V
Esa plática con su madre lo había dejado inquieto.
Sobre todo por la cuestión de las minas. Si había bajo tierra una mina de
dimensiones colosales que en línea recta atravesaba el país, se corría el
riesgo de derrumbe en cualquier momento. Esperaba que dicha oquedad pasara
muchos metros, o hasta kilómetros bajo tierra.
Otra cuestión a considerar era el origen de dicho
agujero. No era posible que la naturaleza hubiera creado, sola, un hueco tan
extenso en línea recta durante kilómetros y kilómetros. Pero si consideraba el
tamaño del universo comparado con aquello no era más que un diminuto vaso capilar
en la estructura de la tierra. Quizás, después de todo, si era posible.
Ahora, mientras cenaba con Anamaría, cuando ya todo
marchaba a la perfección en la mina y así parecía seguiría siendo durante mucho
tiempo esta idea le inquietaba. Mucho. ¿Y si realizaba una expedición a las
minas del Álamo? Ahora se había repoblado y por las noches muchos de sus
trabajadores bajaban allá a tomar un trago o simplemente a divertirse.
Palpó la idea con interés.
—¿En qué piensas? –le preguntó Anamaría desde la
mesa del comedor.
¿Desde cuándo habían empezado a tutearse? Ya no lo
recordaba, pero lo cierto es que se sentía muy bien a su lado. No podía negar
que había comenzado a sentir algo por ella. Algo que le removía un poco el
corazón. Quizás ella también sentía algo por él. Últimamente pasaban juntos
mucho tiempo. Pero ninguno de los dos había dicho nada aún.
—En lo que puede haber debajo de esa iglesia.
Carlos estaba parado frente a la ventana mientras
el sol se ocultaba en el horizonte y hacía ver los objetos casi de un amarillo
brillante. Ella le había contado ya varias veces su terrible experiencia debajo
de aquel lugar en un tiempo que no era tan lejano como el de su madre, pero se
le parecía.
Anamaría se levantó y se colocó casi a su lado
junto a la ventana. La ermita se veía allá abajo como un objeto dorado.
—Ese lugar me da miedo –murmuró la mujer— ¿Por qué
te has de acercar a él?
—No sé. Quizás es simple curiosidad.
Pero en el fondo él sabía que era otra cosa. Quería
encontrar aquel inmenso túnel que decía su madre cruzaba casi todo el centro
del país de cabo a rabo. ¿Para qué? Tampoco podía contestarse con sinceridad
aquella pregunta.
—Y la curiosidad mató al gato.
—Sí, pero la satisfacción lo revivió –contestó él
de inmediato.
Ella sonrió.
Su pelo amarillo, reflejaba la luz del sol del
atardecer y lo hacía mirarse como decían esas metáforas del colegio: de oro.
Sonrió ante este recuerdo de aquellos días lejanos e inolvidables cuyo único
propósito en la vida era crecer. Ah, que afán tan vano.
—Nunca he regresado desde que le mostré a mi hija
el interior. Ya la habían rehabilitado y eso hace casi una década –dijo como
para sí misma la mujer.
—Ahora tienen hasta un sacerdote que oficia misas
los domingos y entre semanas. Y no es que acuda mucha gente. Apenas las mujeres
y los niños porque los hombres parecen afanados en el trabajo o en encontrar
más plata en la mina del fondo.
—Sí, pero algo es algo.
—Dicen que en sus inicios, allá por 1910 asesinaron
a un sacerdote –Carlos recordó el primer recorte de periódico que le mostrara
su madre—. Se dice que fue el mismo pueblo enojado quien también asesinó al
administrador y a su madre, además de unos treinta militares armados. Quizás
por eso el pueblo está maldito.
—Es probable, sí.
Se quedaron en silencio mirando hacia la hondonada.
Volvieron a la mesa y se sentaron. Aún no habían
cenado. Una mujer traería pronto las viandas con la cena.
