X
Lo que se le había ocurrido a Oliver era muy
sencillo:
—Llegas como el borracho que estás representando
–le explicó—, yo estaré cubriéndote desde una distancia prudencial con el arma
y te acercas pidiendo algo para la cruda.
—Ajá.
—Logramos hacer que abra y observas todo lo que
puedas del interior.
—Ajá –dijo Castro con sus ojos claros tratando de
medir la magnitud de aquel plan.
—Y ese es el plan. Cuando lo tengamos desprevenidos
entramos y los sometemos. ¿Qué te parece?
—Que es estúpido.
—¿Por qué dices eso, hombre?
—En primer lugar es un tipo peligroso y no me va a
abrir. Lo más seguro es que sospeche algo apenas asome la cabeza y me la vuele
en mil pedazos. No señor. Prefiero renunciar a eso.
—¿Entonces qué propones?
—Que llames a tu amigo el oficial. Dile nos preste sus tropas y asaltamos directamente la
casa. Sencillo ¿No?
—Me parece bien. Sólo que hay un problema.
—¿Cuál?
—Creo que ahora mismo están cambiando de puesto los
militares. Antes de mandarlos a rodear la casucha le escuché decirles que a la
una de la tarde sería el cambio de guardia como todos los días.
—Esperamos entonces.
—Ok. Pero antes hablaré con él. Vigila allí.
Castro se quedó pegado al agujero en la pared
atisbando hacia afuera mientras Oliver sacaba su celular y llamaba al oficial
encargado.
—Soy yo, Oliver, el detective.
—Dígame.
—Queremos atacar la casucha, pero nos gustaría
tener el apoyo de los militares.
—En este momento se están distribuyendo por todos
los puestos de vigilancia de la mina. Le prometo otro grupo pero después de las
tres de la tarde. O las tres y media para ser más exacto. Ahora sería
imposible.
—Oh –Oliver se oprimió la frente con dos dedos como
si tratara de dispersar un dolor de cabeza—. Está bien. Creo que no podemos
esperar más tiempo. Él se dará cuenta que sus cómplices no regresan y
sospechara algo. Vamos a actuar enseguida. De todos modos, gracias.
—Estamos pendientes. Suerte con la aprensión.
Y eso fue todo. Oliver se lo comunicó a Castro y
éste suspiró.
—Ni modo, jefe, tendremos que actuar solos.
—Así es.
Se quedaron un momento en silencio. Después, ambos,
extrajeron sus armas de sus respectivos lugares. Abrieron las recámaras de las
balas y luego cerrándolas dijeron casi al mismo tiempo:
—Listo –Oliver.
—Listo –Castro.
El primero en salir fue Oliver, y muy pegado a él
su compañero. Salieron por el agujero y yéndose por la parte trasera
descendieron por el camino agachados.
Las ventanas de la casucha estaban cerradas y no
era posible que se les viera desde el interior, pero para evitar cualquier duda
al respecto, se agacharon aún más al llegar a la esquina del edificio. Bajaron
por la parte de atrás y siempre agachados alcanzaron la otra esquina. Miraron,
ambos hacia la quebrada. El agua corría tranquilamente, tan ajena a las
cuestiones de los humanos que parecía un remanso de tranquilidad.
Oliver se volvió a Castro y le dijo en la voz más
baja posible:
—Cuida tu paso, parece un poco resbaloso por este
lado.
El otro asintió.
Oliver se pegó con la espalda al costado del
edificio que daba a la quebrada y despacio comenzó a avanzar. Hasta sus oídos
llegaban el sonido del agua corriendo y el canto de un pájaro entre las ramas.
“Es un perico” pensó.
Castro le seguía a unos dos metros de distancia.
En efecto, por aquel lado de la casucha la tierra
estaba más suelta, quizás debido a la humedad que proporcionaba la cercanía de
la quebrada y se corría el riesgo de un deslizamiento.
