martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 16



XVI

—Era como una serpiente con patas –explicaba una vez más Roger Peralta, el hermano mayor del bebé que había sido una de las actuales víctimas del ser misterioso.
La historia la había repetido tantas veces ya que le sonaba como algo sucedido a alguien más y no a él. En esta ocasión se la contaba a una especie de reportera investigadora de un canal local.
El problema de Roger era que cada vez que contaba su historia volvía a revivir la escena en su cabeza y por lo general, sin poder evitarlo, terminaba llorando. Ya había dicho a su madre que por favor no le preguntaran más, pero su madre, más sedada que un drogadicto no podía decir nada. Estaba en shock y así seguiría durante muchos meses antes de volver a la realidad.
Todo había sucedido por la madrugada cuando los riñones suelen volverse inquietos y obligan a sus poseedores a levantarse a desaguar líquidos. Roger, dormía en una de las habitaciones del ala izquierda de la casa. Su madre, y el bebé, dormían en el ala derecha. El bebé en su cuna y la madre en su cama. Se trataba de una familia pequeña: la madre y los dos hijos. Habían llegado al Álamo atraídos, como la mayoría, por la fiebre de la plata que circundaba en los dos pueblos aledaños. Habían arrendado aquella casa, casi abandonada, que quedaba junto a la iglesia y se habían dedicado a lo que se habían dedicado toda su vida: a vender zapatos de todo tipo. Sabían, por experiencia, que donde había trabajadores, como los mineros, siempre era posible la venta de botas, zapatillas y hasta pantuflas. Así, pues, un buen día de hacía apenas dos semanas se habían presentado allí con su mercancía y sus esperanzas.
El pequeño Joaquín, de apenas 6 meses de edad, era la última adquisición de su madre y Roger, como todos los que lo conocían, lo adoraba. El pequeño Joaquín era un bebé que parecía destinado a ser simpático a cualquiera durante toda su vida. Era de esos bebés que cuando alguien le estira unos brazos él acude de inmediato a ellos sin ningún tipo de complejos. Sonreía y mostraba sus encías mientras se acomodaba en los hombros de quien le ofreciera ese cobijo. Quizás por eso dolía un poco más cuando relataba lo sucedido.
Todo lo sucedido ocurrió, como ya dijimos, en la madrugada.
La periodista, había entrado en el patio de la casa y buscado al joven con insistencia hasta dar con él. En el interior de la vivienda, justo en el centro, estaba una mesita sobre la cual un pequeño ataúd daba fe de la pequeña vida que se había esfumado muy pronto de la tierra. Mujeres, sobre todo madres, lloraban a su alrededor y un olor a pino verde se expandía por todo el lugar.
La periodista, una joven mujer de un noticiero también relativamente joven, se había acercado a él y con estas palabras lo convenció:
—Sé que está muy dolido por lo sucedido, Roger, pero si nos podría relatar cómo fue que usted vio a ese ser se lo estaríamos muy agradecidos, los televidentes y mi persona. Sabemos que hay miles de bebés por los alrededores y es necesario advertirles a las madres, a los padres y a toda la familia en general que tengan mucho cuidado al respecto, ya que los niños, parece ser son las principales víctimas.
Accedió llevando a la periodista, a su cámara y a un hombre que sostenía una especie de sombrilla dorada con un foco en el centro hasta la habitación donde había estado la bebé.
