XXIV
“¿Puedo visitarte?” le había preguntado a su amiga
por teléfono apenas diez minutos después de haber tenido la idea.
“Oh, amiga. Claro. He guardado un poco de rompopo
para que lo bebiéramos juntas. Vente en este momento”
No le había comunicado el motivo de aquella
repentina visita, pero estaba segura que no tendría ningún reparo al respecto.
Su intención era muy sencilla: iba a pedirle que la hipnotizara. Siempre se
había negado a dejar que lo hiciera, porque lo consideraba innecesario. Según
su propio criterio la hipnosis sólo era necesaria para aquellas personas que
mostraban problemas agudos como por ejemplo los alterados, los maniacos y hasta
los depresivos. Haberle pedido a Anamaría que se dejara hipnotizar sólo había
sido una forma de aliviar en su amiga esas profundas inquietudes que volaban en
su espíritu.
“Si se hipnotiza —había pensado en su fuero interno—
por lo menos comprenderá las razones por las cuales tiene esas inquietudes”
Inquietudes esa había sido su motivación. Pero ahora que su alma estaba atormentada por
el cáliz que parecía le iba a tocar beber se sentía inquieta, dudosa,
emocionalmente alterada. Necesitaba saber. Saber el motivo de su sacrificio
tardío ante los motivos que fueran.
Así, pues, había tomado la cámara y sus cables y
metiéndolos en sus propias fundas los había guardado y ahora, mientras se
desplazaba hacia la casa de su amiga terapeuta, descansaban en la parte
posterior del Mercedes de su esposo. Cuando José Ángel se acercó solícito a
ayudarla y hasta conducirla ella le había rechazado con firmeza:
“Esto es algo personal. Ya regreso”
Él, gracias a Dios, no había insistido y la había
dejado marchar.
Llegó a casa de su amiga. Su amiga vivía a unos
cuatro kilómetros de Tegucigalpa en una comunidad llamada Santa Lucía. La noche
comenzaba a caer sobre las cosas del mundo terrenal y tuvo que encender los
faroles del automóvil para poder mirar la calle. Además, como había sucedido en
casa de Oliver, caía una fina lluvia helada que movida por la suave brisa
parecía crear un velo móvil ante los conos de luz del automóvil.
—Bienvenida —le dijo Gwendolyne en la puerta de su
casa.
La casa estaba a unos pocos metros de la entrada
del pueblo por lo cual la convertía en la primera casa del lugar. Se entraba a
dicho edificio, con el automóvil por una especie de redondel de tierra color
naranja vieja. Y cuando llovía, dicha tierra se ponía algo lisa. En aquel
momento, y porque la lluvia era menuda no tuvo dificultades en colocar el
Mercedes detrás de la camioneta de su amiga.
Al ver el equipo de filmación en los hombros de su
amiga, la terapeuta comprendió de un solo la intención de su amiga. Le ayudó
con él y la invitó a entrar a la acogedora salita donde una chimenea bastante
común ardía chisporroteando de vez en cuando.
—¿Puedes hipnotizarme? —le dijo apenas se hubo
sentado.
Gwendolyne miró su reloj y Laura María temió que su
amiga tuviera algún compromiso pendiente. Y así era. Pero la mujer le dijo:
—¿Cuál es el objetivo de la hipnosis? ¿Qué quieres
averiguar?
—Mis vidas pasadas. Quiero saber cuál es el
objetivo de mi vida en esta encarnación —dijo sin dudar en ninguna palabra
Laura.
Gwendolyne volvió a mirar su reloj de pulsera y
dijo:
—Tengo un compromiso dentro de media hora… creo
que.
Sonó el teléfono que estaba justo a su lado.
—Disculpa —dijo al tomar el auricular negro con
elegancia como le parecía a Laura que su amiga hacia todas las cosas.
Mientras su amiga hablaba en su idioma natal, el
cual no conocía más que un par de palabras, ella se dedicó a considerar la
cuestión. Quizás se había puesto demasiado rápido en camino. Quizás debería de
haber…
—El compromiso —la interrumpió su amiga— que tenía
ha quedado suspendido hasta nueva orden.
