VI
Como quien primero se entera de estas cosas en la
era de la información y la comunicación, como les gusta decir a los mismos
medios de comunicación de masas, son los periodistas, la noticia la dieron por
el canal más visto a nivel nacional a las ocho de la mañana. En la pantalla un
hombre de unos veinticinco años, con micrófono en mano, enfrente de la vivienda
de la familia Landa Fellini informó:
—Estamos enfrente de la vivienda del empresario y
economista don Carlos José Landa Fellini de 65 años de edad quien hace apenas
una hora fue secuestrado justo aquí.
Señalaba un punto específico de la calle justo
enfrente del enorme portón de la casa. En ese momento, se veía un grupo de
gente mirando al periodista, a la casa y al lugar que éste señalaba. Una escena
típica y que muchas veces los familiares de las víctimas deseaban evitar, pero
que los periodistas, como auténticos buitres, insistían en mostrar aún a
expensas de la propia vida del plagiado.
—Hemos observado la entrada de varios vehículos a
la propiedad, por lo que suponemos los amigos y familiares se están reuniendo
para asimilar la noticia y buscar los recursos necesarios para su rescate. Los
familiares mantienen un hermético silencio y que sepamos aún no han recibido
ninguna llamada solicitando la cantidad del rescate. Esperamos que en las
próximas horas, la Policía Nacional
ponga cartas en el asunto. Y que los plagiarios respeten la vida del señor
Carlos Landa. Para Honduras reportó Pablo Fernández.
Y como siempre una bandita horizontal anunciaba
constantemente que aquello era Ultima Hora, Ultima Hora, Ultima Hora.
***
En el interior de la vi vivienda, como el
periodista había dicho la familia se estaba reuniendo. La primera en llegar fue
Anamaría quien vivía más cerca que sus oros hermanos. La casa, entonces, se fue
llenando y para las nueve de la mañana toda la familia posible estaba allí
menos los niños que aún permanecían en clases.
—Apenas diez minutos después –explicaba por
veinteava vez doña Esmeralda desfallecida sobre un sillón en la sala de visitas—,
llamaron pidiendo diez millones de lempiras.
Todos, que ya estaban enterados de las peticiones
del plazo y lo demás se miraban con verdadera angustia. La más afectada por
aquello era Anamaría quien miraba a todos lados y ninguno con la angustia
reflejada en su mirada. Quería llorar, gritar, patalear y todo eso al mismo
tiempo, pero se contenía porque algo en su interior le avisaba que nada
lograría con aquello. Su hija venía aún en camino ya que vivía en San Pedro
Sula. Sus hermanos ya estaban allí todos.
“Diez millones de lempiras, en billetes de cien,
usados, a más tardar el miércoles. Se les llamará ese día para instrucciones.
No metan a la policía o el señor José Landa muere de inmediato”
Y eso había sido todo. Su madre, desde hacía muchos
años, había instalado una grabadora de llamadas y allí estaba la grabación. La
habían puesto un par de veces para que todos la escucharan. Era una voz de
hombre, distorsionada, quizás por algún pañuelo. Se escuchaba lejana y
distante.
Anamaría, con los nervios de punta y sintiendo que
las piernas se le doblaban a cada paso llamó a Carlos Alberto y le contó todo:
—Han secuestrado a papá.
Del otro lado, como si lo que acabara de escuchar
no fuera posible, Carlos Alberto hizo una larga pausa y luego sin esperar más
le dijo:
—Voy para allá ¿Estás en El Hatillo?
—Sí.
—Llego en una hora.
Y colgó.
En menos de una hora, Carlos Alberto había llegado
y encontrado en la puerta principal una grulla de periodistas. También había un
pickup verde característico de las Policía Nacional. Al verle acercarse uno de
los militares se le acercó.
—Buenos días, caballero –le saludó el oficial, pues
llevaba sus galones en la manga de la camisa—. ¿Es usted pariente del señor
plagiado?