—¿Qué tal es la cocinera? –preguntó Anamaría.
—Ah, muy buena. Cocina muy rico. Me la recomendó tu
padre. Es del Ocotal.
—¿Y los servicios de agua y luz qué tal?
—Todo funciona a la perfección. El agua viene de la
represa del Ocotal y la electricidad la tomamos del estado, pero también
tenemos una planta auxiliar por si falla aquella. Los sanitarios funcionan por
medio de fosas sépticas lavables. La verdad, todo funciona muy bien.
—Entonces ¿Ya te hayas aquí? Es decir ¿No te
aburres?
—No, para nada. Paso la mayor parte del tiempo en
la mina y a veces regreso muy tarde aquí. En realidad casi ni siquiera paso
aquí.
—Ya me lo figuraba. Eres un apasionado de la mina.
—Así es. Como te dije es mi sueño hecho realidad.
La cocinera trajo las viandas cuando afuera el sol
ya había abandonado su trabajo cotidiano y los faroles alumbraban todo a su
alrededor.
Cenaron despacio y disfrutando cada bocado.
—En realidad, cocina delicioso –dijo Anamaría
relamiéndose los dedos con una salsa que insistía en escurrírsele por entre
ellos—. Hasta me dan ganas de contratarla para mi casa.
—Por cierto, Ana ¿Dónde vives? No conozco tu casa.
—Vivo en la antigua casa de mis padres. Así como
ellos heredaron la de mi abuelo en el Hatillo, ellos me heredaron a mí la de
Los Tres Caminos.
—¿Vives en Los Tres Caminos?
—¿Conoces?
—Sí. Tenía unos compañeros de la universidad que
vivían allí. ¿Por dónde queda tu casa?
—Te invito a almorzar mañana domingo si quieres
para que conozcas.
Carlos reconsideró la invitación. Por lo general el
domingo solía dar asueto a los trabajadores de la mina y todo aquello se
quedaba como un ataúd: muy vacío. Sólo los vigilantes que rondaban la propiedad
se movían por los alrededores. Y hasta ellos se turnaban.
—Me parece estupendo –contestó al fin—. ¿A qué hora
puedo estar allá?
—El almuerzo es por lo general a la una de la
tarde, pero si quieres llegar antes por mí no hay problema.
—Ah. Estupendo. Allí estaré a las doce del mediodía
¿Tengo que llevar algo?
—No te preocupes por eso. Yo soy la que invito.
***
Antes de llegar a la casa de Anamaría se detuvo en
una venta de flores y pidió le armaran un ramo enorme con las flores que él
sabía que la gustaban a ella: las rosas rojas y los cartuchos, o lirios de agua
dulce. La mujer que lo atendió le preguntó:
—¿Son para su esposa?
—Para una amiga.
—Ah –fue lo único que dijo la mujer mientras le
preparaba el bendito ramo.
Al final le entregó un hermoso ramo de rosas y
lirios blancos adornados con otras malezas verdes sobre una maceta de barro
rojo.
Ella salió a recibirlo a la puerta.
Se trataba de una casa de esas modernas que parecen
un simple bloque cuadrado desde el exterior, pero que por dentro están llenas
de detalles minimalistas y cosas así. Un lugar bastante iluminado. Donde cada
cosa parecía estar en el sitio adecuado y aun así sobraba mucho espacio para
colocar más cosas. O eso pensaba Carlos.
—No –dijo ella riendo cuando él le comentara esto—.
Cada cosa está en su lugar y ya no más. El espacio sobrante, como tú dices, no
es más que el espacio de cada objeto necesita para respirar. Son como nosotros:
necesitan su espacio individual para desarrollarse en plenitud. ¿No has escuchado hablar del Feng
Shui?
—Algo. Una filosofía china de pelea o algo así.
La carcajada que emitió Anamaría, a Carlos Alberto,
le pareció algo sublime. Algo hermoso.
