VIII
—Mañana, a esta hora –dijo Alfonso Paguada
frotándose las manos— seremos millonarios.
Eran las diez de la mañana y los tres hombres
estaban reunidos en la salita de la vieja casa de madera. Tenían ante ellos un
periódico y la laptop de Wilmer Paz abierta en la página de uno de los diarios
electrónicos de internet.
—¿Qué harás con tu parte? –preguntó Ruperto Amaya,
El Demonio, mirando a Wilmer que parecía concentrado en el fondo de una taza de
café.
—Aún no lo sé… pero lo más seguro es que lo
invierta en algo. Es la forma más fácil de tener dinero.
—Ummm, interesante –dijo Ruperto—, pues lo que voy
a hacer yo, y ninguno de ustedes me lo está preguntando, es irme de putas. Hace
tanto tiempo que no me cojo a una mujer como Dios manda que ya no sé ni cómo se
usa la cuestión esta.
Ruperto se tiró la gran carcajada, parecía drogado
y es que en efecto, había conseguido un alijo de marihuana y se había estado
dando vuelos desde el día anterior. Apenas regresando con el paquete se había
puesto a fumar como loco, quizás embriagado de su fácil victoria.
—No debimos traer ese auto tan grande y llamativo
–seguía quejándose Wílmer.
—No te preocupes: ahora yace debajo de unos árboles
allá lejos por el camino.
Y es que en el último momento para no despertar
sospechas al entrar con dicho vehículo en la población habían decidido meterlo
por entre la maleza, a un medio kilómetro de distancia antes de llegar a la
población. Después de abandonar el vehículo y sabiendo que la cabaña estaba
justo después de cruzar la quebrada, se habían internado con su inconsciente
bulto por entre los árboles.
Habían esperado al mediodía para llevar su presa
hasta la casucha. A esa hora todo el mundo se dedicaba al almuerzo o a hacer de
todo menos estar metido en sus casas. Además, lo hicieron de la manera más
sencilla. A esas horas don Carlos Landa comenzaba a despertarse y entonces,
encasquetándole un sombrero, el mismo del vagabundo, lo llevaron entre los dos
y salieron a la quebrada como si fueran tres amigos que se han ido de juerga.
Arrastraron a su víctima hasta la casucha y allí, lo ataron a una silla de pies
manos y caderas y luego lo vendaron y amordazaron para que no gritara cuando
recuperara por completo la consciencia.
—Un trabajo perfecto –repitió por enésima vez
Alfonso Paguada que se sentía el más orgulloso por su prolongado papel de
vagabundo sin haber despertado ninguna sospecha a su alrededor. Al menos de eso
estaba convencido.
—Más que perfecto –añadió Ruperto mirando con
orgullo a su compañero de trabajo—. Y no te preocupes por el auto. Lo
encontraran cuando ya hayamos volado de aquí.
—Jumm –dijo Wilmer que en su mente ya había dado un
paso más en el plan.
Quizás sus compañeros no lo sospecharan, pero él,
ya había pensado exprimir un poco más a la presa. Aún no se los había dicho,
pero, cuando recibieran la primera paga lo haría. Estaba convencido de que
ellos estarían de acuerdo. No se suelta la presa mientras esta aún puede dar
más de sí.
Quizás sí. Quizás si había sido demasiado ambicioso
con lo de las remesas, pero ahora era otra cosa. Ahora dependía más del cuidado
que debían de tener para no ser descubiertos. Y si eran descubiertos aún tenían
la posibilidad del escape utilizando al mismo secuestrado como rehén. Lo que le
preocupaba enormemente era esa estupidez de sus compañeros de haber traído el
automóvil tan cerca del poblado. Esa era una estupidez. Pero… de alguna manera
parecía que todo había salido bien. Ahora sólo les tocaba esperar.
—¿A qué horas volverás a llamar? –le preguntó
ansioso Ruperto.
—Dentro de dos horas –dijo con seriedad Wilmer—.
