martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 11



XI

Ninguno de los dos murió, pero si perdieron mucha sangre antes de que una ambulancia con varios socorristas se aprestara al lugar. Para entonces, los militares que le prometiera el oficial a Oliver se habían presentado y habían acordonado la zona.
Las personas curiosas y los implacables periodistas se aprestaron al lugar. Al final, aquello más que un pueblo parecía una zona de guerra. Castro se acercó a su amigo y echándole una mirada rápida le dijo:
—Vas a sobrevivir, viejo. Eso solo es una clavícula destrozada.
Cuando le dijo esto el detective iba sobre una camilla y con una bolsa de suero conectado al brazo izquierdo.
—Dile a Paola que estaré de regreso en casa –le dijo.
—Claro que sí –le dijo su amigo con una enorme sonrisa— y lleva a don Carlos a su casa sin hacer mucho ruido ¿Está bien?
—Claro que sí. Ahora mismo lo tengo metido en mi hermoso auto. Está tranquilo y sólo quiere llegar a su casa.
—O has algo mejor. Llama a Carlos Miranda y dile que venga por él. El viaje en tu vieja cafetera no le hará ningún bien.
—Ok, jefe. Pero él se lo pierde.
Oliver que estaba sedado cerró los ojos y repitió lo que dijera apenas lo viera acercársele:
—No te olvides de decirle a Paola que estaré en casa por la tarde.
—No hay problema, jefe –y como si lo que seguía fuera de vital importancia añadió—. Hicimos un excelente trabajo, jefe.
—Eso espero.
El socorrista hizo a un lado a Castro y con la ayuda de otro metieron en el fondo de la ambulancia su maltrecho cuerpo.
Del interior de la iglesia ya iban sacando el otro cuerpo. Wilmer Paz había sido recogido por un enfermero de los militares y ahora reposaba sobre una camilla de color verde y una aguja conectada al brazo. Iba inconsciente, pero respirando profundamente. Lo metieron en la parte trasera de un comando ayudado por varias manos militares. De allí iba directo al hospital militar, como les informó un oficial a los periodistas, y de allí, cuando se recuperara, de regreso a las celdas de la Penitenciaría Central.
La familia Rodríguez Cerrato, mucho antes de que llegaran las ambulancias había emprendido las de Villa Diego. En verdadero shock y aun experimentando esa sensación de que todo aquello parecía un sueño, se mantuvieron en silencio hasta salir a la carretera pavimentada. Allí, doña María dijo una frase que les pareció, a todos la más adecuada: Que Dios nos proteja de un sitio como ese.

***

Carlos Alberto que recibió la llamada de Castro informándole que fuera por su suegro, o lo que fuera, salió corriendo hacia uno de los vehículos de la compañía: una Hilux 4X4 verde botella, doble cabina y enfiló el rumbo hacia El Álamo. En el camino se puso en contacto con Anamaría:
—Hola, amor –le dijo—. Ya rescataron a tu padre, ahora mismo voy hacia el Álamo a traerlo.
—¡Oh, gracias a Dios! –exclamó la mujer del otro lado del teléfono echándose a llorar.
—Lo llevaré a casa en poco tiempo. Avísale a tu familia para que se tranquilicen.
—Ahora mismo, gracias a Dios. ¿Cómo salió todo? ¿No hubo heridos, ni…?
—Aún no sé todos los detalles, pero me pareció escuchar casi a las tres de tarde dos detonaciones.
—¡Oh, cielo santo! ¡Ojalá que no haya sucedido nada malo!
—Luego te informó. Lo importante es que ya está libre tu padre.
—Ok. Esperaré con ansias escucharlo de nuevo.
Colgó y en menos de veinte minutos estaba en la población y con don Carlos dándole un fuerte y caluroso abrazo. Allí se enteró de todo lo sucedido.
—Oh, cielos –dijo verdaderamente conmovido.
Para entonces las personas, como la marea al volver a su estado normal, se habían regresado a sus actividades normales que eran los puestos de ventas y la búsqueda de trabajo. Muy pocos turistas se atrevían a bajar a aquel pueblo pues lo consideraban algo polvoso y de mal gusto. Algo que la familia Rodríguez Cerrato había aprendido de una mala manera.