Él le entregó el ramo de rosas y cartuchos y a ella
se le iluminaron lo ojos de una manera casi mágica, rayana en la locura, pensó
Carlos. Tomó el obsequió y como si fuera el objeto más precioso y frágil del
universo lo llevó hasta el centro de la mesa donde les acompañó durante toda la
cena.
La cena estuvo acompañada de una deliciosa entrada
de espaguetis con salsa, le siguió un plato de verduras cocidas al vapor y por
último el plato fuerte un delicioso trozo de pavo al horno adornado con piña y
una salsa negra dulzona.
—Deliciosa cena –exclamó Carlos Alberto al terminar
de echarse un trago de vino rojo—. Felicitaciones a la cocinera.
—Gracias –se ruborizó Anamaría levantando su copa
en un brindis personal—. No es tan rica como la que cocina tu cocinera,
pero por lo menos es comible.
—Ummm. Eso me suena a celos.
Una amplia sonrisa de parte de Anamaría.
—Estoy llena sino me pondría a discutir –dijo sin
dejar de sonreír.
Eran casi las dos de la tarde, cuando los dos,
salieron al jardín y se tendieron cómodamente en un par de hamacas que colgaban
de un quiosco.
—Esto es vida –exclamó Carlos Alberto colocando
napoleónicamente ambas manos sobre el estómago mientras cerraba los ojos y con
ayuda de un pie hacía mover levemente la hamaca.
—Sí –dijo Anamaría en la hamaca de al lado.
—¿Y vives tú sola aquí? –preguntó al cabo de unos
minutos Carlos Alberto.
—Sí. Desde hace seis años más o menos. Mi hija se
casó hace seis, así que más o menos ese es el tiempo que llevo sola.
—¿Y cómo te sienta la soledad?
—No muy bien, creo. Crecí rodeada por tres hermanos
y dos padres, así que ya te imaginas. Cuando nació Esmeralda era apenas una
adolescente. y bueno… sola.
—Pero ¿Eres feliz así? Digo, sola.
—A veces me digo que sí a mí misma para no
deprimirme, pero la verdad es que siempre es necesario tener a alguien junto a
una.
Silencio.
La tarde se deslizaba tranquila bajo un sol benigno
y un suave aire del norte. El fin de año se acercaba a pasos agigantados a
todas las personas de buena voluntad del mundo.
Cuando Carlos y Anamaría, se desnudaron uno frente
al otro aquella tarde, descubrieron una vez más, que los cuerpos se calientan mejor
cuando es a dúo.
Hicieron el amor durante toda la tarde y cuando
hubieron acabado se quedaron tendidos el uno junto al otro mirando por la
ventana abierta las nubes blancas pasar. Un aire suave y helado agitaba las
cortinas.
—Pensé que ya no podría hacer esto otra vez –dijo
Anamaría con voz ronroneante mientras miraba a Carlos Alberto a la vez que él
miraba el techo de la habitación.
—Es como andar en bicicleta –le contestó Carlos
Alberto tocándole un pecho con una mano—. Nunca se olvida.
—Bueno, pues. Deja la mercancía en paz.
Y en vez de dejar la mercancía en paz, él bajó
hasta el sexo femenino y la hizo sonreír una vez más.
***
Todo transcurría normalmente en el funcionamiento
de la mina de la compañía Jonathan & Esteban Landa hasta que a alguien se
le ocurrió realizar el negocio de su vida basándose en las innumerables
riquezas que se extraían a diario del lugar.
Este alguien fue un grupo de tres personas llegadas
al Álamo con intenciones de hacerse ricas de una vez por todas y sin tener que
trabajar mucho. Los tres se habían conocido en la cárcel de la zona norte del
país y por esas casualidades que son parte del azar, o del destino, conocieron
de a existencia de la mina del Álamo y de la vecina que acababa de abrir sus
puertas.
—Sólo es cuestión de secuestrar a alguien
importante y luego pedir los millones que queramos.
