XVI
—Era como una serpiente con patas –explicaba una
vez más Roger Peralta, el hermano mayor del bebé que había sido una de las
actuales víctimas del ser misterioso.
La historia la había repetido tantas veces ya que
le sonaba como algo sucedido a alguien más y no a él. En esta ocasión se la
contaba a una especie de reportera investigadora de un canal local.
El problema de Roger era que cada vez que contaba
su historia volvía a revivir la escena en su cabeza y por lo general, sin poder
evitarlo, terminaba llorando. Ya había dicho a su madre que por favor no le
preguntaran más, pero su madre, más sedada que un drogadicto no podía decir
nada. Estaba en shock y así seguiría durante muchos meses antes de volver a la
realidad.
Todo había sucedido por la madrugada cuando los
riñones suelen volverse inquietos y obligan a sus poseedores a levantarse a
desaguar líquidos. Roger, dormía en una de las habitaciones del ala izquierda
de la casa. Su madre, y el bebé, dormían en el ala derecha. El bebé en su cuna
y la madre en su cama. Se trataba de una familia pequeña: la madre y los dos
hijos. Habían llegado al Álamo atraídos, como la mayoría, por la fiebre de la
plata que circundaba en los dos pueblos aledaños. Habían arrendado aquella
casa, casi abandonada, que quedaba junto a la iglesia y se habían dedicado a lo
que se habían dedicado toda su vida: a vender zapatos de todo tipo. Sabían, por
experiencia, que donde había trabajadores, como los mineros, siempre era
posible la venta de botas, zapatillas y hasta pantuflas. Así, pues, un buen día
de hacía apenas dos semanas se habían presentado allí con su mercancía y sus
esperanzas.
El pequeño Joaquín, de apenas 6 meses de edad, era
la última adquisición de su madre y Roger, como todos los que lo conocían, lo adoraba.
El pequeño Joaquín era un bebé que parecía destinado a ser simpático a
cualquiera durante toda su vida. Era de esos bebés que cuando alguien le estira
unos brazos él acude de inmediato a ellos sin ningún tipo de complejos. Sonreía
y mostraba sus encías mientras se acomodaba en los hombros de quien le
ofreciera ese cobijo. Quizás por eso dolía un poco más cuando relataba lo
sucedido.
Todo lo sucedido ocurrió, como ya dijimos, en la
madrugada.
La periodista, había entrado en el patio de la casa
y buscado al joven con insistencia hasta dar con él. En el interior de la
vivienda, justo en el centro, estaba una mesita sobre la cual un pequeño ataúd
daba fe de la pequeña vida que se había esfumado muy pronto de la tierra.
Mujeres, sobre todo madres, lloraban a su alrededor y un olor a pino verde se
expandía por todo el lugar.
La periodista, una joven mujer de un noticiero
también relativamente joven, se había acercado a él y con estas palabras lo
convenció:
—Sé que está muy dolido por lo sucedido, Roger, pero
si nos podría relatar cómo fue que usted vio a ese ser se lo estaríamos muy
agradecidos, los televidentes y mi persona. Sabemos que hay miles de bebés por
los alrededores y es necesario advertirles a las madres, a los padres y a toda
la familia en general que tengan mucho cuidado al respecto, ya que los niños,
parece ser son las principales víctimas.
Accedió llevando a la periodista, a su cámara y a
un hombre que sostenía una especie de sombrilla dorada con un foco en el centro
hasta la habitación donde había estado la bebé.
“Me levanté a orinar –contaba Roger casi de manera maquinal después de
haberlo contado más de diez veces durante el día—. El baño –señalaba una puerta
al fondo del pasillo— está allá. Llegué al baño y casi dormido encendí la luz
del pasillo antes de entrar. Eso, creo que fue lo que alertó a aquel ser.
Mientras orinaba, escuché una especie de sollozo. Terminé de orinar y salí al
pasillo con la intención de asomarme a esta habitación. Pensé que mi madre
hablaba sola otra vez. Ella suele hablar dormida y pensé que era muy temprano
para despertar al bebé. Casi siempre lo despertaba con su voz dormida –bajó la
cabeza y se limpió los ojos—. Me acerqué y empujé la puerta que siempre está
abierta por seguridad. La luz estaba apagada, pero noté de inmediato que la
ventana estaba abierta. Un aire helado entraba del exterior. De inmediato pensé
que mi madre la había dejado abierta, pero luego pensé en Roger, el bebé.