“Me levanté a orinar –contaba Roger casi de manera maquinal después de haberlo contado más de diez veces durante el día—. El baño –señalaba una puerta al fondo del pasillo— está allá. Llegué al baño y casi dormido encendí la luz del pasillo antes de entrar. Eso, creo que fue lo que alertó a aquel ser. Mientras orinaba, escuché una especie de sollozo. Terminé de orinar y salí al pasillo con la intención de asomarme a esta habitación. Pensé que mi madre hablaba sola otra vez. Ella suele hablar dormida y pensé que era muy temprano para despertar al bebé. Casi siempre lo despertaba con su voz dormida –bajó la cabeza y se limpió los ojos—. Me acerqué y empujé la puerta que siempre está abierta por seguridad. La luz estaba apagada, pero noté de inmediato que la ventana estaba abierta. Un aire helado entraba del exterior. De inmediato pensé que mi madre la había dejado abierta, pero luego pensé en Roger, el bebé. Diciembre es muy helado como para dejar las ventanas abiertas y mi madre nunca lo hace. Eso era extraño…—aquí se detenía unos segundos antes de proseguir— luego percibí ese olor. ¿Qué olor? —Preguntaba la  periodista—. Un olor podrido. Como cuando se deja la ropa en un balde y luego se saca después de varios días. Pero podrida. A ropa podrida y mojada. Algo así. Pensé que mi madre, porque a veces se le olvida, había dejado ropa mojada en algún rincón. Pero era extraño porque apenas por la noche yo había estado allí y no había sentido nada –otra larga pausa como para organizar las ideas. La cámara lo enfocaba directamente a la cara y en esa cara se podían notar dos cosas: angustia y dolor—. Entonces… encendí la luz porque todo estaba muy oscuro. Y allí estaba, aquella cosa –señaló hacia un rincón donde estaba una enorme cuna de madera pintada de blanco— metida en la cuna, enroscada como una serpiente succionándole la sangre a mi hermanito –aquí se soltaba en llanto y se ahogaba por el mismo. La cámara cortaba la escena y volvía a encenderse un poco después cuando el joven ya estaba de nuevo bajo control— ¿Y qué hizo al ver a ese ser? –le preguntaba la periodista con una voz muy baja como quien le pregunta a una criatura muy pequeña—. Roger con la voz también baja y ronca por el llanto contestaba: Nada, no pude hacer nada. Mi hermanito ya estaba muerto y el animal, al verme, al verse sorprendido, saltó hacia afuera de la cuna y no sé porque no me atacó a mí también. Saltó por esa ventana. La cámara se volvía hacia la ventana mencionada. Se trataba de una ventana de madera rústica, sin vidrios ni mosquiteros. La casa era de adobe repellada con cemento y la ventana no era muy grande. Tendría apenas un metro de alto por otro de ancho.”
Después de estas escenas, la periodista, tomando una escena enfrente de la casa de la familia Peralta decía:
—El horror sigue presente en esta casa, después de…
En ese momento un grupo de personas pasaba corriendo en dirección norte por detrás de ella.
—Parece que sucede algo por allá –decía la periodista mirando en dirección hacia donde corría la gente. La cámara se iba hacia allá, también.
El grupo de gente corría por la calle principal del pueblo en dirección hacia lo que parecía otra vivienda unas cinco casas más allá de la de los Peralta. Eran las once de la mañana.
Un vecino que había ido a visitar a su compañero de trabajo de la mina del Álamo, aprovechando un receso y extrañado por la falta de asistencia al trabajo por su parte había encontrado en su casa los cuerpos sin vida de toda la familia.
Aquella noticia se transmitió en vivo porque la periodista y el camarógrafo corrieron hacia el lugar detrás del tumulto de personas.
—Parece ser –dijo la  periodista mirando a la cámara y tratando de agarrar la mayor cantidad de oxígeno posible— que ha ocurrido algo en esta vivienda.
Alguien les abría paso como si fueran la autoridad y ellos entraban al interior de aquella nueva vivienda que era similar a la de la familia Peralta. La cámara mostraba todo el recorrido desde la entrada hasta la sala, y luego, alguien les decía algo parecido a:
—Están en los dormitorios.
Y hacia allá, guiados por esa voz, llevaban la cámara.
Lo primero que captaba la cámara en el interior de uno de los dormitorios era una pareja tendida sobre la cama, pero con los rostros contraídos por el horror y totalmente pálidos debido a la ausencia de la sangre.
—¡Oh, Dios mío! –gemía la periodista y comenzaba a llorar histérica.
Histerismo que aumentó aún más al descubrir en el interior de una diminuta cuna a otro bebé.
—¡Oh, cielos santo! ¿Qué está sucediendo aquí? –le preguntó a nadie en particular, pero a todos en general.
