martes, 3 de enero de 2017
CAPÍTULO PRIMERO
CAPÍTULO PRIMERO
2015
Noviembre es un mes bastante raro en las tierras
hondureñas. Los días suelen ser lluviosos, fríos, calientes o los tres tipos al
mismo tiempo. En un solo día se pueden experimentar los tres.
El diez de noviembre, martes, de dos mil quince,
fue un día de esos.
Por la mañana, amaneció muy helado, al mediodía
hizo sol y por la tarde comenzó a llover.
Carlos Alberto Miranda Flores, a las seis de la
tarde, y bajo una suave brisa helada, vio, con tristeza que el motor de su
viejo Toyota se detenía una vez más.
—Oh, Dios –exclamó mirando hacia el cielo al tiempo
que con el último impulso subía el automóvil sobre la acera.
El motor se había apagado una vez más, la quinta
vez aquella semana. Ahora había sido en el anillo periférico donde miles de
automóviles pasaban a gran velocidad junto al suyo.
Colocó la emergencia cuando estuvo subido sobre la
acera con dos de sus ruedas y otras dos sobre la autopista.
“Debe de ser la batería” pensó esperanzado.
Los últimos días había sido eso: la batería que
parecía helarse junto a todo el motor cuando percibía la presión atmosférica
del agua. Pero no era para tanto. Apenas caía una suave brisa sobre
Tegucigalpa, nada más.
Se bajó del auto después de jalar el seguro de la
capota.
Se acercó a la trompa del viejo automóvil y la
abrió. El motor, mudo testigo de su desgracia lo miró impasible desde su lecho
entre cables y cables. El auto era un modelo de finales de los ochenta y era un
verdadero milagro que aún anduviera. Y aunque todos manejaban la filosofía de
que lo mejor era lo hecho en aquellas épocas, él comenzaba a dudar de su
suerte.
—¿Qué te pasa, cacharro mío? –le dijo al auto
tocando los bornes de la batería. Éstos estaban calientes y de inmediato apartó
la mano de allí.
Tomó un sucio trapo que justo allí, apretado junto
a la batería, cargaba. Este trapo parecía haber pasado por mucha grasa y mucho
aceite de negro y liso que estaba. Pero aun así lo utilizó para tocar con él,
los calientes bornes de la batería. No estaban flojos.
Se apartó de ellos y colocándose casi sobre el
radiador comenzó a mirar los cables eléctricos que aparecían aquí y allá como
una maraña de fideos medio cocidos. Pues a simple vista nada parecía fuera de
lugar aunque seguramente lo estaba.
—Veamos, preciosura –le murmuró a la medidora del
aceite extrayéndola y observando que además de oscuro, la línea parecía estar
en el nivel adecuado.
¿Desde cuándo no había hecho cambio de aceite? Mmm.
Quizás se hubiera pasado unos cuantos kilómetros, pero no por eso el auto iba a
dejar de funcionar ¿No?
El problema, con Carlos Miranda, era su situación
económico. Lastimosamente no era tan exitoso como sus hermanos mayores y
parecía que una especie de mala suerte le perseguía desde la infancia.
“No te preocupes, hijo –solía decirle su madre—cuando
la suerte llegué ya nunca más te abandonará”
Pero esa suerte se le venía negando desde hacía
muchos, muchos años. Ni siquiera se había casado debido a esa mala suerte. Y 37
años no son una edad nada aprovechable para la crianza de los hijos. Aunque,
tenía varios amigos que habían comenzado su vida de pareja muy, muy mayores.
“El problema tuyo –solía decirle su hermana— es que
eres muy indeciso. De las novias que has tenido, siempre has encontrado algún
defecto para rechazarla, como si tu no tuvieras un montón”
No alegaba la carencia de defectos, pero, lo de
indeciso sí. Se había metido a tantos negocios después de salir de la
universidad que ya no recordaba tantos. Si hubiera sido indeciso no se hubiera
arriesgado con ninguno. No era indeciso, quizás un poco soñador, sí, pero
indeciso, no.