—Mi madre –dijo al fin Carlos Alberto— es cirujana, le puedo pedir que lo atienda…
—Oye –le dijo don Carlos— sería estupendo.
Y de inmediato llamó a su madre. Para hacerlo se apartó algunos pasos del auto para no ser escuchado. No le gustaba presumir de su madre y este acto era uno apto para ello.
—Hola, ma –la saludó.
—Hola, hijo ¿Cómo va lo de don Carlos?
En algún momento, Carlos Alberto le había contado a su madre todo lo referente a su nueva relación con Anamaría. La madre que no conocía de novias serias de su hijo no pareció asombrarse cuando éste le comentó que ella tenía seis años más que él.
“Tu padre –le dijo ella— es más viejo que el mundo y mira”
En realidad su esposo solo le llevaba justamente la misma cifra: seis años de diferencia.
“Si sientes algo por ella, para mí eso basta” había dicho filosóficamente la madre.
Así que ahora cada vez que él la llamaba siempre le preguntaba por ella, pero últimamente con eso del secuestro del padre de la mujer solía comenzar preguntándole acerca de eso.
—Ya está libre. Lo liberó el detective que te dije: Oliver Pavón. Pero, él salió malherido. Le dispararon en el hombro y parece que le destruyeron una clavícula.
—Oh.
—Por eso te llamaba mamá. ¿Crees que podrías atenderle tú?
Al otro lado se hizo un silencio algo prolongado y Carlos Alberto temió que su madre le hubiera colgado.
—¿En qué hospital le tienen? –preguntó al fin la mujer del otro lado.
—Según sé lo llevaron a una clínica privada.
—Averigua el nombre.
—Ok. Espera, no cuelgues. Aquí tengo a su compañero de trabajo.
De inmediato, Carlos Alberto que en el uso de los teléfonos era un experto fue donde Castro y le preguntó el nombre de la clínica. Aquel se lo dijo y de inmediato volvió con su madre:
—Ok –dijo ella con su voz de profesional que tanto recordaba él de pequeño—. Yo les llamo y de inmediato voy para allá.
Así era ella: decidida.
Y lo mejor no necesitaba tantos ruegos.
—Ya está –le informó a don Carlos—. Mi madre se hará cargo.
—Bueno –dijo Castro extendiéndole la mano a don Carlos—. Fue un placer.
—Oiga… —dijo el hombre que ya había recuperado mucho de su color habitual y parecía estar saliendo de una pesadilla poco a poco— ¿Cuánto se les debe? Yo…
—No se preocupe por eso. Ya mi jefe hablará con su hija Anamaría quien fue la que nos contrató.
—No sé cómo agradecérselos –dijo el hombre visiblemente conmovido.
—Ya nos lo agradecerá con la cuenta –dijo Castro guiñando un ojo— y cuando esté totalmente recuperado. Vaya con su familia, hombre, deben de estar comiéndose las uñas por verle.
—Sí –dijo tomando la mano ofrecida—, yo también necesito verles.
Carlos Alberto también le apretó la mano y luego le ayudó a su suegro a subir al lado del conductor. Volvió para subir a la cabina del conductor y cerrando la puerta se alejó.
—Otro buen trabajo –dijo Castro a la soledad de la tarde. Se había quedado sólo, junto a la iglesia, junto a su viejo auto—. Pero esta vez la vimos peliaguda.
Miró hacia todos lados. Allí no había más que soledad. Decidió volver a la oficina e informar a la encargada que no era más que su amiga la secretaria de todo lo ocurrido. Seguramente la mujer se pondría histérica y él tendría que calmarla. Como no.
Encendió el auto y echó a rodar hacia la salida del pueblo. Allí parecía que no había sucedido nada.

***

Eran las seis de la tarde cuando el cura de la ermita del Álamo, repuesto del gran susto que le diera la escena ocurrida en el interior del recinto sagrado se atrevió a salir de la sacristía. Se asomó al lugar convencido de que aún encontraría aquel desastre allí. Oculto en la sacristía había escuchado los dos disparos y de inmediato se había hincado a rezar y rezar como un verdadero poseso.
Ahora todo estaba tranquilo y las voces, como los sonidos, del interior del templo se habían ido apagando. Ahora sólo de vez en cuando y como en una marea que subía y bajaba llegaban voces por entre los pliegues de los muros, la puerta abierta y las ventanas que pronto debía de cerrar.
