XIV
Dicen que los jóvenes, continuamente, viven al
borde de la muerte. Y es cierto. Parecen acercarse a ella como un niño se
acerca a un pozo sin fondo por el simple hecho de ignorar la posibilidad de
morir.
Era veinticuatro de diciembre y todos los años, el
grupo de compañeros, por lo menos desde que estaban en séptimo grado de la
educación básica, se reunían para compartir la navidad. El problema era que a
medida que iban creciendo los vicios, típicos de las nuevas juventudes, cada
uno de ellos fue manifestando su personalidad de distintas maneras.
En realidad, al principio el grupo se había
compuesto de cuarenta miembros, pero ahora debido a las distintas ocupaciones
de sus padres o movilidades de una institución a otra, el grupo, había quedado
en treinta y tres. Pero entre esos treinta y tres, lo dirían los padres de los
otros muchachos, ya estaba sembrada la semilla de la maldad. Y la semilla de la
maldad tenía tres nombres bien claros: Guillermo, Enrique y Violeta.
Guillermo, desde los doce años, cuando todos
tuvieron la mala, o buena suerte de conocerse, ya mostraba ese carácter
inquieto de los líderes mal dirigidos. Era pendenciero, mal hablado y siempre
en busca de complicaciones en la existencia. Dichas complicaciones, como era
natural, parecían seguirlo a todas partes y consistían en robo, droga y sexo.
Desde muy temprano en su existencia y debido a la constante ausencia de sus
padres, el muchacho comenzó a experimentar rápidamente con su sexualidad
comenzando por la pornografía en internet, para pasar a la práctica con una de
las mujeres de la limpieza. Dicha mujer, experimentada, le cobró cierta
cantidad para hacerlo perder su virginidad. Las relaciones con la mujer se
mantuvieron a lo largo de un año completo hasta que Guillermo quedó colgado con
una enfermedad sexual que estuvo a punto de matarle. Se le llenaron de llagas
los genitales y los alrededores del pubis. Estuvo varias semanas despegando de
su cuerpo la tela pegada por el pus blanco que rezumaba. Después de toda la
mujer mantenía relaciones sexuales con muchos hombres y en algún momento iba a
suceder eso. A los quince años, entonces, Guillermo, probó las mieles del sexo
carnal, pero también alguna de sus consecuencias. En aquella época, mientras
las llagas se secaban sobre su piel, se aficionó a la marihuana. Fumaba como un
murciélago mientras su padres le dejaban solo por largas temporadas. Se juntó
con un grupo de entes semejante a él, como era de esperarse y muy pronto, antes
de cumplir dieciséis ya había probado la cocaína y el crack. Así pues, al
momento de entrar en esta historia, Guillermo (cuyo apellido no nos interesa),
tenía dieciocho años y todos los vicios habidos y por haber eran de su
propiedad.
Todos, sólo por pura costumbre, los treinta y tres
amigos se reunían al finalizar cada año en lugares distintos siempre. Ahora le
había tocado a una cabaña de alquiler en los predios de una especie de lugar
campestre que la universidad nacional, donde la mayoría estudiaban, alquilaba.
Como todos los años durante los últimos seis se
reunieron a la hora acordada y a las doce de la noche, la mayoría ya estaban
drogados hasta haber perdido totalmente la razón. De todo el grupo sólo Guillermo
era el que consumía drogas y él había sido el causante de tal desgracia en sus
compañeros. Quizás si hubieran estado conscientes cuando llegó el tulpa, alguno
de ellos hubiera podido salvarse. Pero no, todos habían bebido del ponche sobre
el cual, su amigo, había vertido grandes cantidades de cocaína.
A la una de la madrugada, todos dormían, o mejor
dicho, tenían el cerebro embotado por la droga después de haber hecho cosas que
en su sano juicio no se hubieran atrevido a hacer y que en estas páginas no nos
interesa describir.
Guillermo, el causante de todo, como buen
drogadicto, yacía desnudo, como la mayoría, en brazos de una de sus compañeras
de antaño. Su habitación había quedado justo en el piso superior y tenía un
balcón muy grande el cual daba hacia el bosque que estaba detrás de la enorme
cabaña. Allí donde comenzaba el bosque una pendiente muy empinada descendía por
entre miles de pinos. En días claros, o simplemente de día, desde aquel lugar
se miraba hacia abajo y se descubría un paisaje espectacular de todo el valle
de Amarateca.