Laura María quien conocía acerca del destino de las
cosas, sonrió con algo de tristeza. Allí se estaban moviendo ese tipo de
fuerzas invisibles que todo lo van acomodando a su conveniencia.
—¿Puedes, entonces? —dijo sin poder controlar sus
palabras.
—Claro que sí. Sólo déjame ponerme un poco cómoda.
Ponerse un poco cómoda significaba quitarse la
falda de color caqui y la blusa blanca de mangas largas y los collares de
perlas blancas que rodeaban su cuello. Laura la vio ponerse en pie y perderse
por la puerta, sabía, llevaba a su dormitorio.
—Puedes colocar la cámara donde más te plazca —le
anunció la mujer desde el dormitorio—, en el estudio.
El estudio era una habitación tan parecida a la suya, y en la cual había estado
tantas veces que no necesitaba instrucciones para llegar a ella. Se puso en pie
y fue hacia ella. En ella estaba el típico sillón del especialista con su
respaldo alto y cómodo frente al cual una tumbona de aspecto también muy
relajante y de color blanco descansaba. La oscuridad reinante se disipó al caer
sobre ella el cono suave de luz amarilla que una lámpara esquinera y alta
arrojó en el lugar. Era el tipo de luz, según su amiga, adecuada para aquel
tipo de actividades. Miró la esquina opuesta a la lámpara. En ella se
estableció poniendo la cámara en el ángulo que consideró el adecuado para
captar todas las incidencias.
Toda la habitación, sus colores opacos, los olores
del cuero de los forros de los muebles, la luz mortecina, invitaban al sopor.
Allí, además de aquellos tres muebles: la tumbona, el sillón y la lámpara, no
había nada más. Encendió la cámara después de colocarla sobre el trípode y
conectarla a la electricidad. Enfocó directamente la tumbona. Tal como había
hecho en su propia casa con la grabación de Anamaría, enfocó directamente el
lugar donde estaba la tumbona y el sillón del terapeuta. Todo estaba listo.
Se tendió sobre la tumbona mirando hacia la cámara.
Ella no se veía aún, pero la imagen que mostraba la pantallita LCD era de un
profundo pánico. Tenía miedo.
***
—…ahora vas a mirar ese espejo y decirme todo lo
que ves.
Caer en trance y encontrar su vida anterior fue muy
fácil, como pensaría más adelante, lo difícil fue comprender algunas imágenes
iniciales.
“Morí en la indigencia y loco —concluía aquella vida previa—. Nunca nadie me juzgó por el crimen cometido
en la persona de mi esposa. Los hombres de aquellas épocas, apoyados por la
religión, avalaban la muerte de la mujer, por manos de su marido, cuando eran
encontradas cometiendo adulterio. Yo la había asesinado, pero nunca me pude
arrancar el amor profundo que por ella sentía.”
Esta vida, y ella lo recordaba aún muy bien, había
sido un destello fugaz cuando en 1971, intentara cortarse las venas. En ella
era un hombre hindú que después de descubrir y asesinar a su esposa adultera
había vagado durante todo el resto de su vida por los más desoladores parajes
de su tierra y de su alma hasta encontrar la muerte presa de la locura y del
hambre. En dicha reencarnación, en el momento de la muerte, había visto el
rostro de Krishna mirándolo con ojos acusadores. Según él, su dios, nunca le
había perdonado.
Viajando más atrás, una vida antes de aquella vida,
su existencia había transcurrido en medio del caluroso desierto del África
central. No recordaba el país, pero poco importaba. Había muerto siendo apenas
una niña. Un grupo de guerreros de otra tribu arrasaba su aldea y después de
violar a su madre, ante sus propios ojos, ella misma era víctima de tal acción
por parte de varios hombres. Moría degollada por un puñal. Esta vida había sido
muy breve.
Todo iba quedando guardado en la cámara filmadora.