“Deja que te ayudemos, hijo –solía insistir su
padre— cuando lo veía fracasar y fracasar en uno y otro negocio”
“No –solía decirles con énfasis—, yo tengo que salir
adelante por mis méritos y mi trabajo”
Y en esa idea se cerraba como en el cascarón de una
tortuga.
Así que aquello del automóvil sólo era una causa de
aquello, según su familia.
Pero a pesar de todo eso, desde hacía diecisiete
años, se defendía sólo en eso de la supervivencia. Vivía sólo en un apartamento
el cual él mismo pagaba y tenía un trabajo algo variable en la cuestión de
proporcionarle medios de subsistencia, pero allí iba: sobreviviendo.
Tenía una carrera universitaria la cual,
lastimosamente, no le daba para vivir. Era ingeniero de minas. Desde pequeño, y
no sabía porque, se había apasionado por las minas de una manera completa y
absorbente, llevándolo al extremo de que todos sus juguetes tenía que ver con
excavadoras y trituradoras de materiales pesados. Su madre sostenía que ese era
el don que Dios le había enviado a desarrollar y que era por algo. Él seguía
esperando, y nada. Había trabajado algún tiempo en varias minas, pero ninguno
de aquellos trabajos le satisfizo lo suficiente. En todos sus trabajos era más
administrativo que operativo. A él le gustaba meterse en las minas, explorar y
descubrir, no estar sentado en un sillón ordenando y haciendo que se cumplieran
sus órdenes.
Su carrera universitaria, entonces, no le daba para
vivir y tenía que conformarse con otras cosas. Cosas que le parecían muy poco
motivadoras.
Sus padres, y sus hermanos, eran millonarios. Y no
podía negar que a veces le daba un poco de envidia aquella vida. Su madre,
retirada ya, había sido una de las doctoras más famosas en los años setenta y
ochenta y más de algún hospital llevaba su nombre. Su padre era un famoso
conferencista cristiano solicitado por muchos canales de televisión, en el
extranjero y el país. Sus dos hermanos, Dilcia, la mayor era una cirujana dentista
y Jorge un exitoso empresario de las máquinas para hacer ejercicios en línea.
Sólo él se había quedado en el intento de ser algo importante con su vida.
Todos estaban casados felizmente, menos él. ¿Por qué? Se preguntaba a veces con
una angustia desesperanzadora.
Sólo esa semana ya se le había quedado el automóvil
dos veces. Y cada vez el motivo era diferente.
“Paciencia, hijo. Paciencia” solía decirle su santa
madre cada vez que le ocurrían esas cosas.
Sacó el teléfono celular para llamar a una grúa cuando
se enteró que el teléfono estaba descargado. Cerró los ojos y contó hasta diez.
La brisa, con sus finas gotitas de lluvia se
convirtió en un fuerte aguacero en menos de lo esperado. Cerró el capó y corrió
a meterse en el auto. La lluvia se volvió torrencial y la noche cayó con ella.
Carlos Alberto le dio vuelta a la llave para saber
si su suerte había cambiado. Nada. Ni siquiera el tablero encendía. Así que no
podía ni siquiera escuchar música.
“¿Qué hago, qué hago?” se preguntó sin
desesperarse.
Quizás esa era una de sus máximas virtudes: el no
desesperarse nunca en ninguna situación. Quizás por eso, también, había logrado
sobrevivir tanto al fracaso.
—Pero todo tiene un límite –se dijo sonriendo en la
semipenumbra del interior del auto.
Esperó a que pasara el agua, pero esta parecía no
querer pasar. Aumentaba su ímpetu rebotando con mucha fuerza sobre el techo y
los vidrios. No estaban cayendo truenos ni relámpagos, pero parecía que sí con
el estruendo que armaba la lluvia.
