investigación. ¿Ustedes permanecen aquí siempre?
—Nos rotamos, somos ocho en esta posta, pero sí, nuestro turno es de dos días seguidos. Y sí, estábamos aquí hoy por la mañana cuando ocurrió el secuestro.
—¿Conocen ustedes a don Carlos Landa, el secuestrado?
—No… bueno, lo vemos pasar casi a diario hacia su casa o hacia Tegucigalpa, pero no, no tenemos el gusto de hablar con él.
—Ah, ya. Pero ¿Vieron pasar hoy su auto yendo hacia Tegucigalpa?
Los dos militares se miraron, bajaron lo vista y luego la volvieron a subir como pensando.
—No estoy muy seguro –dijo el que le diera el empujón a Castro— porque vemos pasar tantos autos por esta calle, pero… podría decir que vimos pasar uno de sus autos. No sé…
—Ok. Vamos ahora hacia su casa para averiguar algunas cosas. Voy a preguntar cuál auto usó hoy y si es posible conseguiré algunas imágenes ¿Podrían echarles un ojo?
Los dos asintieron de inmediato.
—Bueno, muchas gracias.
—Lo siento –dijo el amigo de Castro bajando la vista y tratando de brindarles una sonrisa—, pero es nuestro trabajo.
—Tenga más cuidado –le dijo Castro con un claro rencor en la voz y sin dignarse a verle a la cara.
Subieron a sus autos y los militares les saludaron al pasar, Castro con otro cigarrillo contaminando la cabina de su auto no les respondió sólo Oliver.

***

“Diez millones de lempiras, en billetes de cien, usados, a más tardar el miércoles. Se les llamará ese día para instrucciones. No metan a la policía o el señor José Landa muere de inmediato”
Eso era lo único que la voz había dicho a través del teléfono, apenas veinte minutos después de que se hubiera cometido el dolo. Oliver Pavón tomaba notas a gran velocidad y por quinta vez escuchaba la grabación tratando de captar algún matiz, sonido extraño, o lo que fuera en aquello.
—Son criminales de profesión –concluyó después de aquella quinta escucha—. Son exactos en sus palabras como si no quisieran decir más de lo necesario. El problema es que ése sólo será el primer pedido…
—¿Cómo? ¿Por qué? –preguntó Anamaría que estaba sentada en el mismo sillón donde la encontrara Carlos Alberto un par de horas antes.
—La cifra que han dado sólo es un inicio. Ellos saben que se puede pedir más y más y más. Lo harán hasta que ustedes lleguen a la desesperación. Pero no se preocupen, los atraparé antes del miércoles.
Carlos Alberto, miraba a aquel hombre de unos treinta años con fascinación. Anamaría, mientras lo esperaban le había contado, o mejor dicho recordado, que él había sido el que había encontrado aquellos dos niños en su propiedad hacia un año antes después de huir durante toda la noche. “Es muy bueno” había remachado.
Y allí estaba ahora, ante él, el buen detective corroborando la opinión de la mujer. Las preguntas que Oliver había realizado eran directas y no había trampas en ella. En primer lugar, desde que llegara había hecho una inspección total del sitio del secuestro.
Él y Anamaría habían salido a la calle para observarlo trabajar. Y mientras los periodistas eran echados hacia atrás por las fuerzas del orden, él se había acercado al lugar exacto donde habían ocurrido los hechos y como lo haría un perro buscando el olor específico buscar por cada esquina.
Mientras buscaba lo que fuera que buscaba, porque él sólo veía pavimento y más pavimento, parecía estar lejos de este mundo, como en otra dimensión. Le gritaban, los periodistas haciéndole preguntas, pues parecían conocerle, pero él no contestaba absolutamente nada. Abstraído, esa era la palabra exacta para describir aquella actitud de suma concentración en la escena. Parecía ver cosas que no veían los demás.
Tomó fotografías del lugar con sumo cuidado y sacó el teléfono celular para determinar el punto exacto con el GPS. Vio la hora, comprobó el clima, todo. Parecía que estuviera capturando la escena del crimen con sumo cuidado. Los militares sólo lo miraron maniobrar y más de algunos sonrió al ver aquella pantomima, pero otros lo veían con seriedad, quizás habían escuchado hablar de él en otros casos. Lo cierto es que cuando Oliver estuvo allí, una media hora, en sus pesquisas, la gente lo observó con mucho cuidado. Como quien observa a un artista realizando su obra.
Ya en el interior de la casa, después de presentarse, se interesó por el auto en el cual había sido llevado el secuestrado. Porque, como lo sospechaba, el secuestrado y los secuestradores se habían largado en el auto del secuestrado. De allí vendrían unas interesantes deducciones después cuando las juntara con los hallazgos de Castro quien en el momento de las pláticas en el interior de la casa de su jefe, se había enterado de algunas cuestiones curiosas.
—¿Tiene imágenes del automóvil? –preguntó.
—Claro que sí. En la computadora…
—Puede enviármelas a esta dirección por favor –le tendió un papelito con una dirección electrónica.
Anamaría se puso de inmediato a eso.
—¿Qué tal está su madre? –le preguntó en algún momento.
—Mal. El doctor le envió a una enfermera para que la cuide. Mis hermanos también están aquí.
—Con respecto al dinero ¿Ya se han puesto a trabajar en eso?
—Sí. El contador está haciendo cálculos en este momento y dijo que dentro de poco tendría la suma.
—Recuerde lo que le dije: ellos no se saciarán nunca.
—Oh, Dios.

