martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 13



XIII

Llegó el veinticuatro de diciembre, y con él, la quema abundante de pólvora en todos los rincones habidos y por haber de Honduras. Esa es una tradición que para algunos es motivo de alegría, los niños, pero para otros seres una fuente de tortura: los animales y en especial la raza canina y bueno, también para los miles y miles de niños y adultos que al final de dichas fiestas terminan con un brazo amputado o una pierna quemada. Todo, en la vida, tiene sus pros y sus contras. Pero los contras que aquel 24 de diciembre de 2015 comenzaron a asolar las poblaciones del Álamo y El Ocotal, quizás motivados por esas torturantes luces, ruidos y olores a pólvora fue algo que ambos pueblos recordarían por mucho, mucho tiempo. A algún periodista se le ocurrió la graciosa idea de llamar a todos aquellos asesinatos: un feliz 2015 baño de sangre.
La primera víctima fue una triste y simple vaca que pastaba feliz y sin molestar a nadie a las afueras del Álamo. En realidad, el sencillo animal, en algún momento de su vaca vida decidió salirse de los terrenos destinados a ella por su dueño que quedaba a escasos metros de la carreta que conducía al Álamo.
Fue a las doce y quince de la noche, cuando la cohetería suena atronadora como si quisiera destrozar la estructura superficial de la tierra cuando ocurrió todo, pero eso, nadie lo supo y a nadie le importó por tratarse de una simple vaca muerta y casi suspirada junto a una carretera.
El animal que la atacó no fue más que aquel ser de debajo de la iglesia del pueblo de el Álamo que sediento de sangre por haber permanecido durante muchos años en estado de hibernación buscaba resarcirse de alimento y su alimento, gracias a la sangre escurrida a través de las venas de la tierra de su morada, se había vuelto una verdadera necesidad.
Al escuchar los primeros cohetes, el animal, o ser, o ente se había levantado, por fin de su madriguera y rompiendo las inútiles barreras que no eran más que piedras acumuladas y cemento solidificado sobre su cabeza había logrado emerger a la superficie en aquella noche de navidad.
Lo primero que había hecho, al volver a la superficie en su cuerpo físico, porque como ya dijimos él tenía la posibilidad de proyectarse a sí mismo en su forma original, había sido husmear por el lugar. Estaba en el mismo sitio donde años atrás –aunque él no era consciente del paso del tiempo— había decidido hacer su cubil. Había sido oportuno encontrar allí un hueco tan extenso y agradable para tal fin. En el lugar husmeado, al salir, no había encontrado nada en particular, pero si algo en general. Aquellos ruidos atronadores, como les sucede a los perros, lo torturaban. Pero en vez de hacerlo huir de nuevo hacia las profundidades, le dio por buscar su origen.
Con este último propósito y con una ardiente sed en las entrañas había buscado una salida de aquel recinto. La puerta principal del lugar estaba cerrada, así que, como una simple rata se había prendido, con sus afiladas garras, a la pared y alcanzado con mucha facilidad una de las ventanas que estaban casi a ras del techo. Por allí, atisbó hacia afuera. Había gente, chiquillos, hombres mujeres, encendiendo y dejando explotar aquellas cosas torturantes.
Se deslizó, un poco más hacia su izquierda y encontró otras de las ventanas, una que daba justo a la parte trasera del lugar. Hacia allá no había casas, ni personas en grupo haciendo aquellos molestos ruidos. Con un impulso del cuerpo había roto el cristal y colándose por el hueco provocado por la colisión salió al exterior. La oscuridad de la noche sólo rota de vez en cuando por las luces enviadas hacia el cielo de vez en cuando le pareció al tulpa una invitación a la aventura.
Subió hasta el tejado de la ermita y desde allí contempló un panorama mucho más amplio del pueblo. Todo parecía teñido de personas que iban de un lado a otro tirando y dejando de tirar aquellos sonidos tan explosivos y cargados de dolor para sus oídos. Estuvo un buen rato escuchando y viendo aquellas cosas, sus movimientos y sus gritos. Gritos que parecían de alegría, pero él podía oler sus miedos. Cada vez que encendían uno de aquellos objetos, aunque parecían emocionarse, también había un ramalazo de miedo bajo sus pieles. Era de un color azul y de un olor dulzón. Antes se había aficionado a aquel olor, ahora lo que necesitaba era sangre. Mucha sangre.