La cámara, temblando, se dirigía hacia la cuna y mostraba el cuerpecito inmóvil de un bebé tan diminuto y en reposo que parecía dormir profundamente. La ventana abierta dejaba entrar los fuertes rayos de luz desde el exterior.
Un olor penetrante a podrido flotaba aún en el ambiente.

***

—Se ha corroborado que las huellas encontradas en todas las víctimas de la masacre del campo universitario –comparecía un policía ante las cámaras la misma tarde del encuentro de los últimos cuerpos— son del mismo victimario. Los detalles de dichas huellas las pueden consultar en nuestra página web. En estos momentos estamos detrás de las pistas. Solamente le pedimos a la población que esté atenta y siga las siguientes recomendaciones: primero, dejar puertas y ventanas de sus viviendas atrancadas y con doble llave si es posible ya que dichos ataques han sido, según los indicios, perpetrados por la noche. Segundo, cualquier ataque, o sospecha de ataque comunicarse con la policía al 911. Tercero, a la persona que comunique y la comunicación sea verificada como cierta se recompensará con tres mil lempiras.
Y allí quedaba todo. Un periodista de esos que son más avispados que otros se atrevió a preguntar:
—¿Los crímenes del campo de la universidad y los del Álamo tienen la misma relación?
El policía sin mirarle contestó:
—Tienen las mismas características.
—¿Tienen alguna pista sólida para dar con él o los asesinos?
—Esa es información clasificada hasta el momento –y añadió como lo hacen siempre que no tienen ninguna pista al respecto—: no podemos dar a conocer dichas pistas porque alertaría a los delincuentes.
—¿Eso quiere decir que son varios? –continuó el mismo periodista.
—Clasificado –respondió con severidad el policía.
—¿Cuándo podremos conocer detalles? –otro periodista.
—Cuando hayamos resuelto el caso.
—¿Cree, la policía, que dichos crímenes hayan sido perpetrados por el famoso Chupacabras?
Sonrisas tímidas en el recinto.
El policía miró severamente a los concurrentes y arrugó el ceño como un maestro muy enojado con sus alumnos al hacer una pregunta estúpida.
—Esas son cosas que sólo puede creer la gente ignorante –contestó con severidad.
—¿Entonces los testimonios de…?
—Cuando tengamos noticias serias de la investigación –le cortó con dureza—, se las haremos llegar a toda la población. Por los momentos sólo sigan las recomendaciones que les hemos dado.
—Eso quiere decir –se atrevió uno de los periodistas— que estamos desprotegidos contra lo que sea que está matando a la gente de manera tan extraña.
El policía no dijo nada. Simplemente se dio la vuelta y ante un mar de preguntas se retiró.

***

—No hay duda –dijo el doctor Francisco Montes retirando del cadáver número veinte la sonda de plástico que había utilizado en todos los otros cuerpos para medir la  profundidad y el grosor de la perforación—, todos fueron asesinados por el mismo procedimiento.
Su ayudante, un muchacho de apenas veinte años llamado Jorge Flores, pero a quien todos llamaban Yoryi, estuvo de acuerdo con su mentor como lo estaba siempre.
—Todos estaban drogados cuando sucedió, quizás por eso ninguno se enteró de nada –añadió como quien concluye una clase magistral—. Si te fijas bien, todos tienen los agujeros en la nuca. Eso quiere decir que el victimario, alguien desconocido hasta el momento, utiliza siempre esta misma técnica. Como si supiera que justo por aquí se accede directamente a la arteria y a la vena más gruesa del cuerpo. Un conducto directo hacia el corazón de las víctimas.
 Yoryi asintió colocando sobre el cadáver que yacía sobre la plancha de autopsias boca abajo. Había un total de diez mesas alineadas una junto a la otra y de manera equitativa en toda la sala y todas estaban ocupadas. Varias bolsas, con los cuerpos escrutados, yacían en un rincón. Muy pronto vendrían por ellos porque todos los familiares de las víctimas estaban afuera del edificio exigiendo se les entregaran los cuerpos de sus hijos para brindarles una cristiana sepultura.
