martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 10



X

Lo que se le había ocurrido a Oliver era muy sencillo:
—Llegas como el borracho que estás representando –le explicó—, yo estaré cubriéndote desde una distancia prudencial con el arma y te acercas pidiendo algo para la cruda.
—Ajá.
—Logramos hacer que abra y observas todo lo que puedas del interior.
—Ajá –dijo Castro con sus ojos claros tratando de medir la magnitud de aquel plan.
—Y ese es el plan. Cuando lo tengamos desprevenidos entramos y los sometemos. ¿Qué te parece?
—Que es estúpido.
—¿Por qué dices eso, hombre?
—En primer lugar es un tipo peligroso y no me va a abrir. Lo más seguro es que sospeche algo apenas asome la cabeza y me la vuele en mil pedazos. No señor. Prefiero renunciar a eso.
—¿Entonces qué propones?
—Que llames a tu amigo el oficial. Dile nos  preste sus tropas y asaltamos directamente la casa. Sencillo ¿No?
—Me parece bien. Sólo que hay un problema.
—¿Cuál?
—Creo que ahora mismo están cambiando de puesto los militares. Antes de mandarlos a rodear la casucha le escuché decirles que a la una de la tarde sería el cambio de guardia como todos los días.
—Esperamos entonces.
—Ok. Pero antes hablaré con él. Vigila allí.
Castro se quedó pegado al agujero en la pared atisbando hacia afuera mientras Oliver sacaba su celular y llamaba al oficial encargado.
—Soy yo, Oliver, el detective.
—Dígame.
—Queremos atacar la casucha, pero nos gustaría tener el apoyo de los militares.
—En este momento se están distribuyendo por todos los puestos de vigilancia de la mina. Le prometo otro grupo pero después de las tres de la tarde. O las tres y media para ser más exacto. Ahora sería imposible.
—Oh –Oliver se oprimió la frente con dos dedos como si tratara de dispersar un dolor de cabeza—. Está bien. Creo que no podemos esperar más tiempo. Él se dará cuenta que sus cómplices no regresan y sospechara algo. Vamos a actuar enseguida. De todos modos, gracias.
—Estamos pendientes. Suerte con la aprensión.
Y eso fue todo. Oliver se lo comunicó a Castro y éste suspiró.
—Ni modo, jefe, tendremos que actuar solos.
—Así es.
Se quedaron un momento en silencio. Después, ambos, extrajeron sus armas de sus respectivos lugares. Abrieron las recámaras de las balas y luego cerrándolas dijeron casi al mismo tiempo:
—Listo –Oliver.
—Listo –Castro.
El primero en salir fue Oliver, y muy pegado a él su compañero. Salieron por el agujero y yéndose por la parte trasera descendieron por el camino agachados.
Las ventanas de la casucha estaban cerradas y no era posible que se les viera desde el interior, pero para evitar cualquier duda al respecto, se agacharon aún más al llegar a la esquina del edificio. Bajaron por la parte de atrás y siempre agachados alcanzaron la otra esquina. Miraron, ambos hacia la quebrada. El agua corría tranquilamente, tan ajena a las cuestiones de los humanos que parecía un remanso de tranquilidad.
Oliver se volvió a Castro y le dijo en la voz más baja posible:
—Cuida tu paso, parece un poco resbaloso por este lado.
El otro asintió.
Oliver se pegó con la espalda al costado del edificio que daba a la quebrada y despacio comenzó a avanzar. Hasta sus oídos llegaban el sonido del agua corriendo y el canto de un pájaro entre las ramas.
“Es un perico” pensó.
Castro le seguía a unos dos metros de distancia.
En efecto, por aquel lado de la casucha la tierra estaba más suelta, quizás debido a la humedad que proporcionaba la cercanía de la quebrada y se corría el riesgo de un deslizamiento.
Oliver se volvió a mirar a su compañero. Éste parecía concentrado en sus pasos debido a la humedad y le pidió a Dios que no se resbalara, ni él ni su amigo.
Pero por lo visto, Dios estaba en otros asuntos, porque quien se deslizó fue él. Su pie izquierdo se trabó en una rama saliente y al tratar de levantar el pie perdió el equilibrio. Trató de agarrarse de algo inexistente y manoteó el aire con desesperación hasta que chocó contra el suelo enfrente de él. Lo peor fue que al caer su pistola chocó contra la pared de madera.