***

A Castro se le daba mucho mezclarse con la gente sin despertar sospechas. Apenas llegó al lugar y vio a la multitud aglomerada justo enfrente del portón de la mansión de los Landa se mezcló entre ellos y se dedicó a escuchar.
—Yo venía de allá –dijo una mujer señalándole a una interlocutora un poco más joven que ella—. Ya te dije que fue ese hombre. Ese vagabundo que había aparecido aquí hacía pocos días.
—Shhh. Cállese, tía –le decía la mujer joven—. No mira que si anda diciendo eso la van a llevar presa o peor, si los delincuentes se dan cuenta se la pueden llevar y matarla.
La mujer que andaría por los cuarenta y tantos años se limpiaba el sudor y se callaba por unos momentos, pero luego al escuchar que alguien más aseguraba haber estado allí en el momento en el cual había sucedido todo, ella volvía con lo del vagabundo.
Todo eso lo fue anotando mentalmente Castro en su disco duro mental. Todo servía. Un vagabundo.
—Mmm –dijo yendo hacia otro lugar.
—Eso les pasa a todos estos ricos –se quejaba un viejito— porque le quitan el dinero a la demás gente.
—No diga eso don Nicolás, don Carlos siempre ha ayudado a la gente.
—Bueno, yo no digo que no, pero se hacen ricos con el dinero ajeno.
—Mmm –dijo Castro yéndose hacia otro grupo.
—Qué barbaridad. Seguramente ya lo mataron. Así son estos desgraciados. Tienen hecho mierda el país –una señora de mediana edad mientras más personas se reían de sus comentarios.
—Para mí que es un auto secuestro –dijo un hombre de unos treinta años—. Seguramente está metido en esa vaina de las drogas y le debe mucho dinero a alguien muy malo.
—Muchas películas miras vos. Cállate.
—Yo sólo digo. El que nada debe nada teme.
—O mejor dicho el que nada tiene nada teme.
—Bueno, lo que sea.
A veces, Castro se metía en las pláticas para sacar algo más. Muy cerca de aquel joven que había dicho lo de la droga dijo:
—Pues, dicen que fue el vagabundo que apareció hace algunos días por aquí.
—¿Un vagabundo? ¿Qué vagabundo? –dijo como impresionado el muchacho mirando a Castro que con un cigarrillo apagado parecía un simple mirón.
—¿Don Hipólito? –Preguntó el joven—. Que va a ser ese anciano si apenas puede caminar. Don Hipólito no puede ni levantarse del suelo de borracho cuando bebe. Que va a estar secuestrando a nadie.
—Eso escuché allá –dijo Castro señalando hacia cualquier lugar de la calle—. Dicen que fue ese vagabundo que apareció hace sólo una semana por aquí. Que antes no estaba por aquí… un vagabundo nuevo.
—Pues sí, don Hipólito. Es el único vagabundo por aquí. Ha de estar durmiendo la mona en algún lugar.
—¿Vive por aquí?
—¿Don Hipólito?
—¿Quiere uno? –invitó Castro al ver que el muchacho le veía el cigarrillo apagado entre los labios.
El muchacho aceptó el cigarro y se lo colocó, con una amplia sonrisa, detrás de la oreja.
—No lo enciendo –él explicó Castro al muchacho como con pesar—por qué la gente se enoja si echo el humo.
—Sí, a mí me pasa lo mismo –confesó algo apenado el joven que no parecía muy vicioso del cigarrillo—. Me han sacado de algunos lugares ya. Con eso de la ley de los no fumadores. Pero digo yo, si es malo porque lo venden. Y hasta lo anuncian por televisión como el alcohol.
—Sí, es un poco dura la cosa.
—Sí.
—¿Y usted cree que lo encuentren vivo? –preguntó señalando con el mentón hacia el portón de la casa.
—No creo. Casi siempre los encuentran jucos en alguna quebrada. Ese es el problema en este país: nadie puede tener dinero porque rápido se lo echan.
—¿Si, verdad?
Asintió con orgullo de ser tan sabio.
—Pero para mí que fue el vagabundo nuevo ése— insistió Castro sin dejar de mirar hacia la casa de los ricos.
—No creo. Don Hipólito, como le digo, ni siquiera puede ponerse en pie de lo borracho que anda siempre.
—Mmm.

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