Carlos Alberto que no sabía nada de nada iba a
contestarle que no cuando recordó que en tales casos lo mejor era mantenerse al
margen. Lo único que dijo fue:
—Cuando sepamos algo se los comunicaremos.
—Por favor –dijo el Oficial que tenía una plaquita
con el apellido “Cuello”— dígale a la señora que estamos a la orden. Nos ha
mandado el presidente de la república con órdenes expresas de ayudar a la
familia
—Se lo diré –dijo secamente.
Apenas abrieron el portón varios periodistas
trataron de ingresar a la propiedad. De inmediato, a una señal del oficial
Cuello, los militares formaron una barrera para impedírselo. Carlos Alberto le
hizo una seña de agradecimiento al militar y entró. Detrás de él escuchó las
típicas protestas de los periodistas sobre el derecho a la información que
tenía el pueblo, y un policía informándoles también del derecho a la privacidad
de las personas.
Dejó su auto detrás de una fila que llegaba casi a
la mitad del trayecto. Por lo visto ya se habían congregado allí todos los
familiares y amigos y demás conocidos de la familia para dar sus muestras de
condolencia o lo que fuera que se daba en esos casos.
Carlos Alberto dejó su auto justo detrás del último
y avanzó con pasos rápidos hacia la casa.
Saludó y fue reconocido sólo por Alma Beatriz y sus
hijos que estaban al fondo del salón. Las demás, para él, eran caras tan
desconocidas como lo podrían ser las miles de caras que se aprecian en medio de
una multitud.
La muchacha, después de saludarlo, lo llevó al
segundo piso donde estaba Anamaría. Ésta al verlo se levantó de la silla donde
estaba contemplando hacia afuera con tristeza. Fue hacia él y lo abrazó
llorando.
Se sentaron uno junto al otro abrazados, la hija
miró la escena y pidió disculpas. Se llevó a sus hijos y bajó hacia el primer
piso.
—Cuéntame todo lo ocurrido –le pidió él con
solicitud.
Ella le contó todo lo que sabía.
—Diez millones de lempiras –dijo Carlos como
hablando para sí mismo—. No se andan por las ramas.
—Ya nos pusimos en contacto con el administrador
de papá. Quedó de llamar dentro de una
hora.
Guardaron silencio. Porque ¿Qué se puede decir en
casos como estos? Se abrazaron y esperaron juntos los acontecimientos.
El primero problema con el cual se encuentran las
personas que han sufrido un plagio es justamente ese: la inmovilidad. Es como
un shock que va directo a todos los sentidos dejándolos inmóviles y casi
inútiles.
—Oliver –dijo de repente Anamaría.
Carlos Alberto se quedó mirándola como si acabara
de decir una palabra sin sentido.
—¿Perdón? –dijo él.
—Oliver Pavón, el detective –repitió Anamaría con
más firmeza—. Él puede ayudarnos.
—¿Quién es Oliver Pavón?
—El detective que encontró a los niños que cayeron
en el pozo y ha resuelto muchos casos de secuestros.
—¿Un detective?
—Sí –dijo con exasperación, pero con energía
Anamaría poniéndose en pie—, él puede ayudarnos.
Comenzó a buscar algo por la habitación, pero
parecía desorientada.
Carlos Alberto al notar esta desorientación se puso
en pie y le dijo:
—¿En qué te puedo ayudar?
—El teléfono. La dirección –dijo Anamaría sin dejar
de mirar a muchos lados sin sentido.
—No te preocupes, yo lo busco y le llamo.
Pero decirle a una persona preocupada que no se
preocupe es como echarle un fósforo a un bulto de pólvora. Anamaría miró a
Carlos con deseos de decirle sus cuatro, pero se dominó. Por un rato no le
habló, molesta con él.
Eran las diez de la mañana cuando dieron con el
número del detective y fue Anamaría la que le arrebató el número para llamar
ella.
***
—Es para ti –le dijo Paola a su esposo que en ese
momento caminaba hacia la puerta de la casa con su maletín en manos dispuesto a
ir a trabajar.