TOC
—Oh, mierda –dijo Castro acudiendo de inmediato a ayudar a su amigo.
Oliver miraba hacia arriba, donde había dos ventanas, las cuales parecían suspendidas en el aire debido a la altura. En aquel lugar, la casa estaba subida sobre varias columnas de piedras y por eso, ellos estaban más bajos que el mismo piso que parecía rozarles la frente. Unos pasos más adelante, había una depresión que formaba una especie de hueco por debajo del piso.
Castro le tendió la mano a su amigo y de inmediato como dos colegiales pescados infraganti casi corrieron a ocultarse debajo de aquella depresión. Se metieron de inmediato sintiendo que el corazón se les iba a salir del pecho a ambos. Se miraron expectantes y esperaron para ver qué iba a resultar de aquel golpe sobre la madera. ¿Cuánto tiempo habían estado a la vista desde el golpe?
—Fueron unos veinte segundos –le murmuró Castro como si le hubiera leído el pensamiento.
Atentos aguardaron tratando de escuchar el mínimo movimiento en el interior de la casa.
De pronto escucharon, justo encima de ellos, como las tablas se hundían un poco por el peso de alguien que trataba de caminar sigilosamente. También, un poco de polvo se desprendió sobre sus cabezas.


***

TOC
El ruido, resonó a su izquierda y de inmediato miró hacia allá.
Wilmer Paz estaba ensimismado mirando la pantalla del ordenador tratando de ubicar un punto exacto para la entrega del dinero cuando lo sobresaltó el ruido. No se puso en pie de inmediato, porque él no era un hombre de reflejos rápidos, sino más bien meditativo. Miró hacia la ventana cerrada y se preguntó que sería aquello.
Se levantó despacio y fue hacia allá.
Abrió la ventana y el chirrido que provocaron las bisagras al moverse estuvo a punto de proporcionarle una dentera terrible. Desde siempre había odiado la tiza sobre las pizarras, pero ese sonido, el de las bisagras, parecía taladrante. Aun así no desistió de su empeño por ver hacia el exterior. No habían abierto las ventanas porque mientras más fuera de las miradas curiosas estuvieran mejor. Habían alquilado la casucha a uno de los administradores de la mina, pues todas aquellas pocilgas pertenecían a ellos.
El marco de la ventana, por fuera, estaba provisto de una especie de mosquitero muy antiguo y muy roto por varios puntos. Así que se inclinó un poco para ver que podría haber golpeado la madera y no vio nada. Si un árbol o ramas hubieran estado cerca lo hubiera comprendido, pero allí no había nada. Sólo la tierra descendiendo de manera inclinada hacia el lecho de la quebrada.
“¿Qué habrá sido?” –pensó.
Trató de inclinarse un poco más para mirar hacia abajo, pero la tela metálica se lo impidió hasta el punto de aplastarle el cabello contra el cráneo. Tomó el teléfono y marcó en número de Ruperto. ¿Hacía cuánto tiempo se habían ido los dos compañeros? ¿Veinte? ¿Treinta minutos?
Esperó a que sonara hasta cinco veces y nada.
Miró la hora: eran las dos y minutos de la tarde. Había pasado más de una hora desde que se fueran. Miró con nerviosismo de nuevo hacia abajo. Nada allí no había habido nada. Se culpó de negligencia al no haber verificado todos los contornos externos de la casa. Un descuido muy peligroso. Aquel ruido…
Volvió despacio hacia la mesita de la computadora. La luz que entraba por los resquicios del techo y las puertas era suficiente para iluminarlo todo y por eso mantenía las ventanas cerradas. Fue hacia la otra ventana, la que daba a las otras casuchas y aquella cuesta que llevaba a la mina. La abrió con el mismo resultado de bisagras chirriantes. La única diferencia con la otra ventana era que ésta no tenía malla protectora. El sol entró como un cubo amarillo y caliente sobre la estancia. Miró hacia afuera inclinándose un poco por la cintura pues la ventana apenas alcanzaba el metro de alto. Sería muy fácil saltar por allí en caso de emergencia.
Miró hacia arriba, hacia la cuesta que llevaba a la mina. Nada. Las casuchas de madera y zinc a ambos lados parecían tan decrépitas como esa misma.
