XIII
Llegó el veinticuatro de diciembre, y con él, la
quema abundante de pólvora en todos los rincones habidos y por haber de
Honduras. Esa es una tradición que para algunos es motivo de alegría, los
niños, pero para otros seres una fuente de tortura: los animales y en especial
la raza canina y bueno, también para los miles y miles de niños y adultos que
al final de dichas fiestas terminan con un brazo amputado o una pierna quemada.
Todo, en la vida, tiene sus pros y sus contras. Pero los contras que aquel 24
de diciembre de 2015 comenzaron a asolar las poblaciones del Álamo y El Ocotal,
quizás motivados por esas torturantes luces, ruidos y olores a pólvora fue algo
que ambos pueblos recordarían por mucho, mucho tiempo. A algún periodista se le
ocurrió la graciosa idea de llamar a todos aquellos asesinatos: un feliz 2015 baño de sangre.
La primera víctima fue una triste y simple vaca que
pastaba feliz y sin molestar a nadie a las afueras del Álamo. En realidad, el
sencillo animal, en algún momento de su vaca vida decidió salirse de los
terrenos destinados a ella por su dueño que quedaba a escasos metros de la
carreta que conducía al Álamo.
Fue a las doce y quince de la noche, cuando la
cohetería suena atronadora como si quisiera destrozar la estructura superficial
de la tierra cuando ocurrió todo, pero eso, nadie lo supo y a nadie le importó
por tratarse de una simple vaca muerta y casi suspirada junto a una carretera.
El animal que la atacó no fue más que aquel ser de
debajo de la iglesia del pueblo de el Álamo que sediento de sangre por haber
permanecido durante muchos años en estado de hibernación buscaba resarcirse de
alimento y su alimento, gracias a la sangre escurrida a través de las venas de
la tierra de su morada, se había vuelto una verdadera necesidad.
Al escuchar los primeros cohetes, el animal, o ser,
o ente se había levantado, por fin de su madriguera y rompiendo las inútiles
barreras que no eran más que piedras acumuladas y cemento solidificado sobre su
cabeza había logrado emerger a la superficie en aquella noche de navidad.
Lo primero que había hecho, al volver a la
superficie en su cuerpo físico, porque como ya dijimos él tenía la posibilidad
de proyectarse a sí mismo en su forma original, había sido husmear por el
lugar. Estaba en el mismo sitio donde años atrás –aunque él no era consciente
del paso del tiempo— había decidido hacer su cubil. Había sido oportuno
encontrar allí un hueco tan extenso y agradable para tal fin. En el lugar husmeado,
al salir, no había encontrado nada en particular, pero si algo en general.
Aquellos ruidos atronadores, como les sucede a los perros, lo torturaban. Pero
en vez de hacerlo huir de nuevo hacia las profundidades, le dio por buscar su
origen.
Con este último propósito y con una ardiente sed en
las entrañas había buscado una salida de aquel recinto. La puerta principal del
lugar estaba cerrada, así que, como una simple rata se había prendido, con sus
afiladas garras, a la pared y alcanzado con mucha facilidad una de las ventanas
que estaban casi a ras del techo. Por allí, atisbó hacia afuera. Había gente,
chiquillos, hombres mujeres, encendiendo y dejando explotar aquellas cosas
torturantes.
Se deslizó, un poco más hacia su izquierda y
encontró otras de las ventanas, una que daba justo a la parte trasera del
lugar. Hacia allá no había casas, ni personas en grupo haciendo aquellos
molestos ruidos. Con un impulso del cuerpo había roto el cristal y colándose
por el hueco provocado por la colisión salió al exterior. La oscuridad de la
noche sólo rota de vez en cuando por las luces enviadas hacia el cielo de vez
en cuando le pareció al tulpa una invitación a la aventura.
Subió hasta el tejado de la ermita y desde allí
contempló un panorama mucho más amplio del pueblo. Todo parecía teñido de
personas que iban de un lado a otro tirando y dejando de tirar aquellos sonidos
tan explosivos y cargados de dolor para sus oídos. Estuvo un buen rato
escuchando y viendo aquellas cosas, sus movimientos y sus gritos. Gritos que
parecían de alegría, pero él podía oler sus miedos. Cada vez que encendían uno
de aquellos objetos, aunque parecían emocionarse, también había un ramalazo de
miedo bajo sus pieles. Era de un color azul y de un olor dulzón. Antes se había
aficionado a aquel olor, ahora lo que necesitaba era sangre. Mucha sangre.