Eso lo había propuesto, Alfonso Paguada, de 34 años
un tipo al cual la vida lo había comenzado a preparar para la delincuencia
desde muy pequeño. Huérfano casi debido a que el padre, borracho, había
asesinado a machetazos a su madre y después de había escapado de la raquítica
ley del país ocultándose en las montañas. El niño, entonces de cinco años,
había quedado en manos de una tía la cual preocupada más por la formación de
sus cinco hijos, le había prestado muy poca atención al dañado sobrino. Creció,
entonces, como suelen decir las personas cristianas: a la mano de Dios. Su tía,
en un mínimo esfuerzo por educarle lo había metido en una escuela del pueblo de
donde, con ocho años, Alfonso demostró lo que le deparaba el futuro: se fugó
robándose en su fuga, las pertenencias de la maestra centrándose estas en una
simple cartera conteniendo el sueldo del mes. Anduvo de pueblo en pueblo,
sobreviviendo con lo que robaba y durmiendo donde lo agarraba la noche, hasta
que un día, ya casi con nueve años, lo descubrieron robando en una panadería e
hicieron lo que siempre hacen los adultos: lo llevaron a la policía. Y como la
policía muy poco puede hacer por un niño de esa edad, lo llevaron a una casa de
menores. Donde, en vez de mejorar, debido a la carencia de personal calificado,
empeoró. Se fugó del lugar a los doce años y a partir de allí se alió con
distintas bandas de asaltantes hasta convertirse en los años noventa en el
líder de una. Robaron, asesinaron y se apoderaron de pertenencias ajenas que
pronto fueron recuperadas por sus dueños y ellos fueron a prisión por primera
vez. En la cárcel, como había sucedido en la casa para jóvenes en recuperación,
en vez de regenerarse, y por la falta de verdadero interés del estado por
regenerar, su personalidad se volvió más sádica y cruel debido a los vejámenes
recibidos y dados. Cuando se fugó, en 2005, de inmediato volvió a reincidir
atracando a mano armada y asesinando a una pareja, en Tela, por el simple hecho
de asesinar. Volvió a la cárcel sin tomarse en cuenta, Dios sabía porque, sus
anteriores delitos y de allí, en el 2013 volvió a fugarse. En ese tiempo
conoció a sus actuales socios, quienes como él, habían llevado una vida de
delincuencia sin fin. La característica principal de Alfonso Paguada era su
crueldad. Parecía no tener límites. No tenía conciencia del sufrimiento de los
demás y sus ojos negros parecían tan vacíos como un pozo oscuro y sin fin.
Sobre la ceja izquierda, tenía una especie de cicatriz (regalo de unas de sus
viles aventuras en el hampa) que le convertía en vello en blanco como una línea
de lunar.
Quien le seguía en maldad era Ruperto Amaya, de tan
solo 28 años de edad, pero con una experiencia de la vida tan amplia que parecía
haber crecido en un mundo de locura. Y es que en el fondo estaba loco. No había
quedado huérfano de padre y madres como Alfonso, y hasta se podría decir que
había llevado una vida normal hasta los doce años cuando interesado por las
maras que comenzaban a proliferar en el país comenzó a asociarse con una de
ellas. En poco tiempo pasó todas las pruebas impuestas por los miembros de este
grupo tan peculiar y a los 16 años se había convertido en uno de los máximos
líderes debido a su violencia. Consumía drogas hasta el punto de casi perder la
vida y cualquier misión suicida dentro de la organización era para él un
aliciente mayor que la droga. Siempre realizaba dichas misiones. Cuando fue
capturado por la policía tenía en su haber más de cien personas asesinadas
directa e indirectamente. Se le conocía en el mundo de las maras como El
Demonio. Y en su espalda, un tatuaje que le abarcaba desde los hombros hasta la
cintura, representaba a Satanás con metralleta. En su rostro, manos y pies no
llevaba tatuajes, sólo ese único en la espalda, pero suficiente para atemorizar
a cualquier posible enemigo. Había coincidido en la cárcel con Alfonso y de
inmediato se habían hecho amigos si es que entre tales seres puede haber
amistad.