“Cuántos años tendrá esto”
Ya iba a cerrar la ventana de nuevo cuando escuchó de nuevo algo. Eran como pies pisando las hierbas secas que había allá por la ventana. Con paso rápido fue hasta la mesa y tomó el arma que estaba justo junto a la computadora y corrió con ella quitándole el seguro otra vez a la ventana con malla dañada. No se asomó de un solo sino que se pegó a la pared y luego dijo:
—¿Quién anda allí? Estoy armado y voy a disparar sino se reporta.
Eso de disparar era algo que jamás había hecho, pero dado el caso y motivado por el miedo, estaba convencido, sería muy fácil.
Agudizó más el oído. Nada.
¿Sería su imaginación?
Ya se estaba relajando cuando escuchó, ahora sí, varios pasos correr hacia la parte delantera de la casa:
—Somos la policía –gritó una voz desde el exterior.
Wilmer Paz no era un asesino a sangre fría como sus compañeros de delitos, pero viéndose acorralado de nuevo su mente sólo se aferró a una idea:
“No volveré a ser encarcelado. No me atraparán con vida”
Y como una exhalación, sin pensarlo dos veces, corrió hacia la ventana que acababa de abrir. Se apoyó en el marco y sin hacer más ruido que el de su propia respiración saltó hacia afuera de un impulso. Cayó sobre sus talones y corrió hacia la cuesta que se veía allá arriba.
No, no lo iban a agarrar con vida esta vez.

***

Al escuchar las bisagras mohosas y su ruido chirriante, Oliver miró de nuevo a Castro que miraba hacia arriba como si en cualquier momento el hombre allá arriba se iba a soltar a disparar.
—Tenemos que hacerlo –murmuró a Castro. Castro le devolvió la mirada y asintió.
—Espera un poco –le dijo.
Así que esperaron.
Cuando los pasos, después de haber estado un buen rato allí quietos, volvieron a escucharse apenas, fue Castro quien se movió primero. Oliver, debido a su anterior torpeza le dejó hacerlo. Lo vio moverse por debajo de entre la columna y otros viejos maderos y buscar salir por aquel lado. Él le siguió también con el corazón latiéndole muy rápido en el pecho.
“Ahora sí” se dijo para darse ánimos.
Avanzaron casi arrastrándose por sobre la tierra de hierba reseca. Y cuando ya casi alcanzaba la otra esquina de la casucha fue Castro quien cometió la imprudencia de pararse sobre una rama seca oculta debajo de unas hierbas también en las mismas condiciones. Fue como si sus pies se hubieran subido sobre un montón de bolsas vacías de churros secos.
—Mierda –murmuró Castro.
De inmediato escucharon los pasos del habitante de aquel edificio acudir de nuevo hacia aquella ventana ahora abierta casi sobre sus cabezas. Oliver, empujó por el hombro a su compañero y le dijo:
—Ahora no importa.
Y Castro estuvo de acuerdo con eso: ya no importaba.
—Somos la policía –gritó Oliver echando a andar a toda prisa hacia la fachada de la casa.
Allí estaba la única puerta. Se colocaron uno a cada lado de la hoja y contando con los dedos: uno, dos y tres. Ambos con los pies empujaron la puerta. Ésta pareció resistirse unos segundos, pero después del empellón con los hombros los pasadores saltaron por los aires.
CRACK sonó la hoja de maderas viejas al romperse.
La estancia, observó de inmediato Oliver, estaba vacía. Apenas una mesita sobre la cual había una computadora personal y tres puertas al fondo, la del medio estaba entreabierta. Hacia ella se dirigió de inmediato.
Empujó la hoja y el corazón le dio un salto de alegría, pero también de pesar al ver el estado en el cual estaba don Carlos Landa. Se acercó a él y le dijo:
—Don Carlos.
Don Carlos movió la cabeza tratando de ver al dueño de la voz a pesar de la venda que le caía sobre el rostro.
—Hola –dijo.
Oliver escuchó a su compañero entrar tras él.
—Parece que ha volado –dijo.
Oliver se volvió y le dijo con autoridad:
—Desátalo y alcánzame en el pueblo. No podemos dejarlo escapar.