Oliver Pavón desando los pocos pasos dados hacia la
puerta, tomó el teléfono.
—Gracias, amor –le dijo a su esposa quien le tomó
el maletín para que atendiera con mayor facilidad.
—Es Mirna, de la oficina –le dijo Paola sentándose
justo en la esquina del sofá a acariciarse la inmensa barriga de preñada. Él le
entregó el maletín.
—Hola, Mirna –saludó.
—Hola, jefe. Disculpe que le moleste en su hogar,
pero…
—No hay problema. Dime.
—No sé si ha mirado las noticias, pero acaban de
secuestrar al empresario Carlos Landa Fellini.
Oliver que tenía la costumbre de encender el
televisor apenas se despertaba y poner las noticias no recordaba nada al
respecto. Esperó. Sabía que Mirna le informaría a continuación al respecto.
—Acaba de llamar una de sus hijas y ha insistido en
que le brindara su teléfono personal. Le pedí el suyo y le prometí que la
llamaría apenas supiera del caso.
—Muy bien.
—Como es natural, la mujer está destrozada. Me
pidió que por favor no dejara de decirle a usted y que le pagarían lo que
pidiera.
Oliver que desde su primer caso parecía destinado a
la recuperación de personas secuestradas, la fama lo precedía, se sentó
despacio junto a su mujer y le dijo a Mirna:
—Dame el número de inmediato.
—Ok, señor.
Se lo dio y de inmediato, desde su celular marcó,
pero antes le explicó a su esposa:
—Otro secuestro –le dijo.
Paola, que sabía del cuidado que tenía su esposo al
aceptar un caso de aquellos, lo abrazó y colocó su cabeza sobre su pecho. Él le
rodeó la ancha cintura con un brazo cariñoso.
Apenas había dado dos timbrazos el teléfono del
otro lado cuando una mujer de voz acongojada contestó.
—Aló –dijo sin decir hola, o buenos días, porque
naturalmente no la conocía y tampoco tenía unos buenos días—. Soy Oliver Pavón,
investigador privado. Dígame.
—Oh, señor Oliver, gracias por contestar a mi
llamado –dijo la mujer de inmediato al reconocerle—. He estado pendiente de su
llamada. Gracias, gracias por atender. Me gustaría contratar sus servicios…
acaban de secuestrar a mi padre.
Oliver escuchó a la mujer contarle acerca del caso
sin interrumpirla y entre palabra y palabras la sentía a punto de ponerse a llorar.
Esperó a que ella se desahogara para comenzar a hablar él.
—Necesito que haga lo siguiente –le dijo con la voz
firme y la mente tratando de imaginar la escena del crimen.
Ella le había dicho: “Justo al salir de la casa”
eso significaba que las primeras huellas, fueran las que fueran, estaban allí.
—Sí hay gente, vehículos o lo que sea en el lugar
oblíguelos a apartarse. Necesito recoger huellas. Las que sean. Dese prisa.
—Ok –dijo la mujer del otro lado.
—Luego espérenme. Llego en una hora. No dejen que
nadie toque nada que esté relacionado con el secuestro.
—Si hubiéramos sabido antes –se quedó la mujer del
otro lado—. Hay un montón de periodistas, policías y curiosos allí afuera.
—Pídales a los policías que coloquen una cinta
amarilla alrededor del lugar. Eso ayudará un poco.
—Ok. Yo les digo. Por favor apúrese. Tengo tanto
miedo por mi papá.
—No se preocupe –la calmó Oliver experto ahora en
este tipo de cuestiones—. Si han dado de plazo tres días significa que tenemos
tiempo suficiente.
La calmó todo lo que pudo y cerrando la llamada le
dijo a Paola:
—Estos son secuestradores que vuelan alto.
Paola, con aprehensión se aferró a su esposo.
—¿Por qué no dejas que Castro se encargue de eso?
Me da un miedo terrible cada vez que tomas uno de esos casos.