Diciembre es muy helado como para dejar las ventanas abiertas y mi madre nunca lo
hace. Eso era extraño…—aquí se detenía unos segundos antes de proseguir— luego
percibí ese olor. ¿Qué olor? —Preguntaba la
periodista—. Un olor podrido. Como cuando se deja la ropa en un balde y
luego se saca después de varios días. Pero podrida. A ropa podrida y mojada.
Algo así. Pensé que mi madre, porque a veces se le olvida, había dejado ropa
mojada en algún rincón. Pero era extraño porque apenas por la noche yo había
estado allí y no había sentido nada –otra larga pausa como para organizar las
ideas. La cámara lo enfocaba directamente a la cara y en esa cara se podían
notar dos cosas: angustia y dolor—. Entonces… encendí la luz porque todo estaba
muy oscuro. Y allí estaba, aquella cosa –señaló hacia un rincón donde estaba
una enorme cuna de madera pintada de blanco— metida en la cuna, enroscada como
una serpiente succionándole la sangre a mi hermanito –aquí se soltaba en llanto
y se ahogaba por el mismo. La cámara cortaba la escena y volvía a encenderse un
poco después cuando el joven ya estaba de nuevo bajo control— ¿Y qué hizo al
ver a ese ser? –le preguntaba la periodista con una voz muy baja como quien le
pregunta a una criatura muy pequeña—. Roger con la voz también baja y ronca por
el llanto contestaba: Nada, no pude hacer nada. Mi hermanito ya estaba muerto y
el animal, al verme, al verse sorprendido, saltó hacia afuera de la cuna y no
sé porque no me atacó a mí también. Saltó por esa ventana. La cámara se volvía
hacia la ventana mencionada. Se trataba de una ventana de madera rústica, sin
vidrios ni mosquiteros. La casa era de adobe repellada con cemento y la ventana
no era muy grande. Tendría apenas un metro de alto por otro de ancho.”
Después de estas escenas, la periodista, tomando
una escena enfrente de la casa de la familia Peralta decía:
—El horror sigue presente en esta casa, después de…
En ese momento un grupo de personas pasaba
corriendo en dirección norte por detrás de ella.
—Parece que sucede algo por allá –decía la periodista mirando en dirección
hacia donde corría la gente. La cámara se iba hacia allá, también.
El grupo de gente corría por la calle principal del
pueblo en dirección hacia lo que parecía otra vivienda unas cinco casas más
allá de la de los Peralta. Eran las once de la mañana.
Un vecino que había ido a visitar a su compañero de
trabajo de la mina del Álamo, aprovechando un receso y extrañado por la falta
de asistencia al trabajo por su parte había encontrado en su casa los cuerpos
sin vida de toda la familia.
Aquella noticia se transmitió en vivo porque la
periodista y el camarógrafo corrieron hacia el lugar detrás del tumulto de
personas.
—Parece ser –dijo la periodista mirando a la cámara y tratando de
agarrar la mayor cantidad de oxígeno posible— que ha ocurrido algo en esta
vivienda.
Alguien les abría paso como si fueran la autoridad
y ellos entraban al interior de aquella nueva vivienda que era similar a la de
la familia Peralta. La cámara mostraba todo el recorrido desde la entrada hasta
la sala, y luego, alguien les decía algo parecido a:
—Están en los dormitorios.
Y hacia allá, guiados por esa voz, llevaban la
cámara.
Lo primero que captaba la cámara en el interior de
uno de los dormitorios era una pareja tendida sobre la cama, pero con los
rostros contraídos por el horror y totalmente pálidos debido a la ausencia de
la sangre.
—¡Oh, Dios mío! –gemía la periodista y comenzaba a
llorar histérica.
Histerismo que aumentó aún más al descubrir en el
interior de una diminuta cuna a otro bebé.
—¡Oh, cielos santo! ¿Qué está sucediendo aquí? –le
preguntó a nadie en particular, pero a todos en general.