Terminando de decir esto salió corriendo del cuarto y miró hacia la ventana de la derecha. Por allí. No había otro sitio por donde se hubiera marchado. Se asomó con rapidez allí y atisbó a ver al hombre corriendo allá a unos cincuenta metros de allí, ya casi tomando el camino que llevaba al centro de la población. Se le veía desesperado, agitando los brazos en su loca carrera y con un arma en la mano.
Sin pensarlo, saltó la ventana y con el pensamiento de darle alcance, salió corriendo con todo lo que podía detrás de él. No, no podía dejar que escapara. Ese era el pensamiento predominante.
Alcanzó el edificio donde había estado escondido minutos antes con su amigo Castro y dobló la esquina de la parte trasera sintiendo que la cuesta era más empinada de lo que había supuesto al bajarla.
Cuando llegó al lugar exacto donde había mirado al hombre correr y meterse por el camino que llevaba al centro del pueblo le pareció que había corrido ya, demasiado tiempo. Quizás, le dijo su mente, ya se te ha escapado.
—¡Jamás!— dijo en voz alta metiéndose por el mismo sendero que conducía al centro del pueblo.

***

La familia Rodríguez Cerrato era la típica familia visitadora de pueblos típicos de fines de semana. Y aunque no era precisamente un fin de semana les dio por visitar ese nuevo y renacido pueblo llamado El Álamo del cual tanto se estaba hablando últimamente en las noticias económicas de los periódicos. Sus cuatro componentes: doña María, don Carlos, José y Mónica la pequeña, solían divertirse de lo lindo en todos los pueblos que visitaban. Habían adquirido la sana costumbre de encontrar lo mejor de los lugares que visitaban. Por ejemplo, la iglesia del pueblo era sitio obligatorio para tomarse un par de fotografías en familia. Sonriendo y como diciéndole al mundo: aquí estamos y qué.
Así pues, aquella tarde, mientras se dirigían a Tegucigalpa después de un agotador viaje desde La Ceiba, Atlántida, decidieron, meterse por aquel interesante desvío de la derecha hacia El Álamo.
—Es mentira que vamos a regresar por aquí pronto –le dijo don Carlos a doña María—, así que aprovechemos de una buena vez.
La esposa conociendo el carácter agrio e incisivo de su esposo, y aunque se sentía agotada de tanta carretera, lo dejó enfilarse al pueblo. Los niños agotados y cansados dormían profundamente en el asiento trasero y ni cuenta se dieron cuando el vehículo se desviaba entrando a la carretera de tierra. Y no fue sino hasta que su padre les anunció con la voz cantante que siempre utilizaba al llegar a uno de aquellos pueblos, que se despertaron:
—¡Bienvenidos al Álamo! ¡Bienvenidos a la diversión!
La pequeña Mónica que apenas podía imaginarse lo que iba a suceder unos minutos más adelante, abrió sus ojitos cafés y trató de borrar las nubes del sueño que parecían no querer irse de su conciencia y dijo:
—¿Dónde estamos papi?
—En un pueblo llamado El Álamo.
—Pensé que íbamos para Tegus –dijo José detrás de su madre.
—Sólo son unos minutos –dijo su padre conciliador—. Ve sacando la cámara fotográfica para comenzar con la diversión.
Diversión en el lenguaje Rodríguez Cerrato era ir por todos los puestos del mercado, tomarse fotografías, caminar por las calles del pueblo y tomarse fotografías, llegar a la plaza del pueblo y tomarse fotografías, posar ante la fachada de la iglesia del lugar y tomarse fotografías… en fin, la diversión tenía nombre de fotografías.
“Pareciera que tienes sangre de asiático” solía decirle su esposa comparándolo con aquellos orientales que siempre andan apabullando a todo el mundo con sus cámaras fotográficas.
“Sólo son para el recuerdo –solía justificarse él—. Ves que los niños van creciendo de una forma tan acelerada que de repente ya serán adultos. Es bueno tener recuerdos así”
Así pues, llegaron al Álamo faltando unos pocos minutos para las dos de la tarde y muy pronto comenzaron las sesiones de fotografías.
—Dejemos la iglesia para el final –dijo don Carlos antes de comenzar a retratarse con las señoras de los puestos de comidas típicas y vendedores de zapatos.
Y quizás esa decisión pasaría por su cabeza mucho tiempo después, como un recordatorio de que las decisiones que se toman en un momento dado siempre son las causas de lo que sucede a continuación.