Los cadáveres de los bebés no habían sido recogidos por la policía porque la población se negó en redondo. Además, la madre de uno de ellos se aferró al cuerpo con uñas y dientes mientras un militar trataba de arrancárselo. Al final se los dejaron, pero uno de los forenses les tomó fotografías, al menos al segundo.
El doctor Francisco sacó dichas fotografías y se las pasó a su pupilo. Éste las tomó y observó.
En las imágenes, se podía observar, en efecto, la misma huella: un par de agujeros practicados con precisión quirúrgica en la nuca. En la piel del bebé, por ser tan blanca y de características casi transparentes, las huellas se veían con mayor nitidez, pero en efecto, era el mismo sitio. Como si quien las hiciera, utilizara aquel punto como objetivo siempre. La nuca.
Ambos hombres salieron de la sala de autopsias después de quitarse los gruesos guantes de látex y se dirigieron a la oficina del doctor. Por el camino pasaron por una especie de centralita donde un hombre con cara de aburrido les vio llegar.
—Pueden comenzar el proceso de entrega a los familiares –le dijo.
El otro le pasó un tablero con tres hojas las cuales el doctor firmó con paciencia. Eran las órdenes, o permisos que servían como conducto para los familiares. Miró el reloj que estaba en el fondo de una pared: las seis de la tarde. Había estado con aquellos cuerpos tanto tiempo que ya no recordaba cuánto.
Entraron en su oficina y ambos buscaron sus sitios de costumbre: él su cómodo sillón de respaldo alto y Yoryi el asiento frente al escritorio. Por la ventana cerrada se veían las luces de la ciudad parpadeando como locas. El doctor abrió su laptop y la encendió.
—¿Qué piensa, doctor? ¿Quién o qué pudo haber hecho todo eso?
El doctor se acomodó aún más en su sillón apoyando totalmente su espalda contra el respaldo y juntando las manos al frente apoyó los codos en la orilla del escritorio. Miró a su pupilo a través de los finos lentes.
—Este mundo, y el universo en general –dijo con lentitud— es muy extraño. Las huellas sobre todos los cuerpos señalan la presencia de un animal. Además hay algunos cabellos diminutos de color blanco que…
—¿El ser que dijo aquel joven, el hermano del bebé? –interrumpió Jorge.
—Si viviéramos en un mundo sin lógica esa sería la respuesta –dijo el doctor sonriendo—. Pero nuestro mundo es lógico y no la podemos aceptar a pesar de la evidencia. Así de fácil.
—¿Entonces qué puede ser lo que está matando a tanta gente de esa extraña manera?
El doctor centró su atención en la pantalla de la laptop y tecleó algunas cosas en ella antes de volverle la pantalla a su interesado estudiante.
—Mira esto –le dijo.
Su interesado estudiante miró la pantalla y vio una especie de mapa.
—He hecho un análisis de las zonas dónde han sido los tres ataques, o mejor dicho, cuatro si tomamos en cuenta el de una vaca y todos se centran en este radio.
Era una imagen sacada de Google Earth sobre la cual el doctor había trazado un círculo.
—Es un perímetro de unos veinte kilómetros más o menos. Aquí –señaló un punto marcado como A y que estaba casi en el borde del círculo— fueron atacados los treinta y tres estudiantes y aquí –señaló otro más cercano al centro— fue encontrado el cuerpo de Rony Maradiaga, aquí –otro cercano a este último— la vaca y aquí –señaló el centro— los de los niños y la familia de hoy. Si hay más ataques, estoy convencido que serán dentro de este perímetro. Ese algo, o alguien, parecen actuar en una zona muy específica. ¿No crees?
Jorge Flores que sabía de la enorme inteligencia del doctor Francisco Montes asintió aunque como la mayoría estaba muy lejos de entender la simple verdad del peligro que se estaba gestando en ese perímetro.
—Claro que es extraño lo que sucede. Nunca antes, estoy seguro, se había visto, por lo menos aquí en Honduras, un caso como este. Y que sepa… —reflexionó—, en ningún país del mundo. Ojalá que estoy ya haya acabado, aunque lo dudo… si te fijas bien todo parece haber comenzado el veinticuatro de diciembre. Hoy estamos a veintisiete y ya son, contando a la vaca, treinta y nueve víctimas. Si es algún animal, que es lo más seguro, es un animal insaciable.