Ni siquiera tenía forma de saber la hora. El único
reloj posible era el del celular y éste estaba muerto. El radio de su auto era
de esos que aun funcionaban a casete apenas, no digamos haber entrado en la era
digital. Así que se estiró sobre el asiento del conductor a esperar. Que al fin
y al cabo era lo único a hacer.
Se adormiló después de unos veinte minutos y estaba
profundamente dormido sin ponerle más mente a su problema cuando lo despertó el
estruendo. Había sido algo parecido a un trueno, pero al mismo tiempo no lo
era.
—Oh, cielos –dijo mirando hacia el frente. Hacia
allá, entre la bruma de la gris tormenta que se escurría por los vidrios, le
pareció ver una especie de llamas.
Vio muchos autos deteniéndose junto al suyo y
comprendió de inmediato lo que había sucedido: un accidente.
Sin pensarlo y porque entre las muchas cosas que
había hecho en su vida era la de ser voluntario de la Cruz Roja en grado de
socorrista, abrió la puerta y salió. Estaba preparado para atender personas en
estado de gravedad, por lo menos hasta que se acercara un médico de verdad.
Los automóviles, sobre todos los del carril derecho
que era donde había ocurrido el accidente se habían detenido con las
intermitentes encendidas y pronto se formaría allí una enorme fila. La tormenta
había amainado un poco, pero no tanto como para no empapar un cuerpo en menos
de un minuto. Por lo menos los focos del alumbrado público lo iluminaban todo
con mucha claridad. El accidente había sido entre un turismo Yaris contra la
cola de una rastra que seguramente había frenado de un solo sin darle tiempo al
automóvil trasero a hacerlo al mismo tiempo.
El Yaris había introducido su trompa debajo de la
rastra y se veía un poco aplastado el vidrio delantero. Y del motor del auto
pequeño parecían estar saliendo una serie de llamas mezcladas con humo. La
noche le daba a la escena una tonalidad de fatalidad completa. Dentro de los
autos que se habían detenido algunas personas ya se habían acercado al lugar.
Alguien gritó:
—¡Hay una mujer herida!
—¡Está atrapada! –casi lloró una mujer que miraba
del otro lado.
En realidad solo esas dos personas se habían
acercado y luego alejado debido al humo y a las llamas que pese al aguacero se
negaban a apagarse.
Carlos Alberto, con pasos firmes y rápidos se abrió
paso entre los coches hasta llegar a donde el hombre había dicho que había una
mujer herida.
En efecto, se trataba de una mujer joven (quizás de
unos veintidós años), de cabellos rubios, cortos a la altura del cuello y
parecía estar desmayada sobre el timón. Una hilillo de sangre salía desde algún
lugar de su cabeza. Carlos Alberto temió lo peor.
—¡Quítese de allí, hombre! –Gritó alguien a sus
espaldas—. De un momento a otro eso puede estallar.
Carlos pensó, en una fracción de segundo, aquella
advertencia. Pero como estaba mirando a la mujer en el interior del auto optó
por echarla a un lado. Sin pensarlo mucho buscó el jalador de la puerta y trató
de abrirla. No se abrió. Había quedado doblada justo encima de la puerta.
Sin perder la calma y sintiendo que chorros de agua
y de calor le estaban corriendo por la frente, analizó la situación. La mujer
estaba sentada, doblada sobre el timón y con el vidrio casi roto sobre su nuca.
El asiento, sobre el cual estaba sentada, no se había movido de su posición
normal erguida. Eso significaba que el único golpe había sido contra la trompa
y un poco sobre el vidrio. No estaba tan mal la situación después de todo.
Introdujo una mano y le palpó el cuello a la mujer
buscándole la carótida. La encontró y allí estaba el pulso. Estaba viva. Así
que valía la pena hacer el intento de sacarla de allí. De inmediato abrió el
haciendo trasero y metiendo la mitad del cuerpo buscó abajo el seguro para
hacer el asiento hacia atrás.