El tercer componente de la pequeña banda se llamaba
Wilmer Paz de 33 años de edad. Un estafador en cuya conciencia jamás había
habido un asesinato, pero que indirectamente había sido el causante de algunos
suicidios. Era el más inteligente de los tres y el que gracias a su astucia
había logrado la fuga de la cárcel del norte. La vida de Wilmer había sido algo
apacible hasta los veinte años. Había estudiado gracias a becas debido a su
inteligencia superior y analítica, pero al graduarse de abogado ya tenía claro
cómo hacerse millonario sin esforzarse mucho. Su filosofía era muy sencilla:
los ricos se apoderan del dinero de los demás engañándolos. Y para demostrar su
teoría solía mantener largas pláticas consigo mismo y con cualquiera que le
quisiera escuchar. “Imagínate esto –solía
comenzar— yo tengo cien lempiras y compro con ellos cien naranjas, o
doscientas. Las vendo a dos lempiras cada una. ¿Cuánto le estoy robando a la
gente? Cien lempiras, o más. Porque esos cien lempiras han salido de sus
bolsillos. De alguna manera me he aprovechado de sus necesidades. Necesidades
que a veces son los ricos los que crean para quitar el dinero. Imagínate una
hamburguesa. ¿Qué lleva una hamburguesa? Un pan, un pedazo de carne (si es
carne lo que llevan), una hojita de lechuga, dos pedazos de tomate, una hojita
de queso amarillo, algo de cebolla, y una salsita supuestamente secreta. Si
sumo todo eso apenas gasto unos veinte lempiras, pero la doy a cien lempiras
¿Cuánto le estoy robando a la gente? Más de doscientos por ciento, casi el
trescientos por ciento, o más… ¿Y las compañías telefónicas? Esas son las que
más roban, porque además de haber creado una necesidad que no es real se llevan
tu dinero, tú tiempo y todavía te obligan a entregártelo legalmente. Los ricos,
en conclusión, son expertos ladrones amparados en las leyes que ellos mismos
crean”. Esa era su forma de ver el mundo y por eso al salir de la
universidad se había dedicado, utilizando las leyes, según él, a estafar a
diestra y siniestra. Pero su objetivo no fueron los pobres transeúntes, no. Su
objetivo se centró en las grandes empresas. Y quizás por allí vino su
perdición. Quizás, si hubiera comenzado por algo pequeño e ir subiendo en la
escala las cosas hubieran salido de otra forma. Pero no, la ambición le cegó.
Había comenzado una empresa fantasma de distribución de enmiendas
internacionales. Los dólares, de inmediato comenzaron a fluir. Al inicio, la
idea era mantener el negocio sólo un mes y largarse con la pasta fuera la que
fuera, pero había recibido tanto que se dijo un mes más y ya. En ese mes,
muchas personas que en el extranjero mandaban el dinero y no recibían
confirmación de haberlo recibido se impacientaron y comenzaron las
investigaciones. Éstas llevaron al delincuente. Lo atraparon con varios
millones de dólares en las manos los cuales ni siquiera había tenido tiempo de
guarecer. Fue directo a la cárcel. Desde allí, por muchos años, y con los
sobornos comunes a los custodios realizó varias estafas pequeñas las cuales
nunca fueron rastreadas. Y cuando ya llevaba unos buenos años allí conoció a
Alfonso y a Ruperto. A él lo apodaban El Transe y era un nombre que le halagaba
porque de un lempira podía hacer diez y a veces hasta veinte.
Cuando se conocieron, de inmediato planearon la
fuga. Las cárceles en Honduras, en su mayoría, son escuelas del delito en vez
de reformatorios y la seguridad es tan débil como las antenas de los insectos.
Los funcionarios, aún a los más altos niveles, se pueden corromper y no digamos
los simples custodios.