—No es tan complicado como parece –le dijo él para
tranquilizarla.
Siempre era lo mismo. Cada vez que recibía un nuevo
caso, no importaba lo que fuera, ella le suplicaba que no fuera él sino otro el
que lo resolviera.
—Siempre me dices lo mismo y aquí me quedo con la
idea de que te puede pasar algo.
—¿Qué puedo hacer, mi amor? Es mi trabajo.
—Sí, un trabajo muy peligroso. Yo quiero que
Margarita tenga padre no una tumba que visitar.
Oliver amaba a Paola con todo su corazón, pero
cuando se entablaban aquellas discusiones entre lo que hacía y lo que no debía
de hacer siempre terminaba algo triste. A él le apasionaba su trabajo. Era su
segunda piel, su vida en otras palabras. Pero, ella lo sabía. Lo había conocido
en la resolución del caso de su sobrina y además lo habían hablado tanto y
tantas veces al hacerse novios.
Oliver bajó su cabeza hasta el redondo vientre de
Paola y le dio un beso suave. Ella le acarició la cabeza.
—No se preocupe, mi bebé –le dijo a la panza—, aquí
estará su padre para recibirla cuando regrese.
—Oliver –le dijo Paola acariciándole el cuello—. No
necesitamos más dinero…
Y así era en efecto, pero no era por eso, y ella lo
sabía. Era más por sentirse vivo y además porque siempre eran vidas humanas las
que estaban siempre en juego. ¿Cuántas personas no había salvado él gracias a
sus habilidades?
—Lo sé, amor. Pero tú sabes que no lo hago por el
dinero.
Se miraron a los ojos largamente y al final se
besaron como siempre lo hacían después de una de aquellas discusiones.
Discusiones que no eran más que excusas para amarse más.
—Ve, pues –le dijo ella soltándole la mano con
suavidad—, y salva otra vida. Pero por favor, no pierdas la tuya.
—No lo haré –le dijo con suavidad dándole un beso
en la frente.
Minutos después se alejaba de su casa subiendo por
la montañita, ruta que había descubierto era más rápida si se quería llegar a
Tegucigalpa en veinte minutos. Y aunque la carretera era de tierra estaba muy
buena.
Había prometido a la hija del señor Landa estar en
una hora en el lugar del secuestro, y se había tardado más de veinte con su
esposa, pero era un tiempo calculado. Aquellos episodios eran tan frecuentes
que siempre les daba un lapsus de tiempo igual a ese.
Mientras avanzaba hacia el lugar se puso en
contacto con su socio de investigaciones:
—Castro te necesito en treinta minutos en El
Hatillo. Espérame en la posta policial.
—Ok, jefe.
—Lleva todo el equipo.
—Copiado.
Así de sencillo. Entre ellos que se conocían de
varios años no había mucho que decirse, sólo comunicar y ya. Confiaba en él al
cien por ciento y sabía que aquel caso necesitaría su máxima capacidad como
todos aquellos en los cuales el secuestro era realizado por delincuentes con
experiencia. Y ese, lo olía, lo era sin lugar a dudas.
“Landa, Landa” se repetía “Me suenan”
***
Castro, un hombre viejo, pero con una capacidad de
análisis y una filosofía de vida muy lejos de la común, lo estaba esperando
fumándose un cigarrillo sentado sobre el capó de su viejo Nissan. Al verlo
llegar se le acercó. Estaba estacionado unos diez metros antes de la posta
policial y parecía un simple transeúnte.
—¿Es lo del millonario de la plata? –le preguntó
apenas aquel se estacionó y fue hacia él.
—Carlos Landa –dijo Oliver antes de salir del auto.
—Ese mismo –dijo Castro echando una pequeña
bocanada de humo.
Se sentaron en la trompa del Nissan de Castro y se
pusieron de acuerdo.