Salió por detrás del altar y se asomó al rincón donde según su sacristán había caído uno de los hombres. El otro lo había hecho a escasos dos metros de aquel.
Allí estaba el lugar, a la escasa luz de la tarde, apenas si se podían ver manchas o quizás el sacristán había limpiado en exceso ya. Aunque que él supiera aquel muchacho se había marchado apenas después de los disparos.
Más adelante, el cura, con ese asombro característico de los religiosos se enteraría que nadie había limpiado dicho charco de sangre. Y la explicación, aunque sencilla, era muy complicada y él la atribuiría durante muchísimos años a un misterio que no llegaba al nivel de un milagro, pero que se le asemejaba.
Pero cuando hablamos de sencilla hay que entender el pasado de aquel edificio. Construido en mil novecientos diez bajo la dirección de un sacerdote martirizado por la tiranía de un tirano, había sellado su origen con la sangre de un inocente que en la actualidad nadie recordaba, pero que había venido desde muy lejos bajo el signo de una misión. Después de eso, los acontecimientos de envidia, codicia y deseo de sus continuos sucesores habían hecho del lugar una especie de sitio contaminado más por los pecados del mundo que por la santidad de su origen.
La iglesia había sido remozada, apenas dos años atrás, después de un largo y lento abandono de casi cuarenta años. Los restauradores, donde habían caído los dos cuerpos habían descubierto un enorme agujero que parecía no tener un origen lógico. Era un hoyo que parecía una senda trazada por alguien o algo inteligente de pezuñas muy afiladas. Al principio habían creído que se trataba de algún animal peligroso viviendo aun en su interior, pero al meterse habían descubierto que dicha cueva no pasaba de un metro del inicio de la boca. Como si un derrumbe hubiera cubierto el resto de la madriguera.
Como buenos restauradores se decidieron por rellenar aquel hueco con tierra traída del exterior y después, sin apisonarla mucho porque no les pagaban para eso habían colocado los nuevos ladrillos hasta dejar todo tan planchadito que no parecía haber existido dicho hueco y la única diferencia que se notaba era la antigüedad de unos y de otros ladrillos.
Así, pues, el cura actual desconocía que allí, en el pasado había habido una especie de cueva que venía desde las profundidades de la tierra, pero si a Laura María Fernández Arita, la madre de Carlos Alberto, actual administrador de la mina Jonathan & Esteban, le hubieran mencionado dicho hueco de inmediato hubiera comprendido hasta donde llevaba éste.
No, no había sido el sacristán ni nadie más adjunto a la iglesia quien había hecho desaparecer el enorme charco de sangre dejado por los dos hombres. Dicha sangre, literalmente, había sido tragada por aquel espacio renovado de piso. Por entre las uniones de las losas que eran finas líneas de cemento gris, algo, desde el fondo de la tierra había absorbido con avidez el rojo líquido.
Dormido por largos años y sin poder disolverse aún, debido a la fuerza con la cual había sido alimentado al nacer su creadora había muerto hacía más de cuarenta años, pero él prevalecía. A unos cinco metros del lugar hasta el cual habían llegado los trabajadores debido al muro de tierra formado como una barrera natural, estaba descansando aquel ser nacido de la magia de la naturaleza y del deseo de venganza de una mujer muerta hacía muchos años. Su naturaleza, la del ser, era tan fuerte que había entrado en una especie de hibernación de varios años después de mil novecientos noventa, año en el cual había captado la fuerza intensa de su creadora y quiso traerla hasta su cueva y obligarla a fundirse con él. Dicho intento había terminado cuando un hombre, un humano enamorado de ella, la había obligado a alejarse de él.
Después de eso, apenas sí había tenido fuerzas para salir de su madriguera. A veces, cuando olía sangre en las inmediaciones, solía proyectar su espíritu fuera de la tierra y asustar a las personas. El miedo también era un buen alimento para su ser. Pero nunca lo era tanto como el deseo de encontrar a su creadora, o morir por ella y dejar de vagar por el mundo sin ningún sentido. Ella lo había creado para servirla, y ya sin esa misión sólo se negaba a morir.