—Será el domingo en la madrugada –les anunció un Wilmer
contento y satisfecho de sí mismo.
El domingo en la madrugada, después de haber
entregado más de sesenta mil lempiras a tres guardias para que se los
repartieran fueron traspasando las endebles barreras hasta verse en medio de la
noche, libres y dispuestos a abrirse camino de nuevo en el mundo de la
delincuencia, él único camino conocido por los tres.
Se reunieron en la madrugada para planear su escape
de las autoridades. Seguramente después de descubrir la fuga moverían cielo y
tierra para dar por ellos, así que sin ningún temor y firmemente decididos se
lanzaron por las montañas durante meses. Comieron frutas, robaron gallinas,
cerdos y hasta tortillas en casas de las aldeas por la cuales pasaban sin darse
a conocer en ningún momento. Ruperto Amaya, el Demonio, tuvo que se contenido
varias veces por sus compinches para que no cometiera barbaridades durante todo
aquel trayecto y él, siempre como una sonrisa carente de dos dientes al frente
solía decirles: bueno, pues, pero todo esto se me va acumulando. Cuando toque
tocará muy fuerte. Ambos sabían a qué se refería, pero no lo tomaban en cuenta.
Lo principal era mantener un perfil bajo para cuando se diera el golpe final.
Después de varios meses de vagar por entre los
cerros, al fin, habían llegado a Comayagua, la ciudad más cercana a Tegucigalpa
y allí, después de robar ropa y de vestirse como vagabundos comenzaron a rondar
por lugares separados. Por la noche se encontraban, siempre, detrás de un
callejón y cambiaban impresiones al respecto de sus pesquisas.
—Todavía nos buscan –les Informó Wilmer, el Tranza.
—Sí y he descubierto que dan una recompensa por
información. Ah, estúpidos. Qué van a saber de la vida. Son hormigas en este
hormiguero inmenso –decía Ruperto sonriendo con sus dientes vacíos.
—Pero yo me he enterado de algo mejor –dijo Alfonso
Paguada agachándose—. Escuchen.
Y allí había surgido la idea del secuestro.
Alfonso Paguada, a finales de noviembre de aquel
mismo año había escuchado a un hombre platicando con su compañero acerca de ir
a buscar trabajo a la nueva mina, la Jonathan & Esteban Landa Compañía que
quedaba a pocos minutos antes de llegar a Tegucigalpa.
—Esa gente, los dueños, se están forrando de
billete –les dijo con aire conspirador que hasta la ceja de la mancha blanca
parecía vibrar de emoción—. Podemos planificar un secuestro.
A Ruperto le pareció una estupenda idea y añadió:
—Podemos pedir muchos millones por el rescate.
Pero a Wilmer todo aquello le pareció algo
complicado. Él se centraba en la estafa y no en el robo descarado o los
secuestros de personas. No dijo nada porque sabía la clase de individuos que
tenía por compañeros. Pero no, no le gustaba nada.
—Hagamos algo –propuso al fin Alfonso—. Lleguemos
allá, a la mina buscando trabajo y…
—No –dijo de inmediato Wilmer—, eso sería estúpido.
Estamos fichados y no nos emplearán. Además de inmediato tendríamos a la
policía sobre nosotros.
—Tiene razón –señaló Ruperto acariciándose la
escasa barba que le había salido durante los últimos días—, sería algo tonto.
—Ok –concedió Alfonso oprimiéndose las sienes— ¿Qué
proponen?
—Déjenme pensar algo –le dijo Wilmer—. Tiene que
ser un plan muy claro y sin lugar a errores. Hay que meditarlo todo.
Los días siguientes, entonces, y siempre internos
por los cerros, se dedicaron a avanzar hacia el objetivo. Dormían cerca de
quebradas, cuevas de animales y seguían con el método de robar sin ser vistos.