Guillermo, tan acostumbrado a la droga que apenas
le hacía efecto ya, se levantó y con paso vacilante fue hacia el balcón. Todo
estaba a oscuras y de vez en cuando lo único que se vía era una lucecita
restallar a la lo lejos acompañada de un suave retumbar.
“Los últimos cohetes de la temporada”
Como era su costumbre, y sin enterarse de nada que
no fuera su propia grosera educación, sacó su pene y se puso a orinar, mirando
como el chorro de meados formaba un arco casi perfecto al caer hacia abajo por
entre los palos de la rústica baranda del balcón. Era de madrugada y a aquellas
horas hasta el vigilante del lugar debía estar echando su sueñito con toda la
libertad del mundo.
Terminó de orinar y se iba a dar la vuelta hacia el
interior de la habitación cuando le pareció, ver, por el rabillo del ojo, algo
blanco moviéndose sobre el tronco de uno de los pinos más cercanos. Se volvió
de inmediato por simple reflejo. Allí ya no había nada.
“Es esta mierda de cocaína” pensó entrando en la
habitación.
Decidió entre cerrar o dejar abierta la puerta
corrediza del balcón y al final pudo más la pereza.
“Que se quede así esa mierda” –pensó avanzando
hasta la cama.
Allí, junto a la cama, cuando ya iba a meterse de
nuevo debajo del cálido edredón, fue cuando vio al ser aquel. Fue el sonido que
produjo al caer sobre el piso de madera, en realidad, lo que le había llamado
la atención.
Abrió los ojos tratando de asimilar aquello porque
ni aún en sus más locas inconsciencias de la droga había mirado algo similar.
Trató de gesticular algo con la garganta, pero no pudo. De repente, después de
gritar como un verdadero loco en la fiesta previa a la cohetería, ya no podía
gritar más. Quizás fue el terror lo que por último le atenazó la garganta, o la
mera certeza de, por fin, haberse vuelto loco como se lo anunciaban desde hacía
años sus padres.
El tulpa, casi con elegancia, y sin apartar de él
aquellos ojos rojos casi humados, entró en la casa contoneándose. Fue
directamente hacia él y sin rituales previos se le lanzó encima, directamente
al cuello.
Guillermo que había llevado una vida bastante larga
con respecto a los goces físicos y mentales, sintió como aquellos dientes duros
y afilados se introducían en su cuello y en menos de cinco segundos se
derrumbaba sobre el suelo, justo a un lado de la cama.
Cinco minutos después, el cuerpo vacío totalmente
de sangre, yacía allí como mudo testigo de los acontecimientos. Los ojos de
Guillermo miraban, sin vida, hacia el techo.
El tulpa no perdió el tiempo y durante el resto de
la noche, se dedicó a absorber la sangre de los treinta y dos restantes
habitantes del edificio. Cuando terminó, eran casi las cinco de la madrugada.
No podría volver al Álamo sino hasta muy entrada la
noche de aquel día, así que optó por buscar un sitio seguro donde refugiarse.
Se sentía lleno, ahora sí, y con una extraña sensación de alucinación en las
entrañas. Por fin estaba satisfecho después de tantos años. Pero esa
satisfacción, lo sabía duraría muy poco a menos que se desplazara de regreso
hacia su círculo de movimientos.
Su ama lo había hecho nacer de sus propios
sentimientos, y alimentarse con hojas, raíces y plantas indistintas, pero ahora
ya no podría vivir si no era gracias a la sangre, roja y caliente de los seres
vivos del planeta.
Abandonó, pues, la cabaña donde hasta tres días
después descubrirían los cadáveres de las treinta y tres víctimas, y se dirigió
hacia la semipenumbra del bosque. En algún lugar encontraría un sitio donde
ocultarse.
***
El tulpa estuvo oculto durante todo el día.
Encontró una pequeña cueva, quizás de algún venado pasado a menos durante sus
correrías. Durmió largamente hasta que las estrellas volvieron a brillar a las
siete de la noche.
Estaba lleno, pero no lo suficiente. De alguna
manera, la sangre consumida había estado buena, pero ahora necesitaba más y
más. Era como haber despertado de una larga hibernación y encontrarse con el
deseo de comer y comer sin detenerse. La ventaja era que aquel mundo estaba
lleno de muchos seres con mucha sangre y eran fáciles de capturar.