Retrocedió un poco más y se encontró ahogándose,
encarnada en un viejo pirata de un ojo putrefacto. En aquella vida había
llevado una vida licenciosa y mal intencionada. Un asesino, violador de niños y
sin piedad por ningún valor humano. Al final, la naturaleza del mar, mientras
huía de la justicia humana, lo arrastraba hacia su destino. Había muerto de
cuarenta años, pero aparentaba casi setenta.
Reconoció, en todas estas vidas, las mismas
sensaciones reunidas en un solo instante cuando a la edad de los veinte años se
llevar una hoja de afeitar a las venas. Eran vidas ya conocidas, pero olvidadas
por el paso de los años. Ahora las volvía a recordar.
Revivió su vida como hechicera indígena en el
momento de la llegada de los conquistadores españoles sobre tierra americana.
En esa vida, su muerte, provocada por las drogas alucinógenas en el interior de
una cueva le conmovió más que las anteriores porque había sido algo sin sentido
y motivado por el vivo miedo a sufrir la muerte a manos de aquellos criminales
blancos.
Fue en su vida anterior en la cual comprendió el significado
de su verdadera misión sobre la tierra.
“Vayan y cierren esa puerta. No importa el tiempo que se tarden. Cierren
esa puerta o la especie dejará de trascender”
Esa había sido la orden del ser superior.
Ella y otro ser eran el pegamento, la voz, la fórmula para cerrar la puerta
abierta. Había bloques de comprensión al respecto en su mente, pero le era
difícil describirlos con las inútiles palabras.
—Debemos, cerrar la puerta que abrieron los seres del otro infinito. Somos
Aniel y yo…
—¿Cuál es tu nombre en ese momento?
—…no se puede pronunciar con esta garganta, pero suena a Rumsa. Sí, me
llamo Rumsa.
—¿Dónde viven y porque les han encomendado esa misión?
—… vivimos en todo, somos parte del todo universal. Nos ha mandado a
nosotros porque el ser superior ha visto en nosotros algo especial. Somos.
Somos almas afines.
—¿Y qué hacen para cumplir su misión?
—Bajamos a la tierra y nos encarnamos en seres de esa época. Yo soy una
indígena. Nací en una tribu cerca de lo que hoy se conoce como La Mosquitia y
Aniel en… en lo que ahora le dicen Machu Pichu. Nos hemos dividido para buscar
la puerta abierta. Sólo sabemos que está abierta, pero no dónde. Ellos, los
seres del otro infinito, han ocultado el lugar. Debemos encontrarlo para
cerrarlo. Está cerca, podemos, casi sentirlo. Está cerca. Es una puerta pequeña
aún, pero con el paso de los siglos irá creciendo hasta dejar pasar a los seres
de aquel sitio y entonces todo se detendrá. El proceso normal de evolución de
los seres humanos, se detendrá y al final será un fracaso. Sí, un completo
fracaso.
—Sí pudieras darme una fecha de cuándo ocurrió esto. ¿Cuándo te encarnaste
en la indígena de lo que ahora se conoce como La Mosquitia?
—No hay tiempo en el tiempo, pero… fue cuando los del otro continente,
llegaron a este… fueron los del otro infinito los que movieron los ejes para
que ellos avanzaran en la comprensión total del mundo… otros, antes que ellos,
que los seres del otro infinito abrieran la puerta, ya habían llegado, pero se
habían marchado por el miedo de la soledad.
—¿Todo esto ocurrió en 1492?
En la imagen de la cámara, el rostro de Laura
María, se contrajo un poco y aparentó una edad muy, muy joven, como si quisiera
transformarse en esa otra persona de la cual contaba.
—…en ese tiempo —dijo sin decir si sí o no—. En ese tiempo la puerta se
abrió y nos enviaron a cerrarla, pero… algo nos detuvo. Algo cayó sobre
nosotros y se nos olvidó. Ya no fuimos conscientes de nada. Aniel se olvidó de
la misión, yo me olvidé de la misión. Algo nos impidió cumplir la misión. Se
nos olvidó.