Cuando los estallidos comenzaron a cesar las personas se fueron metiendo en sus viviendas y dejaron las calles y los patios de sus casas vacía. Así que aquel estallido de aparente alegría sólo había durado unos cuantos minutos. Descendió del tejado lentamente hasta el suelo y de manera tan ágil que en realidad parecía una serpiente sus extremidades se movieron a gran velocidad hasta alcanzar la carretera. Olió el aire y sin detenerse a reflexionar avanzó hacia la salida del pueblo. Tenía sed de sangre pero no era tan estúpido como para arriesgarse a ser atacado por varias personas al mismo tiempo. No, aún no se les podía enfrentar tan directamente. Primero tenía que llenar su escuálido cuerpo de sangre caliente y deliciosa.
Llegó entonces hasta el puente sobre a quebrada del inicio del pueblo y observó las luces allá arriba sobre el cerro del frente. Allá, recordaba, haber vivido con su ama hacía mucho, mucho tiempo. Pero, no ahora tampoco se podía acercar a aquel lugar, era peligroso, ahora había máquinas y luces por todos lados. Talvez luego.
Como una sabueso, entonces, se puso a oler el polvo del camino y sin detenerse, con pasos ágiles, se alejó del pueblo. En menos de diez minutos se encontró a su inocente víctima que como toda vaca disfrutaba del delicioso pasto de la orilla del camino con una paciencia que hasta un santo muy bien templado hubiera envidiado.
El tulpa miró al animal con una codicia extrema y se relamió literalmente al contemplar su tamaño. Su víctima apenas si se enteró de su presencia con lo ocupada que estaba en el rumiar de su verde alimento. Así que cuando aquella cosa blanca se le lanzó encima y sin darle tiempo a pensar en qué era clavó sus afilados dientes sobre su columna vertebral y de inmediato comenzó la succión.
La vaca, no sintió ni una simple pizca de dolor en su enorme estructura nerviosa. Simplemente se desplomó cuan larga era sobre la blanca tierra de la carretera. A aquellas horas, la pequeña nube de polvo que levantó volvió a asentarse con suavidad sobre la superficie.
Eso fue todo.
En menos de diez minutos toda la sangre del animal había sido extraído y trasladado al tulpa como si de una exhalación se tratara.
El ser, al terminar su cometido, se bajó del seco cadáver y husmeó el aire con la intención de encontrar otra víctima. El aire poblado del olor a pólvora quemada traía además otros olores. Olores que sólo el fino olfato de aquel ser podía sentir y discriminar con gran facilidad.
Seleccionó el olor deseado y lo intensificó en su cerebro de la misma forma en que nosotros separamos los buenos olores de los malos. El olor deseado era aquel que contenía el característico del hierro oxidado: la sangre. Se relamió de nuevo. Con el contenido líquido de la vaca apenas había recibido una mínima satisfacción de su instinto. Eso sólo había despertado en mayor grado su deseo de más.
Encontró la fibra de la sangre deseada y sin detenerse comenzó a ir hacia ella.
Su peso que era escuálido seguía, pese a la enorme cantidad de sangre consumida, casi igual. Parecía que por mucho que consumiera jamás se sentiría saciado.

***

Rony Maradiaga, de quince años, originario de Soroguara, había tenido una discusión casi sin sentido y de esas que parecen demasiado estúpidas en una familia del campo y sin mucho recursos económicos como para satisfacer todas las demandas de sus vástagos.
Muy temprano, aquel veinticuatro de diciembre, el muchacho se había levantado de la cama, aseado y preparado para salir con su padre hacia Tegucigalpa. Su entusiasmo habitual, se había visto acrecentado por la expectativa de recibir, por fin, aquel tan preciado IPhone 6. Lo había deseado tanto que había trabajado como un burro durante todo el año acompañando a su padre a todos lados en trabajos duros y algunos suaves. Pero al final, como se había dicho a sí mismo durante muchas horas, todo tenía su premio.