Viajaban durante el día y dormían por las noches siempre dejando a un vigía por
si acaso aparecía algo. Nunca apareció algo. Sólo el plan de Wilmer el cual se
fue plasmando poco a poco en su inteligencia.
Una noche, previo a llegar al Ocotal, Wilmer Paz,
El Tranza, los reunió alrededor de la fogata y les explicó el plan.
***
El plan, les dijo mientras se los explicaba,
mientras más sencillo mejor. El plan, entonces, estaba trazado en tres fases:
Primero identificar el objetivo y seguirlo durante
días hasta establecer rutinas. Segundo realizar el rapto y mandar de inmediato
las peticiones. Y por último hacer el intercambio y desaparecer de la faz de la
tierra con el botín.
Ahora, el primer punto encerraba varias cosas. Una
de ellas era la movilidad. Tendrían que hacerse de un automóvil, o varios para
seguir a la víctima durante días y el día para el rapto volar con la víctima
directamente a un escondite previamente acondicionado para tal propósito.
Teléfonos celulares con una variedad infinita de chips para realizar las
llamadas y no se localizados.
Así que antes de comenzar con el plan decidieron
hacer un asalto rápido para agenciarse de algún dinero para cuestiones de
logística.
—Los autos los compraremos de segunda y sin dar
ningún dato personal. No podemos arriesgarnos a que nuestros nombres entren en
ningún sistema electrónico. Los celulares los podemos comprar sin ningún
problema, sin chips y luego robaremos celulares para utilizar esos chips.
Todos estuvieron de acuerdo y comenzaron a moverse
de inmediato hasta llegar al Ocotal. Allí, se metieron a varias casas de ricos
utilizadas para los fines de semana y se apoderaron de algunas cosas valiosas
las cuales vendieron cada cual por su lado en Tegucigalpa.
A Ruperto Amaya le picaban las manos por hacer de
las suyas, pero las advertencias de Wilmer y las esperanzas de una vida llena
de riquezas lo contenían. Así que simplemente se dedicó a vender lo robado.
Pero las cosas iban muy lentas y una tarde, en el
Álamo, que era el lugar al cual habían llegado después de la larga fuga, él les
dijo:
—Por este camino no vamos a juntar nunca el dinero
suficiente. Tenemos que dar un gran golpe.
—No –dijo Wilmer con firmeza—. Echaríamos todo a
perder. Tenemos que trabajar con lo que tenemos. Ya tengo a la víctima
apropiada.
Esto ponía las cosas en perspectiva y de inmediato
su atención se centró en la víctima.
—Su nombre es Carlos José Landa Fellini. El dueño
de la Jonathan & Esteban Landa Compañía Minera.
Una laptop con internet de modem estaba sobre una
desvencijada mesa y todos pusieron su atención en ella. Allí estaba la imagen
de don Carlos José Landa Fellini de 65 años.
—Esta es su dirección –señaló una ubicación en el
mapa de Google Earth. Vamos a comenzar con la etapa de observación. No lo
haremos en automóvil sino que asumiremos el papel de un vagabundo. ¿Quién se
apunta?
Alfonso Paguada levantó la mano brevemente.
—Excelente –ahora tenemos que ponerte aquí. No te
preocupes por la dormida o la estadía. Hay una vieja cabaña a pocos pasos de
allí que vamos a utilizar sin ningún problema.
—¿A dónde lo llevaremos?
—Dicen que el lugar más inesperado es el adecuado.
—¿Dónde? –insistió Ruperto con ansiedad.
—En la vieja mina que está a pocos metros de aquí.
Ambos hombres que escuchaban el plan se miraron y sonrieron.
—Cuando ya hayamos atrapado el paquete lo haremos
en su propio auto y lo traeremos aquí. Dos harán el trabajo en el lugar y uno
hará el llamado de inmediato desde aquí con uno de los chips robados.
—¿Eso quiere decir que yo y quién más…?—dijo
Alfonso levantando su famosa ceja.