Cuando hizo esta operación, notó que sobre ese
asiento, el trasero estaba un pequeño como de cuatro años llorando y diciendo:
—¡Mami! ¡Mami!
El niño, gracias a Dios, tenía puesto el cinturón
de seguridad.
—Tranquilo –le dijo con firmeza Carlos— La vamos a
sacar.
El niño no pareció tranquilizarse. Estiraba sus
manitas hacia adelante como si quisiera atrapar a su madre. Adelante, el fuego
parecía producir más humo que nunca. A él le estaban comenzando a latir las
venas en la frente por el mal olor y por la situación.
Le quitó el cinturón al niño y tomándolo con fuerza
y con los dos brazos lo sacó.
El niño al sentir las frías gotas de lluvia sobre
su cabeza pareció detenerse en el llanto, pero lo continuo apenas entendió lo
que sucedía.
Carlos corriendo le entregó el niño a una mujer que
estaba detrás, muy detrás del auto.
—Sosténgalo –le dijo.
La mujer agarró al niño y con abrazo maternal lo
llevó hasta su pecho. El niño seguía llorando y pidiendo a su mami.
—Ya, ya –le dijo la mujer sin apartar la visa del
hombre que había vuelto a correr como loco bajo la lluvia hacia donde se veían
las llamas.
Carlos volvió a meterse por la puerta trasera y
miró el asiento junto a la conductora. No fuera que…
Sintió que el corazón le daba un vuelco como de un
kilómetro. Allí, apoyada contra la puerta y aparentemente dormida estaba una
niña vestida de negro. Era rubia y tendría unos seis años.
Corrió hacia el otro lado del auto y tiró de la
puerta. Ésta si abrió. Y la niña que parecía se iba a caer al suelo quedó
colgando del pecho por el cinturón. Además se había disparado la bolsa de aire.
La niña tenía la nariz manchada de sangre. Le buscó el pulso y le pareció
encontrarlo, pero más débil que el de la mujer.
“Cielo santo –pensó Carlos”.
Su padre que en alguna época de juventud había sido
sacerdote, cuando eran niños les había enseñado a en vez de decir maldiciones
cuando sucedía algo mejor utilizar expresiones como Dios santo, Dios mío, cielo
santo… y frases así, siempre insistía en que las palabras son lo más poderoso
del ser humano y no hay que desperdiciarlas.
Con mucho cuidado, pero con rapidez, sin apartar su
mente de las llamas que tenía enfrente, Carlos, desató a la pequeña del
cinturón y con mucho cuidado, sobre todo de que la cabeza no colgara, la sacó y
la llevó bajo la lluvia hacia otra mujer que junto a la otra miraban hacia el
auto.
—Sosténgala, por favor –le dijo a la mujer.
Ésta al ver que era una niña bastante grande llamó
a alguien de entre la multitud para que la ayudara. Pero Carlos allí se la dejó
y sin perder tiempo volvió al auto. Ahora por la puerta que había sacado a la
niña. Le parecía que por allí iba a ser más fácil extraer a la mujer.
Uno de los hombres que estaban cerca se atrevió a
acompañarlo.
—Le ayudo –le dijo.
Carlos no pareció escucharlo, pero si lo había
hecho porque cuando abrió de nuevo la puerta le dijo:
—Manténgala abierta.
—Apúrese –le dijo el otro tratando de sostener la
puerta abierta pero manteniéndose lo más lejos posible de la trompa del auto.
Las personas, temiendo una explosión habían formado
alrededor del auto en llamas un perímetro como de unos quince metros.