La cámara, temblando, se dirigía hacia la cuna y
mostraba el cuerpecito inmóvil de un bebé tan diminuto y en reposo que parecía
dormir profundamente. La ventana abierta dejaba entrar los fuertes rayos de luz
desde el exterior.
Un olor penetrante a podrido flotaba aún en el
ambiente.
***
—Se ha corroborado que las huellas encontradas en
todas las víctimas de la masacre del campo universitario –comparecía un policía
ante las cámaras la misma tarde del encuentro de los últimos cuerpos— son del
mismo victimario. Los detalles de dichas huellas las pueden consultar en
nuestra página web. En estos momentos estamos detrás de las pistas. Solamente
le pedimos a la población que esté atenta y siga las siguientes
recomendaciones: primero, dejar puertas y ventanas de sus viviendas atrancadas
y con doble llave si es posible ya que dichos ataques han sido, según los
indicios, perpetrados por la noche. Segundo, cualquier ataque, o sospecha de
ataque comunicarse con la policía al 911. Tercero, a la persona que comunique y
la comunicación sea verificada como cierta se recompensará con tres mil
lempiras.
Y allí quedaba todo. Un periodista de esos que son
más avispados que otros se atrevió a preguntar:
—¿Los crímenes del campo de la universidad y los
del Álamo tienen la misma relación?
El policía sin mirarle contestó:
—Tienen las mismas características.
—¿Tienen alguna pista sólida para dar con él o los
asesinos?
—Esa es información clasificada hasta el momento –y
añadió como lo hacen siempre que no tienen ninguna pista al respecto—: no
podemos dar a conocer dichas pistas porque alertaría a los delincuentes.
—¿Eso quiere decir que son varios? –continuó el
mismo periodista.
—Clasificado –respondió con severidad el policía.
—¿Cuándo podremos conocer detalles? –otro
periodista.
—Cuando hayamos resuelto el caso.
—¿Cree, la policía, que dichos crímenes hayan sido
perpetrados por el famoso Chupacabras?
Sonrisas tímidas en el recinto.
El policía miró severamente a los concurrentes y
arrugó el ceño como un maestro muy enojado con sus alumnos al hacer una
pregunta estúpida.
—Esas son cosas que sólo puede creer la gente
ignorante –contestó con severidad.
—¿Entonces los testimonios de…?
—Cuando tengamos noticias serias de la
investigación –le cortó con dureza—, se las haremos llegar a toda la población.
Por los momentos sólo sigan las recomendaciones que les hemos dado.
—Eso quiere decir –se atrevió uno de los
periodistas— que estamos desprotegidos contra lo que sea que está matando a la
gente de manera tan extraña.
El policía no dijo nada. Simplemente se dio la
vuelta y ante un mar de preguntas se retiró.
***
—No hay duda –dijo el doctor Francisco Montes
retirando del cadáver número veinte la sonda de plástico que había utilizado en
todos los otros cuerpos para medir la
profundidad y el grosor de la perforación—, todos fueron asesinados por
el mismo procedimiento.
Su ayudante, un muchacho de apenas veinte años
llamado Jorge Flores, pero a quien todos llamaban Yoryi, estuvo de acuerdo con
su mentor como lo estaba siempre.
—Todos estaban drogados cuando sucedió, quizás por
eso ninguno se enteró de nada –añadió como quien concluye una clase magistral—.
Si te fijas bien, todos tienen los agujeros en la nuca. Eso quiere decir que el
victimario, alguien desconocido hasta el momento, utiliza siempre esta misma
técnica. Como si supiera que justo por aquí se accede directamente a la arteria
y a la vena más gruesa del cuerpo. Un conducto directo hacia el corazón de las
víctimas.
Yoryi
asintió colocando sobre el cadáver que yacía sobre la plancha de autopsias boca
abajo. Había un total de diez mesas alineadas una junto a la otra y de manera
equitativa en toda la sala y todas estaban ocupadas. Varias bolsas, con los
cuerpos escrutados, yacían en un rincón. Muy pronto vendrían por ellos porque
todos los familiares de las víctimas estaban afuera del edificio exigiendo se
les entregaran los cuerpos de sus hijos para brindarles una cristiana
sepultura.