Oliver se volvió a mirar a su compañero. Éste
parecía concentrado en sus pasos debido a la humedad y le pidió a Dios que no
se resbalara, ni él ni su amigo.
Pero por lo visto, Dios estaba en otros asuntos,
porque quien se deslizó fue él. Su pie izquierdo se trabó en una rama saliente
y al tratar de levantar el pie perdió el equilibrio. Trató de agarrarse de algo
inexistente y manoteó el aire con desesperación hasta que chocó contra el suelo
enfrente de él. Lo peor fue que al caer su pistola chocó contra la pared de
madera.
TOC
—Oh, mierda –dijo Castro acudiendo de inmediato a
ayudar a su amigo.
Oliver miraba hacia arriba, donde había dos
ventanas, las cuales parecían suspendidas en el aire debido a la altura. En
aquel lugar, la casa estaba subida sobre varias columnas de piedras y por eso,
ellos estaban más bajos que el mismo piso que parecía rozarles la frente. Unos
pasos más adelante, había una depresión que formaba una especie de hueco por
debajo del piso.
Castro le tendió la mano a su amigo y de inmediato
como dos colegiales pescados infraganti casi corrieron a ocultarse debajo de
aquella depresión. Se metieron de inmediato sintiendo que el corazón se les iba
a salir del pecho a ambos. Se miraron expectantes y esperaron para ver qué iba
a resultar de aquel golpe sobre la madera. ¿Cuánto tiempo habían estado a la
vista desde el golpe?
—Fueron unos veinte segundos –le murmuró Castro
como si le hubiera leído el pensamiento.
Atentos aguardaron tratando de escuchar el mínimo
movimiento en el interior de la casa.
De pronto escucharon, justo encima de ellos, como
las tablas se hundían un poco por el peso de alguien que trataba de caminar
sigilosamente. También, un poco de polvo se desprendió sobre sus cabezas.
***
TOC
El ruido, resonó a su izquierda y de inmediato miró
hacia allá.
Wilmer Paz estaba ensimismado mirando la pantalla
del ordenador tratando de ubicar un punto exacto para la entrega del dinero
cuando lo sobresaltó el ruido. No se puso en pie de inmediato, porque él no era
un hombre de reflejos rápidos, sino más bien meditativo. Miró hacia la ventana
cerrada y se preguntó que sería aquello.
Se levantó despacio y fue hacia allá.
Abrió la ventana y el chirrido que provocaron las
bisagras al moverse estuvo a punto de proporcionarle una dentera terrible. Desde
siempre había odiado la tiza sobre las pizarras, pero ese sonido, el de las
bisagras, parecía taladrante. Aun así no desistió de su empeño por ver hacia el
exterior. No habían abierto las ventanas porque mientras más fuera de las
miradas curiosas estuvieran mejor. Habían alquilado la casucha a uno de los
administradores de la mina, pues todas aquellas pocilgas pertenecían a ellos.
El marco de la ventana, por fuera, estaba provisto
de una especie de mosquitero muy antiguo y muy roto por varios puntos. Así que
se inclinó un poco para ver que podría haber golpeado la madera y no vio nada.
Si un árbol o ramas hubieran estado cerca lo hubiera comprendido, pero allí no
había nada. Sólo la tierra descendiendo de manera inclinada hacia el lecho de
la quebrada.
“¿Qué habrá sido?” –pensó.
Trató de inclinarse un poco más para mirar hacia
abajo, pero la tela metálica se lo impidió hasta el punto de aplastarle el
cabello contra el cráneo. Tomó el teléfono y marcó en número de Ruperto. ¿Hacía
cuánto tiempo se habían ido los dos compañeros? ¿Veinte? ¿Treinta minutos?
Esperó a que sonara hasta cinco veces y nada.
Miró la hora: eran las dos y minutos de la tarde.