Cuando los estallidos comenzaron a cesar las
personas se fueron metiendo en sus viviendas y dejaron las calles y los patios
de sus casas vacía. Así que aquel estallido de aparente alegría sólo había
durado unos cuantos minutos. Descendió del tejado lentamente hasta el suelo y
de manera tan ágil que en realidad parecía una serpiente sus extremidades se
movieron a gran velocidad hasta alcanzar la carretera. Olió el aire y sin
detenerse a reflexionar avanzó hacia la salida del pueblo. Tenía sed de sangre
pero no era tan estúpido como para arriesgarse a ser atacado por varias
personas al mismo tiempo. No, aún no se les podía enfrentar tan directamente.
Primero tenía que llenar su escuálido cuerpo de sangre caliente y deliciosa.
Llegó entonces hasta el puente sobre a quebrada del
inicio del pueblo y observó las luces allá arriba sobre el cerro del frente.
Allá, recordaba, haber vivido con su ama hacía mucho, mucho tiempo. Pero, no
ahora tampoco se podía acercar a aquel lugar, era peligroso, ahora había
máquinas y luces por todos lados. Talvez luego.
Como una sabueso, entonces, se puso a oler el polvo
del camino y sin detenerse, con pasos ágiles, se alejó del pueblo. En menos de
diez minutos se encontró a su inocente víctima que como toda vaca disfrutaba
del delicioso pasto de la orilla del camino con una paciencia que hasta un
santo muy bien templado hubiera envidiado.
El tulpa miró al animal con una codicia extrema y
se relamió literalmente al contemplar su tamaño. Su víctima apenas si se enteró
de su presencia con lo ocupada que estaba en el rumiar de su verde alimento.
Así que cuando aquella cosa blanca se le lanzó encima y sin darle tiempo a
pensar en qué era clavó sus afilados dientes sobre su columna vertebral y de
inmediato comenzó la succión.
La vaca, no sintió ni una simple pizca de dolor en
su enorme estructura nerviosa. Simplemente se desplomó cuan larga era sobre la
blanca tierra de la carretera. A aquellas horas, la pequeña nube de polvo que
levantó volvió a asentarse con suavidad sobre la superficie.
Eso fue todo.
En menos de diez minutos toda la sangre del animal
había sido extraído y trasladado al tulpa como si de una exhalación se tratara.
El ser, al terminar su cometido, se bajó del seco
cadáver y husmeó el aire con la intención de encontrar otra víctima. El aire
poblado del olor a pólvora quemada traía además otros olores. Olores que sólo
el fino olfato de aquel ser podía sentir y discriminar con gran facilidad.
Seleccionó el olor deseado y lo intensificó en su
cerebro de la misma forma en que nosotros separamos los buenos olores de los
malos. El olor deseado era aquel que contenía el característico del hierro
oxidado: la sangre. Se relamió de nuevo. Con el contenido líquido de la vaca
apenas había recibido una mínima satisfacción de su instinto. Eso sólo había
despertado en mayor grado su deseo de más.
Encontró la fibra de la sangre deseada y sin
detenerse comenzó a ir hacia ella.
Su peso que era escuálido seguía, pese a la enorme
cantidad de sangre consumida, casi igual. Parecía que por mucho que consumiera
jamás se sentiría saciado.
***
Rony Maradiaga, de quince años, originario de
Soroguara, había tenido una discusión casi sin sentido y de esas que parecen
demasiado estúpidas en una familia del campo y sin mucho recursos económicos
como para satisfacer todas las demandas de sus vástagos.
Muy temprano, aquel veinticuatro de diciembre, el
muchacho se había levantado de la cama, aseado y preparado para salir con su
padre hacia Tegucigalpa. Su entusiasmo habitual, se había visto acrecentado por
la expectativa de recibir, por fin, aquel tan preciado IPhone 6. Lo había
deseado tanto que había trabajado como un burro durante todo el año acompañando
a su padre a todos lados en trabajos duros y algunos suaves. Pero al final,
como se había dicho a sí mismo durante muchas horas, todo tenía su premio.