Los cadáveres de los bebés no habían sido recogidos
por la policía porque la población se negó en redondo. Además, la madre de uno
de ellos se aferró al cuerpo con uñas y dientes mientras un militar trataba de
arrancárselo. Al final se los dejaron, pero uno de los forenses les tomó
fotografías, al menos al segundo.
El doctor Francisco sacó dichas fotografías y se
las pasó a su pupilo. Éste las tomó y observó.
En las imágenes, se podía observar, en efecto, la
misma huella: un par de agujeros practicados con precisión quirúrgica en la
nuca. En la piel del bebé, por ser tan blanca y de características casi
transparentes, las huellas se veían con mayor nitidez, pero en efecto, era el
mismo sitio. Como si quien las hiciera, utilizara aquel punto como objetivo
siempre. La nuca.
Ambos hombres salieron de la sala de autopsias
después de quitarse los gruesos guantes de látex y se dirigieron a la oficina
del doctor. Por el camino pasaron por una especie de centralita donde un hombre
con cara de aburrido les vio llegar.
—Pueden comenzar el proceso de entrega a los
familiares –le dijo.
El otro le pasó un tablero con tres hojas las
cuales el doctor firmó con paciencia. Eran las órdenes, o permisos que servían
como conducto para los familiares. Miró el reloj que estaba en el fondo de una
pared: las seis de la tarde. Había estado con aquellos cuerpos tanto tiempo que
ya no recordaba cuánto.
Entraron en su oficina y ambos buscaron sus sitios
de costumbre: él su cómodo sillón de respaldo alto y Yoryi el asiento frente al
escritorio. Por la ventana cerrada se veían las luces de la ciudad parpadeando
como locas. El doctor abrió su laptop y la encendió.
—¿Qué piensa, doctor? ¿Quién o qué pudo haber hecho
todo eso?
El doctor se acomodó aún más en su sillón apoyando
totalmente su espalda contra el respaldo y juntando las manos al frente apoyó
los codos en la orilla del escritorio. Miró a su pupilo a través de los finos
lentes.
—Este mundo, y el universo en general –dijo con
lentitud— es muy extraño. Las huellas sobre todos los cuerpos señalan la
presencia de un animal. Además hay algunos cabellos diminutos de color blanco
que…
—¿El ser que dijo aquel joven, el hermano del bebé?
–interrumpió Jorge.
—Si viviéramos en un mundo sin lógica esa sería la
respuesta –dijo el doctor sonriendo—. Pero nuestro mundo es lógico y no la
podemos aceptar a pesar de la evidencia. Así de fácil.
—¿Entonces qué puede ser lo que está matando a
tanta gente de esa extraña manera?
El doctor centró su atención en la pantalla de la
laptop y tecleó algunas cosas en ella antes de volverle la pantalla a su
interesado estudiante.
—Mira esto –le dijo.
Su interesado estudiante miró la pantalla y vio una
especie de mapa.
—He hecho un análisis de las zonas dónde han sido
los tres ataques, o mejor dicho, cuatro si tomamos en cuenta el de una vaca y
todos se centran en este radio.
Era una imagen sacada de Google Earth sobre la cual
el doctor había trazado un círculo.
—Es un perímetro de unos veinte kilómetros más o
menos. Aquí –señaló un punto marcado como A y que estaba casi en el borde del
círculo— fueron atacados los treinta y tres estudiantes y aquí –señaló otro más
cercano al centro— fue encontrado el cuerpo de Rony Maradiaga, aquí –otro
cercano a este último— la vaca y aquí –señaló el centro— los de los niños y la
familia de hoy. Si hay más ataques, estoy convencido que serán dentro de este
perímetro. Ese algo, o alguien, parecen actuar en una zona muy específica. ¿No
crees?
Jorge Flores que sabía de la enorme inteligencia
del doctor Francisco Montes asintió aunque como la mayoría estaba muy lejos de
entender la simple verdad del peligro que se estaba gestando en ese perímetro.
—Claro que es extraño lo que sucede. Nunca antes,
estoy seguro, se había visto, por lo menos aquí en Honduras, un caso como este.