Había pasado más de una hora desde que se fueran. Miró con nerviosismo de nuevo
hacia abajo. Nada allí no había habido nada. Se culpó de negligencia al no
haber verificado todos los contornos externos de la casa. Un descuido muy
peligroso. Aquel ruido…
Volvió despacio hacia la mesita de la computadora.
La luz que entraba por los resquicios del techo y las puertas era suficiente
para iluminarlo todo y por eso mantenía las ventanas cerradas. Fue hacia la
otra ventana, la que daba a las otras casuchas y aquella cuesta que llevaba a
la mina. La abrió con el mismo resultado de bisagras chirriantes. La única
diferencia con la otra ventana era que ésta no tenía malla protectora. El sol
entró como un cubo amarillo y caliente sobre la estancia. Miró hacia afuera
inclinándose un poco por la cintura pues la ventana apenas alcanzaba el metro
de alto. Sería muy fácil saltar por allí en caso de emergencia.
Miró hacia arriba, hacia la cuesta que llevaba a la
mina. Nada. Las casuchas de madera y zinc a ambos lados parecían tan decrépitas
como esa misma.
“Cuántos años tendrá esto”
Ya iba a cerrar la ventana de nuevo cuando escuchó
de nuevo algo. Eran como pies pisando las hierbas secas que había allá por la
ventana. Con paso rápido fue hasta la mesa y tomó el arma que estaba justo
junto a la computadora y corrió con ella quitándole el seguro otra vez a la
ventana con malla dañada. No se asomó de un solo sino que se pegó a la pared y
luego dijo:
—¿Quién anda allí? Estoy armado y voy a disparar
sino se reporta.
Eso de disparar era algo que jamás había hecho,
pero dado el caso y motivado por el miedo, estaba convencido, sería muy fácil.
Agudizó más el oído. Nada.
¿Sería su imaginación?
Ya se estaba relajando cuando escuchó, ahora sí,
varios pasos correr hacia la parte delantera de la casa:
—Somos la policía –gritó una voz desde el exterior.
Wilmer Paz no era un asesino a sangre fría como sus
compañeros de delitos, pero viéndose acorralado de nuevo su mente sólo se
aferró a una idea:
“No volveré a ser encarcelado. No me atraparán con
vida”
Y como una exhalación, sin pensarlo dos veces,
corrió hacia la ventana que acababa de abrir. Se apoyó en el marco y sin hacer
más ruido que el de su propia respiración saltó hacia afuera de un impulso.
Cayó sobre sus talones y corrió hacia la cuesta que se veía allá arriba.
No, no lo iban a agarrar con vida esta vez.
***
Al escuchar las bisagras mohosas y su ruido
chirriante, Oliver miró de nuevo a Castro que miraba hacia arriba como si en
cualquier momento el hombre allá arriba se iba a soltar a disparar.
—Tenemos que hacerlo –murmuró a Castro. Castro le
devolvió la mirada y asintió.
—Espera un poco –le dijo.
Así que esperaron.
Cuando los pasos, después de haber estado un buen
rato allí quietos, volvieron a escucharse apenas, fue Castro quien se movió
primero. Oliver, debido a su anterior torpeza le dejó hacerlo. Lo vio moverse
por debajo de entre la columna y otros viejos maderos y buscar salir por aquel
lado. Él le siguió también con el corazón latiéndole muy rápido en el pecho.
“Ahora sí” se dijo para darse ánimos.
Avanzaron casi arrastrándose por sobre la tierra de
hierba reseca. Y cuando ya casi alcanzaba la otra esquina de la casucha fue
Castro quien cometió la imprudencia de pararse sobre una rama seca oculta
debajo de unas hierbas también en las mismas condiciones. Fue como si sus pies
se hubieran subido sobre un montón de bolsas vacías de churros secos.
—Mierda –murmuró Castro.