Tenemos que demostrarles que no estamos ansiosos. Tenemos que presionarlos al
máximo para que suelten el billete sin ninguna duda. ¿Han escuchado las
noticias? No se habla de nosotros casi. Eso quiere decir que lo están manejando
con discreción. Y es que esta gente es
tan poderosa que puede manipular los medios. Mantienen un perfil bajo porque
saben lo que se juegan.
—¿Y vas a utilizar al viejo como nos dijiste?
—Claro que sí. Eso los pondrá más nerviosos y
apurarán el proceso del dinero. Ya verán.
Los tres hombres de se miraron y luego, como si el
objeto de la discusión les llamara poderosamente la atención, dirigieron la
mirada hacia una de las tres puertas, la del centro, que estaba a sus espaldas.
Allí, totalmente amordazado y con las manos y pies entumidos estaba don Carlos
Landa tratando, aun después de una larga noche de pesadilla, tratando de asumir
la realidad.
Don Carlos José Landa Fellini, tenía 65 años, y
padecía de presión alta. Tomaba un medicamento que solía suavizarle la
circulación de la sangre y mantenerlo en calma durante más de doce horas. No
había tomado nada desde hacía más de veinticuatro horas y su presión parecía
subir y bajar en constantes oleadas dentro de su cuerpo. Sudaba un sudor frío y
pegajoso y bajó los párpados una explosión de luces de miles de colores parecía
un río sin desembocadura. Por lo menos mientras estuvo sedado por el cloroformo
esa sensación estuvo dormida. Ahora que estaba casi consciente era insoportable.
En los últimos minutos había sentido nauseas, unas nauseas capaces de hacerle
echar las tripas.
No sabía dónde estaba porque en ningún momento los
secuestradores le habían quitado una oscura venda de los ojos. Respiraba con
dificultad y en su mente se agolpaban miles de posibilidades de salir con vida
de allí, pero ninguna era lógica. Agudizaba el oído tratando de escuchar algo
particular, pero desde hacía años, y esto sólo lo sabía él y su esposa, había
comenzado a perder la audición.
Estaba, en pocas palabras, desesperado y cuando
trataba de hablar, cuando percibía la presencia cercana de uno de sus captores,
no podía debido a la mordaza. Se preguntaba cuánto duraría aquella situación.
¿Dónde estaba su familia? ¿Su mujer? ¿Sus hijos?
Los captores sólo se habían acercado a él, llevaba
la cuenta, tres veces: una vez al ponerle las mordazas, la segunda y la tercera
hacía un rato. No tenía noción del tiempo ni del espacio y no podía precisar
cuándo. Pero en ninguna de aquellas ocasiones se le habían acercado a
preguntarle algo. Simplemente los percibía cerca y luego se iban.
¿Cuándo terminaría aquello? ¿Por qué a él? ¿Qué
daño había hecho a alguien en algún momento? Su padre, Esteban José Landa
Perdomo, había sido un hombre pacífico y tampoco, hasta ese día, ningún miembro
de su familia, que el supiera, había pasado por algo parecido a aquello.
Trató de dejarse caer en la inconsciencia porque el
corazón parecía latirle demasiado rápido y el sudor le caía casi a chorros por
toda la cara. Pero no pudo. No pudo caer en la inconciencia. Por lo menos en
ella podía dejar de pensar, sentir y experimentar toda aquella desesperación en
las entrañas.
El ambiente, en el lugar era caliente ¿O era su
propio calor? No lo sabía ni lo sabría a menos que alguien que no fuera él se
lo dijera. Trató de calmarse diciéndose lo que su madre le decía de pequeño:
todo pasa, nada es eterno. Pero a él todo aquello le parecía una eternidad.
Los hombres al otro lado de la puerta seguían
hablando con animosidad acerca del futuro y de las riquezas que aquel hombre
les proporcionaría.
—Era tan fácil –dijo Ruperto con jactancia—, que no
sé porque no se me ocurrió a mí antes. Sólo era de escoger a la víctima así
como lo has hecho tú… a veces uno no ve lo que está tan cerca.