—Como sucede siempre –le comentó el viejo detective
señalándole con un gesto a los militares en la posta— han cerrado todas las
calles después de los tiros. ¿Creerán tan estúpidos a los delincuentes como
para creer que se quedan adentro del círculo del delito?
—No se les puede culpar –dijo Oliver— algo tienen
que hacer para demostrarle a la población que ellos están haciendo algo, aunque
sea el tonto.
—Eso sí.
—Hablemos del asunto –dijo poniéndose serio Oliver.
—Escucho.
—Los autores del secuestro son criminales de
profesión.
—Lo mismo pensé yo al ver las noticias.
—Yo voy a entrar a la casa y tú, como un simple
curioso rescatas noticias de las personas que estén, estuvieron y estarán allí.
Eso es todo.
—Ok.
—No tengo que recordarte que…
—Papeles.
Sin que se dieran cuenta uno de los militares de la
posta policial con su arma reglamentaria, que era un rifle de guerra, se había
acercado a ellos casi por la espalda. Ninguno de los dos se asustó, algo que
pareció enojar un poquito al hombre de casco duro.
—Buenos días –saludó jovial Castro sin dejar de
echar su chumacera.
—¡Papeles! –insistió el militar empuñando su arma
como si aquellos dos individuos desarmados de un momento a otro se les fueran a
echar encima.
—Ok –dijo Castro buscándose la cartera en la bosa
trasera de sus vaqueros, pero sin dejar de echar humo a diestra y siniestra.
Olive hizo otro tanto. Buscó su documento especial
y se lo tendió al hombre que con desconfianza miraba todos sus movimientos.
Tomó el documento, que Oliver había mandado a meter en un forro de cuero
auténtico de cocodrilo. Lo miró y dijo con su mejor lenguaje:
—¿Qué es esta mierda?
Olivier y Castro se miraron divertidos al escuchar
aquello.
—Lo que dice allí –dijo Oliver.
—Permiso Absoluto –dijo con sorna el militar— ¿Qué
mierda es esa?
—Ah, un permisito absoluto. Verá, soy detective y…—
comenzó a explicar Oliver.
—Qué permiso y una mierda –dijo el militar con la
voz más fuerte que se podían permitir normalmente—. Caminen a la posta y allí
averiguamos que mierda es esta.
Castro se iba a quejar pero Oliver le dijo con una
sonrisa:
—Mejor así. Quizás al general Alfonso Sánchez nadie
le respeta ya.
—¿Qué tanto murmuran allí? –dijo el militar a sus
espaldas con ganas, quizás de quitarle el seguro a la metralleta.
—Mire, señor –dijo al fin Castro—. Vea bien la
placa y la firma que lleva allí. Es para evitarle un arresto…
—Silencio, civil –le gritó el militar empujándole
con no mucha cortesía.
Oliver agarró a su amigo por el hombro y evitó que
se volviera. En el empujón se le había salido el cigarrillo de los labios y
había ido caer a la carretera.
—Aquí traigo a estos dos sospechosos mi oficial –le
dijo a otro militar aparentemente con un rango militar más alto—. Dicen ser
detectives y el único documento que me presentan es este documento sin sentido.
El dichoso oficial que llevaba bordado en el pecho,
justo sobre la bolsa de la derecha el nombre Padilla, tomó el documento sin
sentido y lo miró con atención. Era gracioso, según Castro, mirar las caras de
las personas cuando se enteraban de cosas que podían meterlos en problemas.
—Esto es una…
El otro militar sin apartar la mirada de los
sospechosos y de tener listo el gatillo casi listo para disparar miró el cambio
en su oficial y pareció temer algo.
—¿Quién les dio esto? –preguntó a ambos porque no
sabía quién era Oliver Pavón.
—El general Alfonso Sánchez –dijo Oliver con cara
de inocencia.
—¿Y porque les daría algo así mi general? –preguntó
el que tenían a sus espaldas.
—Averígüelo –le dijo Castro sin poderlo evitar
Oliver.
El militar levantó el arma que era una AK y ya iba
aporrear por la espalda a Castro cuando el oficial Padilla le ordenó detenerse.