La sangre olida desde las profundidades de la tierra le había estimulado el apetito y ahora, después de sorberla mediante las raíces de los minerales parecía sentirse un poco vivo.
El tulpa, al cual la gente le daba distintos nombres de acuerdo a su nivel de experiencia del mismo, era un ser nacido de la energía de un ser sumamente poderoso. Creado para fines benéficos suelen durar lo que su dueño quiera, pero creados para fines malévolos a veces, como en el caso de éste, aprende a absorber de la maldad del ambiente la energía y sobrevive a su creador miles de años si es que algo no lo hace desaparecer. La energía negativa, como la positiva, sobreviven, en el espacio si encuentran alimento que las haga sobrevivir. El tulpa de Azucena Landa, porque no era otro, había aprendido a sobrevivir con las fuerzas negativas de la naturaleza.
Aquel acto de maldad suscitado justo sobre su propia cabeza había despertado una vez más el cuerpo físico del ser y animado por la sangre derramada, la había atraído hacia sus arterias. Ahora, estaba despierto y olía hacia arriba. Hacia el lugar donde alguien le había dado la vida.
Con pies rápidos comenzó a escarbar la simple barrera de un simple derrumbe ocurrido ya no recordaba cuando y porque razón. Poco a poco fue echando las tierra tras de sí.
Todo lo que estaba ocurriendo debajo de su iglesia, el párroco del lugar no lo hubiera creído aunque si creía en la resurrección de los muertos y de la carne. Así pues fue a cerrar la puerta de la iglesia echando el  pasador por dentro y luego fue apagando las escasas luces que había encendido. Se metió en el interior de la sacristía y después de recoger su libro de las completas y las vísperas salió al atardecer. Tenía su automóvil justo enfrente de la puerta de salida del recinto.
Montó y se alejó por la carretera de tierra. Las luces en el pueblo y en la mina habían comenzado a encenderse.
Sí, seguramente el sacristán había limpiado aquel desastre al pie del altar. Mañana sería otro día y volvería, y si se acordaba le preguntaría.

***

Cuando Paola Melissa Rodas Euceda de 24 años, esposa de Oliver Pavón, se enteró de las heridas de su esposo, se dejó caer sobre una silla porque sentía que el mundo se le estaba acumulando en la cabeza.
—No hay de qué preocuparse –le dijo Castro con la voz muy baja porque conocía el carácter explosivo de la esposa de su jefe.
Pero Paola no había dicho nada. Sólo se sentó, bajó la cabeza ocultándola entre las manos y luego acariciándose la panza le dijo al mensajero:
—¿Puedes llevarme al hospital dónde le están operando?
—Claro que sí –dijo Castro solícito y poniéndose en pie.
—Antes –le dijo ella— me gustaría llevar mi bolsa de parto.
Días atrás, y como toda una madre primeriza previsora, con la ayuda de Oliver, había preparado una especie de bolsa de emergencia donde guardó tollas, una colcha, compresas, un bote de agua purificada. Cosas para la posible emergencia.
—¿Crees que…? –le preguntó Castro algo cohibido por la paciencia y hasta tranquilidad con la cual la mujer había aceptado el hecho que su esposo había sido herido de un balazo.
—No lo sé –dijo ella con voz cansada—, con estos sustos es posible.
Castro le ayudó con la maleta y le abrió la puerta para que saliera.
Paola al asomarse al patio vio el viejo auto del hombre y volviéndose tomó la llave de su camioneta y se la entregó.
—De todos modos vas a tener que venir a dejarme –le dijo con una medio sonrisa.
—Está bien.
Le ayudó a subir por el lado del acompañante y luego se subió al volante. Le ayudó a colocarse el cinturón y arrancó.
—¿Cómo es la herida? –preguntó apenas se pusieron en marcha la mujer.
—La bala –explicó Castro— le penetró por acá— se señaló la clavícula derecha— y salió por el hombro. Escuché a uno de los enfermeros decirle que había sido rota la clavícula, pero que no le había dañado el hombro. Era una simple fractura de clavícula.
—¿Y crees que lo vale? –preguntó al fin Paola con una voz algo cansada y casi lejana.
Castro pensó muy bien la respuesta tomándose su tiempo para contestar. Cuando al fin lo hizo afirmó:
—Sí, lo vale. Son dos vidas las que salvó con sus acciones.