Salió de su cueva cuando la noche era cerrada. No
había luna llena y las estrellas comenzaron a titilar allá arriba. Corrió por
entre los árboles, los acantilados y por la orilla de la carretera pavimentada.
De vez en cuando salieron a su paso algunos gatos y perros. Los gatos apenas al
verlo salían corriendo; los perros le querían ladrar, pero se quedaban quietos,
se les escapaban los orines por entre las patas traseras y después salían
corriendo como si les persiguiera el diablo.
Regresó al Álamo, moviéndose con sigilo por entre
los bosques de pinos y de roble por varias horas y no se sintió mejor hasta no
entrar a la zona de los álamos. Allí se detuvo a descansar unos minutos. Tenía
tantos recuerdos de aquel lugar. Recuerdos como aquel de hacía más de
veinticinco años cuando pensó haber recuperado a su creadora.
La había llevado por el bosque hasta su cueva
debajo de la iglesia, pero aquel hombre se la había arrebatado.
Estuvo un buen rato rumiando esos pensamientos antes
de ponerse de nuevo en marcha.
Camino con esa agilidad característica de su
existencia y en pocos minutos estuvo subiendo el último cerro antes de bajar
hasta el Álamo. Desde allí se veía la mina, a su izquierda. Allá arriba, las
luces artificiales rompían la normalidad del bosque y pensó, con cierto dejo de
amargura que en algún tiempo, allí había estado su hogar.
Decidió ir a dar una vuelta por los alrededores.
Así que desvió su ruta hacia allá.
Llegó hasta donde los árboles aún estaban intactos,
justo donde la tierra había sido removida por aquellas enormes máquinas de
acero.
Era veinticinco de diciembre y había poco personal
en las instalaciones.
Estuvo rodeando el lugar, sin salir en ningún
momento de las lindes del bosque. Contó una media docena de hombres diseminados
por aquí y por allá, cada quien enfrascado en sus propios asuntos.
“Sangre” pensó emocionado.
Allí había más sangre y al alcance de la mano.
Sus ojos, codiciosos, casi humanos, casi parecidos
a los de su dueña atisbaron durante un buen rato aquella deliciosa comida.
De repente, y como si su memoria selectiva le
avisara que pusiera más atención, percibió un olor conocido y añorado. ¿Sería
posible que ella estuviera de nuevo cerca?
Separó, como hacía siempre, un olor de otro hasta
dejar sólo el que le interesaba y lo absorbió con avidez. Sí, no podía ser otro
que él de ella. El de su ama. El de su madre creadora.
¿Pero dónde?
Siguió el rastro del perfume característico y se
fue acercando, siempre sin abandonar la protección de los árboles, hasta una
casa de madera y vidrios modernos y techo de color rojizo. De allí procedía el
olor.
Se asomó a una de las ventanas de dónde procedía el
olor con mayor persistencia. Se trataba de una de las ventanas de vidrio que
estaba dirigida hacia el pueblo del Álamo. Desde el interior seguramente se
tendría una visión panorámica de todo el pueblo allá abajo.
El tulpa, sin dejar de olisquear con vigor,
expandiendo sus fosas nasales, se asomó a dicha ventana. Allí no había nada,
pero estaba seguro que era el inconfundible olor de su creadora. Allí, en el
interior, lo que había era una cama muy grande con las sábanas muy bien
tendidas y otros objetos que a los humanos les causaban sensación de seguridad.
Rodeó la vivienda y estuvo oliendo los distintos
rincones para encontrar más. Por todos lados estaba su olor, pero donde con
mayor poder se concentraba era en el dormitorio.
Su corazón, si es que lo tenía, se alegró. Por fin
volvía a encontrar a su creadora.
Pero ¿Dónde estaría ella en aquel momento?
Olisqueó un poco más para seguir las líneas de su
olor y muy pronto las encontró en el parqueo que estaba unos metros abajo.
Salió siguiendo el rastro, corriendo, por la carretera hasta llegar a la garita
de los militares que vigilaban la entrada a las propiedades de la Jonathan
& Esteban Minera. Allí, debido a la carencia de árboles se detuvo a
observar desde lejos. No era inmune a las balas y había observado en el pasado,
sobre todo en su persecución a aquel hombre, que eran hierros que quemaban y
dolía.