Y que sepa… —reflexionó—, en ningún país del mundo. Ojalá que estoy ya haya
acabado, aunque lo dudo… si te fijas bien todo parece haber comenzado el
veinticuatro de diciembre. Hoy estamos a veintisiete y ya son, contando a la
vaca, treinta y nueve víctimas. Si es algún animal, que es lo más seguro, es un
animal insaciable.
—¿Cree que pueda ser uno solo?
—Todas las huellas son iguales. Sí, es un solo
animal…
—Pero si usted dice que es un animal porque no se
lo comunica a la policía. Así ellos…
—¿Crees que me creerían?
Jorge no dijo nada.
—Simplemente me mirarían y de inmediato alguien me
pondría de patitas en la calle. Déjalos que lo averigüen ellos solos…
—Pero usted podría sugerirles que se trata de un
animal.
—Ya lo hice y ¿sabes lo que me dijeron?
Jorge negó.
—Que estaban averiguando. Eso fue todo.
Jorge que era muy joven en aquellos asuntos le creyó
porque una persona que ha vivido cincuenta y cuatro años tenía el derecho que
da la experiencia en esos casos.
—Mientras ellos averiguan
–utilizó ambas manos para indicar comillas— el animal, o lo que sea andará
libre como un buen depredador. Te aseguro que volverá a haber más víctimas.
***
Las otras víctimas fueron las de varios militares
de la Jonathan & Esteban Landa Compañía Minera. En total, fueron quince y
todas perecieron de la misma manera que las anteriores. Sus cuerpos, fueron
descubiertos a las tres de la madrugada hora del cambio de guardia y quien
descubrió el primero vio también al victimario.
José Ángel Suazo era de origen lenca y como muchos
de sus contemporáneos del pueblo se había visto obligado por las condiciones
sociales a hacerse militar. Había entrado al batallón más cercano a su
comunidad, que casualmente era el décimo de artillería, a la edad de diecisiete
años. En dos ya había sido promovido de simple recluta a cabo. A los diecinueve
pudo optar dejar el ejército como todos los que habían pasado el servicio
militar, pero decidió quedarse. La decisión fue muy fácil. Aunque tenía muchas
ganas de regresar a su pueblo, sabía por experiencia, que allá no le esperaba
absolutamente nada de futuro.
Cuatro años de ingresar al ejército, entonces, se
encontró con que tenía el rango de sargento primero. Un rango que además de
poder dentro del ejército le brindaba algunos privilegios. Privilegios como el
de poder ganar dinero brindando sus servicios militares a causas de políticos o
simplemente personas que pudieran pagarlos. Así, como servidor, casi privado de
muchos ricachos del país había logrado levantar su casa en una de las colonias
selectas de la capital y además estaba a punto de casarse. En definitiva el
futuro se le presentaba muy claro. Al menos más claro que el que le hubiera
tocado si su decisión hubiera sido volver a su pueblo dos años antes.
Dicha decisión, la de no abandonar el ejército,
nunca la había cuestionado hasta aquella madrugada.
Llegó, como todas las noches anteriores, media hora
antes del cambio de guardia, a las dos y treinta. El camión lo dejó justo
después de la mina, unos cuantos metros debajo de la boca. Aquel día le tocaba
cubrir el puesto número treinta y cinco y
prefería bajarse unos cuantos puestos antes para ir calentando un poco
las piernas.
Se bajó el camión, pues era el último al que
dejaba, le dio las gracias y sacó un cigarrillo. Encendía este último mientras
miraba como se alejaba el enorme camión verde.
El frío de la madrugada siempre lo hacía estremecerse,
pero le agradaba. Miró hacia la boca de la mina. Todo estaba calmado. A esas
horas nadie trabajaba. Toda la maquinaría, por ser la semana de navidad y año
nuevo, se detenía a las diez de la noche y volvía a funcionar hasta las cinco
de la madrugada. Aún faltaban dos horas y media para que comenzara el
movimiento de nuevo. Y a él un par de kilómetros para llegar a su puesto de
vigía. Así que fumando con verdadero placer su cigarrillo emprendió el camino
hacia su puesto de vigía donde le esperaban veinticuatro horas continuas de
aburrimiento.
Porque la verdad, en aquel lugar no pasaba nunca
nada. Nadie de afuera intentaba entrar a robar y nadie de adentro intentaba
sacar algo. Pero bueno, trabajo era trabajo y a él había que atenerse.