—¿Dos?
Entonces, Castro le relató todo los sucedido desde el momento en el que ambos se habían acercado a la puerta y luego roto la hoja para entrar hasta el momento en el cual Gabriel caía protegiendo a una pequeña niña de cinco años. Castro, todo lo sucedido en la iglesia, no lo había presenciado pues él había llegado justo cuando los disparos habían sido ejecutados. Los escuchó al doblar la esquina aquella donde estaba la oficina de la mina del Álamo y llevaba casi en brazos a don Carlos Landa porque el hombre aún estaba débil debido a la larga permanencia de su cuerpo en aquella silla. No, no había visto nada, pero uno de los militares se lo había contado todo.
“Ese Oliver es un verdadero héroe” había concluido.
Quizás las cosas no habían sucedido tal como el soldado le había contado, porque por experiencia sabía que la gente suele cambiar algunos elementos de las historias, pero de lo que estaba seguro era de lo último: su amigo era un héroe. Porque la cantidad de personas que había ayudado en su vida eran tantas que las cuentas ya se perdían en el tiempo. A él mismo le había rescatado de un letargo de años acumulados y desidia de la vida. Ahora era un hombre diferente.
—Le salvó la vida a don Carlos y a una niña pequeña –reforzó la idea para justificar aquellas heridas—, si él no hubiera estado allí quizás ambos, o quién sabe si más personas, a estas horas estuvieran muertas.
Paola se limpió una lágrima de la mejilla izquierda con el dorso de la mano.
Castro hizo silencio unos cuantos minutos antes de volver a hablar.
—Soy un hombre que ha vivido casi el doble de la vida de Oliver –comenzó— y sé que nuestro trabajo es peligroso. Más peligroso que el de los mismos policías, los bomberos o los rescatistas de la Cruz Roja. Pero tratamos de ayudar a las personas con nuestras pobres capacidades. Quizás lo que te digo, Pao, tú ya lo sabes. Oliver tiene ese algo del detective que muchos no tienen. Pero además cuando está metido en su trabajo parece más vivo, más lleno de vida. Sé que tú lo conociste cuando realizaba uno de sus primeros trabajos, rescatando a una de tus sobrinas… él tiene ese don: le gusta investigar. Y es cierto, nuestra vida se pone en riesgo cada vez que realizamos un trabajo, pero él siempre encuentra la manera de solucionarlo todo. Sé que lo que te digo es cierto porque a mí mismo me rescató de una situación bastante mala… cuando Oliver me conoció, hace ya no sé cuánto, yo estaba al borde de la desesperación: mi mujer me había abandonado, mis hijos se habían ido y yo apenas tenía con que vivir. Era un buen policía, pero por haberme respetado demasiado no había logrado subir en ese sistema tan corrupto como casi todos en este país. Y bueno, él, vio que yo valía algo y me dio la oportunidad. Cada día de mi vida le estoy agradecido por eso. Yo sé que tú estás molesta con él y que quizás le vayas a reclamar algo, pero él no tiene la culpa de nada. La vida nos da cosas, dones les dicen, que si no los explotamos morimos poco a poco. Él está bien. Ahora, con esto de la herida lo tendrás más tiempo en casa, así que no le riñas por favor… es un buen hombre.
Castro se quedó en silencio pues sentía que sus palabras se habían acabado allí.
—Lo sé –dijo al fin Paola— sé lo que Oliver es para muchas personas, y para mí lo es mucho más. Siempre, por las mañanas le pido que regrese a casa y él me promete que lo hará… y siempre regresa. No sé… a veces, pienso que las parejas rompen por eso. Dices que estuviste casado y que tu mujer te dejó… no sé las razones, pero me imagino que por algo parecido fue no…
Castro que había encontrado a su mujer con otro hombre solo asintió, pero no dijo nada. Eran cosas que ya habían enterrado baja toneladas de remordimientos.
—No te preocupes por si le riño o no. Lo único que quiero es que mi hijo tenga un padre. Eso es todo.
Guardaron un largo silencio.
Silencio que fue roto sólo al estar entrando en Tegucigalpa.