El problema, y esto no lo había visualizado con
toda claridad, Rony, era su padre. Su padre era un borracho consuetudinario y
no había ahorrado absolutamente nada para tal propósito durante todo aquel año.
Al contrario, el supuesto fondo destinado a la compra del IPhone de su hijo se
iba cada fin de semana acumulando en la cuenta del estanco. Esto no lo sabía
Rony, pero debió preverlo.
Así pues, aquel 24 de diciembre que cayó en jueves,
Rony Maradiaga se había levantado con los primeros rayos de sol y más animado
que de costumbre saludó a su madre y a su padre quienes ya se habían levantado
y estaban sentados, uno en el poyete del fogón y la otra en una pequeña silla
forrada de tiras de cuero crudo muy cerca de la puerta de la cocina.
Al ver aquella miseria, día a día, Rony, se había
preguntado muchas veces si algún día saldría de aquello. Ahora, él tenía 15
años, y la vida parecía no pintarse muy bien en su futuro. Pero quien puede
pensar en el futuro cuando se va a tener lo máximo, según él, en tecnología
moderna. Un IPhone 6, lo último.
El pobre iluso, entonces, se había presentado ante
sus padres.
—Buenos días –había saludado utilizando su mejor
sonrisa. Esa que encantaba a todas las chicas del pueblo y que, según él, algún
día le traería el éxito total.
—Buenos días, mijo –dijo su madre.
Su padre guardó un silencio escurridizo. Se dedicó,
distraídamente, a remover unos troncos de roble del fogón donde estaba sentado.
Era una mañana muy helada.
Rony se sentó en la rudimentaria mesa y su
rudimentaria silla aún con la idea en su mente de su felicidad.
—Hará más frío este fin de año –dijo su madre
mirándole directamente a los ojos.
—Así parece –acompañó el hijo.
Era el único hijo en casa, de la familia Maradiaga.
Él último y el menos deseado después de cinco que habían echado a volar apenas
se lo permitieron sus medios. Ahora sólo quedaba él y también, cuando saliera
del colegio, echaría a volar como sus hermanos. Sus padres, como todos los
padres del mundo, se quedarían, entonces, solos.
—¿Vamos a ir a Tegucigalpa, temprano? –le preguntó
a su padre directamente.
Éste, con el rostro demudado y quizás no capaz de
responder nada, siguió mirando hacia el fogón. Como si las llamas, aquella
mañana, tuvieran una verdadera novedad para él.
Rony lo miró y presintió algo. Algo que lo
horrorizaba desde la raíz del cabello hasta la punta de los pies. No dijo nada,
quizás se estaba equivocando. No podía ser posible. No. ¿Cómo si día a día
mientras realizaban los trabajos que hacían él, su padre, le recordaba su dicho
IPhone? No, no podía ser posible.
Terminó de comer tratando de casar la idea de la
posibilidad de obtener su preciada posesión y de no tenerla. Era algo confuso.
Como tratar de mezclar la luz con la oscuridad en su cabeza. Así que lo desechó
por unos segundos, pero persistía como un puntito muy molesto removiéndose
entre su cabeza.
Lavó el plato y la taza y luego volvió a encarar a
su padre:
—Puedo ir sólo, si no puedes ir.
El padre lo miró, bajó la vista de culpabilidad y
entonces lo comprendió: no, no habría IPhone 6.
—Pero… —dijo dejando que las palabras que quería
decir se agruparan, empujándose las unas a las otras, en un punto de su cabeza.
Sin decir nada, y con la cólera rebullendo en ese
punto donde debe surgir, se alejó de su casa a las seis y quince de la mañana,
en su mente, para volver nunca más, pero en el fondo sabiendo que no tenía otro
lugar a donde ir.
Su madre, en el interior de la casa, miró a su
hombre y no dijo nada. Llevaba con él más de cincuenta años como para
reprocharle algo. Sabía que así eran las cosas y no se podrían cambiar jamás.
Por lo menos en esta vida que le había tocado vivir así eran las cosas. Lo
último que vio de su hijo al salir, y así lo recordaría durante los tres años
de vida que le quedaban a ella, fue su mirada triste, enojada y casi a punto de
llorar.
Rony no tenía muchos lugares a dónde ir en un
pueblo tan pequeño como aquel, pero decidió ir al poblado cercano: El Ocotal
era un lugar, según decían sus contemporáneos, de muchas oportunidades, y
además hacia allá, se habían marchado muchos de sus amigos en busca de trabajo
en la nueva mina.