El problema, y esto no lo había visualizado con toda claridad, Rony, era su padre. Su padre era un borracho consuetudinario y no había ahorrado absolutamente nada para tal propósito durante todo aquel año. Al contrario, el supuesto fondo destinado a la compra del IPhone de su hijo se iba cada fin de semana acumulando en la cuenta del estanco. Esto no lo sabía Rony, pero debió preverlo.
Así pues, aquel 24 de diciembre que cayó en jueves, Rony Maradiaga se había levantado con los primeros rayos de sol y más animado que de costumbre saludó a su madre y a su padre quienes ya se habían levantado y estaban sentados, uno en el poyete del fogón y la otra en una pequeña silla forrada de tiras de cuero crudo muy cerca de la puerta de la cocina.
Al ver aquella miseria, día a día, Rony, se había preguntado muchas veces si algún día saldría de aquello. Ahora, él tenía 15 años, y la vida parecía no pintarse muy bien en su futuro. Pero quien puede pensar en el futuro cuando se va a tener lo máximo, según él, en tecnología moderna. Un IPhone 6, lo último.
El pobre iluso, entonces, se había presentado ante sus padres.
—Buenos días –había saludado utilizando su mejor sonrisa. Esa que encantaba a todas las chicas del pueblo y que, según él, algún día le traería el éxito total.
—Buenos días, mijo –dijo su madre.
Su padre guardó un silencio escurridizo. Se dedicó, distraídamente, a remover unos troncos de roble del fogón donde estaba sentado. Era una mañana muy helada.
Rony se sentó en la rudimentaria mesa y su rudimentaria silla aún con la idea en su mente de su felicidad.
—Hará más frío este fin de año –dijo su madre mirándole directamente a los ojos.
—Así parece –acompañó el hijo.
Era el único hijo en casa, de la familia Maradiaga. Él último y el menos deseado después de cinco que habían echado a volar apenas se lo permitieron sus medios. Ahora sólo quedaba él y también, cuando saliera del colegio, echaría a volar como sus hermanos. Sus padres, como todos los padres del mundo, se quedarían, entonces, solos.
—¿Vamos a ir a Tegucigalpa, temprano? –le preguntó a su padre directamente.
Éste, con el rostro demudado y quizás no capaz de responder nada, siguió mirando hacia el fogón. Como si las llamas, aquella mañana, tuvieran una verdadera novedad para él.
Rony lo miró y presintió algo. Algo que lo horrorizaba desde la raíz del cabello hasta la punta de los pies. No dijo nada, quizás se estaba equivocando. No podía ser posible. No. ¿Cómo si día a día mientras realizaban los trabajos que hacían él, su padre, le recordaba su dicho IPhone? No, no podía ser posible.
Terminó de comer tratando de casar la idea de la posibilidad de obtener su preciada posesión y de no tenerla. Era algo confuso. Como tratar de mezclar la luz con la oscuridad en su cabeza. Así que lo desechó por unos segundos, pero persistía como un puntito muy molesto removiéndose entre su cabeza.
Lavó el plato y la taza y luego volvió a encarar a su padre:
—Puedo ir sólo, si no puedes ir.
El padre lo miró, bajó la vista de culpabilidad y entonces lo comprendió: no, no habría IPhone 6.
—Pero… —dijo dejando que las palabras que quería decir se agruparan, empujándose las unas a las otras, en un punto de su cabeza.
Sin decir nada, y con la cólera rebullendo en ese punto donde debe surgir, se alejó de su casa a las seis y quince de la mañana, en su mente, para volver nunca más, pero en el fondo sabiendo que no tenía otro lugar a donde ir.
Su madre, en el interior de la casa, miró a su hombre y no dijo nada. Llevaba con él más de cincuenta años como para reprocharle algo. Sabía que así eran las cosas y no se podrían cambiar jamás. Por lo menos en esta vida que le había tocado vivir así eran las cosas. Lo último que vio de su hijo al salir, y así lo recordaría durante los tres años de vida que le quedaban a ella, fue su mirada triste, enojada y casi a punto de llorar.
Rony no tenía muchos lugares a dónde ir en un pueblo tan pequeño como aquel, pero decidió ir al poblado cercano: El Ocotal era un lugar, según decían sus contemporáneos, de muchas oportunidades, y además hacia allá, se habían marchado muchos de sus amigos en busca de trabajo en la nueva mina.