En el momento de entrar a la iglesia, después de haber recorrido casi todo el pueblo, lo habían hecho como lo hacían siempre al entrar en un templo: persignándose y echándole un ojo a todos los elementos que les llamaban la atención como son los altares, las sillas, las ventanas.
—No es muy bonita que digamos –le murmuró a su esposa.
Ésta le dio un empujón en el hombro sonriendo.
Fue Mónica quien se soltó de la mano de su madre y corrió hacia la primera banca como tenía costumbre. Allí se sentó y miró hacía el extraño altar en forma de roca que había unos pasos más allá. Sobre el altar un crucifijo de más de un metro de alto golgaba de un único clavo sobre una columna. El Cristo que en él había parecía estar mirando hacia el cielo y pronunciando aquellas famosas palabras de perdónalos que no saben lo que hacen con su corona de espinas y sangre derramándose sobre su frente. La niña lo miró con inquietud. Esas cosas siempre la asombraban aunque no podría decir porque. A los cinco años es muy poco lo que se puede explicar de los sentimientos.
—¿Qué sucede? –preguntó José mirando hacia afuera.
Hasta ellos, y más hasta sus oídos, le pareció haber escuchado unos gritos procedentes del exterior.
Sus  padres no le hicieron caso y quizás eso fue lo que marcó la diferencia. Si le hubieran hecho caso hubieran corrido hacia la pequeña que ya estaba muy concentrada en la contemplación del Cristo del altar y quizás eso hubiera hecho la diferencia. Pero no le hicieron caso por estar observando unos vitrales que no existían y un techo sencillo como el de una simple vivienda del pueblo.
Cuando lo vieron venir ya era demasiado tarde.
—¡Deténganlo! –escucharon a sus espaldas y de inmediato se volvieron a ver al dueño de la voz.
No tuvieron tiempo de darse la vuelta porque cuando lo hacían sintieron un fuerte empellón que los hizo girar violentamente, cada uno por su lado, pues quien había pasado corriendo lo había hecho justamente entre los dos.
—¡Qué dem…! –dijo Carlos dispuesto a vengarse de tal afrenta.
El ruido del exterior se había metido hasta el interior de la iglesia y ahora, mientras ellos trataban de recobrar el equilibrio, vieron una enorme multitud bloqueando la luz del exterior.
—¡Noooo!
¿Acaso no era esa la vos de Mónica?
Ambos al mismo tiempo se volvieron para observar con horror que un hombre de aspecto agotado y cara de loco, sostenía a su pequeña hija por la cintura y parecía estarla usando como un escudo mientras con una pistola amenazaba a alguien.
—No se acerque o la mato.
Carlos y María comprendieron de inmediato que aquel hombre no se dirigía a ninguno de ellos sino a alguien que estaba justo detrás de ellos. Ambos sintieron, sobre sus consciencias esa sensación de irrealidad que a veces se cruza por los sentidos de los seres humanos cuando no pueden creer posible que algo así este sucediendo.

***

Por alguna razón, Oliver, le dio alcance al perseguido, justo al llegar a las oficinas de la mina. O por lo menos, eso fue lo que él experimentó después de su loca carrera. No creía posible que después de llevarle él tanta ventaja lo tuviera tan al alcance de la mano. Pero así era, estaba a sólo diez metros de él cuando llegó justo a las oficinas de la mina.
Allí, justo cuando daba la vuelta a ese recodo, lo vio y le gritó:
—¡Alto! ¡Deténgase o disparo!
Pero la amenaza era imposible de cumplir, en la calle, había más de treinta personas diseminadas aquí y allá y si disparaba más de alguna saldría herida.
Las personas al escuchar la amenaza y ver la pistola inmediatamente hicieron lo que desde hace miles de años hacen las personas al ver a otra armada: gritar y correr como en desbandada.
Al hacerse a un lado aquel mar de personas, Oliver tuvo más visión para ver a su perseguido casi saltando sobre una pierna. Eso era lo que había sucedido: en su loca carrera el delincuente se había tropezado y quizás torcido un tobillo y por eso le había dado alcance. Todo tenía una explicación lógica, como siempre.
—¡Deténgase! –volvió a gritar.
Pero el hombre no se detuvo; corría como subido en un solo pie y parecía adolorido. A ese paso lo alcanzaría muy rápido. Oliver se sintió mejor con esta idea. Después de todo, todo terminaría bien. Eso creía.
