martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 14



XIV

Dicen que los jóvenes, continuamente, viven al borde de la muerte. Y es cierto. Parecen acercarse a ella como un niño se acerca a un pozo sin fondo por el simple hecho de ignorar la posibilidad de morir.
Era veinticuatro de diciembre y todos los años, el grupo de compañeros, por lo menos desde que estaban en séptimo grado de la educación básica, se reunían para compartir la navidad. El problema era que a medida que iban creciendo los vicios, típicos de las nuevas juventudes, cada uno de ellos fue manifestando su personalidad de distintas maneras.
En realidad, al principio el grupo se había compuesto de cuarenta miembros, pero ahora debido a las distintas ocupaciones de sus padres o movilidades de una institución a otra, el grupo, había quedado en treinta y tres. Pero entre esos treinta y tres, lo dirían los padres de los otros muchachos, ya estaba sembrada la semilla de la maldad. Y la semilla de la maldad tenía tres nombres bien claros: Guillermo, Enrique y Violeta.
Guillermo, desde los doce años, cuando todos tuvieron la mala, o buena suerte de conocerse, ya mostraba ese carácter inquieto de los líderes mal dirigidos. Era pendenciero, mal hablado y siempre en busca de complicaciones en la existencia. Dichas complicaciones, como era natural, parecían seguirlo a todas partes y consistían en robo, droga y sexo. Desde muy temprano en su existencia y debido a la constante ausencia de sus padres, el muchacho comenzó a experimentar rápidamente con su sexualidad comenzando por la pornografía en internet, para pasar a la práctica con una de las mujeres de la limpieza. Dicha mujer, experimentada, le cobró cierta cantidad para hacerlo perder su virginidad. Las relaciones con la mujer se mantuvieron a lo largo de un año completo hasta que Guillermo quedó colgado con una enfermedad sexual que estuvo a punto de matarle. Se le llenaron de llagas los genitales y los alrededores del pubis. Estuvo varias semanas despegando de su cuerpo la tela pegada por el pus blanco que rezumaba. Después de toda la mujer mantenía relaciones sexuales con muchos hombres y en algún momento iba a suceder eso. A los quince años, entonces, Guillermo, probó las mieles del sexo carnal, pero también alguna de sus consecuencias. En aquella época, mientras las llagas se secaban sobre su piel, se aficionó a la marihuana. Fumaba como un murciélago mientras su padres le dejaban solo por largas temporadas. Se juntó con un grupo de entes semejante a él, como era de esperarse y muy pronto, antes de cumplir dieciséis ya había probado la cocaína y el crack. Así pues, al momento de entrar en esta historia, Guillermo (cuyo apellido no nos interesa), tenía dieciocho años y todos los vicios habidos y por haber eran de su propiedad.
Todos, sólo por pura costumbre, los treinta y tres amigos se reunían al finalizar cada año en lugares distintos siempre. Ahora le había tocado a una cabaña de alquiler en los predios de una especie de lugar campestre que la universidad nacional, donde la mayoría estudiaban, alquilaba.
Como todos los años durante los últimos seis se reunieron a la hora acordada y a las doce de la noche, la mayoría ya estaban drogados hasta haber perdido totalmente la razón. De todo el grupo sólo Guillermo era el que consumía drogas y él había sido el causante de tal desgracia en sus compañeros. Quizás si hubieran estado conscientes cuando llegó el tulpa, alguno de ellos hubiera podido salvarse. Pero no, todos habían bebido del ponche sobre el cual, su amigo, había vertido grandes cantidades de cocaína.
A la una de la madrugada, todos dormían, o mejor dicho, tenían el cerebro embotado por la droga después de haber hecho cosas que en su sano juicio no se hubieran atrevido a hacer y que en estas páginas no nos interesa describir.
Guillermo, el causante de todo, como buen drogadicto, yacía desnudo, como la mayoría, en brazos de una de sus compañeras de antaño. Su habitación había quedado justo en el piso superior y tenía un balcón muy grande el cual daba hacia el bosque que estaba detrás de la enorme cabaña. Allí donde comenzaba el bosque una pendiente muy empinada descendía por entre miles de pinos. En días claros, o simplemente de día, desde aquel lugar se miraba hacia abajo y se descubría un paisaje espectacular de todo el valle de Amarateca.