De Soroguara, al Álamo, habían cinco kilómetros exactos y había dos formas de llegar a él: una yéndose por la carretera de tierra blanca y agostada y otra más corta metiéndose por caminos secundarios. Eligió, como es natural, esta segunda opción.
Durante todo el trayecto, el cual duró más de dos horas, estuvo rabiando contra su padre y convenciéndose que por eso había fratricidios y que en vez de encarcelar a los hijos debían de darles un premio por deshacerse de tal lacra de la faz de la tierra. Pero como sucede siempre con los hijos que han vivido toda su vida bajo la sombra de sus padres poco a poco volvió a recuperar su cordura y se fue convenciendo que quizás le había pedido mucho a la vida. Sus padres, él y toda su familia siempre habían sido pobres y soñar tan alto había sido tan falso. Pero… y esto era lo que más le revolvía la sangre: él, su propio padre, durante todo el año, le había estado alentando con lo del teléfono ese. Cómo lo nombraba. Y sólo una semana antes, había vuelto a mencionarlo. Pero… ¿Por qué? Porque insistir en una mentira tan prolongada. ¿Cuánto dinero había juntado en todo aquel tiempo? Estaba seguro que más que suficiente como para comprar aquel aparato. Ahora no tenía, estaba seguro, ni dinero, ni aparato ni nada.
Subió por varios caminos estrechos, recortando tiempo, aunque no comprendía para qué. Al fin de cuentas ¿Qué podía hacer en El Ocotal un veinticuatro de diciembre? Pero, al recordar lo del IPhone se le volvía a nublar la cabeza y seguía andando. A algún lugar tenía que llegar.
Y así fue, llegó, después de una larga hora hasta la carretera que lleva hacia la zona norte. Allí, cruzó la autopista y se internó por otro camino entre los montes. Salió, justo unos cuantos metros antes de la entrada de la nueva mina.
El sol, para entonces, estaba en su apogeo y a pesar del frío circundante quemaba de manera agradable. Se detuvo unos minutos a observar el movimiento generado por aquella nueva empresa y se dijo que los ricos se hacían más ricos, una idea que su padre siempre andaba repitiendo a quién le quisiera escuchar. El sólo recordarla le llevó a su padre de nuevo y se dijo que no podría dejar de odiarlo tanto.
Comenzó a bajar hacia el Ocotal por la orilla de la carretera dejando a sus espaldas el movimiento de aquella nueva empresa millonaria. Algo que él, por lo menos en esta vida, jamás sería.
Pasó por enfrente de aquella casa tan ostentosa, o por lo menos su rótulo lo era, llamada La Casona. El lugar lucía abandonado, como casi siempre que pasaba por allí. Además, había escuchado algunas historias bastante escalofriantes acerca del lugar. A él siempre le había parecido una simple casa de ricos con su césped cortado a ras, su bosquecillo detrás y tejas tan rojas que parecían recién compradas. Además esa ostentosa entrada. Como si se tratara de un palacio o algo así.
Se alejó de ese lugar sintiéndose un poco mejor. No por alejarse de la presencia de la casa sino porque ya estaba llegando al Ocotal. Tenía planeado visitar a un amigo del colegio, aquel con el cual de vez en cuando tenían encuentros de futbol en el campo de Soroguara. Talvez, después de todo, no era un mal 24 de diciembre. Quizás, después de todo, la pasaba bien en casa de su compañero.
El problema fue que al llegar a la casa de su amigo notó que la puerta, tanto la externa como la interna estaban cerradas a cal y canto. El signo era muy claro: la familia, y su amigo, habían decidido ir a pasar sus vacaciones a otro lugar. Si hubiera tenido el IPhone, quizás no hubiera necesitado de nadie.
Cansado y decepcionado casi de todo, se sentó en una de las cuatro bancas de cemento que había en el parque del pueblo, justo enfrente de la iglesia. Se puso a observar ir y venir a las personas ajenas y habitantes del lugar con calma, pensando en su siguiente paso. ¿Qué haría a continuación?