De inmediato escucharon los pasos del habitante de
aquel edificio acudir de nuevo hacia aquella ventana ahora abierta casi sobre
sus cabezas. Oliver, empujó por el hombro a su compañero y le dijo:
—Ahora no importa.
Y Castro estuvo de acuerdo con eso: ya no
importaba.
—Somos la policía –gritó Oliver echando a andar a
toda prisa hacia la fachada de la casa.
Allí estaba la única puerta. Se colocaron uno a
cada lado de la hoja y contando con los dedos: uno, dos y tres. Ambos con los
pies empujaron la puerta. Ésta pareció resistirse unos segundos, pero después
del empellón con los hombros los pasadores saltaron por los aires.
CRACK sonó la hoja de maderas viejas al romperse.
La estancia, observó de inmediato Oliver, estaba
vacía. Apenas una mesita sobre la cual había una computadora personal y tres
puertas al fondo, la del medio estaba entreabierta. Hacia ella se dirigió de
inmediato.
Empujó la hoja y el corazón le dio un salto de
alegría, pero también de pesar al ver el estado en el cual estaba don Carlos
Landa. Se acercó a él y le dijo:
—Don Carlos.
Don Carlos movió la cabeza tratando de ver al dueño
de la voz a pesar de la venda que le caía sobre el rostro.
—Hola –dijo.
Oliver escuchó a su compañero entrar tras él.
—Parece que ha volado –dijo.
Oliver se volvió y le dijo con autoridad:
—Desátalo y alcánzame en el pueblo. No podemos
dejarlo escapar.
Terminando de decir esto salió corriendo del cuarto
y miró hacia la ventana de la derecha. Por allí. No había otro sitio por donde
se hubiera marchado. Se asomó con rapidez allí y atisbó a ver al hombre
corriendo allá a unos cincuenta metros de allí, ya casi tomando el camino que
llevaba al centro de la población. Se le veía desesperado, agitando los brazos
en su loca carrera y con un arma en la mano.
Sin pensarlo, saltó la ventana y con el pensamiento
de darle alcance, salió corriendo con todo lo que podía detrás de él. No, no
podía dejar que escapara. Ese era el pensamiento predominante.
Alcanzó el edificio donde había estado escondido
minutos antes con su amigo Castro y dobló la esquina de la parte trasera
sintiendo que la cuesta era más empinada de lo que había supuesto al bajarla.
Cuando llegó al lugar exacto donde había mirado al
hombre correr y meterse por el camino que llevaba al centro del pueblo le
pareció que había corrido ya, demasiado tiempo. Quizás, le dijo su mente, ya se
te ha escapado.
—¡Jamás!— dijo en voz alta metiéndose por el mismo
sendero que conducía al centro del pueblo.
***
La familia Rodríguez Cerrato era la típica familia
visitadora de pueblos típicos de fines de semana. Y aunque no era precisamente
un fin de semana les dio por visitar ese nuevo y renacido pueblo llamado El
Álamo del cual tanto se estaba hablando últimamente en las noticias económicas
de los periódicos. Sus cuatro componentes: doña María, don Carlos, José y
Mónica la pequeña, solían divertirse de lo lindo en todos los pueblos que
visitaban. Habían adquirido la sana costumbre de encontrar lo mejor de los
lugares que visitaban. Por ejemplo, la iglesia del pueblo era sitio obligatorio
para tomarse un par de fotografías en familia. Sonriendo y como diciéndole al
mundo: aquí estamos y qué.
Así pues, aquella tarde, mientras se dirigían a
Tegucigalpa después de un agotador viaje desde La Ceiba, Atlántida, decidieron,
meterse por aquel interesante desvío de la derecha hacia El Álamo.
—Es mentira que vamos a regresar por aquí pronto
–le dijo don Carlos a doña María—, así que aprovechemos de una buena vez.