Guillermo, tan acostumbrado a la droga que apenas le hacía efecto ya, se levantó y con paso vacilante fue hacia el balcón. Todo estaba a oscuras y de vez en cuando lo único que se vía era una lucecita restallar a la lo lejos acompañada de un suave retumbar.
“Los últimos cohetes de la temporada”
Como era su costumbre, y sin enterarse de nada que no fuera su propia grosera educación, sacó su pene y se puso a orinar, mirando como el chorro de meados formaba un arco casi perfecto al caer hacia abajo por entre los palos de la rústica baranda del balcón. Era de madrugada y a aquellas horas hasta el vigilante del lugar debía estar echando su sueñito con toda la libertad del mundo.
Terminó de orinar y se iba a dar la vuelta hacia el interior de la habitación cuando le pareció, ver, por el rabillo del ojo, algo blanco moviéndose sobre el tronco de uno de los pinos más cercanos. Se volvió de inmediato por simple reflejo. Allí ya no había nada.
“Es esta mierda de cocaína” pensó entrando en la habitación.
Decidió entre cerrar o dejar abierta la puerta corrediza del balcón y al final pudo más la pereza.
“Que se quede así esa mierda” –pensó avanzando hasta la cama.
Allí, junto a la cama, cuando ya iba a meterse de nuevo debajo del cálido edredón, fue cuando vio al ser aquel. Fue el sonido que produjo al caer sobre el piso de madera, en realidad, lo que le había llamado la atención.
Abrió los ojos tratando de asimilar aquello porque ni aún en sus más locas inconsciencias de la droga había mirado algo similar. Trató de gesticular algo con la garganta, pero no pudo. De repente, después de gritar como un verdadero loco en la fiesta previa a la cohetería, ya no podía gritar más. Quizás fue el terror lo que por último le atenazó la garganta, o la mera certeza de, por fin, haberse vuelto loco como se lo anunciaban desde hacía años sus padres.
El tulpa, casi con elegancia, y sin apartar de él aquellos ojos rojos casi humados, entró en la casa contoneándose. Fue directamente hacia él y sin rituales previos se le lanzó encima, directamente al cuello.
Guillermo que había llevado una vida bastante larga con respecto a los goces físicos y mentales, sintió como aquellos dientes duros y afilados se introducían en su cuello y en menos de cinco segundos se derrumbaba sobre el suelo, justo a un lado de la cama.
Cinco minutos después, el cuerpo vacío totalmente de sangre, yacía allí como mudo testigo de los acontecimientos. Los ojos de Guillermo miraban, sin vida, hacia el techo.
El tulpa no perdió el tiempo y durante el resto de la noche, se dedicó a absorber la sangre de los treinta y dos restantes habitantes del edificio. Cuando terminó, eran casi las cinco de la madrugada.
No podría volver al Álamo sino hasta muy entrada la noche de aquel día, así que optó por buscar un sitio seguro donde refugiarse. Se sentía lleno, ahora sí, y con una extraña sensación de alucinación en las entrañas. Por fin estaba satisfecho después de tantos años. Pero esa satisfacción, lo sabía duraría muy poco a menos que se desplazara de regreso hacia su círculo de movimientos.
Su ama lo había hecho nacer de sus propios sentimientos, y alimentarse con hojas, raíces y plantas indistintas, pero ahora ya no podría vivir si no era gracias a la sangre, roja y caliente de los seres vivos del planeta.
Abandonó, pues, la cabaña donde hasta tres días después descubrirían los cadáveres de las treinta y tres víctimas, y se dirigió hacia la semipenumbra del bosque. En algún lugar encontraría un sitio donde ocultarse.


***

El tulpa estuvo oculto durante todo el día. Encontró una pequeña cueva, quizás de algún venado pasado a menos durante sus correrías. Durmió largamente hasta que las estrellas volvieron a brillar a las siete de la noche.
Estaba lleno, pero no lo suficiente. De alguna manera, la sangre consumida había estado buena, pero ahora necesitaba más y más. Era como haber despertado de una larga hibernación y encontrarse con el deseo de comer y comer sin detenerse. La ventaja era que aquel mundo estaba lleno de muchos seres con mucha sangre y eran fáciles de capturar.