Mientras devanaba esta pregunta observó a dos viejitos cómodamente sentados enfrente de la iglesia. Los dos ancianos, dos hombres, sonreían, señalaban hacia el cielo o hacia algún lugar en particular aparentemente, sin importarles mucho lo que a su alrededor sucedía. Sintió una punzada de envidia ante aquello, pero no se puso a analizar dicho sentimiento. Luego de los viejitos, su vista, se fue hacia la derecha de la iglesia. Allí, había tres automóviles estacionados sin nadie alrededor. A la izquierda había otro edificio de color azul en cuya parte superior se leía: Casa Comunal.
Él y su padre habían trabajado algunas veces en aquel pueblo y conocían a muchas personas. Personas de dinero o simples personas urgidas de un trabajo rápido de albañilería. Personas que vivían mejor de lo que él, pensaba, viviría en toda su vida. Aún no decidía que hacer a continuación. Eran apenas las diez de la mañana y se sentía agotado. No sólo por la caminata desde Soroguara hasta allí sino por las emociones experimentadas durante el trayecto.
No quería regresar a su casa porque si veía una vez más a su padre estaba seguro que iba a sentir la misma decepción sentida al interrogarle sobre el viaje a Tegucigalpa para adquirir el IPhone 6. No, no quería volver a sentir en su pecho aquella sensación de soledad intensa ante su padre.
Pero ¿Qué hizo con mi dinero?, se preguntó durante largos minutos tratando de imaginarse el destino de la cantidad recolectada que él se imaginaba haber recolectado con tanto esfuerzo durante todo un año. En ningún momento le había pedido un solo centavo de su parte en el trabajo. En ningún momento, también, es verdad, había visto todo el dinero reunido. Pero si se lo imaginaba. Se imaginaba que en un año y después de todo el trabajo realizado bien se podía juntar la suma suficiente como para regalárselo a la Apple Company. Cómo decía uno de sus amigos aficionados a los Samsung.
No, quizás nunca supiera del destino de su dinero porque nunca lo había tenido en sus manos. Si pudiera regresar en el tiempo le exigiría su paga después de los trabajos realizados y así evitarse aquello. Aquella sensación de querer estrangular a su padre.
Porque sí, eso era lo que sentía, no se podía engañar al respecto: quería hacer desaparecer a su  progenitor. Por eso, lo sabía bien, había preferido largarse de casa. No quería mirarlo a los ojos y volver a sentir aquello. No, no estaba bien.
Estuvo, pues hasta casi la una de la tarde sentado en aquel banco del parque mirando pasar a las personas y pensando si regresar o no aquella noche a su casa. Si en sus manos pudiera estar no regresaría jamás. Pero no lo estaba.
Un grupo como de veinte personas, después de la una de la tarde, alrededor de la plaza comenzó a levantar una serie de pequeños puestos de ventas. Dichos puestos eran de simples plásticos sostenidos sobre varas de roble delgado. Por unos minutos sólo se escuchó la algarabía de estos trabajos.
Rony se levantó de la banca dispuesto a regresar a su casa, pero el destino es algo tan exacto que al pasar por aquellas especies de tiendas improvisadas escuchó una voz conocida que le llamaba.
—¡Hey, Rony! ¡Rony!
Se volvió y allí estaba su buscado amigo.
—¡Hey, Marcos! –saludó acercándosele y estrechándole con furor la mano.
—¿Qué haces por aquí, chaval?
—Nada más caminando –le dijo sin mucho convencimiento—. Llegué a tu casa y estaba todo cerrado.
—Sí, andábamos comprando cohetes. A última hora se levantó la prohibición de la pólvora y ya ves. Mira.
Le señaló un par de fardos sellados en cuyo lomo se leía la palabra: Peligro.
—¿Andas muy ocupado?
—No. La verdad no.
—¿Quieres ganarte unos doscientos lempiras?
Rony que no llevaba ni un miserable centavo en los bolsillos de inmediato comentó que sí.
—Entonces vamos a vender pólvora. Ayúdame con aquel bulto.
De inmediato, Rony, que siempre estaba dispuesto al trabajo vio allí una oportunidad. Quizás no para comprar un IPhone, pero por lo menos para comprar algo bueno y llevar a casa.