Se detuvo pero Oliver pudo escuchar su respiración agitada.
—Responda –les dijo el oficial—¿Por qué mi general
les daría algo así?
—Hice un trabajo para él y en agradecimiento me la
entregó –confesó Oliver diciéndose que si le hubieran dado cien lempiras por
cada vez que se repetía aquella escena ya tendría una buena cantidad en el
banco—. Tengo su número en mi teléfono si quiere comprobarlo…
El oficial Padilla pareció enrojecer con la simple
mención de ser contactado con su jefe superior.
—Déjeme hacer una llamada.
Y sin esperar respuesta se metió en la pequeña posta
de bloques que no era más que una simple caseta pintada de un verde y gris
muerto. Castro ante la mirada torva del militar y su arma se fue a sentar en
una pequeña banca de madera que había junto a una de las paredes.
—La vejez –dijo.
Escucharon hablar al militar desde adentro y salir
casi de inmediato con el rostro más rojo que un tomate. Le extendió la placa a
Oliver y dijo casi con un hilo de voz.
—Lo siento… lo sentimos mucho.
Oliver tomó su placa y la introdujo en la bolsa de
la camisa.
—Usted tiene que comprender. Se ha cometido un
secuestro y nos han ordenado detener a cualquier sospechoso.
—Y mientras tanto se escapan los delincuentes –dijo
Castro sin dirigirse a nadie en particular, pero si al mundo en general.
El militar al ver la expresión de su superior
parecía más aterrado que un ratón ante la presencia de un gato. Había bajado el
arma y estaba quieto, mirando la escena ante él como esperando alguna
represalia.
—No hay problema –dijo Oliver conciliador sacando
su libreta de apuntes—. Nos han llamado para entrar en la investigación.
¿Ustedes permanecen aquí siempre?
—Nos rotamos, somos ocho en esta posta, pero sí,
nuestro turno es de dos días seguidos. Y sí, estábamos aquí hoy por la mañana
cuando ocurrió el secuestro.
—¿Conocen ustedes a don Carlos Landa, el
secuestrado?
—No… bueno, lo vemos pasar casi a diario hacia su
casa o hacia Tegucigalpa, pero no, no tenemos el gusto de hablar con él.
—Ah, ya. Pero ¿Vieron pasar hoy su auto yendo hacia
Tegucigalpa?
Los dos militares se miraron, bajaron lo vista y
luego la volvieron a subir como pensando.
—No estoy muy seguro –dijo el que le diera el
empujón a Castro— porque vemos pasar tantos autos por esta calle, pero… podría
decir que vimos pasar uno de sus autos. No sé…
—Ok. Vamos ahora hacia su casa para averiguar
algunas cosas. Voy a preguntar cuál auto usó hoy y si es posible conseguiré
algunas imágenes ¿Podrían echarles un ojo?
Los dos asintieron de inmediato.
—Bueno, muchas gracias.
—Lo siento –dijo el amigo de Castro bajando la
vista y tratando de brindarles una sonrisa—, pero es nuestro trabajo.
—Tenga más cuidado –le dijo Castro con un claro
rencor en la voz y sin dignarse a verle a la cara.
Subieron a sus autos y los militares les saludaron
al pasar, Castro con otro cigarrillo contaminando la cabina de su auto no les
respondió sólo Oliver.
***
“Diez millones de lempiras, en billetes de cien,
usados, a más tardar el miércoles. Se les llamará ese día para instrucciones.
No metan a la policía o el señor José Landa muere de inmediato”
Eso era lo único que la voz había dicho a través
del teléfono, apenas veinte minutos después de que se hubiera cometido el dolo.
Oliver Pavón tomaba notas a gran velocidad y por quinta vez escuchaba la
grabación tratando de captar algún matiz, sonido extraño, o lo que fuera en
aquello.