Salió de su cueva cuando la noche era cerrada. No había luna llena y las estrellas comenzaron a titilar allá arriba. Corrió por entre los árboles, los acantilados y por la orilla de la carretera pavimentada. De vez en cuando salieron a su paso algunos gatos y perros. Los gatos apenas al verlo salían corriendo; los perros le querían ladrar, pero se quedaban quietos, se les escapaban los orines por entre las patas traseras y después salían corriendo como si les persiguiera el diablo.
Regresó al Álamo, moviéndose con sigilo por entre los bosques de pinos y de roble por varias horas y no se sintió mejor hasta no entrar a la zona de los álamos. Allí se detuvo a descansar unos minutos. Tenía tantos recuerdos de aquel lugar. Recuerdos como aquel de hacía más de veinticinco años cuando pensó haber recuperado a su creadora.
La había llevado por el bosque hasta su cueva debajo de la iglesia, pero aquel hombre se la había arrebatado.
Estuvo un buen rato rumiando esos pensamientos antes de ponerse de nuevo en marcha.
Camino con esa agilidad característica de su existencia y en pocos minutos estuvo subiendo el último cerro antes de bajar hasta el Álamo. Desde allí se veía la mina, a su izquierda. Allá arriba, las luces artificiales rompían la normalidad del bosque y pensó, con cierto dejo de amargura que en algún tiempo, allí había estado su hogar.
Decidió ir a dar una vuelta por los alrededores. Así que desvió su ruta hacia allá.
Llegó hasta donde los árboles aún estaban intactos, justo donde la tierra había sido removida por aquellas enormes máquinas de acero.
Era veinticinco de diciembre y había poco personal en las instalaciones.
Estuvo rodeando el lugar, sin salir en ningún momento de las lindes del bosque. Contó una media docena de hombres diseminados por aquí y por allá, cada quien enfrascado en sus propios asuntos.
“Sangre” pensó emocionado.
Allí había más sangre y al alcance de la mano.
Sus ojos, codiciosos, casi humanos, casi parecidos a los de su dueña atisbaron durante un buen rato aquella deliciosa comida.
De repente, y como si su memoria selectiva le avisara que pusiera más atención, percibió un olor conocido y añorado. ¿Sería posible que ella estuviera de nuevo cerca?
Separó, como hacía siempre, un olor de otro hasta dejar sólo el que le interesaba y lo absorbió con avidez. Sí, no podía ser otro que él de ella. El de su ama. El de su madre creadora.
¿Pero dónde?
Siguió el rastro del perfume característico y se fue acercando, siempre sin abandonar la protección de los árboles, hasta una casa de madera y vidrios modernos y techo de color rojizo. De allí procedía el olor.
Se asomó a una de las ventanas de dónde procedía el olor con mayor persistencia. Se trataba de una de las ventanas de vidrio que estaba dirigida hacia el pueblo del Álamo. Desde el interior seguramente se tendría una visión panorámica de todo el pueblo allá abajo.
El tulpa, sin dejar de olisquear con vigor, expandiendo sus fosas nasales, se asomó a dicha ventana. Allí no había nada, pero estaba seguro que era el inconfundible olor de su creadora. Allí, en el interior, lo que había era una cama muy grande con las sábanas muy bien tendidas y otros objetos que a los humanos les causaban sensación de seguridad.
Rodeó la vivienda y estuvo oliendo los distintos rincones para encontrar más. Por todos lados estaba su olor, pero donde con mayor poder se concentraba era en el dormitorio.
Su corazón, si es que lo tenía, se alegró. Por fin volvía a encontrar a su creadora.
Pero ¿Dónde estaría ella en aquel momento?
Olisqueó un poco más para seguir las líneas de su olor y muy pronto las encontró en el parqueo que estaba unos metros abajo. Salió siguiendo el rastro, corriendo, por la carretera hasta llegar a la garita de los militares que vigilaban la entrada a las propiedades de la Jonathan & Esteban Minera. Allí, debido a la carencia de árboles se detuvo a observar desde lejos. No era inmune a las balas y había observado en el pasado, sobre todo en su persecución a aquel hombre, que eran hierros que quemaban y dolía.