—Sí –dijo Wilmer pensando en las posibilidades del
viejo— a veces es tan fácil que sólo se requiere un buen plan.
Alfonso Paguada se puso de pie y dijo:
—Yo no sé ustedes, pero yo tengo hambre. Voy a ir
por algo de comida.
Y diciendo esto se acercó a una mesita que estaba
justo junto a la puerta de salida. Se ató un pañuelo en la frente haciendo que
se le cubriera la ceja de cabellos blancos y después se encasqueto una gorra de
los Red Sox muy vieja. Los demás observaron sin mucho interés todo el
procedimiento.
—¿Quieren algo? –preguntó antes de abrir la puerta.
—Yo no –dijo Ruperto repantigándose sobre la silla.
—Deberíamos de darle algo al viejo –dijo Wilmer
como si esa idea no se le hubiera ocurrido en otro momento.
—Déjalo aguantar hambre –dijo Ruperto—. Esos ricos
de mierda comen hasta que se les salen los ojos sin acordarse de los pobres.
Por un par de días que dejen de hacerlo no se van a morir. Para que sientan lo
que sienten los pobres.
—Tráeme un almuerzo –dijo al fin con voz de
cansancio Wilmer.
—Ok. No comiencen sin mí. Quiero escuchar esas
voces de desesperación.
Y salió.
Los dos hombres se miraron y luego como si no
importara mucho el quedarse solos se pusieron a hablar casi en un susurro.
—¿Crees que le hará bien andar puteando de aquí
para allá? Lo van a agarrar por pendejo y después a nosotros cuando él cante
–dijo Ruperto tratando de meter cizaña.
—Cuando cada quien agarre su parte también agarrará
su camino –dijo Wilmer tratando de no meterse en temas espinosos.
Él no era muy ducho en eso de las cooperativas para
delinquir porque sus negocios siempre los había hecho en solitario, pero
comprendía que quien anda con lobos… aquellas palabras le recordaban que sus
compinches eran criminales y posiblemente en algún momento corría el riesgo de
la traición. Una muerte más o una muerte menos para ellos eran tan simple como
respirar. Aquellas palabras del ex marero le habían recordado eso.
—Ve a ver a nuestro amigo –le dijo casi sin
pensarlo.
Ruperto se puso en pie y sin renegar del mandato se
acercó a la puerta del medio y empujó la hoja. De inmediato se volvió a Wilmer
y con voz algo alterada dijo:
—Parece que algo le sucede a nuestro amigo.
***
Castro, antes de ser policía, había sido militar de
las fuerzas especiales y su entrenamiento era uno de los más rígidos en aquella
época pretérita.
“Ahora los entrenan como a maricas” se quejaba de
los nuevos militares.
Y en su entrenamiento había aprendido un poco de
psicología de los fuera de la ley, o proscritos como les llamaba aquella mujer
que escribía las aventuras de Guillermo. Una de las características de las
personas que quieren ocultar algo es que lo hacen de forma demasiado evidente.
En vez de esconder, muestran donde está lo que quieren esconder. Como una mujer
con un defecto suele cubrirlo de algo, los delincuentes suelen hacerlo con
mayor propiedad.
Había andado prácticamente por todo el pueblo,
supuestamente en busca de trabajo, cuando lo vio.
“Alfonso Paguada” pensó de inmediato al verle los
rasgos y el pañuelo bajo la gorra vieja de los Red Sox.
El hombre venía directamente hacia él, así que
siguió su camino sin detenerse.
Eran casi las once de la mañana y el hombre,
identificado como Alfonso Paguada, parecía presuroso por llegar a algún lugar.
Venía por la misma calle por la cual él minutos antes había venido, como quien
viene de la vieja mina. Pasó junto a él y trató de acercársele como hacen los
borrachos con la mano estirada para conseguir algunos centavos para el trago.