—Tú y yo –dijo Wilmer—. Yo iré allá cuando todo
esté listo…
—No, jefe –dijo Ruperto de repente mirando a los
dos (era la primera vez que le llamaba jefe y Wilmer se echó hacia atrás)— El
que sabe lo que hay que hacer eres tú. Nosotros nos ocuparemos de traer el
viejo acá.
Wilmer se echó hacia atrás un poco más y observó
con más atención a sus compinches. Los miró como calculando sus palabras.
—Me parece bien –les dijo—, pero no quiero que le
hagan nada al viejo. No quiero golpes, violencia, nada de eso. ¿Está bien?
Al preguntar miró con intensidad a Ruperto quien no
le aguantó la mirada y terminó bajándola.
—No podemos dañar la mercancía. Contrólense, los
dos, y todo estará bien. Les entregaré, el día del trabajito un pañuelo con
cloroformo y ya. ¿Está bien?
—Sí –dijo Ruperto sin levantar la mirada.
—Claro –dijo Alfonso.
Así pues, la víctima y el plan se pusieron en
marcha. Lo único que quedó pendiente fue la fecha. Esa, según Wilmer, surgiría
en el momento adecuado.
***
Así, pues, don Carlos José Landa, el padre de
Anamaría Landa, comenzó a ser vigilado como una posible víctima de secuestro y
él ni siquiera se dio cuenta de esos pequeños cambios que ocurren justo antes
de que ocurran dichos hechos.
No vio, por ejemplo, al méndigo que se encontraba
cada mañana y cada tarde sentado enfrente de su acera. Tampoco se enteró de la
forma en la cual lo miraba y tomaba nota en un papelito de sus entradas y
salidas. Y esto durante toda una semana.
Un día antes del secuestro, era domingo y toda su
familia, hijos y nietos se reunieron en su casa. Celebraron acción de gracias
juntas y se desearon felices vidas y felices
planes futuros.
—Unas palabras de papá –dijo Anamaría.
A aquella reunión no había asistido Carlos Alberto,
pero le hubiera gustado. Al final aceptó que todo aquello era sólo para la
familia y se resignó.
Don Carlos José, empujado por un coro de hijos y
nietos tuvo que ponerse al frente de todo en la reunión y dio un pequeño
discurso.
—En primer lugar –dijo— quiero darle gracias a Dios
por todas las bendiciones recibidas en este año y en todos los años pasados. La
mina, las compañías de entregas… todo ha ido muy bien. También le doy gracias a
Dios por todos ustedes, mi familia… mi esposa –su esposa se acercó a él y la
abrazó— en realidad por todo. Y eso es todo.
Todos aplaudieron sonriendo y emocionados.
—Gracias, gracias, gracias –dijo don Carlos José
haciendo una reverencia y todos rieron.
Aquella noche, antes de acostarse a dormir, su
esposa le dijo:
—Yo sé que el dinero es importante, José, pero
también vivir la vida. ¿No quieres que hagamos un viaje largo a Europa?
—¿Con todos esos problemas de posibles guerras? No
gracias. Mejor me quedo aquí en mi linda tierra.
—¿No crees que te mereces un largo descanso antes
de morir?
Doña Esmeralda después de que todos sus hijos se
hubieron marchado cada quien con su propia vida, solía hacerle estas preguntas
e invariablemente recibía las mismas respuestas.
—Yo no me voy a morir antes de que yo quiera.
—Mmm –solía responderle su esposa con una sonrisa.
—No creas si he considerado la posibilidad de ir a
Australia un día de estos, pero me parece que todo va funcionar mal apenas me
vaya de aquí. Es un pálpito.
—Pálpito de viejo.
—Bueno, pero es un pálpito.
—Con el dinero que tenemos podríamos…
—En este momento todo nuestro dinero está invertido
–le corrigió él— y lo de la mina está en proceso. O sea que en este momento
estamos casi desnudos.
—Bueno, si tú lo dices –le dijo ella con picardía
metiéndose debajo de las sábanas.
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