—Son criminales de profesión –concluyó después de
aquella quinta escucha—. Son exactos en sus palabras como si no quisieran decir
más de lo necesario. El problema es que ése sólo será el primer pedido…
—¿Cómo? ¿Por qué? –preguntó Anamaría que estaba
sentada en el mismo sillón donde la encontrara Carlos Alberto un par de horas
antes.
—La cifra que han dado sólo es un inicio. Ellos
saben que se puede pedir más y más y más. Lo harán hasta que ustedes lleguen a
la desesperación. Pero no se preocupen, los atraparé antes del miércoles.
Carlos Alberto, miraba a aquel hombre de unos
treinta años con fascinación. Anamaría, mientras lo esperaban le había contado,
o mejor dicho recordado, que él había sido el que había encontrado aquellos dos
niños en su propiedad hacia un año antes después de huir durante toda la noche.
“Es muy bueno” había remachado.
Y allí estaba ahora, ante él, el buen detective
corroborando la opinión de la mujer. Las preguntas que Oliver había realizado
eran directas y no había trampas en ella. En primer lugar, desde que llegara
había hecho una inspección total del sitio del secuestro.
Él y Anamaría habían salido a la calle para
observarlo trabajar. Y mientras los periodistas eran echados hacia atrás por
las fuerzas del orden, él se había acercado al lugar exacto donde habían
ocurrido los hechos y como lo haría un perro buscando el olor específico buscar
por cada esquina.
Mientras buscaba lo que fuera que buscaba, porque
él sólo veía pavimento y más pavimento, parecía estar lejos de este mundo, como
en otra dimensión. Le gritaban, los periodistas haciéndole preguntas, pues
parecían conocerle, pero él no contestaba absolutamente nada. Abstraído, esa
era la palabra exacta para describir aquella actitud de suma concentración en
la escena. Parecía ver cosas que no veían los demás.
Tomó fotografías del lugar con sumo cuidado y sacó
el teléfono celular para determinar el punto exacto con el GPS. Vio la hora,
comprobó el clima, todo. Parecía que estuviera capturando la escena del crimen
con sumo cuidado. Los militares sólo lo miraron maniobrar y más de algunos
sonrió al ver aquella pantomima, pero otros lo veían con seriedad, quizás
habían escuchado hablar de él en otros casos. Lo cierto es que cuando Oliver
estuvo allí, una media hora, en sus pesquisas, la gente lo observó con mucho
cuidado. Como quien observa a un artista realizando su obra.
Ya en el interior de la casa, después de
presentarse, se interesó por el auto en el cual había sido llevado el
secuestrado. Porque, como lo sospechaba, el secuestrado y los secuestradores se
habían largado en el auto del secuestrado. De allí vendrían unas interesantes
deducciones después cuando las juntara con los hallazgos de Castro quien en el
momento de las pláticas en el interior de la casa de su jefe, se había enterado
de algunas cuestiones curiosas.
—¿Tiene imágenes del automóvil? –preguntó.
—Claro que sí. En la computadora…
—Puede enviármelas a esta dirección por favor –le
tendió un papelito con una dirección electrónica.
Anamaría se puso de inmediato a eso.
—¿Qué tal está su madre? –le preguntó en algún
momento.
—Mal. El doctor le envió a una enfermera para que
la cuide. Mis hermanos también están aquí.
—Con respecto al dinero ¿Ya se han puesto a
trabajar en eso?
—Sí. El contador está haciendo cálculos en este
momento y dijo que dentro de poco tendría la suma.
—Recuerde lo que le dije: ellos no se saciarán
nunca.
—Oh, Dios.
***
A Castro se le daba mucho mezclarse con la gente
sin despertar sospechas. Apenas llegó al lugar y vio a la multitud aglomerada
justo enfrente del portón de la mansión de los Landa se mezcló entre ellos y se
dedicó a escuchar.
—Yo venía de allá –dijo una mujer señalándole a una
interlocutora un poco más joven que ella—. Ya te dije que fue ese hombre. Ese
vagabundo que había aparecido aquí hacía pocos días.