Con sigilo, esperó hasta que se hiciera más tarde para salir a campo abierto.
A su máxima velocidad que era capaz de ocultarlo de los ojos lentos de los humanos, llegó a la carretera y de allí volvió a encontrar el rastro de su dueña. Lo siguió con el hocico levantado hasta que llegó al río de asfalto. Lo miró con curiosidad preguntándose qué había sucedido con aquellas calles de tierra de hacía tiempos. Los automóviles, con sus luces de todos colores iban y venían anunciándole que ya no era lo mismo de antes. Algo, o muchas cosas, desde que salieran en persecución de aquel hombre, habían cambiado.
Estuvo un buen rato mirando hacia las luces y decidió que no era nada seguro seguir siguiendo aquel rastro. Pero además, su posible madriguera era posible que hubiera sido descubierta y taponada de nuevo. Tenía que decidir qué hacer al respecto. ¿A dónde ir? ¿Dónde esperar?
Se volvió y comenzó a bajar por el camino que llevaba al Álamo.
En el camino debió encontrarse con el cuerpo vacío de aquella vaca, pero allí ya no había nada. Del cuerpo del otro muchacho allá, enfrente donde viviera su ama tiempo atrás, seguramente también había sido retirado. ¿Y los treinta y tres del otro lugar?
Quizás, después de todo, no había sido muy buena idea ir por allí buscando tanta comida si tenía cerca su dueña. Ella sabía cómo darle energía utilizando sus palabras mágicas. Y esa energía duraba mucho más que toda aquella sangre.
Decidió mantenerse cerca del lugar para volver a encontrarla, y esta vez, sí, llevarla hasta su madriguera y allí transformarse de una buena vez en algo mejor.
Estaría pendiente de su olor.
Si había estado en aquella casa de la mina varias veces era seguro que volvería a estarlo. Y él estaría allí, esperando. Aguardando el momento final para fusionarse con ella. Para siempre.

***

El sacerdote que atendía la iglesia del Álamo no había regresado, ni lo haría ya nunca, al Álamo. La impresión de aquellos sucesos justo enfrente del altar le había causado una fuerte impresión y además, durante todos los días que había acudido al pueblo apenas unas seis personas se habían acercado a recibir misa o a pedir consejo.
“Es un pueblo sin fe y sin Dios” le había comunicado al superior de la diócesis a la cual estaba asignado.
El arzobispo le había mirado y dando un largo suspiro tomado una especie de libreta. La abrió y le dijo:
“Su nueva feligresía será la de Santa Elena. Es un pueblito a unos cinco kilómetros de Tegucigalpa a donde se llega por…”
Así pues, su destino había cambiado, y estaba seguro que para mejor.
Además estaba aquel raro olor que parecía impregnarlo todo.
De aquello no le había hablado a nadie porque posiblemente lo hubieran considerado un enfermo mental. Pero estaba seguro de su existencia como lo estaba de su fe por Jesucristo.
Todos los días, al llegar al lugar percibía un extraño olor a podrido. Al principio había creído que era algún animal muerto, o algún trapo dejado en algún rincón húmedo. Así que con la ayuda del sacristán lo habían buscado. Nada. No habían encontrado absolutamente nada.
“Debe ser una rata muerta en algún lugar” –le dijo el sacristán.
“Sí, pero ya hemos buscado por todos lados y nada”
“O alguna madriguera de conejos. Por estos lados hay muchos”
Pero allí había terminado la búsqueda. Sólo durante las escasas misas que ofrecía, y mientras elevaba el sagrado cuerpo de cristo en la patena, le parecía volver a percibir con mayor intensidad aquel fuerte tufo. En alguna ocasión hasta se había disculpado con sus seis concurrentes para decirles que era algún animal muerto oculto en alguna madriguera. Sus escuchas parecían acostumbrados al olor y no dijeron nada.
Esos dos fenómenos, más la escases de creyentes, le habían llevado a renunciar al Álamo. No se arrepentía de haberlo hecho y además, en este punto, dicho sacerdote sale para siempre de la historia.

***

El tulpa regresó a el Álamo a media noche cuando todos sus habitantes estaban dormidos. Se acercó a la ermita y observó con mucha atención para descubrir algún posible cambio.