Con sigilo, esperó hasta que se hiciera más tarde
para salir a campo abierto.
A su máxima velocidad que era capaz de ocultarlo de
los ojos lentos de los humanos, llegó a la carretera y de allí volvió a
encontrar el rastro de su dueña. Lo siguió con el hocico levantado hasta que
llegó al río de asfalto. Lo miró con curiosidad preguntándose qué había
sucedido con aquellas calles de tierra de hacía tiempos. Los automóviles, con
sus luces de todos colores iban y venían anunciándole que ya no era lo mismo de
antes. Algo, o muchas cosas, desde que salieran en persecución de aquel hombre,
habían cambiado.
Estuvo un buen rato mirando hacia las luces y
decidió que no era nada seguro seguir siguiendo aquel rastro. Pero además, su
posible madriguera era posible que hubiera sido descubierta y taponada de
nuevo. Tenía que decidir qué hacer al respecto. ¿A dónde ir? ¿Dónde esperar?
Se volvió y comenzó a bajar por el camino que
llevaba al Álamo.
En el camino debió encontrarse con el cuerpo vacío
de aquella vaca, pero allí ya no había nada. Del cuerpo del otro muchacho allá,
enfrente donde viviera su ama tiempo atrás, seguramente también había sido
retirado. ¿Y los treinta y tres del otro lugar?
Quizás, después de todo, no había sido muy buena
idea ir por allí buscando tanta comida si tenía cerca su dueña. Ella sabía cómo
darle energía utilizando sus palabras mágicas. Y esa energía duraba mucho más
que toda aquella sangre.
Decidió mantenerse cerca del lugar para volver a
encontrarla, y esta vez, sí, llevarla hasta su madriguera y allí transformarse
de una buena vez en algo mejor.
Estaría pendiente de su olor.
Si había estado en aquella casa de la mina varias
veces era seguro que volvería a estarlo. Y él estaría allí, esperando.
Aguardando el momento final para fusionarse con ella. Para siempre.
***
El sacerdote que atendía la iglesia del Álamo no
había regresado, ni lo haría ya nunca, al Álamo. La impresión de aquellos
sucesos justo enfrente del altar le había causado una fuerte impresión y
además, durante todos los días que había acudido al pueblo apenas unas seis
personas se habían acercado a recibir misa o a pedir consejo.
“Es un pueblo sin fe y sin Dios” le había
comunicado al superior de la diócesis a la cual estaba asignado.
El arzobispo le había mirado y dando un largo suspiro
tomado una especie de libreta. La abrió y le dijo:
“Su nueva feligresía será la de Santa Elena. Es un
pueblito a unos cinco kilómetros de Tegucigalpa a donde se llega por…”
Así pues, su destino había cambiado, y estaba
seguro que para mejor.
Además estaba aquel raro olor que parecía
impregnarlo todo.
De aquello no le había hablado a nadie porque
posiblemente lo hubieran considerado un enfermo mental. Pero estaba seguro de
su existencia como lo estaba de su fe por Jesucristo.
Todos los días, al llegar al lugar percibía un
extraño olor a podrido. Al principio había creído que era algún animal muerto,
o algún trapo dejado en algún rincón húmedo. Así que con la ayuda del sacristán
lo habían buscado. Nada. No habían encontrado absolutamente nada.
“Debe ser una rata muerta en algún lugar” –le dijo
el sacristán.
“Sí, pero ya hemos buscado por todos lados y nada”
“O alguna madriguera de conejos. Por estos lados
hay muchos”
Pero allí había terminado la búsqueda. Sólo durante
las escasas misas que ofrecía, y mientras elevaba el sagrado cuerpo de cristo
en la patena, le parecía volver a percibir con mayor intensidad aquel fuerte
tufo. En alguna ocasión hasta se había disculpado con sus seis concurrentes
para decirles que era algún animal muerto oculto en alguna madriguera. Sus
escuchas parecían acostumbrados al olor y no dijeron nada.
Esos dos fenómenos, más la escases de creyentes, le
habían llevado a renunciar al Álamo. No se arrepentía de haberlo hecho y
además, en este punto, dicho sacerdote sale para siempre de la historia.
***
El tulpa regresó a el Álamo a media noche cuando
todos sus habitantes estaban dormidos. Se acercó a la ermita y observó con
mucha atención para descubrir algún posible cambio.