La esposa conociendo el carácter agrio e incisivo de
su esposo, y aunque se sentía agotada de tanta carretera, lo dejó enfilarse al
pueblo. Los niños agotados y cansados dormían profundamente en el asiento
trasero y ni cuenta se dieron cuando el vehículo se desviaba entrando a la
carretera de tierra. Y no fue sino hasta que su padre les anunció con la voz
cantante que siempre utilizaba al llegar a uno de aquellos pueblos, que se
despertaron:
—¡Bienvenidos al Álamo! ¡Bienvenidos a la
diversión!
La pequeña Mónica que apenas podía imaginarse lo
que iba a suceder unos minutos más adelante, abrió sus ojitos cafés y trató de
borrar las nubes del sueño que parecían no querer irse de su conciencia y dijo:
—¿Dónde estamos papi?
—En un pueblo llamado El Álamo.
—Pensé que íbamos para Tegus –dijo José detrás de
su madre.
—Sólo son unos minutos –dijo su padre conciliador—.
Ve sacando la cámara fotográfica para comenzar con la diversión.
Diversión en el lenguaje Rodríguez Cerrato era ir por todos los puestos del mercado,
tomarse fotografías, caminar por las calles del pueblo y tomarse fotografías,
llegar a la plaza del pueblo y tomarse fotografías, posar ante la fachada de la
iglesia del lugar y tomarse fotografías… en fin, la diversión tenía nombre de
fotografías.
“Pareciera que tienes sangre de asiático” solía
decirle su esposa comparándolo con aquellos orientales que siempre andan
apabullando a todo el mundo con sus cámaras fotográficas.
“Sólo son para el recuerdo –solía justificarse él—.
Ves que los niños van creciendo de una forma tan acelerada que de repente ya
serán adultos. Es bueno tener recuerdos así”
Así pues, llegaron al Álamo faltando unos pocos
minutos para las dos de la tarde y muy pronto comenzaron las sesiones de
fotografías.
—Dejemos la iglesia para el final –dijo don Carlos
antes de comenzar a retratarse con las señoras de los puestos de comidas
típicas y vendedores de zapatos.
Y quizás esa decisión pasaría por su cabeza mucho
tiempo después, como un recordatorio de que las decisiones que se toman en un
momento dado siempre son las causas de lo que sucede a continuación.
En el momento de entrar a la iglesia, después de
haber recorrido casi todo el pueblo, lo habían hecho como lo hacían siempre al
entrar en un templo: persignándose y echándole un ojo a todos los elementos que
les llamaban la atención como son los altares, las sillas, las ventanas.
—No es muy bonita que digamos –le murmuró a su
esposa.
Ésta le dio un empujón en el hombro sonriendo.
Fue Mónica quien se soltó de la mano de su madre y
corrió hacia la primera banca como tenía costumbre. Allí se sentó y miró hacía
el extraño altar en forma de roca que había unos pasos más allá. Sobre el altar
un crucifijo de más de un metro de alto golgaba de un único clavo sobre una
columna. El Cristo que en él había parecía estar mirando hacia el cielo y
pronunciando aquellas famosas palabras de perdónalos
que no saben lo que hacen con su corona de espinas y sangre derramándose
sobre su frente. La niña lo miró con inquietud. Esas cosas siempre la
asombraban aunque no podría decir porque. A los cinco años es muy poco lo que
se puede explicar de los sentimientos.
—¿Qué sucede? –preguntó José mirando hacia afuera.
Hasta ellos, y más hasta sus oídos, le pareció
haber escuchado unos gritos procedentes del exterior.
Sus padres
no le hicieron caso y quizás eso fue lo que marcó la diferencia. Si le hubieran
hecho caso hubieran corrido hacia la pequeña que ya estaba muy concentrada en
la contemplación del Cristo del altar y quizás eso hubiera hecho la diferencia.
Pero no le hicieron caso por estar observando unos vitrales que no existían y
un techo sencillo como el de una simple vivienda del pueblo.
Cuando lo vieron venir ya era demasiado tarde.