Todo parecía seguir en el mismo estado en el cual lo abandonara en la madrugada de ese mismo día que ahora terminaba.
Subió por la pared de la parte trasera donde había realizado aquel agujero en el vidrio y lo alcanzó con facilidad. Se metió por él y observó el interior. Olió, porque su mejor arma eran los olores, para encontrar nuevos olores allí, pero no los había. El lugar había permanecido a sola durante todo aquel tiempo y el agujero continuaba tal como lo dejara al salir.
Descendió y se introdujo en el agujero con rapidez.
Se detuvo unos segundos para contemplar la boca del agujero. Era pequeña, no mayor de un medio metro de ancho, pero a cualquiera que entrara allí le llamaría la atención y quizás buscara en el fondo.
Con esta idea volvió a salir del agujero y contempló a su alrededor, en el interior lo único que había eran bancas, el altar y aquel hombre guindado allí, desnudo. Ese hombre siempre le inquietaba porque estaba sangrando, pero su sangre no era de verdad. Además, estaba seguro que algunos de los conjuros de su ama, se relacionaban con él. Recordaba vagamente, que veinticinco años atrás, aquel hombre que había matado y que le había arrebatado a su ama, lo mencionaba continuamente. Pero, ahora, viéndole allí, no le daba ningún temor. Pero dicho por aquel hombre le causaba dolor. Un gran dolor.
Apartó de allí la mirada y descubrió, justo detrás de este hombre, una especie de biombo de color blanco. De hecho aquella especie de pared de cartón era la que ocultaba la puerta que llevaba hacia la sacristía justo detrás del crucifijo.
Fue hacia ella y la examinó llegando a la conclusión de que aquello le podría servir de algo. La hizo caer y la arrastró con el hocico tal como lo haría un perro que quiere jugar y arrastra la rama para que su amo la vuelva a lanzar a una considerable distancia. La llevó hasta el agujero y allí la colocó. Quizás ocultaría un poco el hueco y no sería descubierto a simple vista, pero no lo haría por mucho tiempo. Presentía que no necesitaría mucho tiempo para atraer de nuevo hacia sí, a su dueña.
Se metió de nuevo en el hueco y con ambas patas, similares a las humanas, arrastró el cartón hasta dejar cubierto el agujero. Contempló su obra y estuvo de acuerdo que estaba bien. Serviría. Satisfecho, entonces, se internó en su madriguera.
Avanzó muchos metros antes de encontrar el lugar exacto donde había vivido durante los últimos cuarenta años. Sabía que si seguía avanzando llegaría hasta aquella inmensa cueva. Cueva que había descubierto gracias a aquellos dos seres humanos y el perro que habían pasado por allí provenientes de un lugar distinto a ese. Seres que le habían inquietado, sobre todo la mujer, por el olor que despedía. Un olor tan parecido al lugar de donde lo habían arrebatado a él y del cual no quería acordarse por doloroso.
Se echó sobre su amoldado lecho y cerró los humanos ojos rojos.
La espera, se dijo, parecía haber llegado a su fin. Sólo tenía que estar pendiente. Salir de vez en cuando. Observar, oler y cuando ella estuviera lo suficientemente cerca, la atraería y se fundiría con ella de una vez para siempre. Para la eternidad.

***

Durante las horas del día de aquel veinticinco de diciembre, la población del Álamo, se había levantado casi a las diez de la mañana y como sucede siempre en tal fecha, con hambre.
Era día de asueto y las únicas ventas posibles eran las de la comida. Así pues, casi al mediodía, éstas últimas comenzaron a olerse y verse por toda la calle principal y las personas comenzaron a llenar los puestos de ventas como hormigas tras los granos de azúcar.
No fue hasta las once de la mañana, cuando llegó un carro repartidor de agua purificada cuando comenzó el nuevo murmullo. El hombre de dicho carro repartidor se había detenido en el camino a observar a un grupo de personas alrededor del cadáver de una vaca.
—¿Qué pasó? –preguntó.
—Parece que un animal salvaje atacó a este pobre animal –le respondió uno de los campesinos alrededor del cadáver del animal.
—Lo raro –comentó otro—es que no tiene ni una gota de sangre. Como si se la hubieran sorbido toda.