—Shhh. Cállese, tía –le decía la mujer joven—. No
mira que si anda diciendo eso la van a llevar presa o peor, si los delincuentes
se dan cuenta se la pueden llevar y matarla.
La mujer que andaría por los cuarenta y tantos años
se limpiaba el sudor y se callaba por unos momentos, pero luego al escuchar que
alguien más aseguraba haber estado allí en el momento en el cual había sucedido
todo, ella volvía con lo del vagabundo.
Todo eso lo fue anotando mentalmente Castro en su disco
duro mental. Todo servía. Un vagabundo.
—Mmm –dijo yendo hacia otro lugar.
—Eso les pasa a todos estos ricos –se quejaba un
viejito— porque le quitan el dinero a la demás gente.
—No diga eso don Nicolás, don Carlos siempre ha
ayudado a la gente.
—Bueno, yo no digo que no, pero se hacen ricos con
el dinero ajeno.
—Mmm –dijo Castro yéndose hacia otro grupo.
—Qué barbaridad. Seguramente ya lo mataron. Así son
estos desgraciados. Tienen hecho mierda el país –una señora de mediana edad
mientras más personas se reían de sus comentarios.
—Para mí que es un auto secuestro –dijo un hombre
de unos treinta años—. Seguramente está metido en esa vaina de las drogas y le
debe mucho dinero a alguien muy malo.
—Muchas películas miras vos. Cállate.
—Yo sólo digo. El que nada debe nada teme.
—O mejor dicho el que nada tiene nada teme.
—Bueno, lo que sea.
A veces, Castro se metía en las pláticas para sacar
algo más. Muy cerca de aquel joven que había dicho lo de la droga dijo:
—Pues, dicen que fue el vagabundo que apareció hace
algunos días por aquí.
—¿Un vagabundo? ¿Qué vagabundo? –dijo como
impresionado el muchacho mirando a Castro que con un cigarrillo apagado parecía
un simple mirón.
—¿Don Hipólito? –Preguntó el joven—. Que va a ser
ese anciano si apenas puede caminar. Don Hipólito no puede ni levantarse del
suelo de borracho cuando bebe. Que va a estar secuestrando a nadie.
—Eso escuché allá –dijo Castro señalando hacia
cualquier lugar de la calle—. Dicen que fue ese vagabundo que apareció hace
sólo una semana por aquí. Que antes no estaba por aquí… un vagabundo nuevo.
—Pues sí, don Hipólito. Es el único vagabundo por
aquí. Ha de estar durmiendo la mona en algún lugar.
—¿Vive por aquí?
—¿Don Hipólito?
—¿Quiere uno? –invitó Castro al ver que el muchacho
le veía el cigarrillo apagado entre los labios.
El muchacho aceptó el cigarro y se lo colocó, con
una amplia sonrisa, detrás de la oreja.
—No lo enciendo –él explicó Castro al muchacho como
con pesar—por qué la gente se enoja si echo el humo.
—Sí, a mí me pasa lo mismo –confesó algo apenado el
joven que no parecía muy vicioso del cigarrillo—. Me han sacado de algunos
lugares ya. Con eso de la ley de los no fumadores. Pero digo yo, si es malo
porque lo venden. Y hasta lo anuncian por televisión como el alcohol.
—Sí, es un poco dura la cosa.
—Sí.
—¿Y usted cree que lo encuentren vivo? –preguntó
señalando con el mentón hacia el portón de la casa.
—No creo. Casi siempre los encuentran jucos en
alguna quebrada. Ese es el problema en este país: nadie puede tener dinero
porque rápido se lo echan.
—¿Si, verdad?
Asintió con orgullo de ser tan sabio.
—Pero para mí que fue el vagabundo nuevo ése—
insistió Castro sin dejar de mirar hacia la casa de los ricos.
—No creo. Don Hipólito, como le digo, ni siquiera
puede ponerse en pie de lo borracho que anda siempre.
—Mmm.
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