—Lo está operando una de las más famosas cirujanas del país, así que no te preocupes –dijo Castro para añadir más créditos a su amigo—. Te aseguro que no te va a quedar de medio lado ni nada de eso.
Paola sonrió ante la imagen que el hombre había puesto en su cabeza. Se imaginó a Oliver caminando de medio lado.
Las luces de la ciudad los recibieron con su alegre titilar. Eran casi las nueve de la noche cuando ingresaron a la clínica privada donde los estaban operando. Se presentaron ante el guardia y éste les ubicó el parqueo donde tenían que estacionarse. Allá fueron.
Debido a su enorme panza, Paola, avanzaba muy lento por los pasillos y corredores del lugar. Castro, con paciencia, la acompañó y la esperó en algunos recodos del lugar. Subieron a un ascensor que les llevó hasta un tercer  piso. Las flechas les fueron indicando el lugar.
Castro se reportó en recepción diciendo:
—Venimos a ver a Oliver Pavón que lo están operando por aquí.
Una enfermera de unos cuarenta y tantos años, de mejillas muy infladas y mirada casi indolente le indicó que se sentaran porque la operación estaba en proceso.
Se sentaron entonces y esperaron.
La espera duró casi hasta las diez y media de la noche cuando la doctora Laura María se acercó a recepción y le dijo a la enfermera de mirada perdida:
—¿Ha venido algún familiar del  paciente de la trescientos veinte?
La enfermera apenas movió los ojos hacia Paola y Castro, pero la doctora entendiendo el gesto le dio las gracias y se acercó a la embarazada y al viejo:
—Buenas noches –les saludó— ¿usted es Paola?
Paola sonrió y le extendió la mano.
Saludó también a Castro y sentándose junto a la embarazada, sin soltarle las manos y sosteniéndole la mirada le dijo:
—Su esposo es muy valiente. No se preocupe, hemos reconstruido los huesos y se recuperará dentro de poco. En menos de cinco meses lo tendrá de nuevo como nuevo.
—Gracias, doctora –dijo Paola verdaderamente emocionada— ¿Se le puede ver?
—En este momento él está sedado… el dolor después de una operación como esa es terrible y es la única manera de soportarlo: con sedantes, pero si quiere puede mirarlo. Está en la habitación trescientos veinte.
—Sí, me gustaría verlo.
Paola se levantó con un gran esfuerzo y la doctora a su derecha y Castro a la izquierda le ayudaron sosteniéndola de ambos brazos. Castro llevaba la gran bolsa de parto.
—Oh –dijo la doctora señalando la bolsa—, hace mucho que no veía una de esas. Yo también, cuando iba a parir a  mis hijos, andaba una. Son muy útiles.
Paola sonrió mirando su bolsa para el parto.
Los tres, después de recorrer un par de pasillos, llegaron a una pequeña habitación con el número trescientos veinte encima de la puerta.
Laura María abrió la hoja de madera y le franqueó el paso a Paola.
Paola, al mirar a su esposo allí tendido sobre una blanca cama, con oxígeno, agujas en los brazos y varios cables conectados a su cuerpo pareció resumir en uno solo todos sus temores. Oliver, su esposo, se vía tan indefenso allí tendido y atendido por todos aquellos aparatos que sintió que en el pecho el corazón se le encogía.
Se acercó a él despacio y cuando estuvo justo a su lado, con cuidado le tomó la mano. Estaba helada. Miró el aparato del oxígeno  y luego, por pura inercia, el pecho de su esposo subiendo y bajando. Los ruidos de la habitación parecían ser los mismos, repetidos una y otra vez: oxigeno entrando y saliendo de los pulmones del pecho de su marido, los pitidos suaves de un aparado de luces verdes y rojas.
Paola, con la otra mano, acarició la frente de Oliver. Ésta si parecía estar caliente y húmeda. Buscó un paño y con delicadeza le quitó el sudor.
—¿Cuánto tiempo estará así? –le preguntó a la doctora.
Ésta, junto a Castro, estaba al pie de la cama observando todos sus movimientos.
—Despertará hasta mañana, pero de inmediato, le pondremos otro medicamento para el dolor. Los primeros días estará así: despertando de vez en cuando, pero después ya serán periodos más largos…
—¿Cuándo me lo podré llevar a casa? –preguntó con aprensión en la voz.