Carlos empujó el asiento donde estuviera la niña
totalmente hacia atrás y eso le permitió tener mayor maniobrabilidad sobre el
asiento de la mujer adulta. Echó, con mucho cuidado, el asiento hacia atrás
donde estaba la mujer y le quitó el cinturón de seguridad. Metiendo ambas
manos, la derecha por debajo de sus piernas y la izquierda por debajo de sus
brazos hasta rodearle el cuello, la suspendió. Sintió un fuerte tirón, por lo
incómodo de la posición, sobre su cadera y pujó al elevarla unos centímetros
sobre el aire.
—¡Jumm¡
Despacio para no dejarla caer ni golpearla contra
nada fue saliendo despacio del auto.
Cuando ya la tuvo afuera y quizás ante el contacto
del agua fría, la mujer pareció reaccionar diciendo unas palabras incoherentes
y tratando se desasirse de los brazos del hombre.
—Tranquila— le dijo Carlos con suavidad muy cerca
del oído—, ya están los niños a salvo.
Esto pareció surtir un efecto mágico. La mujer dejó
de moverse y se dejó que la llevaran en brazos.
El hombre que le ayudara con la puerta, había
corrido apenas lo viera sacar a la mujer y ahora estaba con los demás.
Carlos llevó a la mujer hasta donde estaban sus
hijos. Allí, la colocó despacio sobre la
trompa de un auto.
—Consigan un auto para llevarlas al hospital y un
perfume fuerte para darle oler a la mujer –ordenó.
Varias personas se movieron de inmediato.
—Ya llamaron a los bomberos –dijo alguien.
—¡Apúrense! –dijo una voz de mujer entre la lluvia.
—No se acerquen a ese auto –dijo un hombre con voz
ronca— en cualquier momen…
BOOM
No fue una explosión espectacular o monstruosa,
simplemente una simple explosión que removió el cabelló de algunos allí
presentes.
—Dios santo –dijo la mujer que con otra sostenían a
la niña inconsciente.
El niño al ver a su madre sobre la trompa de un
auto se había soltado de la mujer que lo estaba cargando y había corrido junto
a su madre aun llorando. Algunas mujeres trataron de apartarlo, pero Carlos les
dijo:
—¡Déjenlo! Le puede ayudar a la madre.
En efecto, la madre que parecía aturdida, al sentir
la presencia de su hijo lo buscó y lo abrazó con fuerza. El niño lloraba
amargamente.
—Lula… Lula –decía entrecortadamente.
—¡Mami! –decía el niño.
—¿Y Lula… mi niña?
Carlos al comprender que la mujer preguntaba por la
pequeña se agachó ante ella y la examinó. El pulso estaba bien, y respiraba,
pero no había recuperado el sentido. Tomó a la pequeña en brazos y se la acercó
a la madre.
—Aquí está –le dijo—, pero está dormida.
La mujer con los ojos anegados en lágrimas y lluvia
miró a su hija y le acarició la frente.
—¿Se pondrá bien? –le pregunto a Carlos como si
éste fuera un médico o algo parecido, pero también porque parecía quien
dominaba la situación.
—Sólo perdió el conocimiento –le explicó Carlos—.
No se preocupe. La ambulancia, o un auto nos llevarán al hospital.
—Gra… gracias dijo a mujer sin soltar a su hijo.
Mientras que dos mujeres la sostenían a ella por los brazos.
Tuvieron que esperar un par de minutos antes de que
alguien llegara con un frasco de
perfume. Carlos lo tomó. Se echó un poquito en la mano y lo olió.
—Esto puede servir –dijo echándose un poco más en
la palma de la mano pero evitando que la lluvia le tocase.
Aplicó su mano perfumada muy cerca de las fosas
nasales de la mujer y le dijo:
—Aspírelo. Esto le ayudara a recuperar un poco más
la consciencia.
La mujer lo hizo.
Luego, utilizando la misa técnica, aplicó el
perfume a la niña. Ésta tardó un poco en reaccionar, pero cuando lo hizo le
apartó la mano a Carlos con fuerza. La madre al ver que su hija abría los ojos
la tomó en brazos.
—Se ve que sabe mucho –le dijo una mujer madura a
Carlos.