Descendió por un camino estrecho y al llegar a lo
plano se acercó a la primera garita. Era la número 20. Allí saludó a un amigo
de promoción y continuó su camino pasando por las demás garitas hasta que llegó
a la destinada a él durante las siguientes veinticuatro horas.
Estaba a unos doce metros del puesto de guardia
cuando notó algo raro. Era cierto que faltaban cinco minutos para el cambio de
guardia, pero ellos tenían la costumbre de estar unos quince minutos antes
fuera del puesto esperando al otro para hacerle la entrega de inmediato. Eso
les ahorraba buenos minutos para darse un informe verbal que si el día había
estado calmado no era muy extenso, pero si se daba lo contrario duraba algunos
diez minutos por lo menos.
Pero allí no estaba el militar de turno. Miró su
reloj para verificar la hora. Faltaban sólo cinco minutos para las tres de la
madrugada. Apagó su tercer cigarrillo continuo y sólo por seguridad le quitó el
seguro a su fusil. Su respiración, como blancas nubes de humo se elevaba hacia
el amanecer. Agudizó los oídos, los ojos y hasta la piel para percibirlo todo.
Lo único que llegaba hasta sus fosas nasales era una especie de olor a ropa
podrida. Miró hacia todos lados tratando de encontrar el origen de tal olor.
Nada.
La luz artificial que arrojaban las lámparas sobre
los postes ubicados cada treinta metros uno de otro, y alrededor de todo el
perímetro le brindaba una panorámica muy clara de los objetos a su alrededor.
En primer lugar estaba la calle sobre la cual estaba parado, más allá la garita
con las luces encendidas y algunos arbustos a su alrededor. Del otro lado de la
carretera, que al igual que los postes de electricidad, iban por toda la orilla
de la propiedad, tenía a su derecha el
bosque de álamos y uno que otro pino entremezclado. Miró hacia allí sin
distinguir nada en particular.
Entró en el pequeño sendero que le separaba del
puesto de vigilancia y a medida que lo hacía fue percibiendo con mayor fuerza
el hedor aquel. Era como si alguien hubiera pasado por allí y llevara encima
ropas podridas o por lo menos dejadas a secar y mal secadas.
Iba a gritar la consigna para que el vigía se
asomara, pero consideró que aquello era demasiado estúpido para ser puesto en
práctica. Si en los alrededores ocurría algo aquello sólo daría la voz de
alarma a quien estuviera cometiendo el delito o lo que fuera. Así pues, se
calló y quizás eso fue lo que lo salvó.
Avanzó casi encorvado por entre los setos sin
abandonar el camino y con el fusil sin seguro, con el índice en el gatillo. En
menos de un minuto llegó al puesto de vigilancia. La luz del interior, aunque
la puerta estaba cerrada, se esparcía por las tres ventanas abiertas en las
paredes que servía para vigilar al frente y a los costados. Pero no se veía ni
se escuchaba nada particular. Quizás sólo se había quedado dormido como muchas
veces les ocurría estando de guardias.
Iba a tocar con los nudillos de los dedos
acercándose a la puerta cuando le pareció escuchar el sonido peculiar. Un
sonido semejante al que emite una pajilla al absorber líquido al fondo de un
vaso, o de una botella y como si el líquido se hubiera terminado. Aquello le
pareció extraño, pero no tanto. Quizás su compañero estaba tomando algún
refresco o… no, en el ejército, y esto lo manejaban casi como una norma si uno
no quería caer en boca de uno de los compañeros, nunca utilizaban pajillas para
consumir líquidos de ningún tipo. Se le consideraba de mujeres y de
homosexuales. Simple machismo si se analizaba el fondo de la cuestión.
Despacio, como si estuviera jugando a no ser
descubierto, se asomó a la ventana de la derecha del puesto de vigilancia y
parándose sobre las puntas de sus botas se asomó.
Como todo buen militar, él no era aficionado a las
películas de terror, sino a las de guerra o de acción. Pero lo que vio allí,
justo en el centro del puesto de vigilancia le llenó los brazos de pelos
parados. Además una corriente de aire frío y electrizante subió por toda su
columna vertebral.