Todo parecía seguir en el mismo estado en el cual
lo abandonara en la madrugada de ese mismo día que ahora terminaba.
Subió por la pared de la parte trasera donde había
realizado aquel agujero en el vidrio y lo alcanzó con facilidad. Se metió por
él y observó el interior. Olió, porque su mejor arma eran los olores, para
encontrar nuevos olores allí, pero no los había. El lugar había permanecido a
sola durante todo aquel tiempo y el agujero continuaba tal como lo dejara al
salir.
Descendió y se introdujo en el agujero con rapidez.
Se detuvo unos segundos para contemplar la boca del
agujero. Era pequeña, no mayor de un medio metro de ancho, pero a cualquiera
que entrara allí le llamaría la atención y quizás buscara en el fondo.
Con esta idea volvió a salir del agujero y
contempló a su alrededor, en el interior lo único que había eran bancas, el
altar y aquel hombre guindado allí, desnudo. Ese hombre siempre le inquietaba
porque estaba sangrando, pero su sangre no era de verdad. Además, estaba seguro
que algunos de los conjuros de su ama, se relacionaban con él. Recordaba
vagamente, que veinticinco años atrás, aquel hombre que había matado y que le
había arrebatado a su ama, lo mencionaba continuamente. Pero, ahora, viéndole
allí, no le daba ningún temor. Pero dicho por aquel hombre le causaba dolor. Un
gran dolor.
Apartó de allí la mirada y descubrió, justo detrás
de este hombre, una especie de biombo de color blanco. De hecho aquella especie
de pared de cartón era la que ocultaba la puerta que llevaba hacia la sacristía
justo detrás del crucifijo.
Fue hacia ella y la examinó llegando a la
conclusión de que aquello le podría servir de algo. La hizo caer y la arrastró
con el hocico tal como lo haría un perro que quiere jugar y arrastra la rama
para que su amo la vuelva a lanzar a una considerable distancia. La llevó hasta
el agujero y allí la colocó. Quizás ocultaría un poco el hueco y no sería
descubierto a simple vista, pero no lo haría por mucho tiempo. Presentía que no
necesitaría mucho tiempo para atraer de nuevo hacia sí, a su dueña.
Se metió de nuevo en el hueco y con ambas patas,
similares a las humanas, arrastró el cartón hasta dejar cubierto el agujero.
Contempló su obra y estuvo de acuerdo que estaba bien. Serviría. Satisfecho,
entonces, se internó en su madriguera.
Avanzó muchos metros antes de encontrar el lugar
exacto donde había vivido durante los últimos cuarenta años. Sabía que si
seguía avanzando llegaría hasta aquella inmensa cueva. Cueva que había
descubierto gracias a aquellos dos seres humanos y el perro que habían pasado
por allí provenientes de un lugar distinto a ese. Seres que le habían
inquietado, sobre todo la mujer, por el olor que despedía. Un olor tan parecido
al lugar de donde lo habían arrebatado a él y del cual no quería acordarse por
doloroso.
Se echó sobre su amoldado lecho y cerró los humanos
ojos rojos.
La espera, se dijo, parecía haber llegado a su fin.
Sólo tenía que estar pendiente. Salir de vez en cuando. Observar, oler y cuando
ella estuviera lo suficientemente cerca, la atraería y se fundiría con ella de
una vez para siempre. Para la eternidad.
***
Durante las horas del día de aquel veinticinco de
diciembre, la población del Álamo, se había levantado casi a las diez de la
mañana y como sucede siempre en tal fecha, con hambre.
Era día de asueto y las únicas ventas posibles eran
las de la comida. Así pues, casi al mediodía, éstas últimas comenzaron a olerse
y verse por toda la calle principal y las personas comenzaron a llenar los
puestos de ventas como hormigas tras los granos de azúcar.
No fue hasta las once de la mañana, cuando llegó un
carro repartidor de agua purificada cuando comenzó el nuevo murmullo. El hombre
de dicho carro repartidor se había detenido en el camino a observar a un grupo
de personas alrededor del cadáver de una vaca.
—¿Qué pasó? –preguntó.
—Parece que un animal salvaje atacó a este pobre
animal –le respondió uno de los campesinos alrededor del cadáver del animal.
—Lo raro –comentó otro—es que no tiene ni una gota
de sangre. Como si se la hubieran sorbido toda.