El hombre apenas si lo vio y siguió su camino hacia donde fuera que fuera.
Se detuvo, lo miro acercarse a un grupo de personas
que compraban algo en uno de los puestos de comida y luego quedarse quieto
esperando algo. Castro se sentó sobre un viejo tocón y se dedicó a manosear una
bolsa de basura sobre el pasto. No apartaba la mirada del sospechoso.
“Ya casi te tengo” sonrió.
Lo vio tomar una bolsa con algo cuadrado en el
interior y comenzó a caminar en la misma dirección, despacio, como si fuera
hacia la mina. Varias personas pasaban por su lado, alejándose de él con
repugnancia. De vez en cuando se volvía y estiraba la mano, todos se le
separaban más. En esos momentos aprovechaba para mirar de reojo al hombre
avanzar en la misma dirección. Lo importante era ir por la misma ruta sin ser
notado mucho.
Cuando Alfonso Paguada pasó junto a él volvió a
extender la mano y el hombre se alejó como la mayoría. Apresuró un poco el paso
para no perderlo de vista. Lo vio doblar hacia la izquierda muy cerca de las
oficinas a las cuales lo había enviado aquella mujer en la mañana y no le
perdió de vista ni un solo instante.
Temió haberlo perdido cuando los techos de unas
casas de zinc le impidieron ver su avance en un recodo del camino. Y cuando
supo que no lo podría mirar a él echó a andar más rápido por el mismo sendero.
Muy pronto estaba casi corriendo. Pero se detuvo al volver a atisbar a pocos
metros adelante al hombre. Se agachó para no ser visto y cuando calculó que
otra vez había desaparecido en otro recodo del camino, Castro volvió
incorporarse y caminar.
Salió a una especie de callejón y sintió que el
corazón le latía fuerte al no ver al individuo. Miró hacia arriba, el camino
era un callejón que subía por entre casuchas de madera cubiertas de zinc
ennegrecido. Nada, ni un alma transitaba por allí. Luego miró hacia abajo. Allí
sólo había una especie de galera larga y más allá, casi sobre la quebrada que
corría apaciblemente, otra choza de aquellas de madera y zinc. Y ya iba a dar
por perdido al perseguido cuando vio aparecer su cabeza y luego su espalda que
avanzaba, allá abajo, después del enorme galerón, en dirección evidente hacia
la choza junto a la quebrada. Se agachó de inmediato porque suponía que antes
de entrar en dicho lugar miraría hacia todos lados. Esperó un par de minutos y
cualquiera que lo mirara en aquella posición diría que orara o buscara algo en
el suelo. Para disimular se puso a escarbar algo en el suelo.
Se incorporó después de esos dos minutos y se
acercó al galerón. Parecía abandonado. Un agujero del tamaño de un niño pequeño
en una de las esquinas parecía haber sido hecho a propósito para entrar. Castro
se agachó y atisbó en el interior. Allí, a pesar de la semioscuridad que
reinaba, se podían apreciar algunas cosas.
El espacio, era grande, como el de un salón de
baile o algo así. Un montón de sillas desvencijadas e inservibles descansaban
en un rincón patas arriba o de costado sobre tablas viejas. Hasta su nariz
llegó un tenue olor a podrido y se imaginó que alguna gotera dejaba caer el
agua sobre la madera y ya había comenzado a actuar sobre ella pudriéndola.
Sin pensarlo dos veces se introdujo casi a gatas
por aquel agujero y se arrimó a la pared contraria buscando algún agujero para
atisbar hacia afuera, hacia la casucha de allá abajo cerca de la quebrada. Un
lugar por donde observar.
No encontró uno sino varios. Pero el que mejor le
pareció fue el que estaba justo junto al amasijo de maderas viejas que en sus
mejores tiempos habían sido sillas y mesas. El piso era de cemento gris en cuya
superficie, también parecía haber pasado mejores momentos. Miró hacia el fondo,
a si izquierda y le pareció ver allá en el fondo, una especie de barra.