De Soroguara, al Álamo, habían cinco kilómetros
exactos y había dos formas de llegar a él: una yéndose por la carretera de
tierra blanca y agostada y otra más corta metiéndose por caminos secundarios.
Eligió, como es natural, esta segunda opción.
Durante todo el trayecto, el cual duró más de dos
horas, estuvo rabiando contra su padre y convenciéndose que por eso había
fratricidios y que en vez de encarcelar a los hijos debían de darles un premio
por deshacerse de tal lacra de la faz de la tierra. Pero como sucede siempre
con los hijos que han vivido toda su vida bajo la sombra de sus padres poco a
poco volvió a recuperar su cordura y se fue convenciendo que quizás le había
pedido mucho a la vida. Sus padres, él y toda su familia siempre habían sido
pobres y soñar tan alto había sido tan falso. Pero… y esto era lo que más le
revolvía la sangre: él, su propio padre, durante todo el año, le había estado
alentando con lo del teléfono ese.
Cómo lo nombraba. Y sólo una semana antes, había vuelto a mencionarlo. Pero…
¿Por qué? Porque insistir en una mentira tan prolongada. ¿Cuánto dinero había juntado
en todo aquel tiempo? Estaba seguro que más que suficiente como para comprar
aquel aparato. Ahora no tenía, estaba seguro, ni dinero, ni aparato ni nada.
Subió por varios caminos estrechos, recortando
tiempo, aunque no comprendía para qué. Al fin de cuentas ¿Qué podía hacer en El
Ocotal un veinticuatro de diciembre? Pero, al recordar lo del IPhone se le
volvía a nublar la cabeza y seguía andando. A algún lugar tenía que llegar.
Y así fue, llegó, después de una larga hora hasta
la carretera que lleva hacia la zona norte. Allí, cruzó la autopista y se
internó por otro camino entre los montes. Salió, justo unos cuantos metros
antes de la entrada de la nueva mina.
El sol, para entonces, estaba en su apogeo y a
pesar del frío circundante quemaba de manera agradable. Se detuvo unos minutos
a observar el movimiento generado por aquella nueva empresa y se dijo que los
ricos se hacían más ricos, una idea que su padre siempre andaba repitiendo a
quién le quisiera escuchar. El sólo recordarla le llevó a su padre de nuevo y
se dijo que no podría dejar de odiarlo tanto.
Comenzó a bajar hacia el Ocotal por la orilla de la
carretera dejando a sus espaldas el movimiento de aquella nueva empresa
millonaria. Algo que él, por lo menos en esta vida, jamás sería.
Pasó por enfrente de aquella casa tan ostentosa, o
por lo menos su rótulo lo era, llamada La Casona. El lugar lucía abandonado,
como casi siempre que pasaba por allí. Además, había escuchado algunas
historias bastante escalofriantes acerca del lugar. A él siempre le había
parecido una simple casa de ricos con su césped cortado a ras, su bosquecillo
detrás y tejas tan rojas que parecían recién compradas. Además esa ostentosa
entrada. Como si se tratara de un palacio o algo así.
Se alejó de ese lugar sintiéndose un poco mejor. No
por alejarse de la presencia de la casa sino porque ya estaba llegando al
Ocotal. Tenía planeado visitar a un amigo del colegio, aquel con el cual de vez
en cuando tenían encuentros de futbol en el campo de Soroguara. Talvez, después
de todo, no era un mal 24 de diciembre. Quizás, después de todo, la pasaba bien
en casa de su compañero.
El problema fue que al llegar a la casa de su amigo
notó que la puerta, tanto la externa como la interna estaban cerradas a cal y
canto. El signo era muy claro: la familia, y su amigo, habían decidido ir a
pasar sus vacaciones a otro lugar. Si hubiera tenido el IPhone, quizás no
hubiera necesitado de nadie.
Cansado y decepcionado casi de todo, se sentó en
una de las cuatro bancas de cemento que había en el parque del pueblo, justo
enfrente de la iglesia. Se puso a observar ir y venir a las personas ajenas y
habitantes del lugar con calma, pensando en su siguiente paso. ¿Qué haría a
continuación?