—¿Cree que pueda ser uno solo?
—Todas las huellas son iguales. Sí, es un solo animal…
—Pero si usted dice que es un animal porque no se lo comunica a la policía. Así ellos…
—¿Crees que me creerían?
Jorge no dijo nada.
—Simplemente me mirarían y de inmediato alguien me pondría de patitas en la calle. Déjalos que lo averigüen ellos solos…
—Pero usted podría sugerirles que se trata de un animal.
—Ya lo hice y ¿sabes lo que me dijeron?
Jorge negó.
—Que estaban averiguando. Eso fue todo.
Jorge que era muy joven en aquellos asuntos le creyó porque una persona que ha vivido cincuenta y cuatro años tenía el derecho que da la experiencia en esos casos.
—Mientras ellos averiguan –utilizó ambas manos para indicar comillas— el animal, o lo que sea andará libre como un buen depredador. Te aseguro que volverá a haber más víctimas.

***

Las otras víctimas fueron las de varios militares de la Jonathan & Esteban Landa Compañía Minera. En total, fueron quince y todas perecieron de la misma manera que las anteriores. Sus cuerpos, fueron descubiertos a las tres de la madrugada hora del cambio de guardia y quien descubrió el primero vio también al victimario.
José Ángel Suazo era de origen lenca y como muchos de sus contemporáneos del pueblo se había visto obligado por las condiciones sociales a hacerse militar. Había entrado al batallón más cercano a su comunidad, que casualmente era el décimo de artillería, a la edad de diecisiete años. En dos ya había sido promovido de simple recluta a cabo. A los diecinueve pudo optar dejar el ejército como todos los que habían pasado el servicio militar, pero decidió quedarse. La decisión fue muy fácil. Aunque tenía muchas ganas de regresar a su pueblo, sabía por experiencia, que allá no le esperaba absolutamente nada de futuro.
Cuatro años de ingresar al ejército, entonces, se encontró con que tenía el rango de sargento primero. Un rango que además de poder dentro del ejército le brindaba algunos privilegios. Privilegios como el de poder ganar dinero brindando sus servicios militares a causas de políticos o simplemente personas que pudieran pagarlos. Así, como servidor, casi privado de muchos ricachos del país había logrado levantar su casa en una de las colonias selectas de la capital y además estaba a punto de casarse. En definitiva el futuro se le presentaba muy claro. Al menos más claro que el que le hubiera tocado si su decisión hubiera sido volver a su pueblo dos años antes.
Dicha decisión, la de no abandonar el ejército, nunca la había cuestionado hasta aquella madrugada.
Llegó, como todas las noches anteriores, media hora antes del cambio de guardia, a las dos y treinta. El camión lo dejó justo después de la mina, unos cuantos metros debajo de la boca. Aquel día le tocaba cubrir el puesto número treinta y cinco y  prefería bajarse unos cuantos puestos antes para ir calentando un poco las piernas.
Se bajó el camión, pues era el último al que dejaba, le dio las gracias y sacó un cigarrillo. Encendía este último mientras miraba como se alejaba el enorme camión verde.
El frío de la madrugada siempre lo hacía estremecerse, pero le agradaba. Miró hacia la boca de la mina. Todo estaba calmado. A esas horas nadie trabajaba. Toda la maquinaría, por ser la semana de navidad y año nuevo, se detenía a las diez de la noche y volvía a funcionar hasta las cinco de la madrugada. Aún faltaban dos horas y media para que comenzara el movimiento de nuevo. Y a él un par de kilómetros para llegar a su puesto de vigía. Así que fumando con verdadero placer su cigarrillo emprendió el camino hacia su puesto de vigía donde le esperaban veinticuatro horas continuas de aburrimiento.
Porque la verdad, en aquel lugar no pasaba nunca nada. Nadie de afuera intentaba entrar a robar y nadie de adentro intentaba sacar algo. Pero bueno, trabajo era trabajo y a él había que atenerse.