—¿Y de quién era? –preguntó el conductor del auto repartidor.
—Mía –dijo el primer hombre que había hablado.
Todos, que no eran más que cinco hombres, todos campesinos, lo miraron como con cierto dejo de tristeza en la mirada. Todos eran pobres y perder un animal de aquel calibre siempre conllevaba tristeza.
—Se me salió anoche del corral –explicó el hombre—. Quizás fueron los cohetes y vino a dar aquí. Casi siempre se me escapaba y siempre la encontraba por estos rumbos, pero hoy no ha sido su día. Alguien o algo la atacaron y le sacó toda la sangre del cuerpo.
Después de esto, el hombre repartidor había regresado a su auto y puesto en marcha el motor. Descendió al pueblo y comenzó a regar la noticia de que algo, o alguien habían dado muerte a una vaca de una manera muy extraña. En menos de una hora la noticia, como reguero de pólvora, recorría todo el pueblo.
Y a las dos de la tarde, el encuentro del segundo cadáver, ahora de un muchacho, se mezcló con la otra historia y todos estuvieron de acuerdo en que el mismo asesino había dado muerte a los dos seres.
A Rony Maradiaga lo encontró el mismo hombre que le había dicho haber visto a su padre convidar a todos sus compañeros a beber y a beber con su dinero. Don Roque Sandoval venía del Ocotal, algo somnoliento aún, pero feliz por haber pasado una agradable noche en compañía de sus familiares de aquella zona.
Cuando vio el cuerpo tirado justo a la orilla de la calle, y justo enfrente a aquel portón de aspecto tan majestuoso que rezaba: La Casona, pensó que algún borracho había sucumbido al licor y ahora dormía la goma bajo los suaves rayos del sol del mediodía.
Iba a pasar de largo porque la experiencia le había enseñado a no meterse con ese tipo de personas enajenadas por el alcohol, pero algo del cuerpo tirado allí le llamó fuertemente la atención. Y era la camisa de color oscuro con cuello alto. Le parecía haberla visto recientemente. Y como un rayo cayó sobre su recuerdo la escena que había vivido con el muchacho de los Maradiaga. Se lo había encontrado a la salida del pueblo al entrar. Eso había sucedido después de la una de la madrugada.
Se detuvo entonces y con mucha lástima porque estaba convencido que el hijo había tomado el mismo camino del padre se acercó al cuerpo caído. Se agachó y lo palpó. El corazón estuvo a punto de parársele cuando comprobó que aquel muchacho estaba muerto.
De inmediato se incorporó y se palpó el pecho asustado. La impresión era muy grande. Respiró hondo y extrajo el celular del fondo de la bolsa del pantalón. Marcó el número de su pariente en El Ocotal y le pidió que avisara a la posta policial del pueblo.
En menos de media hora, dos hombres vestidos de verde llegaban al lugar.
En efecto, Rony Maradiaga, de quince años, originario del pueblo de Soroguara, estaba muerto. En poco tiempo, varias personas comenzaron a llegar, y como los zopilotes a rodear la historia de muchas vaguedades proponiendo hipótesis desde las más disparatadas a las que pretendían ser lo más lógicas posibles.
Uno de los policías, al comprobar la muerte del muchacho, llamó a la comisaría central y de allá le ordenaron mantener un perímetro alrededor del cadáver hasta que llegara el médico forense. El médico forense, llegó mucho después de las dos de la tarde y con la ayuda de los mismos agentes levantó el cuerpo y lo depositó en el interior de una ambulancia.
A don Roque Sandoval, los agentes le pidieron firmar una hoja por haber sido el primer testigo de la muerte del muchacho y luego le dijeron que avisara a los familiares. El cuerpo sería entregado al siguiente día en la morgue judicial de Tegucigalpa.
La ambulancia, con el cuerpo sin vida del joven, se alejó del lugar de los hechos casi a las tres de la tarde. Hasta ese momento don Roque pareció salir del letargo en el cual lo sumió el hecho. No lo podía creer. Se imaginaba la reacción de la familia, del padre y de la madre a quienes conocía muy bien desde hacía muchos años, y se sentía triste. ¿Cómo era posible que la vida de un ser humano se cortara así de golpe como si se tratara de cualquier cosa?