Wilmer Paz logró llegar junto a la iglesia y sin pensarlo mucho y sin volver la vista a su perseguidor se metió en el interior. Oliver dobló la esquina del templo justo cuando aquel hombre desesperado entraba y un grupo de personas se abalanzaban casi tras él, pero quizás por pura curiosidad. Entre estas personas tuvo que abrirse paso gritando aún más fuerte:
—¡Deténganlo!
Pero nadie lo detuvo y Oliver miró como dos personas, un hombre y una mujer eran atropellados literalmente y después como una pequeña niña era levantada de su asiento en primera fila por el delincuente.
“Oh, cielos” pensó con miedo.
—¡Alto! ¡Deténgase o disparo! –dijo Wilmer Paz dirigiendo el cañón hacia su perseguidor.
La niña al verse levantada de la silla había emitido un grito de horror, pero ahora quienes estaban horrorizados eran sus padres quienes sin poder acercarse al individuo la miraban desde lejos. Doña María ya iba a lanzarse en pos de su hija cuando sintió las manos de su esposo atrapándola por detrás:
—Está armado –le dijo su esposo como si ella no hubiera visto ya el arma.
—¡Mónica! –gritó la madre extendiendo los brazos y dilatando las pupilas como una posesa.
El ruido que hacía la gente en la entrada de la iglesia se volvió silencio completo cuando Oliver levantó el arma y amenazó al delincuente.
—Suelte a esa niña y la pistola.
—Ni loco –respondió Wilmer como si hablara con un amigo particularmente bromista.
Ambos se estaban apuntando.
—¡Por favor! ¡Por favor! –rogaba la madre queriendo soltarse de los brazos de su esposo que la atenazaban por la espalda.
El ambiente era bastante tenso y parecía que aquello no tendría un final feliz.
Un hombre embutido en una sotana negra apareció por detrás del altar y al ver la escena se quedó quieto con una mano en la boca.
—¡Quieto! –le gritó Wilmer.
Todos estaban quietos, menos los hombres que se apuntaban directamente con el cañón de sus pistolas.
La niña había comenzado a llorar tratando de zafarse de aquellas manos extrañas.
—¡Quieta! –le gritó ahora a ella el hombre que la atenazaba con un brazo alrededor de su cinturita.
—Por favor, mi amor –le suplicó el padre a punto de echarse a llorar—. Quédate quieta. Quédate quieta, por favor. El señor ya te va soltar.
—¡Silencio! –le ordenó el hombre que tenía a su hija.
El sacerdote, de repente, pareció recordar algo, dio la media vuelta y se perdió por detrás del altar.
La escena parecía congelada, pero Oliver, sabía que aquello no podía durar mucho tiempo. Allí estaba él, enfrente de un criminal muy peligroso el cual había armado, al verse acorralado, una escena muy peligrosa.
Pensó en las palabras que Paola siempre le decía cuando salía de casa: vuelve a casa.
En aquel momento mientras un cañón lo amenazaba de forma directa dudó mucho de esa posibilidad.
Miró a la niña que lloraba desaforadamente en los brazos de su captor y pensó en su futuro hijo, o hija (ninguno había querido saber el sexo de su futuro vástago). Quizás fuera una niña como aquella. Sintió, cólera. Una cólera que como un volcán iba subiendo.
—¡Suelte a esa niña! –Le gritó al delincuente—. Esto es entre usted y la justicia.
—No voy a volver a la cárcel –le respondió Wilmer sin dejar de amenazar con el cañón de la pistola.
—Usted sabe que de este lugar no hay salida –le dijo Oliver—. No aumente su condena con algo así.
—No, yo no volveré a la cárcel –insistió Wilmer.
La niña pareció haber comprendido la situación y había dejado de luchar por liberarse de los brazos de su captor. Miraba a su padre a su madre, y a su hermano que se habían abrazado y ahora parecían acurrucados justo en el centro del edificio. Sus ojitos claros estaban velados por las lágrimas y su boca contraída y temblando por las circunstancias.
—¿Qué propone? –preguntó Oliver pensando en la posibilidad de una negociación.
Wilmer que no parecía preparado para una pregunta de ese tipo miró hacia todos lados sin bajar su arma. Luego miró hacia la enorme puerta de la entrada de la iglesia y comprendió que era cierto: allí no había escapatoria. Varios militares de uniforme moteado apartaban a la gente y pugnaban por entrar en el recinto. Tenía que pensar rápido.