—¿Sabes dónde está Aniel ahora?
Un silencio prolongado.
—Sí. Ha recordado y me espera. Pero yo no puedo acudir a él con este
cuerpo…
En la cámara de grabación, las facciones de la
doctora Gwendolyne, que quería encontrarle un sentido lógico a todo aquello,
mostraban una gran concentración y preocupación. Trató de buscar más elementos,
pero no encontraba un asidero sólido.
—¿Puedes ir más atrás? ¿Buscar otro espejo? —le dijo con firmeza.
—Los espejos más allá de estos, son más profundos y no te incumben —le dijo
Laura María con una voz que, a ella, por primera vez en su vida de
hipnoterapista— le pareció de una fuerza autoritaria total.
—¿Por qué no puedes acudir a él con este cuerpo? —retomó las preguntas
utilizando las palabras previas a aquellas.
—Es muy pesado. La puerta está en un plano distinto a este. Sólo en el
cuerpo primigenio se puede comprender el mundo primigenio.
La doctora Gwendolyne Hunt, que cuando no
comprendía algo trataba de buscarle un asidero lógico y dejarse llevar por ese
imaginario, no encontraba ahora de dónde agarrarse para continuar decidió sacar
del trance a su amiga. Ella le había dicho que lo que pretendía era descubrir
el objetivo de su vida actual. Con todo lo encontrado, aunque para ella no
tenía mucho sentido, seguramente ya lo había encontrado.
—Vamos a regresar a este lugar ahora —dijo con su voz de autoridad.
—Gracias por todo —dijo su amiga en aquella voz que pretendía ser un ser de
otras dimensiones—, por seres como el tuyo es que la luz siempre vence a la
oscuridad.
Gwendolyne se quedó un poco pasmada por aquella
aseveración. Por alguna razón parecía independiente de su influencia normal de
hipnotista. Tragó saliva y continuó tratando de que su voz sonara lo más normal
posible.
—Gracias a ti por decirlo —le dijo—. Vamos a subir
las gradas y volver aquí… uno.
***
“El cuerpo sólo es un traje”
En algún lugar había escuchado aquello y ahora le
parecía tan real. Quizás las personas decían muchas verdades de ese tipo sin
proponérselo siquiera, o lo peor aún, sin creerlo en un plano de verdad
profundo.
Laura María Fernández Arita, le dio las gracias a
su amiga, un abrazo muy fuerte y cuando el reloj del mundo daba exactamente las
diez de la noche y tres minutos abandonó aquella casa. Su amiga insistió en ayudarle,
con un paraguas, pues se había soltado una lluvia bastante gruesa.
El terreno estaba bastante liso y cuando salió a la
calle pavimentada experimentó un derrape bastante molesto sobre el suelo. Las
ruedas estaban bañadas en barro liso de aquel que había enfrente de la casa de
su amiga. No le puso atención a este detalle. Su objetivo era llegar a la casa,
disponer todo para la partida, e irse.
Pero la vida y la muerte de los humanos no depende,
aun con dos hojas de afeitar en las manos, de sus decisiones.
Llevaba menos de medio kilómetro recorrido debajo
de aquella pertinaz lluvia cuando, por los agentes del destino puestos en aquel
resbaladizo barro, las ruedas delanteras se negaron a frenar en una curva
bastante cerrada y en declive. El Mercedes se deslizó a una velocidad
aproximada de sesenta kilómetros por hora saliéndose del pavimento y buscando
el paredón.
El golpe del vehículo sobre el muro natural no fue
lo que mató a Laura María. No, fue el hecho de no llevar puesto el cinturón de
seguridad. Ese detallito. Había salido de casa de su amiga, tan concentrada en
lo que acababa de averiguar que no se acordó de ese gesto tan maquinal y casi
inadvertido de ponerse el cinturón de seguridad.
Al chocar contra el paredón, la trompa del viejo
vehículo tronó con potencia como si un trueno lejano se hubiera desatado fuera
de temporada.