—¡Deténganlo! –escucharon a sus espaldas y de
inmediato se volvieron a ver al dueño de la voz.
No tuvieron tiempo de darse la vuelta porque cuando
lo hacían sintieron un fuerte empellón que los hizo girar violentamente, cada
uno por su lado, pues quien había pasado corriendo lo había hecho justamente
entre los dos.
—¡Qué dem…! –dijo Carlos dispuesto a vengarse de
tal afrenta.
El ruido del exterior se había metido hasta el
interior de la iglesia y ahora, mientras ellos trataban de recobrar el
equilibrio, vieron una enorme multitud bloqueando la luz del exterior.
—¡Noooo!
¿Acaso no era esa la vos de Mónica?
Ambos al mismo tiempo se volvieron para observar
con horror que un hombre de aspecto agotado y cara de loco, sostenía a su
pequeña hija por la cintura y parecía estarla usando como un escudo mientras
con una pistola amenazaba a alguien.
—No se acerque o la mato.
Carlos y María comprendieron de inmediato que aquel
hombre no se dirigía a ninguno de ellos sino a alguien que estaba justo detrás
de ellos. Ambos sintieron, sobre sus consciencias esa sensación de irrealidad
que a veces se cruza por los sentidos de los seres humanos cuando no pueden
creer posible que algo así este sucediendo.
***
Por alguna razón, Oliver, le dio alcance al
perseguido, justo al llegar a las oficinas de la mina. O por lo menos, eso fue
lo que él experimentó después de su loca carrera. No creía posible que después
de llevarle él tanta ventaja lo tuviera tan al alcance de la mano. Pero así
era, estaba a sólo diez metros de él cuando llegó justo a las oficinas de la
mina.
Allí, justo cuando daba la vuelta a ese recodo, lo
vio y le gritó:
—¡Alto! ¡Deténgase o disparo!
Pero la amenaza era imposible de cumplir, en la
calle, había más de treinta personas diseminadas aquí y allá y si disparaba más
de alguna saldría herida.
Las personas al escuchar la amenaza y ver la
pistola inmediatamente hicieron lo que desde hace miles de años hacen las
personas al ver a otra armada: gritar y correr como en desbandada.
Al hacerse a un lado aquel mar de personas, Oliver
tuvo más visión para ver a su perseguido casi saltando sobre una pierna. Eso
era lo que había sucedido: en su loca carrera el delincuente se había tropezado
y quizás torcido un tobillo y por eso le había dado alcance. Todo tenía una
explicación lógica, como siempre.
—¡Deténgase! –volvió a gritar.
Pero el hombre no se detuvo; corría como subido en
un solo pie y parecía adolorido. A ese paso lo alcanzaría muy rápido. Oliver se
sintió mejor con esta idea. Después de todo, todo terminaría bien. Eso creía.
Wilmer Paz logró llegar junto a la iglesia y sin
pensarlo mucho y sin volver la vista a su perseguidor se metió en el interior.
Oliver dobló la esquina del templo justo cuando aquel hombre desesperado
entraba y un grupo de personas se abalanzaban casi tras él, pero quizás por
pura curiosidad. Entre estas personas tuvo que abrirse paso gritando aún más
fuerte:
—¡Deténganlo!
Pero nadie lo detuvo y Oliver miró como dos
personas, un hombre y una mujer eran atropellados literalmente y después como
una pequeña niña era levantada de su asiento en primera fila por el
delincuente.
“Oh, cielos” pensó con miedo.
—¡Alto! ¡Deténgase o disparo! –dijo Wilmer Paz
dirigiendo el cañón hacia su perseguidor.
La niña al verse levantada de la silla había
emitido un grito de horror, pero ahora quienes estaban horrorizados eran sus
padres quienes sin poder acercarse al individuo la miraban desde lejos. Doña
María ya iba a lanzarse en pos de su hija cuando sintió las manos de su esposo
atrapándola por detrás:
—Está armado –le dijo su esposo como si ella no
hubiera visto ya el arma.