—Cuando usted quiera… sólo tendría que acondicionar una habitación con todas las características de esta para su recuperación y colocar una enfermera que esté pendiente de él las veinticuatro horas del día. Pero eso serás sólo por unas cuantas semanas. Luego comenzará la verdadera recuperación.
—¿Hoy? ¿Me lo puedo llevar hoy?
—Podría, pero no es recomendable –dijo Laura María pensando en su propia vida como esposa y madre de tres—. Debe permanecer aquí por lo menos dos días. Después ya podrá ser movido en camilla hacia donde le quiera llevar. Perdió mucha sangre y la fractura es bastante delicada. Yo le aconsejaría un par de días aquí…
—¿Puedo dormir aquí con él?
Laura María miró a Castro como para preguntarle acerca de aquel asunto, pero Castro allí no tenía ni voz ni voto. Ella era la autoridad.
—Claro que sí –dijo al fin Laura con una suave sonrisa— voy a hablar con la encargada para que coloque aquí una cama plegable y alguna silla.
Paola sonrió con verdadera alegría.

***

A medía noche de aquel primer día, Paola se levantó de su cama, al escuchar de labios de su esposo algunas palabras incoherentes:
—Pao… Pao –llamó él entre sus sueños—. Ella, ella es nuestra. Es nuestra… es nuestra.
Con suavidad, ternura y delicadeza, Paola, le limpió una vez más la frente.
“No tenga miedo cuando le vea sudar de esa manera –le había dicho la doctora—. Es normal. El cuerpo está luchando por curar las heridas y toda su energía se está concentrando allí en el lugar de la fractura. Tampoco se preocupe si ve que su piel se pone muy caliente. Para el organismo, las heridas son una infección y están actuando sobre ella como tal. Para tranquilizarse recuerde que…” y le había indicado que significaban todos y cada uno de aquellos números sobre los aparatos conectados al cuerpo de su esposo. Ahora entendía cuáles eran las cifras normales y cuales las anormales. Y en cuanto a estas últimas estaba autorizada a apretar un timbre ubicado justo a la derecha del paciente. Al oprimir aquel botón estaba informando a la enfermera de turno que había algún problema en la habitación 320. Y esa enfermera acudiría de inmediato para investigar qué tipo de emergencia era.
Pero durante aquella noche ninguna de las cifras se disparó, ni la segunda ni la tercera.
A la segunda, él abrió los ojos, la miró y se echó a llorar. Ella le pidió que no lo hiciera y él no pudo dejar de hacerlo. Se estuvieron mirando, hablándose con los ojos y cuando se volvió a dormir el susurró un te amo muy débil.
Al tercer día ya pudieron hablar normalmente y ella le informó que al día siguiente lo trasladaría hasta su casa en Uyuca. Él le dijo que esperaba eso con ansiedad.
—La doctora Laura María, la mamá de Carlos Alberto, quien ha estado viniendo varios días, y quien te operó me ayudó con la adecuación de una habitación. Además me ha enviado a una enfermera de su confianza. Ahora sólo tendrás que reposar unos días. Me ha explicado que el problema en realidad es la cantidad de sangre que perdiste. La fractura de por sí sanará sola, pero no debes hacer ningún esfuerzo con ese brazo, ni con el otro…
Él, antes de que siguiera había tomado su cabeza con la mano que si podría mover y no tuvo que hacer mucho esfuerzo para atraer hasta sus labios los labios de ella. La besó largamente.
—Te amo, bebé –le dijo con ternura profunda.
Ella sonrió y le respondió que ella también.
Otro beso y ya.
Al cuarto día, y no al tercero, como tenía planificado, en camilla y con todo el cuidado del mundo, Oliver Pavón fue trasladado del tercer piso hasta el primero y de allí a una ambulancia de la clínica. Con sumo cuidado y tratando de evitar hasta el mínimo bache en la carretera, fue trasladado hasta su casa a veinte kilómetros de la ciudad de Tegucigalpa. Allí, en una habitación acondicionada para el caso fue colocado y comenzó su lenta recuperación.
A veces, cuando entraba en profundos sueños, le parecía ver unos ojos rojos que lo miraban desde la oscuridad. Aquellos ojos parecían tener inteligencia humana y parecían estar alimentados por su propia sangre.

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