La venta de la pólvora se extendió por más de once horas y no fue sino hasta después de las doce de la noche, cuando terminó la cohetería que Rony recibió no solo lo prometido sino un poco más: cuatrocientos lempiras.
—Lo vendimos todo –le dijo Marcos con una enorme sonrisa entregándole los cuatro billetes— lo prometido por doble. Te lo mereces. Que pases una feliz navidad.
Rony tomó los billetes y los hizo desaparecer muy dobladitos en el fondo del bolsillo derecho de su pantalón. Ahora, por lo menos mostraba, a pesar del agotador día, una enorme sonrisa en los labios.
—Gracias, hombre. Gracias –dio las gracias tal como su madre le había enseñado desde muy pequeño.
—Voy a dormir un poco –dijo Marcos—. Si quieres venir a descansar un poco te ofrezco el sofá de la sala.
También su respuesta era parte del destino de cada quien:
—No, muchas gracias, amigo. Pero voy a regresar a casa. A estas horas casi nadie duerme y seguro llego antes de las dos. Por lo menos mañana, o mejor dicho hoy, dormiré hasta muy tarde. Gracias de nuevo.
Y se despidieron. Marcos le vio salir caminando del pueblo con su andar pausado y mucho tiempo después recordaría haber sido una de las dos últimas personas que le vieron con vida.
La última persona fue la que verdaderamente detonó la bomba interna que Rony había estado tratando de calmar en su interior.
Llevaba caminado apenas unos doscientos metros de la entrada del pueblo y a la lo lejos, después de la gran cohetería, ahora sólo se escuchaba de vez en cuando y esporádicamente uno que otro petardo en la lejanía. El aire, a pesar de la gran cantidad de pólvora quemada, olía a pino y a humedad. Él no tenía frío porque durante todas aquellas horas de venta loca se había mantenido en un constante movimiento. Además iba caminando a un paso moderado. Fue en el metro doscientos cuando se encontró con don Roque Sandoval, uno de los grandes amigos de su padre. Al reconocerse se saludaron efusivamente dándose el abrazo de feliz navidad y luego vino la plática que decidió los últimos minutos de la vida del joven Rony Maradiaga, originario de Soroguara y de apenas quince años de edad.
—¿Cómo está la familia? –preguntó don Roque sonriendo.
Un diente de oro le brilló en la oscuridad al hombre que tendría aproximadamente la edad de su padre. Don Roque, también era albañil y de vez en cuando coincidían en algunos trabajos muy grandes.
—Todo bien –fue la típica respuesta de Rony.
—¿Y tu  padre, qué tal ha estado?
Rony sintió que se le revolvía en el pecho el gusanito del resentimiento.
—Allí –fue lo único que dijo.
—Sí. Es bastante dura la enfermedad de tu padre. He orado mucho por…
—¿Enfermedad? –interrumpió Rony bastante preocupado. Acaso había algún secreto que no le habían contado sus padres.
—El alcoholismo, hijo –le colocó una mano en el hombro y lo miró con comprensión— es una enfermedad mortal.
“¿Alcoholismo?” pensó Rony.
Su padre un alcohólico.
—El problema –continuo don Roque como si Rony estuviera conmovido por su apoyo—, hijo. Es que lastiman a las personas que están alrededor. He pasado muchas veces por esa cantina que hay justo en la entrada de Soroguara y lo he visto beber y beber hasta perder la razón, los fines de semana. Pero además de beber él invitando a todos los borrachos del lugar. Me imagino que ha de gastarse todo el dinero del trabajo… y sabes que es lo peor. Que de lunes a viernes parece tan normal que uno se dice que quizás ahora sí se ha recuperado, pero…
—Disculpe –le volvió a interrumpir Rony, pero esta vez porque sentía que la cabeza le iba a estallar de la cólera.
Se alejó de don Roque casi con violencia, dejándolo totalmente paralizado por la reacción. Quizás, ni siquiera el mismo muchacho podía aceptar que su padre era un consumado borracho. Eso pensó el buen hombre que vio alejarse al muchacho con vida y por última vez.