Pero lo que sucede con el cerebro, cuando se tiene miedo, es algo muy curioso: no se puede razonar. El instinto de conservación, que viene del cerebro instintivo es más fuerte que el del razonamiento.
Wilmer Paz se había atrincherado en un rincón de la iglesia. Justo a la derecha de la nave donde el suelo formaba una grada para subir al altar. Allí el suelo, hecho de ladrillos blancos unidos por argamasa gris, parecía nuevo. Como si alguien, últimamente, hubiera renovado aquel lugar.
El hombre acorralado miró, de repente, como si fuera algo nuevo, detrás de altar. Allí, justo detrás del muro que sostenía en crucifijo enorme de Jesús, había un hueco por el cual se veía una puerta de madera abierta. Por allí había desaparecido el cura apresurado.
E impulsado por el cerebro de la supervivencia sus piernas recibieron la orden de marcharse hacia allí.
—¡Quieto!
La voz venía de uno de los militares que con su fusil al frente le apuntaba. Todas las personas a su alrededor se habían apartado hacia los lados.
—Tranquilo –le dijo Oliver mirándole.
—Se quiere escapar –dijo el militar y no lo permitiré.
—Tranquilo –le volvió a repetir Oliver.
Sobre la escena parecía haber caído un telón de silencio, de aire contenido. Solo se escuchaban las palabras casi a gritos del acorralado y los que lo acorralaban.
Y de pronto, como suceden siempre todas las catástrofes, el acorralado dio sus primeros pasos hacia la puerta de la sacristía, lugar que consideró más seguro que aquel. Al militar le tembló el índice de su fusil y haló el gatillo. El estampido, al estar en un lugar cerrado, fue magnificado al punto de mover con el estruendo los pocos cristales de las ventanas altas. La gente emitió un grito de miedo.
Para Oliver, a partir de aquel sonoro disparo, todo pareció ir en cámara lenta. En primer lugar el ruido tan cercano a sus oídos comenzó a chillar. El olor a pólvora tan cerca de sus fosas nasales y la visión un poco nublada por el estruendo.
Miró como el hombre que llevaba a la niña echaba el hombro hacia atrás, emitía un grito y luego chocaba contra el muro trasero. La pequeña se deslizaba de entre sus brazos y caía aparatosamente en el suelo. Sus padres, de inmediato, corrían hacia ella y la levantaban. La pequeña extendía sus dos bracitos hacia arriba para ser auxiliada.
Oliver al ver esto corrió hacia el cuerpo caído y se interpuso entre la familia Rodríguez Cerrato y él. Un error, pero al mismo tiempo un escudo, como tendría tiempo de pensar más adelante.
Wilmer Paz había caído al suelo después de estrellarse contra la pared. El impacto de la bala le había perforado el hombro derecho rozándole el pulmón. El dolor era insoportable, pero aún podía conservar algo del pensamiento preservador. Levantó la vista apretando los dientes y sin soltar el arma la dirigió al pecho de Oliver Pavón.
Éste al ver aquello, de inmediato levantó su arma. Apenas llegó a la mitad del recorrido pues otro estampido retumbó en el interior de la iglesia. Oliver sintió que el hueso de la clavícula derecha se fragmentaba en miles de pedazos y el hombro con el cual sostenía la pistola se debilitó de inmediato. Sintió como la bala pasaba por aquel hueso y luego buscaba salida por detrás del hombro rozándole los huesos allí alojados y de paso perforándole los músculos.
Cayó al suelo y el último pensamiento antes de perder el conocimiento fue: volveré a casa.
Wilmer Paz soltó el arma y también por preservación se llevó la mano bueno hacia el pecho para tratar de mitigar el dolor que insoportable insistía en dañarle aquel lugar. Perdió el conocimiento apenas su mano llegó al pecho. Se había dado la vuelta y boca arriba la sangre comenzó a manar a raudales por entre la ropa y sus dedos. Esta sangre comenzó a formar, de inmediato, un charco bastante grande sobre su hombro.
La sangre de los dos caídos se mezcló en algún momento justo donde las losas parecían tan nuevas.
Los militares y algunos civiles se acercaron a los dos caídos convencidos de que ambos habían muerto.

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