Descendió por un camino estrecho y al llegar a lo plano se acercó a la primera garita. Era la número 20. Allí saludó a un amigo de promoción y continuó su camino pasando por las demás garitas hasta que llegó a la destinada a él durante las siguientes veinticuatro horas.
Estaba a unos doce metros del puesto de guardia cuando notó algo raro. Era cierto que faltaban cinco minutos para el cambio de guardia, pero ellos tenían la costumbre de estar unos quince minutos antes fuera del puesto esperando al otro para hacerle la entrega de inmediato. Eso les ahorraba buenos minutos para darse un informe verbal que si el día había estado calmado no era muy extenso, pero si se daba lo contrario duraba algunos diez minutos por lo menos.
Pero allí no estaba el militar de turno. Miró su reloj para verificar la hora. Faltaban sólo cinco minutos para las tres de la madrugada. Apagó su tercer cigarrillo continuo y sólo por seguridad le quitó el seguro a su fusil. Su respiración, como blancas nubes de humo se elevaba hacia el amanecer. Agudizó los oídos, los ojos y hasta la piel para percibirlo todo. Lo único que llegaba hasta sus fosas nasales era una especie de olor a ropa podrida. Miró hacia todos lados tratando de encontrar el origen de tal olor. Nada.
La luz artificial que arrojaban las lámparas sobre los postes ubicados cada treinta metros uno de otro, y alrededor de todo el perímetro le brindaba una panorámica muy clara de los objetos a su alrededor. En primer lugar estaba la calle sobre la cual estaba parado, más allá la garita con las luces encendidas y algunos arbustos a su alrededor. Del otro lado de la carretera, que al igual que los postes de electricidad, iban por toda la orilla de la  propiedad, tenía a su derecha el bosque de álamos y uno que otro pino entremezclado. Miró hacia allí sin distinguir nada en particular.
Entró en el pequeño sendero que le separaba del puesto de vigilancia y a medida que lo hacía fue percibiendo con mayor fuerza el hedor aquel. Era como si alguien hubiera pasado por allí y llevara encima ropas podridas o por lo menos dejadas a secar y mal secadas.
Iba a gritar la consigna para que el vigía se asomara, pero consideró que aquello era demasiado estúpido para ser puesto en práctica. Si en los alrededores ocurría algo aquello sólo daría la voz de alarma a quien estuviera cometiendo el delito o lo que fuera. Así pues, se calló y quizás eso fue lo que lo salvó.
Avanzó casi encorvado por entre los setos sin abandonar el camino y con el fusil sin seguro, con el índice en el gatillo. En menos de un minuto llegó al puesto de vigilancia. La luz del interior, aunque la puerta estaba cerrada, se esparcía por las tres ventanas abiertas en las paredes que servía para vigilar al frente y a los costados. Pero no se veía ni se escuchaba nada particular. Quizás sólo se había quedado dormido como muchas veces les ocurría estando de guardias.
Iba a tocar con los nudillos de los dedos acercándose a la puerta cuando le pareció escuchar el sonido peculiar. Un sonido semejante al que emite una pajilla al absorber líquido al fondo de un vaso, o de una botella y como si el líquido se hubiera terminado. Aquello le pareció extraño, pero no tanto. Quizás su compañero estaba tomando algún refresco o… no, en el ejército, y esto lo manejaban casi como una norma si uno no quería caer en boca de uno de los compañeros, nunca utilizaban pajillas para consumir líquidos de ningún tipo. Se le consideraba de mujeres y de homosexuales. Simple machismo si se analizaba el fondo de la cuestión.
Despacio, como si estuviera jugando a no ser descubierto, se asomó a la ventana de la derecha del puesto de vigilancia y parándose sobre las puntas de sus botas se asomó.
Como todo buen militar, él no era aficionado a las películas de terror, sino a las de guerra o de acción. Pero lo que vio allí, justo en el centro del puesto de vigilancia le llenó los brazos de pelos parados. Además una corriente de aire frío y electrizante subió por toda su columna vertebral.