“Esto fue una especie de bebedero” concluyó
pensando en sus tiempos de bebedor. Había visitado muchos sitios parecidos a
ese. Sitios en los cuales los hombres, y a veces mujeres, iban a olvidarse de
sus miserias volviéndose más miserables.
Sacó del fondo de su raído pantalón vaquero el
teléfono y lo encendió teniendo cuidado de apretar contar su muslo el parlante
para no emitir ningún sonido. Después, verificó la señal. Dos rayitas.
“Los tenemos” pensó con una sonrisa.
Marcó el número de Oliver. Esperaba que ya
estuviera, como le había prometido, en las cercanías del Álamo. Listo para
actuar.
***
—¡Qué mier…!— exclamó Wilmer Paz, alías el Tranza—
al acercarse a la puerta abierta por la cual había entrado como un rayo su
compinche Ruperto Amaya.
Carlos Landa, el secuestrado, tenía la cabeza sobre
el pecho y su cuerpo no se había caído al suelo por que la silla amarrada justo
sobre su cintura lo había sostenido, pero visiblemente estaba inconsciente. Y
eso no era lo peor sino el aspecto que presentaba la piel del hombre. Parecía un papel blanco y
tenía todo el rostro, el cuello, y el pecho cubierto de humedad.
Ruperto se había acercado y trataba de enderezarlo
sobre la silla con sus dos manos.
—El pulso –le pidió Wilmer—, verifica si respira.
Ruperto, que le había quitado la vida directa e
indirectamente a más de cien personas, buscó con desesperación el pulso del
hombre sobre la silla que parecía más duro que una piedra al tratar de enderezarle.
Wilmer Paz que veía como se esfumaban sus planes de
hacerse millonario con aquel viejo se sintió como la lechera y sus proyectos
proyectados en el futuro sin nadie a quien pedirle el dichoso dinero. Ayudó a
su compinche a enderezar al viejo y notó su rigidez y humedad.
—Qué mierda –dijo— debimos comprobar si no padecía
una enfermedad.
—No creo que esté muerto –dijo el famoso Demonio
tratando de mostrar serenidad. Pero era algo que no tenía en ese momento.
Lograron, entre los dos, poner al hombre sentado de
nuevo.
—¡Quítale la mordaza de la boca! –ordenó Wilmer.
Ruperto no esperó una segunda orden. Se puso a
quitarle el nudo y comprobó con verdadero horror que se la había apretado
demasiado.
Wilmer palpó con ansiedad el cuello del viejo
tratando de encontrarle un pulso que se negaba a aparecer.
Al ser retirada la mordaza de su boca, Carlos
Landa, por alguna razón del organismo, le hizo dar dos grandes bocanadas y
decir algo ininteligible.
—Oh, cielos –exclamó Wilmer con alivio.
Ambos plagiarios se quedaron quietos observando al
hombre recuperar el aliento. Y ya sea por cólera o desesperación, Ruperto
Amaya, alías el Demonio, se preparó para darle un golpe sobre el rostro.
—¡Alto, estúpido! –le gritó Wilmer.
Al escuchar el tratamiento que se le daba, más que
la violencia con la cual fue emitido, Ruperto se sintió herido. Bajó la mano,
pero miró con el ceño fruncido a su compinche. Bajó la mano y como un niño
caprichoso salió de la pequeña estancia.
Wilmer Paz se dedicó a palpar una vez más el cuello
de su víctima. Ésta al sentir el contacto de la mano sobre su cuello se echó
hacia atrás temeroso.
—Quieto, viejo –le dijo con fuerza obligándole a
permanecer en ese estado.
Don Carlos Landa quien en efecto había estado a
punto de entrar en shock apenas si podía escuchar y entender lo que sucedía
pues su conciencia parecía aletargada y lejana, pero se quedó quieto.