Mientras devanaba esta pregunta observó a dos
viejitos cómodamente sentados enfrente de la iglesia. Los dos ancianos, dos
hombres, sonreían, señalaban hacia el cielo o hacia algún lugar en particular
aparentemente, sin importarles mucho lo que a su alrededor sucedía. Sintió una
punzada de envidia ante aquello, pero no se puso a analizar dicho sentimiento.
Luego de los viejitos, su vista, se fue hacia la derecha de la iglesia. Allí,
había tres automóviles estacionados sin nadie alrededor. A la izquierda había
otro edificio de color azul en cuya parte superior se leía: Casa Comunal.
Él y su padre habían trabajado algunas veces en
aquel pueblo y conocían a muchas personas. Personas de dinero o simples
personas urgidas de un trabajo rápido de albañilería. Personas que vivían mejor
de lo que él, pensaba, viviría en toda su vida. Aún no decidía que hacer a
continuación. Eran apenas las diez de la mañana y se sentía agotado. No sólo
por la caminata desde Soroguara hasta allí sino por las emociones
experimentadas durante el trayecto.
No quería regresar a su casa porque si veía una vez
más a su padre estaba seguro que iba a sentir la misma decepción sentida al
interrogarle sobre el viaje a Tegucigalpa para adquirir el IPhone 6. No, no
quería volver a sentir en su pecho aquella sensación de soledad intensa ante su
padre.
Pero ¿Qué hizo con mi dinero?, se preguntó durante
largos minutos tratando de imaginarse el destino de la cantidad recolectada que
él se imaginaba haber recolectado con tanto esfuerzo durante todo un año. En
ningún momento le había pedido un solo centavo de su parte en el trabajo. En
ningún momento, también, es verdad, había visto todo el dinero reunido. Pero si
se lo imaginaba. Se imaginaba que en un año y después de todo el trabajo
realizado bien se podía juntar la suma suficiente como para regalárselo a la
Apple Company. Cómo decía uno de sus amigos aficionados a los Samsung.
No, quizás nunca supiera del destino de su dinero
porque nunca lo había tenido en sus manos. Si pudiera regresar en el tiempo le
exigiría su paga después de los trabajos realizados y así evitarse aquello.
Aquella sensación de querer estrangular a su padre.
Porque sí, eso era lo que sentía, no se podía
engañar al respecto: quería hacer desaparecer a su progenitor. Por eso, lo sabía bien, había
preferido largarse de casa. No quería mirarlo a los ojos y volver a sentir
aquello. No, no estaba bien.
Estuvo, pues hasta casi la una de la tarde sentado
en aquel banco del parque mirando pasar a las personas y pensando si regresar o
no aquella noche a su casa. Si en sus manos pudiera estar no regresaría jamás.
Pero no lo estaba.
Un grupo como de veinte personas, después de la una
de la tarde, alrededor de la plaza comenzó a levantar una serie de pequeños
puestos de ventas. Dichos puestos eran de simples plásticos sostenidos sobre
varas de roble delgado. Por unos minutos sólo se escuchó la algarabía de estos
trabajos.
Rony se levantó de la banca dispuesto a regresar a
su casa, pero el destino es algo tan exacto que al pasar por aquellas especies
de tiendas improvisadas escuchó una voz conocida que le llamaba.
—¡Hey, Rony! ¡Rony!
Se volvió y allí estaba su buscado amigo.
—¡Hey, Marcos! –saludó acercándosele y
estrechándole con furor la mano.
—¿Qué haces por aquí, chaval?
—Nada más caminando –le dijo sin mucho
convencimiento—. Llegué a tu casa y estaba todo cerrado.
—Sí, andábamos comprando cohetes. A última hora se
levantó la prohibición de la pólvora y ya ves. Mira.
Le señaló un par de fardos sellados en cuyo lomo se
leía la palabra: Peligro.
—¿Andas muy ocupado?
—No. La verdad no.
—¿Quieres ganarte unos doscientos lempiras?
Rony que no llevaba ni un miserable centavo en los
bolsillos de inmediato comentó que sí.
—Entonces vamos a vender pólvora. Ayúdame con aquel
bulto.
De inmediato, Rony, que siempre estaba dispuesto al
trabajo vio allí una oportunidad. Quizás no para comprar un IPhone, pero por lo
menos para comprar algo bueno y llevar a casa.