—¡Mónica! –gritó la madre extendiendo los brazos y
dilatando las pupilas como una posesa.
El ruido que hacía la gente en la entrada de la
iglesia se volvió silencio completo cuando Oliver levantó el arma y amenazó al
delincuente.
—Suelte a esa niña y la pistola.
—Ni loco –respondió Wilmer como si hablara con un
amigo particularmente bromista.
Ambos se estaban apuntando.
—¡Por favor! ¡Por favor! –rogaba la madre queriendo
soltarse de los brazos de su esposo que la atenazaban por la espalda.
El ambiente era bastante tenso y parecía que
aquello no tendría un final feliz.
Un hombre embutido en una sotana negra apareció por
detrás del altar y al ver la escena se quedó quieto con una mano en la boca.
—¡Quieto! –le gritó Wilmer.
Todos estaban quietos, menos los hombres que se
apuntaban directamente con el cañón de sus pistolas.
La niña había comenzado a llorar tratando de
zafarse de aquellas manos extrañas.
—¡Quieta! –le gritó ahora a ella el hombre que la
atenazaba con un brazo alrededor de su cinturita.
—Por favor, mi amor –le suplicó el padre a punto de
echarse a llorar—. Quédate quieta. Quédate quieta, por favor. El señor ya te va
soltar.
—¡Silencio! –le ordenó el hombre que tenía a su
hija.
El sacerdote, de repente, pareció recordar algo,
dio la media vuelta y se perdió por detrás del altar.
La escena parecía congelada, pero Oliver, sabía que
aquello no podía durar mucho tiempo. Allí estaba él, enfrente de un criminal
muy peligroso el cual había armado, al verse acorralado, una escena muy
peligrosa.
Pensó en las palabras que Paola siempre le decía
cuando salía de casa: vuelve a casa.
En aquel momento mientras un cañón lo amenazaba de
forma directa dudó mucho de esa posibilidad.
Miró a la niña que lloraba desaforadamente en los
brazos de su captor y pensó en su futuro hijo, o hija (ninguno había querido
saber el sexo de su futuro vástago). Quizás fuera una niña como aquella.
Sintió, cólera. Una cólera que como un volcán iba subiendo.
—¡Suelte a esa niña! –Le gritó al delincuente—.
Esto es entre usted y la justicia.
—No voy a volver a la cárcel –le respondió Wilmer
sin dejar de amenazar con el cañón de la pistola.
—Usted sabe que de este lugar no hay salida –le
dijo Oliver—. No aumente su condena con algo así.
—No, yo no volveré a la cárcel –insistió Wilmer.
La niña pareció haber comprendido la situación y
había dejado de luchar por liberarse de los brazos de su captor. Miraba a su
padre a su madre, y a su hermano que se habían abrazado y ahora parecían
acurrucados justo en el centro del edificio. Sus ojitos claros estaban velados
por las lágrimas y su boca contraída y temblando por las circunstancias.
—¿Qué propone? –preguntó Oliver pensando en la
posibilidad de una negociación.
Wilmer que no parecía preparado para una pregunta
de ese tipo miró hacia todos lados sin bajar su arma. Luego miró hacia la
enorme puerta de la entrada de la iglesia y comprendió que era cierto: allí no
había escapatoria. Varios militares de uniforme moteado apartaban a la gente y
pugnaban por entrar en el recinto. Tenía que pensar rápido.
Pero lo que sucede con el cerebro, cuando se tiene
miedo, es algo muy curioso: no se puede razonar. El instinto de conservación,
que viene del cerebro instintivo es más fuerte que el del razonamiento.
Wilmer Paz se había atrincherado en un rincón de la
iglesia. Justo a la derecha de la nave donde el suelo formaba una grada para subir
al altar. Allí el suelo, hecho de ladrillos blancos unidos por argamasa gris,
parecía nuevo. Como si alguien, últimamente, hubiera renovado aquel lugar.