—Simples primeros auxilios –les dijo Carlos sin
jactarse. Algo que también sus padres les habían enseñado.
Cuando llegó la ambulancia, media hora más tarde,
la mujer ya estaba totalmente restablecida y sólo tenía un pequeño corte en la
cabeza, la pequeña que se había recuperado totalmente también, sólo había
sufrido una breve hemorragia nasal. Quien no había recibido más que el golpe
emocional era el pequeño.
Durante aquella media hora, llegó la policía,
hicieron lo de siempre que en estos casos es nada porque a la larga quien pega
paga aunque no haya tenido la culpa, Carlos se presentó a su nueva amiga y a
sus hijos. Y parecía mentira, pero, hasta sonriendo estaban media hora después.
La mujer llamó por un celular prestado, pues el
suyo había quedado dentro del auto antes de incendiarse, y se comunicó con su
madre y con su esposo. Les informó del accidente y de como un valiente
caballero los había salvado. Carlos que se había alejado un poco de ella, con
discreción, en ese momento parecía distraído mirándole la nariz a la niña quien
con toda confianza se dejaba revisar las fosas nasales.
—Fue un buen susto –dijo la mujer tocándose el
chichote que se le estaba formando en la cabeza.
Al final rechazaron los servicios de la ambulancia
y la grúa se llevó el chamuscado vehículo. El transito se hizo normal y no
tuvieron que esperar mucho para que llegaran dos lujosísimos automóviles a la
escena. De uno de ellos bajó una mujer de unos cuarenta años, también rubia y
del otro un hombre más o menos de la misma edad que la accidentada.
La tormenta había terminado y soplaba una suave
brisa, serían ya casi las nueve de la noche y para Carlos habían sido horas muy
provechosas en lo que se respecta a la ayuda del prójimo.
“Todo en la vida –decía su madre—tiene una función
especial. Nada sucede al azar”
En aquella espera de treinta minutos, Carlos
conoció a las personas a las cuales, había salvado la vida (de esto no había
ninguna duda). La mujer se llamaba Alma Beatriz Moncada Landa, tenía 24 años y
estaba casada con Alejandro Flores de 25 años, tenían dos pequeños hijos, los
allí presentes Lourdes (Lula) Esmeralda Flores Moncada de 6 años y Joel
Alejandro Flores Moncada de 4 años. Por alguna razón que el destino le iría desmadejando
más adelante, él le había salvado la vida al setenta y cinco por ciento de la
familia.
—Fue Dios –les dijo emocionado Carlos después de
explicarles el motivo por el cual estaba detenido allí en ese momento—. Él me
obligó, de alguna manera, a detenerme justo aquí y a esta hora. Fue Él. Yo sólo
soy un instrumento.
—Pues, le estaré eternamente agradecida a Dios y a
usted por habernos salvado la vida –dijo la mujer con lágrimas en sus claros
ojos.
—Mejor a Él –dijo con sencillez Carlos señalando hacia
el cielo.
—No sé cómo agradecérselo…
Cuando llegaron los demás parientes, Alma Beatriz
les contó, también con lágrimas en los ojos, todo lo ocurrido. Para entonces,
Carlos ya se sentía un poco extraño allí entre ellos.
—Mi madre –le presentó a la mujer que llegara
segundos antes de comenzar a contar su historia.
—Mucho gusto –saludó Carlos dándole la mano a la
mujer rubia que tenía casi los mismo rasgos de la hija –Carlos Miranda.
—Es un placer, Anamaría Landa.
A Carlos aquel nombre le sonaba de algo, pero en
ese momento no lo asoció con nada ni con nadie.
—Mi esposo –presentó al hombre.
—Mucho gusto –saludó el esposo apretándole la mano—
Alejandro Flores.
—Él nos salvó la vida –dijo Alma Moncada abrazando
a su esposo. Los niños estaban agarrados a las piernas de la abuela.