BONK
El pecho de la mujer fue a estrellarse contra un
volante demasiado viejo el cual la recibió quebrándose a lo largo de su
circular circunvalación y dejando que el hierro central se estrellara con
violencia justo en el centro.
La autopsia posterior revelaría que la caja
torácica se había reventado ante el impacto y con las costillas sin el sostén
central del esternón se habían abierto empujando la piel hacia afuera mientras
aquel se hundía con toda su fuerza contra el órgano que debía de proteger: el
corazón. El corazón fue aplastado por el hierro del timón empujado y oprimido
contra la columna vertebral.
La muerte le sobrevino —escribiría el forense— por un golpe violento contra
el músculo cardiaco”
En otras palabras, Laura María Fernández Arita, de
65 años de edad, había muerto por un paro cardiaco provocado por un golpe
fuerte en el corazón.
Apenas habían pasado tres minutos, a esa hora el
tráfico a las diez de la noche se ha reducido casi en su totalidad, cuando fue
descubierto el accidente por una familia que iba hacia Valle de Ángeles, el
pueblo más allá de Santa Lucía.
La Cruz Roja, y la policía llegaron al lugar
treinta minutos después. Para entonces, la mujer llevaba más de media hora
muerta.
Desde el cielo, como delgados deditos de plata, la
lluvia había regresado a su anterior menudencia. Caía, ahora con suavidad sin
llegar a empapar ni calar los huesos. Su objetivo del momento había sido
cumplido.
***
Dicen que morir es menos doloroso que nacer. Puede
ser verdad. Al nacer se viene de un lugar cálido, agradable y estrecho. Nadie
querría abandonar un lugar así. Pero al morir, se abandona un sitio donde los
espacios son muy grandes, donde nos sentimos solos, abandonados y obligados a
aprender a respirar un aire ajeno al materno. Nacer duele, morir es volver a la
fuente real del espíritu.
Laura María, como atraída por un inmenso imán, al
desprenderse de su cuerpo material, fue consciente de todo aquello. Flotó
durante unos segundos, medidos en tiempo, sobre su propio cuerpo, consciente,
de repente, de que el miedo a la muerte no es más que un miedo mental. Se está
tan aferrado a lo material que no se quiere uno soltar de ello. Miró su cuerpo
y bajó hasta las profundidades de la tierra. Ese algo eterno la atraía.
Por su mente no pasaron esas ideas comunes de
infierno o de cielo. Durante toda su vida, algo le había dicho, que eso no eran
más que invenciones mentales. Ideas metidas en la cabeza que con el tiempo se
volvían creencias, creencias que se volvían limitaciones, limitaciones
transformados en miedos. Simplemente se dejó atraer hacia el fondo de la
tierra. Recordaba algo acerca del lugar y después de tantos años era agradable,
por fin, regresar.
Llegó a la cueva aquella. A la misma cueva de sus
veinte años físicos y como había sucedido durante el trance hipnótico, comenzó
a recordar su origen y el motivo por el cual había sido enviada a la tierra.
Ahora no había oscuridad, podía verlo todo.
Sentirlo todo. Miró hacia los dos lados y de inmediato percibió la presencia de
Aniel. Aniel la esperaba. Y como debe ser un pensamiento de veloz, no tuvo que
viajar, simplemente pestañeó, si es que los espíritus pueden pestañear, y se
encontró en el sitio donde estaba su compañero de aventura. Recordó, eso, que
los espíritus no tienen sexo. Simplemente son.
—Hola —saludó Aniel mediante un bloque de conocimiento, sin palabras.
—Hola —respondió el con otro.
—Siempre estuvo aquí. Pero estábamos centrados en el mundo material y no lo
podíamos ver. Siempre estuvo aquí. Y tú, lo descubriste.
—Sí. Ahora lo sé. Y lo entiendo. Pero fue tu propia creación, el tulpa, tu
parte de energía, quien me atrajo hacia aquí. De alguna manera, él nos buscaba
a ambos para volvernos a unir.
—¿Estás listo?