El pulso, pudo comprobar Wilmer, estaba allí, pero
aún era débil. Miró su reloj: faltaban cuarenta minutos para realizar la
llamada programada e iban a necesitar que aquel hombre estuviera en condiciones
por lo menos aceptables para dirigir algunas palabras a su familia.
—Padezco de la presión baja –dijo Carlos Landa con
una voz entrecortada.
Wilmer Paz no dijo nada. Salió de la habitación,
pero dejando la puerta abierta. Sentado donde estuviera minutos antes estaba
Ruperto de mal humor rabiando el insulto que le había brindado su aparente
jefe.
—Lo siento –se disculpó Wilmer sentándose ante la
laptop—, pero no podemos dejar que el viejo se muera. Nos quedaríamos sin nada…
Ruperto no pareció haber aceptado la disculpa
miraba hacia ningún lugar en particular y parecía un león enjaulado. No dijo
nada y siguió con su actitud agría durante largos minutos.
Wilmer buscó en internet algo referente a la presión
baja.
Escribió: CÓMO CONTROLAR LA PRESIÓN BAJA EN EL
CUERPO.
Encontró muchos resultados, pero los que le
llamaron la atención fueron: Hipotensión:
MedlinePlus enciclopedia médica/ Presión arterial baja: ¿Cómo regularla y qué
hacer cuando…/ Presión arterial baja (hipotensión) – Rupa…
Selección la segunda opción y oprimió el link.
Esperó algunos segundos. La velocidad del internet no era la más adecuada, pero
por lo menos tenían esa opción. La página con la información de abrió
lentamente. Leyó:
“Presión arterial baja: ¿Cómo regularla y qué hacer
cuando baja? La deshidratación poder ser uno de los factores desencadenantes de
la hipotensión, por lo que es muy importante bebe a menudo, así como ingerir
alimentos nutritivos rico en vitaminas y minerales”.
Aparecía la imagen de un brazo al cual se le había
añadido un esfigmomanómetro y alguien parecía oprimir un bulbo negro. Encontró
lo que buscaba muy debajo de la página. Se trataba de una serie de consejos
sencillos:
“¿Qué
se debe hacer cuando se baja la presión arterial?
Tomar entre dos y tres litros de agua al día incluyendo caldos, jugos y bebidas rehidratantes. Incluir hidratos de carbono en el desayuno,
como cereales, pan leche, yogurt. Nunca
se debe comenzar el día sin consumir alimentos. Comer bien y además incluir frutas entre comidas. Escoger alimentos nutritivos, como
las infaltables frutas, verduras, cereales,
lácteos, pastas, arroz, huevos y carnes magras. No se deben hacer dietas sin consultar con el especialista. Evitar
las bebidas alcohólicas, pues dilatan los vasos sanguíneos haciendo que la
presión arterial baje. Recurrir
a complementos alimenticios sobre todo los que contengan ginseng,
estos, evitan la fatiga física y mental.
En el momento de sentir mareos y fatiga se debe humedecer la frente con
agua fría, reposar un rato y tomar alguna bebida rehidratante.”
Wilmer
se dio en la frente con la palma de la mano mental al recordar el estúpido modo
en que habían tratado al viejo. Lo habían traído desde su vivienda y sin
miramientos los había metido a aquel cuartucho sin preocuparse en lo mínimo por
él. Y si querían que aquel individuo les durase lo suficiente como para sacar
una enorme tajada de su familia tenían que mantenerlo vivo. Según las
recomendaciones lo importante era tomar bastante líquido y desayunar y además
comer frutas. No le habían dado ni siquiera una gota de agua como si se tratara
de una tortura o algún castigo. El hombre aquel parecía a punto de morir.
Estaba pálido y sudado.
El
último párrafo del artículo le gusto más por el optimismo que irradiaba.
“La presión arterial baja no debe limitar tu vida normal, ya que se puede controlar de una manera muy sencilla,
sigue las recomendaciones anteriores y podrás llevar una rutina normal y sin
contratiempos.”
Le leyó todo lo anterior a
Ruperto con la voz lo suficientemente alta para que le escuchara.