Y allí fue donde contó todos los hechos donde
Carlos Miranda era el héroe central.
—Caramba –dijo el esposo de la mujer y padre de los
niños yendo hacia Carlos y tendiéndole de nuevo las manos, pero esta vez con
mayor emoción—. ¡Gracias! ¡Gracias! No tengo palabras para decirle lo mucho que
se lo agradezco.
—Como le expliqué a su esposa… fue Dio quien me
puso aquí. Mi auto –señaló su auto que estaba a unos quince metros del lugar de
donde se encontraban ellos—, se detuvo allá. Sin batería y me metí a esperar…
de repente escuché el sonido y fui a ayudar. Estuve en la Cruz Roja y tengo el
deber de ayudar a mi prójimo no importa quien sea.
—Gracias, de veras, muchas gracias –el hombre
parecía en realidad muy conmovido.
Doña Anamaría miró el auto de Carlos allá a los
quince metros y dijo:
—¿Si podemos llevarlo a algún lugar?
—Necesito llamar una grúa para que se lleve mi auto
a un taller y luego ir a casa… eso es todo.
—No se preocupe ahora mismo llamo a una grúa.
Y dicho y hecho, la mujer sacó su teléfono celular
y llamó una grúa.
—Venga –le dijo mientras ella se iba a su auto y
los demás a los suyos.
—Mi carro –dijo Carlos con algo de desesperación.
—Ya le dije al encargado de la grúa que pase por
él. No se preocupe. Venga. Lo llevo a su casa.
Antes de montarse al auto, Carlos se despidió de
las personas a las cuales les había salvado la vida. La más emotiva fue Alma
Beatriz quien le echó los brazos al cuello y llorando le dijo:
—Si no hubiera sido por usted, todos…
—No lo diga— le dijo él obligándola a no decirlo.
Los niños también se acercaron a abrazarlo.
***
Carlos Alberto llegó a su departamento pasadas las
diez de la noche. Aún no podía creer lo sucedido después del accidente. Pero en
realidad, si lo creía, su madre y su padre le habían enseñado a creer en
aquellas cosas, sobre todo su madre quien siempre había considerado que el
mundo era un lugar mágico.
“Nada sucede al azar” esa era su frase favorita.
Y él creía en todo lo que su madre le decía. Porque
a pesar de los frecuentes fracasos, él, seguía creyendo en la magia del mundo.
“Sólo debes dejar fluir las cosas. Todo tiene su
ritmo, su tiempo, su forma de ser”
Y ahora lo comprendía un poco más.
Después de montarse en el auto de doña Anamaría,
ésta le había preguntado sin rodeos y de un solo.
—¿A qué se dedica, Carlos?
—Soy agente libre en cuestiones de ventas. Pero mi
verdadera pasión es la minería.
—¿Es minero? –lo miró interesada.
—Soy ingeniero en minería.
—Oh, vaya. Que sorpresa.
—Eso es lo que me apasiona, pero he trabajado muy
poco en ello.
—¿Y eso por qué?
—No he tenido la oportunidad de hacer lo que a mí
me gusta que es andar metido en las minas. He tenido algunos trabajos, pero han
sido más como funcionario que como minero.
—¿Entonces usted sería feliz trabajando en una mina?
—Sería el hombre más feliz del mundo.
—Mmm. Que interesante.
Un momento de silencio se estableció entre ellos.
Sobre el parabrisas unas gotas muy gordas habían regresado. La tormenta parecía
volver con mayor fuerza.
—¿Ya cenó? –le preguntó de un solo mirándole de
reojo.
—La verdad –dijo algo apenado—, no.
—Pues vamos a cenar.
Y sin decir más había enfilado hacia el centro de
la capital.
—Usted dice que fue Dios quien lo puso en el camino
de mi hija –continuó la mujer sin apartar la vista de la carretera—. Yo no creo
mucho en él… pero sí creo en poderes que están en la naturaleza y que no
podemos comprender.