Allí, en medio de aquel espacio formado por dos
metros de ancho y dos de largo, con piso de madera y techo de zinc a una altura
de dos metros, estaba tirado su compañero de vigilancia. Yacía boca abajo, sin
sentido y con los ojos abiertos mirando algún espacio entre la puerta y su
fusil que descansaba tranquilamente allí. Sus manos parecían querer alcanzarlo
aún. Sobre su espalda y visiblemente succionando su sangre había un ser de
aspecto de pesadilla. Parecía una animal, un perro, por su pelaje. Pero tenía
el cuerpo alargado como el de una serpiente de unos tres metros de largo, casi
enroscado para poder adaptarse a la situación. Garras como de león y cabeza
larga como la de un dragón. Sus ojos eran rojos y parecían de una persona.
Al asomarse, José Ángel, dicho ser, levantó la
vista y se encontraron ambas.
—¡Jesucristo! –dijo José Ángel quien además de no
ser muy cristiano había crecido con una madre devota de un santo católico.
El ser, al verlo y escucharlo, de inmediato y
mostrándole dos largas filas de dientes filosos y dos colmillos alargados, puso
toda su atención en él.
“La línea entre la vida y la muerte en la guerra—
solía decirles un sargento durante el entrenamiento de disparo—, es así de
pequeña –juntaba el índice y el pulgar para mostrarles una separación de apenas
un centímetro—. Quien dispara primero sobrevive.”
José Ángel, tenía la simple ventaja de llevar el
fusil sin seguro y tener a un centímetro el dedo índice de la mano derecha al
momento de que el ser aquel saltaba sobre él.
—¡Mierda! –gritó con todas sus fuerzas mientras se
echaba hacia atrás y oprimía el gatillo.
El ser, cuyo objetivo era caer sobre él, recibió un
disparo de la metralla que siguió justo en el costado derecho del pecho. Emitió
un quejido que a oídos de José Ángel sonó casi tan parecido como el quejido que
emitiría un ser humano al golpearse, y con el mismo impulsó cayó a unos dos
metros de él. Sobre la hierba. Allí, y sin perder ni un segundo de tiempo se
escabulló por entre los matorrales.
Sentándose sobre el suelo y apoyando la espalda
contra la pared del puesto de vigilancia, José Ángel vació el cargador con
miedo y con furia. Pero fue más el miedo lo que le impulsaba. Antes de que se
vaciara el cargador sacó el otro que llevaba en el cinturón. Cuando aquel se
acabó lo colocó de inmediato y siguió disparando como un poseso.
Como era de esperarse, desde la lejanía, se escuchó
una sirena. El signo emitido por la guardia central para advertir que algo
sucedía. Escuchó el ronroneó de la radio en el interior del puesto de
vigilancia, pero no se levantó. Y cuando ya casi se agotaba el cargador, tuvo
la buena idea de detenerse. No podía quedarse sin balas allí a solas.
Notó que la mano del fusil le temblaba y que algo
se escurría por entre los pantalones. Se palpó buscándose alguna herida. No, no
era sangre. Sencillamente se había orinado.
Esperaba que se le acercaran los guardias de las
otras casetas, tanto delante de él, como atrás, había varias, pero nunca
llegaron de allí. Siete minutos después, y a toda velocidad el mismo camión que
le había traído llegaba hasta el lugar. De su parte trasera brincó un pelotón
de más de diez soldados con los fusiles a punto y los sentidos en
concentración.
—Por aquí –gritó el soldado que lo encontró aun
temblando y oliendo a orines calientes.
Diez minutos después, se comprobaba que en catorce
puestos de vigilancia más, había cadáveres.
Juan Ángel Suazo, cuya idea de la vida hasta ese
momento era trabajar y hacer dinero, fue conducido en una ambulancia del
ejército hacia el hospital militar donde, durante varios días, estaría
repitiendo, muy a su pesar, a todas las personas que se le acercaban, que había
visto al diablo chupándole la sangre y la vida a uno de sus compañeros y que él
había sobrevivido a su ataque por pura suerte.
Por primera vez, desde el momento que decidiera
seguir en el ejército, se cuestionó si seguir en él había sido la mejor de sus
decisiones.
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