Ruperto no pareció tomarle
interés. Seguía enojado visiblemente.
En ese momento escucharon los
golpes en la puerta. Eran tres seguidos y luego un intervalo de dos segundos
para volver a sonar dos. Era Alfonso que regresaba con su comida.
Ruperto
se levantó y fue a abrir sin esperar ninguna orden al respecto.
Alfonso
Paguada entró con su bolsa y su contenido.
—Casi
se nos muere el viejo –le informó de entrada Ruperto.
—¿Cómo?
–preguntó algo preocupado el hombre.
Apenas
entró la puerta volvió a ser cerrada con seguro.
En
pocas palabras, Ruperto, explicó lo sucedido.
—Tenemos
que alimentarlo –dijo Wilmer volviendo a leer el artículo, sobre todo en las
partes que concernían a la alimentación.
—Y no
le hemos dado ni una gota de agua –dijo Alfonso colocando la bolsa con la
comida.
—Todavía
faltan algunos minutos para las doce –dijo Wilmer mirando su reloj—. Antes de
que las cosas puedan complicarse un poco más vayan ustedes dos a conseguir
frutas y agua fresca. Yo voy a darle, por mientras un poco de la que tenemos
aquí…
Los dos
hombres se miraron con algo de torpedad en el gesto. Aquella expresión podría
significar cualquier cosa.
Pero al
final salieron a hacer lo que se les ordenaba. Mientras tanto, Wilmer se dedicó
a colocar paños de agua fría sobre la frente de don Carlos, tal como lo
indicaban el artículo. Mientras hacía esto pensaba en lo cerca que había estado
de perder la gran fortuna que iban a exigir. Quizás no fuera un experto en
negociaciones de secuestro, pero comprendía que la familia, apenas se
contactara con ellos iba a pedir pruebas de vida. Y sin vida no hay pruebas.
***
—¿Está
seguro? –le preguntó Anamaría a Oliver Pavón, cuando éste le informó de que
habían localizado el lugar a dónde habían llevado a su padre. A través del
teléfono la voz de la mujer parecía a punto de quebrarse.
—Así es
–aseguró de nuevo Oliver—. Estamos a punto de cazarles. He mandado a Castro por
delante y ya está allá haciendo algunas pesquisas. Necesito hablar con Carlos
Miranda porque tenemos que estar listos con una buena cantidad de militares
para actuar rápido.
—Él
está en la mina. Llamaré para informarle que usted llegará por allá.
—Ok.
Gracias, Ana. No se preocupe esta pesadilla está por terminar.
—Muchas
gracias.
—Manténganse
pendiente, es probable que hoy vuelvan a establecer contacto con ustedes los
plagiarios.
—Así lo
haré.
Esa
llamada, el detective, la había realizado a las siete y veinte de la mañana
cuando ya Castro se había marchado para el Álamo.
A las
ocho de la mañana ya estaba entrando a los terrenos de la mina.
Oliver,
que no había regresado al lugar después del rescate de los niños quedó
asombrado al no encontrar en su sitio la casa aquella donde habían ocurrido los
eventos del asesinato de una mujer a manos de su esposo loco. El tiempo pasa y
todo cambia, pero allí parecía haber habido un cambio total. No quedaba ni la
sombra del antiguo sitio. Ahora, se habían levantado, a ambos lados del portón
antiguo dos especies de casetas con un palo que subía y bajaba accionado por
electricidad para cerrar o abrir el paso. Dos militares de aspecto fiero le
miraron, corroboraron su identidad y le franquearon el paso.
La
carretera de arenilla se perdía en línea recta hacia el bosquecillo de robles,
encinos y pinos. Pasó justo sobre el lugar donde otrora estuviera la casa de dos
plantas y pensó de nuevo en los dos niños: en Lowell y en Fayre Montalvo.