—¿Y de quién era? –preguntó el conductor del auto
repartidor.
—Mía –dijo el primer hombre que había hablado.
Todos, que no eran más que cinco hombres, todos
campesinos, lo miraron como con cierto dejo de tristeza en la mirada. Todos
eran pobres y perder un animal de aquel calibre siempre conllevaba tristeza.
—Se me salió anoche del corral –explicó el hombre—.
Quizás fueron los cohetes y vino a dar aquí. Casi siempre se me escapaba y
siempre la encontraba por estos rumbos, pero hoy no ha sido su día. Alguien o
algo la atacaron y le sacó toda la sangre del cuerpo.
Después de esto, el hombre repartidor había
regresado a su auto y puesto en marcha el motor. Descendió al pueblo y comenzó
a regar la noticia de que algo, o alguien habían dado muerte a una vaca de una
manera muy extraña. En menos de una hora la noticia, como reguero de pólvora,
recorría todo el pueblo.
Y a las dos de la tarde, el encuentro del segundo
cadáver, ahora de un muchacho, se mezcló con la otra historia y todos
estuvieron de acuerdo en que el mismo asesino había dado muerte a los dos seres.
A Rony Maradiaga lo encontró el mismo hombre que le
había dicho haber visto a su padre convidar a todos sus compañeros a beber y a
beber con su dinero. Don Roque Sandoval venía del Ocotal, algo somnoliento aún,
pero feliz por haber pasado una agradable noche en compañía de sus familiares
de aquella zona.
Cuando vio el cuerpo tirado justo a la orilla de la
calle, y justo enfrente a aquel portón de aspecto tan majestuoso que rezaba: La
Casona, pensó que algún borracho había sucumbido al licor y ahora dormía la
goma bajo los suaves rayos del sol del mediodía.
Iba a pasar de largo porque la experiencia le había
enseñado a no meterse con ese tipo de personas enajenadas por el alcohol, pero
algo del cuerpo tirado allí le llamó fuertemente la atención. Y era la camisa
de color oscuro con cuello alto. Le parecía haberla visto recientemente. Y como
un rayo cayó sobre su recuerdo la escena que había vivido con el muchacho de
los Maradiaga. Se lo había encontrado a la salida del pueblo al entrar. Eso
había sucedido después de la una de la madrugada.
Se detuvo entonces y con mucha lástima porque
estaba convencido que el hijo había tomado el mismo camino del padre se acercó
al cuerpo caído. Se agachó y lo palpó. El corazón estuvo a punto de parársele
cuando comprobó que aquel muchacho estaba muerto.
De inmediato se incorporó y se palpó el pecho
asustado. La impresión era muy grande. Respiró hondo y extrajo el celular del
fondo de la bolsa del pantalón. Marcó el número de su pariente en El Ocotal y
le pidió que avisara a la posta policial del pueblo.
En menos de media hora, dos hombres vestidos de
verde llegaban al lugar.
En efecto, Rony Maradiaga, de quince años,
originario del pueblo de Soroguara, estaba muerto. En poco tiempo, varias
personas comenzaron a llegar, y como los zopilotes a rodear la historia de
muchas vaguedades proponiendo hipótesis desde las más disparatadas a las que
pretendían ser lo más lógicas posibles.
Uno de los policías, al comprobar la muerte del
muchacho, llamó a la comisaría central y de allá le ordenaron mantener un
perímetro alrededor del cadáver hasta que llegara el médico forense. El médico
forense, llegó mucho después de las dos de la tarde y con la ayuda de los
mismos agentes levantó el cuerpo y lo depositó en el interior de una ambulancia.
A don Roque Sandoval, los agentes le pidieron
firmar una hoja por haber sido el primer testigo de la muerte del muchacho y
luego le dijeron que avisara a los familiares. El cuerpo sería entregado al
siguiente día en la morgue judicial de Tegucigalpa.
La ambulancia, con el cuerpo sin vida del joven, se
alejó del lugar de los hechos casi a las tres de la tarde. Hasta ese momento
don Roque pareció salir del letargo en el cual lo sumió el hecho. No lo podía
creer. Se imaginaba la reacción de la familia, del padre y de la madre a
quienes conocía muy bien desde hacía muchos años, y se sentía triste. ¿Cómo era
posible que la vida de un ser humano se cortara así de golpe como si se tratara
de cualquier cosa?