La venta de la pólvora se extendió por más de once
horas y no fue sino hasta después de las doce de la noche, cuando terminó la
cohetería que Rony recibió no solo lo prometido sino un poco más: cuatrocientos
lempiras.
—Lo vendimos todo –le dijo Marcos con una enorme
sonrisa entregándole los cuatro billetes— lo prometido por doble. Te lo
mereces. Que pases una feliz navidad.
Rony tomó los billetes y los hizo desaparecer muy
dobladitos en el fondo del bolsillo derecho de su pantalón. Ahora, por lo menos
mostraba, a pesar del agotador día, una enorme sonrisa en los labios.
—Gracias, hombre. Gracias –dio las gracias tal como
su madre le había enseñado desde muy pequeño.
—Voy a dormir un poco –dijo Marcos—. Si quieres
venir a descansar un poco te ofrezco el sofá de la sala.
También su respuesta era parte del destino de cada
quien:
—No, muchas gracias, amigo. Pero voy a regresar a
casa. A estas horas casi nadie duerme y seguro llego antes de las dos. Por lo
menos mañana, o mejor dicho hoy, dormiré hasta muy tarde. Gracias de nuevo.
Y se despidieron. Marcos le vio salir caminando del
pueblo con su andar pausado y mucho tiempo después recordaría haber sido una de
las dos últimas personas que le vieron con vida.
La última persona fue la que verdaderamente detonó
la bomba interna que Rony había estado tratando de calmar en su interior.
Llevaba caminado apenas unos doscientos metros de
la entrada del pueblo y a la lo lejos, después de la gran cohetería, ahora sólo
se escuchaba de vez en cuando y esporádicamente uno que otro petardo en la
lejanía. El aire, a pesar de la gran cantidad de pólvora quemada, olía a pino y
a humedad. Él no tenía frío porque durante todas aquellas horas de venta loca
se había mantenido en un constante movimiento. Además iba caminando a un paso
moderado. Fue en el metro doscientos cuando se encontró con don Roque Sandoval,
uno de los grandes amigos de su padre. Al reconocerse se saludaron efusivamente
dándose el abrazo de feliz navidad y luego vino la plática que decidió los
últimos minutos de la vida del joven Rony Maradiaga, originario de Soroguara y
de apenas quince años de edad.
—¿Cómo está la familia? –preguntó don Roque
sonriendo.
Un diente de oro le brilló en la oscuridad al
hombre que tendría aproximadamente la edad de su padre. Don Roque, también era
albañil y de vez en cuando coincidían en algunos trabajos muy grandes.
—Todo bien –fue la típica respuesta de Rony.
—¿Y tu
padre, qué tal ha estado?
Rony sintió que se le revolvía en el pecho el
gusanito del resentimiento.
—Allí –fue lo único que dijo.
—Sí. Es bastante dura la enfermedad de tu padre. He
orado mucho por…
—¿Enfermedad? –interrumpió Rony bastante
preocupado. Acaso había algún secreto que no le habían contado sus padres.
—El alcoholismo, hijo –le colocó una mano en el
hombro y lo miró con comprensión— es una enfermedad mortal.
“¿Alcoholismo?” pensó Rony.
Su padre un alcohólico.
—El problema –continuo don Roque como si Rony
estuviera conmovido por su apoyo—, hijo. Es que lastiman a las personas que
están alrededor. He pasado muchas veces por esa cantina que hay justo en la
entrada de Soroguara y lo he visto beber y beber hasta perder la razón, los
fines de semana. Pero además de beber él invitando a todos los borrachos del
lugar. Me imagino que ha de gastarse todo el dinero del trabajo… y sabes que es
lo peor. Que de lunes a viernes parece tan normal que uno se dice que quizás
ahora sí se ha recuperado, pero…
—Disculpe –le volvió a interrumpir Rony, pero esta
vez porque sentía que la cabeza le iba a estallar de la cólera.
Se alejó de don Roque casi con violencia, dejándolo
totalmente paralizado por la reacción. Quizás, ni siquiera el mismo muchacho
podía aceptar que su padre era un consumado borracho. Eso pensó el buen hombre
que vio alejarse al muchacho con vida y por última vez.