“Nos
quería comer”
Eso
había dicho la niña que temblaba peligrosamente apenas la había sacado del pozo
aquel. “Nos quería comer”. Y Oliver no comprendió aquella declaración asumiendo
que ser refería a la locura del padre. Pero no podía comprender como una niña
tan pequeña utilizaba una metáfora para referirse a aquel hecho. Además la
situación no estaba para metáforas. Siempre quedó con la inquietud acerca de a
qué se refería, pero ya jamás le pudo preguntar.
Tratando
de centrarse en el presente puso la atención en el camino.
Descendió
después de haber terminado la recta superior, por una carretera de tierra casi
rosada.
“Era
roja” pensó.
Miró
hacia los lados y en efecto, la tierra parecía una parcela de esa tierra que
presentan los campos australianos. Al combinarse con el material con el cual
habían hecho la carretera se volvía rosada.
Pasó a
unos cuantos metros de un enorme tanque ubicado a la izquierda del camino antes
de comenzar a descender por el cerro. Llegó al estacionamiento que era un
enorme plantel de grava blanca y estuvo convencido de que allí era donde había
descubierto aquella cabaña de troncos oscuros. Ahora no quedaba absolutamente
nada. El progreso había caído pesadamente sobre ella.
En el
estacionamiento había por lo menos veinte automóviles. Uno de ellos,
seguramente, pertenecía a Carlos Miranda. Apagó el motor y buscó su chaleco de
varias bolsas en el asiento trasero. Se lo puso y verificó si llevaba lo que
debía de llevar. Allí estaba todo.
Abrió
la guantera y vio la pistola. Nunca había disparado a una persona y esperaba no
hacerlo nunca, pero se sentía más seguro con ella. La tomó y se la metió debajo
del sobaco donde llevaba la sobaquera.
Apenas
había bajado del auto cuando escuchó su nombre flotando en el aire. Se dio la
vuelta para buscar al dueño de la voz.
—¿Detective
Pavón?
Era
Carlos Miranda que bajaba por un caminito por la parte alta del plantel
destinado a estacionamiento. Fue hacia él y a mitad del camino se encontraron.
Se dieron las manos y hablaron:
—He
llamado a uno de los encargados de los militares, me dijo que puede contar
usted con diez hombres por cualquier cosa.
—Ok.
Excelente.
—Venga
conmigo.
Oliver
siguió a Carlos Miranda hasta un pequeño coche muy parecido a los de jugar
golf.
—Usamos
estos para movernos dentro del área de la mina –informó—. Son más pequeños y
pueden llegar sin dificultada hasta abajo.
Se
subieron uno junto al otro y se pusieron en marcha de inmediato.
—¿Aquí
había una cabaña, verdad? –preguntó Oliver a su acompañante.
—Sí…
quedó bajo las ruedas de los bulldozer. ¿La conocía?
—Hace
un año mientras buscaba a los niños de la familia Montalvo pasé por aquí.
—Sí, me
ha contado Ana que fue algo terrible eso.
—Una
lucha contra el tiempo.
—¿Es lo
mismo ahora? –preguntó mirándole Carlos mientras tomaban una curva por la calle
que subía de la mina.
—Toda
situación que conlleva la amenaza de la vida es una carrera contra el tiempo.
Estos individuos son peligrosos porque han llevado toda su vida una carrera de
crímenes. Él único que se salva un poco de esas características es el llamado
Wilmer Paz. Es un simple estafador. Pero hasta el cordero más inocente, al
verse acorralado puede reaccionar con violencia. Esperemos que este no será el
caso.
Pasaron
por un lado de la mina. Allí, en la boca externa se veía el gran movimiento de
personas y vehículos entrando y saliendo por lo que parecía una enorme boca
abierta al cerro a base de maquinaria pesada.
—¿Es
rentable? –preguntó Oliver mirando hacia la boca de la mina.
—Muchísimo.
Estamos extrayendo mineral noche y día y parece no tener fin. Es una reserva
abundante. Y creo que el motivo que esos delincuentes hayan decidido raptar al
padre de Ana.
—Es
probable.
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