Rony, sentía que la cabeza le iba a estallar de un momento a otro. Tanta era su cólera que apenas se vio libre de la mirada de don Roque agitó el puño a la oscuridad de la noche y emitió una de las más antiguas expresiones ofensivas:
—¡Viejo, cabrón hijo de  puta!
Y siguió un buen rato gritando palabras más o menos con el mismo significado dirigiéndoselas a su progenitor. Si no las decía sentía que iba a explotar su cabeza de un momento a otro. Y siguió caminando ahora con mayor brío, casi corriendo y sin saber a dónde. Por su cabeza corrían imágenes de su padre bebiéndose el dinero que semana a semana él creía ir acumulando para la compra de su IPhone 6, pero además, el muy… invitaba a un montón de borrachos semejantes a él sin ninguna contemplación. ¿Y después, cuando un hijo mataba a un padre se juzgaba al hijo y no al padre?
Se mordió los labios con furia. Apretó los puños hasta que las uñas le hicieron sangrar las palmas de las manos. Tanta era su cólera que si en ese momento hubiera tenido a su padre enfrente lo hubiera estrangulado con aquella fuerza inusitada y…
Por el rabillo del ojo, justo cuando alcanzaba la altura de aquella casa llamada La Casona, le pareció percibir un movimiento como de un objeto blanco desplazándose a gran velocidad por entre el césped. No le prestó mucha atención, y quizás si lo hubiera hecho eso hubiera hecho la diferencia.

***

El Tulpa, en efecto, era aquel animal blanco deslizándose a toda velocidad por sobre la hierba. Había captado el olor desde la lejanía y allí estaba su poseedor. Era deliciosa la furia de las personas. Sazonaba la sangre de tal forma que le daba un sabor entre dulzón y ácido, una delicia para cualquier chupasangre que se dignara de serlo.
Llegó a unos veinte metros y saliendo a la carretera, justo detrás de él, se lanzó con aún más ahínco. Saltó tomando impulso cuando estaba a unos cinco metros de él y cayó sobre su cuello como había caído sobre la vaca allá atrás.
—¡¿Qué?! –fue la única palabra que emitió Rony Maradiaga al sentir sobre sus hombros el peso exagerado de algo cayendo allí.
Trató de resistirse, pero, el peso era demasiado y además algo, como varías agujas extremadamente calientes y ardientes se clavaron en su cuello, por detrás. Se dobló por el peso y por el dolor. Y mientras caía al suelo intentó llevarse ambas manos hacia el lugar atacado, pero apenas llevaba la mitad del recorrido cuando chocó contra el suelo y la vida le abandonó para siempre.
Por la cabeza de Rony, al momento de emitir su último pensamiento, cruzaban imágenes confusas del rostro de su padre. Aún lo odiaba con todo su corazón, pero, trataba de que por lo menos una imagen fuera agradable. No logró llegar a dicha imagen. En menos de cinco segundos, después de ser mordido, estaba muerto.
El tulpa hundió sus dientes con fuerza, hasta que chocaron contra los huesos de las columna vertebral del muchacho y los dientes más largos extendieron el tubito redondo y comenzaron a chupar con fuerza depositando, directamente, la caliente sangre en el fondo de un estómago que parecía no tener fondo. Como había sucedido con la vaca, el líquido, a gran velocidad pasó del cuerpo caído al organismo de la criatura.
Cinco minutos después, porque en esta ocasión quería disfrutar el delicioso sabor de la cólera, la sorbió en algunos intervalos con bastante lentitud, quedaba un simple cuerpo, tirado sobre la tierra blanca, tan rígido como dicen que están todas las momias habidas y por haber en la tierra.
El Tulpa olió de nuevo el aire buscando, entre el olor a la pólvora, más sangre deliciosa como aquella. Porque tenía hambre, mucha más hambre y no descansaría hasta saciar su sed de décadas en la oscuridad.
Después de unos largos minutos de separar olores por fin encontró lo que buscaba. Miró hacía el norte, por entre los cerros y descubrió, con su mirada proyectada sobre la distancia, la sabrosa cantidad de treinta y tres personas reunidas alrededor de una fogata a la luz de la noche de navidad. El olor, de todos ellos era de alcohol, drogas y sexo. Toda una orgía para su delicioso paladar.

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