—Siempre lo he estado.
Aniel, quien en vida fuera llamado Anamaría, Azucena y otros nombres de
trajes de carne más, miró hacia donde dormía la criatura. La criatura se puso
en pie y como un perro se acercó a ellos.
—Vamos —le dijo.
El tulpa asintió y en sus ojos rojos de un parecido tan humano como los
pueden ser los de los animales, las siguió. Él era rápido, pero no tanto como
ellas.
—Hay un guardián —le comunicó Aniel a Rumsa (Laura).
—¿Un guardián?
—Sí. Los del límite del infinito lograron dominar, volver loco a aquel
hombre que asesinara a su esposa, y lo trajeron acá. Aquí está. Está enfrente
de la grieta. Es una simple puerta material para ellos. Les sirve de vigía, de
alarma. Si alguien se acerca, él les avisa. Debemos acercarnos con cuidado.
—Entendido.
***
Cuando habitaba entre los humanos, su nombre había sido Hugh Montalvo. No
recordaba nada de eso. En su mente no había ni la más mínima gota de aquel
pasado reciente. Él sólo estaba allí como un vigilante. No sentía ni siquiera
hambre, ni sed. Su cuerpo escuálido hasta el extremo se alimentaba de la
energía que por medio de aquel hueco abierto en uno de los costados de la pared
de la cueva se filtraba hasta su interior. Su misión era sencilla: vigilar.
Mirar, observar y comunicar mediante el pensamiento cualquier intruso aparente.
Ellos, los del otro lado, se estaba preparando para entrar en cualquier
momento.
“Observa, nosotros estamos alerta” esa era la consigna.
La grieta no era más que una simple vena de unos cinco centímetros de
gruesa, que descendía en zigzag desde lo más alto del techo a unos cinco metros
del suelo. En la oscuridad, con nuestros ojos humanos, no hubiéramos podido ver
absolutamente nada, pero con los del espíritu, era posible. Era de un verde
fosforescente parecido al de las luciérnagas.
Eso era lo que él debía cuidar con celo.
Miraba, observaba. Ya llevaba muchos días allí, pero él no lo sabía. Para
él, para lo que un día fue un ser humano con hijos, esposa y trabajo, ya no
había absolutamente nada. Observaba. Vigilaba.
***
—Allí está —dijo Aniel señalando con el pensamiento hacia un punto lejano.
Se detuvieron a observar. A planificar el asalto. Su misión.
El tulpa, como un perro fiel, miraba a su creadora con ansiedad.
—Tranquilo— le dijo Aniel—. Pronto.
El tulpa se sentó sobre su cuartos traseros como lo haría un perro al
escuchar la voz de su amo. Esperó.
—Debemos acercarnos por sorpresa. Caer sobre él y luego fundirnos con la
entrada —dijo Aniel.
Rumsa (Laura), lo miraba y calculaba o pensaba algún plan específico.
—¿Entonces es el final? —le preguntó a su compañero de aventura.
—Es transitorio —dijo Aniel quien parecía recordar más que él—. Volveremos
en otro nivel superior.
—Lo haremos —confirmó Rumsa.
Esperaron unos minutos más antes del ataque final.
—Él —señaló Aniel al tulpa— irá primero. Será el foco distractor. Lo hará
de tal manera que cuando menos se lo esperen, mientras ellos ponen su atención
en él, nosotros nos adheriremos a la grieta.
Rumsa entendió. Asintió y de inmediato se pusieron en marcha.
***
Lo que un día fuera Hugh Montalvo volvió la cabeza lentamente al ver
acercarse, a unos cien metros, a la criatura.
“Atención” —gritó su mente.
Del otro lado, mucho más allá de aquella especie de grieta adherida a un
costado, en un sitio real y material más allá de millones y millones y millones
de kilómetros en la distancia, los seres de la oscuridad se agitaron inquietos.
Una alerta. Alguien, o algo, venía hacia su recién descubierto punto flaco en
la estructura del universo.