Allí, en medio de aquel espacio formado por dos metros de ancho y dos de largo, con piso de madera y techo de zinc a una altura de dos metros, estaba tirado su compañero de vigilancia. Yacía boca abajo, sin sentido y con los ojos abiertos mirando algún espacio entre la puerta y su fusil que descansaba tranquilamente allí. Sus manos parecían querer alcanzarlo aún. Sobre su espalda y visiblemente succionando su sangre había un ser de aspecto de pesadilla. Parecía una animal, un perro, por su pelaje. Pero tenía el cuerpo alargado como el de una serpiente de unos tres metros de largo, casi enroscado para poder adaptarse a la situación. Garras como de león y cabeza larga como la de un dragón. Sus ojos eran rojos y parecían de una persona.
Al asomarse, José Ángel, dicho ser, levantó la vista y se encontraron ambas.
—¡Jesucristo! –dijo José Ángel quien además de no ser muy cristiano había crecido con una madre devota de un santo católico.
El ser, al verlo y escucharlo, de inmediato y mostrándole dos largas filas de dientes filosos y dos colmillos alargados, puso toda su atención en él.
“La línea entre la vida y la muerte en la guerra— solía decirles un sargento durante el entrenamiento de disparo—, es así de pequeña –juntaba el índice y el pulgar para mostrarles una separación de apenas un centímetro—. Quien dispara primero sobrevive.”
José Ángel, tenía la simple ventaja de llevar el fusil sin seguro y tener a un centímetro el dedo índice de la mano derecha al momento de que el ser aquel saltaba sobre él.
—¡Mierda! –gritó con todas sus fuerzas mientras se echaba hacia atrás y oprimía el gatillo.
El ser, cuyo objetivo era caer sobre él, recibió un disparo de la metralla que siguió justo en el costado derecho del pecho. Emitió un quejido que a oídos de José Ángel sonó casi tan parecido como el quejido que emitiría un ser humano al golpearse, y con el mismo impulsó cayó a unos dos metros de él. Sobre la hierba. Allí, y sin perder ni un segundo de tiempo se escabulló por entre los matorrales.
Sentándose sobre el suelo y apoyando la espalda contra la pared del puesto de vigilancia, José Ángel vació el cargador con miedo y con furia. Pero fue más el miedo lo que le impulsaba. Antes de que se vaciara el cargador sacó el otro que llevaba en el cinturón. Cuando aquel se acabó lo colocó de inmediato y siguió disparando como un poseso.
Como era de esperarse, desde la lejanía, se escuchó una sirena. El signo emitido por la guardia central para advertir que algo sucedía. Escuchó el ronroneó de la radio en el interior del puesto de vigilancia, pero no se levantó. Y cuando ya casi se agotaba el cargador, tuvo la buena idea de detenerse. No podía quedarse sin balas allí a solas.
Notó que la mano del fusil le temblaba y que algo se escurría por entre los pantalones. Se palpó buscándose alguna herida. No, no era sangre. Sencillamente se había orinado.
Esperaba que se le acercaran los guardias de las otras casetas, tanto delante de él, como atrás, había varias, pero nunca llegaron de allí. Siete minutos después, y a toda velocidad el mismo camión que le había traído llegaba hasta el lugar. De su parte trasera brincó un pelotón de más de diez soldados con los fusiles a punto y los sentidos en concentración.
—Por aquí –gritó el soldado que lo encontró aun temblando y oliendo a orines calientes.
Diez minutos después, se comprobaba que en catorce puestos de vigilancia más, había cadáveres.
Juan Ángel Suazo, cuya idea de la vida hasta ese momento era trabajar y hacer dinero, fue conducido en una ambulancia del ejército hacia el hospital militar donde, durante varios días, estaría repitiendo, muy a su pesar, a todas las personas que se le acercaban, que había visto al diablo chupándole la sangre y la vida a uno de sus compañeros y que él había sobrevivido a su ataque por pura suerte.
Por primera vez, desde el momento que decidiera seguir en el ejército, se cuestionó si seguir en él había sido la mejor de sus decisiones.

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