Los curiosos, venidos desde El Ocotal, se fueron dispersando poco a poco, comentando y haciendo sus propias suposiciones al respecto. Pero, como había sucedido con la vaca, todos aquellos comentarios se centraban en la palidez completa del cadáver. Muchos aseguraban no haber visto algo así jamás.
“Está tan pálido” –pensó don Roque mientras tomaba su propio camino hacia Soroguara que desde el principio había sido su destino.
Y en efecto, toda la piel del muchacho, parecía sumida en las más pálida de las expresiones corporales, como si en el cuerpo no tuviera ni una simple gotita de sangre.
“Además, estaba tan helado a pesar del sol que caía sobre él”
Al tocarlo en primera instancia, al creerlo borracho, le había empujado con una mano el hombro. Lo primero que le dijo que de aquel cuerpo ya se había ido el ánima, fue la rigidez de los músculos y luego lo helado que se había pasado del cuerpo yaciente hacia el suyo. Fue como tocar un cubito de hielo.
Con aquellas ideas y reflexionando sobre la fragilidad de la vida, don Roque Sandoval, tomó el camino hacia Soroguara. Sin saberlo tomó los mismos senderos y atajos que el muchacho había tomado en su camino hacia el Ocotal.
Pasó por la misma pulpería, por el mismo cerco, por las mismas piedras y hasta por los mismos riachuelos. Su mente, la cual aún estaba adherida a su alma, parecía absorta en eso, en la fragilidad de la vida y que ésta, al igual que aquellas cosas divinas, estaba unidas por los mismos hilos de plata.
Llegó a Soroguara a las cinco de la tarde y veinte minutos después entraba al terreno de los padres del joven.
—Hola –saludó tratando de buscar las palabras adecuadas y esa había sido una porque decir buenas tardes, era una mentira de a kilómetro como le decía su padre cuando vivía. Aquella tarde no era buena y no podía comenzar así.
La madre de Rony estaba sentada en el mismo banco de todos los días. En sus manos tenía una manta la cual bordaba con hilo rojo. Parecía una flor encendida. Parecía, también, muy concentrada en su labor.
El padre del muchacho dormía la goma en el fondo de su habitación y ni siquiera se dio cuenta de la llegada del amigo.
—Buenas tardes, don Roque –saludó la mujer—. Pase adelante, siéntese, con confianza.
Pero don Roque Sandoval no quería sentarse con confianza. Sólo quería dar la noticia y esfumarse de allí. Lo que siguiera a continuación, a él no le interesaba. No quería ser partícipe de un dolor que le parecía ajeno. Sí, había conocido a aquella mujer y a su esposo desde que eran pequeños, así como él mismo lo había sido, pero estaba convencido de que aquella pareja jamás debió de juntarse.
Sacudió la cabeza de manera mental a aquellas ideas preconcebidas y dijo tratando de que su voz sonara lo más serena posible:
—Vengo a comunicarles una noticia ¿Está su marido?
La mujer detuvo el movimiento de sus manos viejas y colocó sobre su regazo la manta. Miró a don Roque y con aquella mirada triste y cansada que en los últimos años había adquirido preguntó:
—¿Le pasó algo a mi hijo?
Dicen que las madres saben de esas cosas. Ciertos hilos invisibles les advierten cuando alguien de su familia pasa por algo. Esa angustia de media noche, era seguramente, la advertencia de que a su hijo menor le había sucedido algo. Él no había regresado en todo el día y se había marchado enojado con su padre.
Don Roque no le dijo , ni no, sólo añadió:
—Lo encontraron muerto hace tres horas.
Nunca supo porque no dijo lo encontré muerto. Quizás esa era una forma sutil de alejarse, distanciarse, del suceso.
Se quedó mirando a la mujer unos segundos y luego se dio la vuelta. Alejándose para siempre de esta historias.
La madre de Rony Maradiaga comenzó a agitar el pecho por las rápidas respiraciones que de repente parecían necesitar sus pulmones y luego sus ojos se anegaron de lágrimas. Lágrimas que descendieron por su arrugado rostro hasta confundirse con sus viejas ropas.
—Mi pequeño –dijo entre sollozos—. Mi bebé.

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