Miraron al ser que se acercaba. Era una especie de animal. Blanco y
alargado. Parecía un simple perro, pero estaba hecho de una materia especial.
Una materia conocida y ansiada por ellos. De energía blanca y pura.
“Atácalo” escuchó la orden como escuchaba todas las órdenes desde su puesto
de vigía: con prontitud. Y como un verdadero servil sirviente.
Hugh Montalvo, a pesar de su esquelético cuerpo, aún era muy ágil y
moviendo sus miembros debajo de una vestimenta en harapos corrió hacia el
tulpa. El tulpa lo vio venir y sin amilanarse emprendió hacia él. Se
encontraron, como se encontrarían los antiguos griegos en medio del campo de
batalla y chocaron. El tulpa saltó sobre su rostro y buscó, con ansiedad su
punto favorito de alimentación: detrás del cuello. Pero Hugh, alimentado por
fuerzas que están más allá de la comprensión humana, lo tomó por el cuello con
sus dos manos que se habían convertido en garras de acero.
—¡Ahora! —exclamó Aniel.
Ambos, con la velocidad del pensamiento, llegaron hasta la grieta y como si
de dos lapas se tratara se pegaron a ella. De inmediato sus cuerpos de luz se
fueron difuminando, mezclándose con la pared, absorbiendo ese diminuto espacio
por donde, se habían filtrado algunos elementos de la oscuridad. La grieta
comenzó a cerrarse.
—Nos vemos del otro lado —le comunicó Rumsa a Aniel.
Éste guiñó un imaginario ojo y levantó una mano en signo de adiós.
Algo de todo aquello, pasó por la mente de los del otro lado, cuando como
una centella vieron pasar las dos luces en el lugar justo donde se llevaba a
cabo la pelea.
El tulpa, tomado por las dos garras de aquello que un día había sido
hombre, del cuello comenzó a fenecer. Pero no fue eso lo que lo hizo abandonar
aquel cuerpo temporal. Fue la fuerza que lo atrajo a la grieta. Su creadora se
fundía a aquel lugar y él no iba a quedarse allí, observando como un idiota. De
inmediato se fundió con su ama. Fue algo tan sencillo como lo son los fenómenos
del universo. Como una gota cayendo en el mar.
Los del lado oscuro del infinito se volvieron demasiado tarde. La grieta
que habían cuidado tanto, como una cortina que se cierra después de una obra de
teatro, acababa de cerrar su último punto.
“Nooooooooooooooo”
El alarido sonó en las concavidades de la extensa caverna.
Hugh Montalvo, al ser abandonado por aquel espíritu, cayó de rodillas, con
el cuerpo vacío, aún del tulpa entre las manos. Los dos trajes vacíos cayeron
de inmediato al suelo y no fueron testigos de las paredes cayendo con grandes
estruendos sobre toda la extensión de la gran caverna.
***
Jorge Miranda estaba mirando el noticiero de las
diez de la noche, ya casi por la mitad del mismo cuando, comenzó a sentir que
el sillón sobre el cual casi se quedaba dormido comenzaba a moverse.
—¡Dios! —exclamó despertándose de un tirón.
Todos los objetos a su alrededor: jarrones,
cuadros, libros… comenzaron a caerse de sus sitios.
“Terremoto” pensó de inmediato. Y como quien activa
sus más íntimos instintos de supervivencia, corrió hacia la puerta de salida de
la salita. Una de las principales reglas de los terremotos o temblores de
tierra es salirse, si se puede, de los edificios y ubicarse lo más lejos a
campo abierto.
Miró, con ojos desorbitados, y el corazón
latiéndole a mil, como los objetos de la sala principal y de la cocina, también
caían al suelo causando un estropicio terrible. Las cacerolas sonaban y luego
brincaban de sus sitios habituales para irse a estrellar con estrepito sobre la
moqueta de la barra. Las alacenas, empujadas por sus contenidos, caían sobre el
lavavajillas, la estufa. La refrigeradora parecía una danzante loca que se
había acordado, de repente, cuál era su misión en la vida: danzar. Se movía de
un lado a otro en su rincón y de repente cayó con gran estrépito sobre el
suelo.