Carlos Alberto guardó silencio. Respetar las
creencias de los demás también había sido algo enseñado por sus padres. Y
siempre que se encontraba con dichas declaraciones solía apartarse y no
polemizar.
“Cada ser humano tiene su propia experiencia de
Dios –decía su padre—, así que no debemos irritarnos cuando alguien se aferra a
esa experiencia”.
—Ya –fue lo único que dijo Carlos como para indicar
que le escuchaba.
—Yo más bien creo en el destino –continuó la mujer—.
Si usted no hubiera estado allí, posiblemente otro sí.
Carlos no dijo nada pero recordó la reacción de
todas las personas mirando con miedo el fuego que salía de la trompa del
vehículo metido debajo del tráiler. Aunque, quizás la mujer tenía razón,
posiblemente era cuestión del destino, otro nombre que se le da al azar.
—Ya –volvió a decir.
—¿Qué tipo de comida le gusta?
—La de mar.
—Ok. Será de mar entonces.
En menos de diez minutos desde la pregunta del tipo
de comida, estaban sentados, uno enfrente del otro, en una mesa de un
restaurante cuyas especialidades eran las marinas. Ordenaron del menú y
mientras esperaban, la mujer le dijo a Carlos:
—Tengo una proposición para usted.
Carlos enlazó los dedos de ambas manos sobre la
mesa y se dispuso a escuchar de qué se trataba.
En el restaurante apenas había un par de docenas de
personas cenando. El ambiente era agradable debido a la tormenta que parecía
haberse incrementado en el exterior creando una especie de sonido adormecedor.
—Mi abuelo, que en paz descanse –miró hacia algún
lugar en el techo del local pero que quería significar ese cielo que está más
allá de lo material y continuó—, le dejó a mi padre una propiedad muy extensa
de tierra y siempre, mi abuelo, sospechó que allí había materiales preciosos:
oro y plata por lo menos, pero nunca comenzó a explotar el lugar. Mi padre,
estos últimos años, ha estado interesado en comenzar a investigar y si vale la
pena, comenzar con la explotación.
Carlos se animó sólo con la idea de excavar: su
pasión. Así que se echó un poco más sobre la mesa para demostrar su interés al
respecto siempre con las manos enlazadas.
—Me gustaría, en lo personal que fuera usted quien
hiciera los trabajos previos y si hay algo que valga la pena comenzar de una
vez con la explotación. Ya ves, eso se llama destino.
—Me interesa –dijo Carlos de verdad muy interesado.
—Le hablaré a mi padre de usted y luego le llamaré.
Estoy seguro que estará interesado también.
—Me parece estupendo.
La cena, según el paladar de ambos, estuvo
exquisita y hasta pidieron, con la venía de ella, un par de copas de vino rojo
para celebrar el haberse conocido como socios en eso de la explotación minera.
A Carlos, todo aquello, le pareció tan mágico en
realidad que cuando llegó a su departamento llamó a su madre. Ésta le contestó
al tercer timbrazo.
—Hola, ma.
—Hola, mi amor ¿Cómo has estado?
—Excelente. Quiero contarte algo.
—Espera que me siente, ya sabes que tengo 65 años y
no puedo estar todo el tiempo de pie. Ahora sí.
En pocas palabras le contó todo lo sucedido.
—Ay, hijo –le dijo la mujer desde el otro lado del
teléfono—, pero tampoco hay que andar arriesgándose así.
—Siempre recuerdo tus palabras y la de papá: déjate
llevar por la corriente.
—Bueno, pues. Lo importante es que todo salió bien
y tres vidas se salvaron. Además, eso de la mina parece prometedor. Espero que,
por fin, encuentres tu camino.
—Gracias, ma.
—¿Y cuándo te enterarás si en realidad habrá un
contrato?
—Doña Anamaría me prometió que este fin de semana.
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