Los curiosos, venidos desde El Ocotal, se fueron
dispersando poco a poco, comentando y haciendo sus propias suposiciones al
respecto. Pero, como había sucedido con la vaca, todos aquellos comentarios se
centraban en la palidez completa del cadáver. Muchos aseguraban no haber visto
algo así jamás.
“Está tan pálido” –pensó don Roque mientras tomaba
su propio camino hacia Soroguara que desde el principio había sido su destino.
Y en efecto, toda la piel del muchacho, parecía
sumida en las más pálida de las expresiones corporales, como si en el cuerpo no
tuviera ni una simple gotita de sangre.
“Además, estaba tan helado a pesar del sol que caía
sobre él”
Al tocarlo en primera instancia, al creerlo
borracho, le había empujado con una mano el hombro. Lo primero que le dijo que
de aquel cuerpo ya se había ido el ánima, fue la rigidez de los músculos y
luego lo helado que se había pasado del cuerpo yaciente hacia el suyo. Fue como
tocar un cubito de hielo.
Con aquellas ideas y reflexionando sobre la
fragilidad de la vida, don Roque Sandoval, tomó el camino hacia Soroguara. Sin
saberlo tomó los mismos senderos y atajos que el muchacho había tomado en su
camino hacia el Ocotal.
Pasó por la misma pulpería, por el mismo cerco, por
las mismas piedras y hasta por los mismos riachuelos. Su mente, la cual aún
estaba adherida a su alma, parecía absorta en eso, en la fragilidad de la vida
y que ésta, al igual que aquellas cosas divinas, estaba unidas por los mismos
hilos de plata.
Llegó a Soroguara a las cinco de la tarde y veinte
minutos después entraba al terreno de los padres del joven.
—Hola –saludó tratando de buscar las palabras
adecuadas y esa había sido una porque decir buenas
tardes, era una mentira de a kilómetro como le decía su padre cuando vivía.
Aquella tarde no era buena y no podía comenzar así.
La madre de Rony estaba sentada en el mismo banco
de todos los días. En sus manos tenía una manta la cual bordaba con hilo rojo.
Parecía una flor encendida. Parecía, también, muy concentrada en su labor.
El padre del muchacho dormía la goma en el fondo de
su habitación y ni siquiera se dio cuenta de la llegada del amigo.
—Buenas tardes, don Roque –saludó la mujer—. Pase
adelante, siéntese, con confianza.
Pero don Roque Sandoval no quería sentarse con
confianza. Sólo quería dar la noticia y esfumarse de allí. Lo que siguiera a
continuación, a él no le interesaba. No quería ser partícipe de un dolor que le
parecía ajeno. Sí, había conocido a aquella mujer y a su esposo desde que eran
pequeños, así como él mismo lo había sido, pero estaba convencido de que
aquella pareja jamás debió de juntarse.
Sacudió la cabeza de manera mental a aquellas ideas
preconcebidas y dijo tratando de que su voz sonara lo más serena posible:
—Vengo a comunicarles una noticia ¿Está su marido?
La mujer detuvo el movimiento de sus manos viejas y
colocó sobre su regazo la manta. Miró a don Roque y con aquella mirada triste y
cansada que en los últimos años había adquirido preguntó:
—¿Le pasó algo a mi hijo?
Dicen que las madres saben de esas cosas. Ciertos
hilos invisibles les advierten cuando alguien de su familia pasa por algo. Esa
angustia de media noche, era seguramente, la advertencia de que a su hijo menor
le había sucedido algo. Él no había regresado en todo el día y se había
marchado enojado con su padre.
Don Roque no le dijo sí, ni no, sólo añadió:
—Lo encontraron muerto hace tres horas.
Nunca supo porque no dijo lo encontré muerto.
Quizás esa era una forma sutil de alejarse, distanciarse, del suceso.
Se quedó mirando a la mujer unos segundos y luego
se dio la vuelta. Alejándose para siempre de esta historias.
La madre de Rony Maradiaga comenzó a agitar el
pecho por las rápidas respiraciones que de repente parecían necesitar sus
pulmones y luego sus ojos se anegaron de lágrimas. Lágrimas que descendieron
por su arrugado rostro hasta confundirse con sus viejas ropas.
—Mi pequeño –dijo entre sollozos—. Mi bebé.
No hay comentarios:
Publicar un comentario