BONG
Jorge, tratando de agarrarse a algo estable, algo
imposible, miró hacia el techo. Las lámparas de araña que tanto apreciaba su
esposa, se movían de un lado hacia otro como esas sillas voladoras de las
ferias ambulantes.
—¡Oh, Dios! —volvió a exclamar.
Arriba, en el piso de arriba, algo similar debía de
estar sucediendo, porque se escuchaba un gran estrépito. No pensó en un objeto
en especial sino en la gran cantidad de libros sobre los estantes.
Alcanzó la puerta de la salida, como un beodo
alcanzaría la puerta del lavabo antes de echar el interior de su estómago.
Abrió la temblorosa puerta y no estuvo seguro de quién era el que en realidad
temblaba. Salió al exterior y cuando alcanzó la grama que había justo enfrente
de la entrada todo cesó.
Se detuvo, temblando y con el corazón en un puño.
En su huida de la casa temblona se había olvidado
que en el interior había otras personas. Estaba la cocinera y la muchacha del
aseo. Las buscó con ansiedad con la mirada con la ayuda de unas luces
temblorosas que parecían aún seguir recibiendo las vibraciones de la tierra.
Iba a emprender el regreso a la casa, en busca de
las dos mujeres, cuando escuchó una voz a su derecha.
—¡Don Jorge!
Miró hacia allá. Era la cocinera que estaba apoyada
contra una columna del quiosco y junto a ella estaba la muchacha de la
limpieza.
—Gracias, Dios —dijo.
Y como si le faltara algo. Algo importante recordó
a Laura María. Siempre cuando la recordaba no podía apartar de su mente aquella
imagen de la muchacha que un día le diera el sí ante el altar.
“Ojalá que esté bien” pensó.
Buscó en el fondo del bolsillo de su pantalón el
celular. Lo encontró felicitándose por esa previsión. Era una costumbre
bastante buena, según uno de sus hijos, porque le podía salvar algún día la
vida.
La noche era límpida. La brisa menuda había cesado
y había dejado sobre todo ese aspecto húmedo y nuevo en las cosas. El techado
de la casa brillaba y las luces parecían haberse calmado. Un aire fresco
soplaba con agradables caricias.
Jorge marcó el número de Laura María, el cual para
tenerlo siempre en primer lugar había añadido una A en el orden alfabético de
su móvil. ALaura, se llamaba en la pantalla.
Esperó impaciente. Esperaba, con todo su corazón
que su esposa estuviera bien.
Escuchó el tono, una, dos, tres, cuatro, cinco y ya
iba a abandonar las esperanzas cuando escuchó que se abría la comunicación del
otro lado.
—¡Amor! —dijo con ansiedad.
—¡Aló!
Aquella era la voz de un hombre.
—¿Laura? —preguntó con ansiedad, diciéndose que
todo estaba bien que quizás sus oídos le habían engañado.
—¿Es usted familiar de la señora Laura María
Fernández? —preguntó la voz.
—Es… es mi esposa —dijo abandonando la esperanza.
—Lo siento, señor… su esposa…
Jorge
Miranda, escuchó la primera parte de aquellas palabras. El teléfono se le
resbaló de las manos y él cayó de rodillas sintiendo que se le clavaba en el
fondo del alma un puñal. Cuando comprendió lo que a su esposa le acababa de
suceder, no pudo evitar recordar la primera vez que la había visto.
Él, por entonces, tenía diez años, y ella seis.
Unos niños más grandes que ella, en pleno recreo, en el patio de una escuela
primaria que ahora debía de estar derribada, la estaban molestando. Y él, en
realidad porque su hermanita menor estaba cerca de aquellos bravucones, se
había acercado y enfrentado a ellos. La niña de cabello color miel, la compañera
de su hermanita, se había vuelto hacia él y con ojos llorosos le había robado
el corazón.
miércoles, 23 de diciembre de
2015
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