El hombre acorralado miró, de repente, como si
fuera algo nuevo, detrás de altar. Allí, justo detrás del muro que sostenía en
crucifijo enorme de Jesús, había un hueco por el cual se veía una puerta de
madera abierta. Por allí había desaparecido el cura apresurado.
E impulsado por el cerebro de la supervivencia sus
piernas recibieron la orden de marcharse hacia allí.
—¡Quieto!
La voz venía de uno de los militares que con su
fusil al frente le apuntaba. Todas las personas a su alrededor se habían
apartado hacia los lados.
—Tranquilo –le dijo Oliver mirándole.
—Se quiere escapar –dijo el militar y no lo permitiré.
—Tranquilo –le volvió a repetir Oliver.
Sobre la escena parecía haber caído un telón de
silencio, de aire contenido. Solo se escuchaban las palabras casi a gritos del
acorralado y los que lo acorralaban.
Y de pronto, como suceden siempre todas las
catástrofes, el acorralado dio sus primeros pasos hacia la puerta de la
sacristía, lugar que consideró más seguro que aquel. Al militar le tembló el
índice de su fusil y haló el gatillo. El estampido, al estar en un lugar
cerrado, fue magnificado al punto de mover con el estruendo los pocos cristales
de las ventanas altas. La gente emitió un grito de miedo.
Para Oliver, a partir de aquel sonoro disparo, todo
pareció ir en cámara lenta. En primer lugar el ruido tan cercano a sus oídos
comenzó a chillar. El olor a pólvora tan cerca de sus fosas nasales y la visión
un poco nublada por el estruendo.
Miró como el hombre que llevaba a la niña echaba el
hombro hacia atrás, emitía un grito y luego chocaba contra el muro trasero. La
pequeña se deslizaba de entre sus brazos y caía aparatosamente en el suelo. Sus
padres, de inmediato, corrían hacia ella y la levantaban. La pequeña extendía
sus dos bracitos hacia arriba para ser auxiliada.
Oliver al ver esto corrió hacia el cuerpo caído y
se interpuso entre la familia Rodríguez Cerrato y él. Un error, pero al mismo
tiempo un escudo, como tendría tiempo de pensar más adelante.
Wilmer Paz había caído al suelo después de
estrellarse contra la pared. El impacto de la bala le había perforado el hombro
derecho rozándole el pulmón. El dolor era insoportable, pero aún podía
conservar algo del pensamiento preservador. Levantó la vista apretando los
dientes y sin soltar el arma la dirigió al pecho de Oliver Pavón.
Éste al ver aquello, de inmediato levantó su arma.
Apenas llegó a la mitad del recorrido pues otro estampido retumbó en el
interior de la iglesia. Oliver sintió que el hueso de la clavícula derecha se
fragmentaba en miles de pedazos y el hombro con el cual sostenía la pistola se
debilitó de inmediato. Sintió como la bala pasaba por aquel hueso y luego
buscaba salida por detrás del hombro rozándole los huesos allí alojados y de
paso perforándole los músculos.
Cayó al suelo y el último pensamiento antes de
perder el conocimiento fue: volveré a
casa.
Wilmer Paz soltó el arma y también por preservación
se llevó la mano bueno hacia el pecho para tratar de mitigar el dolor que
insoportable insistía en dañarle aquel lugar. Perdió el conocimiento apenas su
mano llegó al pecho. Se había dado la vuelta y boca arriba la sangre comenzó a
manar a raudales por entre la ropa y sus dedos. Esta sangre comenzó a formar,
de inmediato, un charco bastante grande sobre su hombro.
La sangre de los dos caídos se mezcló en algún
momento justo donde las losas parecían tan nuevas.
Los militares y algunos civiles se acercaron a los
dos caídos convencidos de que ambos habían muerto.
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