Rony, sentía que la cabeza le iba a estallar de un
momento a otro. Tanta era su cólera que apenas se vio libre de la mirada de don
Roque agitó el puño a la oscuridad de la noche y emitió una de las más antiguas
expresiones ofensivas:
—¡Viejo, cabrón hijo de puta!
Y siguió un buen rato gritando palabras más o menos
con el mismo significado dirigiéndoselas a su progenitor. Si no las decía
sentía que iba a explotar su cabeza de un momento a otro. Y siguió caminando
ahora con mayor brío, casi corriendo y sin saber a dónde. Por su cabeza corrían
imágenes de su padre bebiéndose el dinero que semana a semana él creía ir
acumulando para la compra de su IPhone 6, pero además, el muy… invitaba a un
montón de borrachos semejantes a él sin ninguna contemplación. ¿Y después,
cuando un hijo mataba a un padre se juzgaba al hijo y no al padre?
Se mordió los labios con furia. Apretó los puños
hasta que las uñas le hicieron sangrar las palmas de las manos. Tanta era su
cólera que si en ese momento hubiera tenido a su padre enfrente lo hubiera
estrangulado con aquella fuerza inusitada y…
Por el rabillo del ojo, justo cuando alcanzaba la
altura de aquella casa llamada La Casona, le pareció percibir un movimiento
como de un objeto blanco desplazándose a gran velocidad por entre el césped. No
le prestó mucha atención, y quizás si lo hubiera hecho eso hubiera hecho la
diferencia.
***
El Tulpa, en efecto, era aquel animal blanco
deslizándose a toda velocidad por sobre la hierba. Había captado el olor desde
la lejanía y allí estaba su poseedor. Era deliciosa la furia de las personas.
Sazonaba la sangre de tal forma que le daba un sabor entre dulzón y ácido, una
delicia para cualquier chupasangre que se dignara de serlo.
Llegó a unos veinte metros y saliendo a la
carretera, justo detrás de él, se lanzó con aún más ahínco. Saltó tomando
impulso cuando estaba a unos cinco metros de él y cayó sobre su cuello como
había caído sobre la vaca allá atrás.
—¡¿Qué?! –fue la única palabra que emitió Rony
Maradiaga al sentir sobre sus hombros el peso exagerado de algo cayendo allí.
Trató de resistirse, pero, el peso era demasiado y
además algo, como varías agujas extremadamente calientes y ardientes se
clavaron en su cuello, por detrás. Se dobló por el peso y por el dolor. Y
mientras caía al suelo intentó llevarse ambas manos hacia el lugar atacado,
pero apenas llevaba la mitad del recorrido cuando chocó contra el suelo y la
vida le abandonó para siempre.
Por la cabeza de Rony, al momento de emitir su
último pensamiento, cruzaban imágenes confusas del rostro de su padre. Aún lo
odiaba con todo su corazón, pero, trataba de que por lo menos una imagen fuera
agradable. No logró llegar a dicha imagen. En menos de cinco segundos, después
de ser mordido, estaba muerto.
El tulpa hundió sus dientes con fuerza, hasta que
chocaron contra los huesos de las columna vertebral del muchacho y los dientes
más largos extendieron el tubito redondo y comenzaron a chupar con fuerza
depositando, directamente, la caliente sangre en el fondo de un estómago que
parecía no tener fondo. Como había sucedido con la vaca, el líquido, a gran
velocidad pasó del cuerpo caído al organismo de la criatura.
Cinco minutos después, porque en esta ocasión quería
disfrutar el delicioso sabor de la cólera, la sorbió en algunos intervalos con
bastante lentitud, quedaba un simple cuerpo, tirado sobre la tierra blanca, tan
rígido como dicen que están todas las momias habidas y por haber en la tierra.
El Tulpa olió de nuevo el aire buscando, entre el
olor a la pólvora, más sangre deliciosa como aquella. Porque tenía hambre,
mucha más hambre y no descansaría hasta saciar su sed de décadas en la
oscuridad.
Después de unos largos minutos de separar olores
por fin encontró lo que buscaba. Miró hacía el norte, por entre los cerros y
descubrió, con su mirada proyectada sobre la distancia, la sabrosa cantidad de
treinta y tres personas reunidas alrededor de una fogata a la luz de la noche
de navidad. El olor, de todos ellos era de alcohol, drogas y sexo. Toda una
orgía para su delicioso paladar.
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