martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 15



XV


El veintiocho de diciembre, Anamaría, aceptó la invitación de Laura María, su nueva gran amiga, para ser hipnotizada. Pero antes de tomar dicha resolución tuvo que comprender muy a fondo la situación.
Fueron todos aquellos recortes, los hechos vistos por televisión en su compañía y la lógica con la cual la doctora le presentó los hechos de su propia familia lo que la convenció. Le parecía haber encontrado a una persona que comprendía en toda su magnitud sus dudas y sus conflictos hasta el momento.
Anamaría, quedó asombrada de la cantidad de recortes y noticias que Laura María, había coleccionado desde los años setenta referentes al Álamo y al Ocotal.
—Y estas –le mostró una pequeña galería que tenía en el segundo piso de su casa— son algunas de las pinturas de tú tía abuela, como le dices.
Allí, colgadas en las paredes de aquella estancia había al menos unas veinte pinturas que llevaban la firma de Azucena Landa. Anamaría, gracias a su abuelo, tenía algunas pinturas de su tía, pero no tantas como aquellas.
—Las he ido recolectando poco a poco porque en realidad, cada cuadro parece querer revelar un misterio de la personalidad de aquella mujer. Además hay muchos elementos comunes en toda su obra. Por ejemplo, éste –se detuvo ante un cuadro de más de un metro de alto por uno de ancho.
En el cuadro se representaba un árbol con signos cabalísticos sobre el tronco.—
—Me da la sensación de que de un momento a otro, algo puede salir del tronco.
Anamaría se colocó junto a su nueva amiga y contempló con mucha atención lo que le indicaba. Ella sólo veía un simple árbol con, en efecto, algunas hendiduras en forma de líneas rectas y curvas. Nada más.
—Esas son runas –le explicó Laura María—. Celtas.
Estuvieron unos cuantos minutos más mirando aquella serie de pinturas y mientras Laura María le mostraba algunos de esos elementos constantes en las pinturas, allá en el fondo de la conciencia de Anamaría, como si la constante visión de las pinturas hubiera activado, lentamente, un interruptor interno, comenzó a experimentar una sensación muy extraña.
Más adelante, cuando hubo salido de la sesión de la hipnosis, comprendió todo. Pero por ahora sólo era eso: una sensación parecida a la que se siente al percibir un olor lejano. Trae recuerdos del momento en el cual se percibió por primera vez aquel olor. Pero, ella, no recordaba nada de lo que le quería mostrar el almacén de su cerebro.
No le comentó nada a Laura, porque no recordaba nada coherente al respecto. Lo que sí hizo, mentalmente, fue darle las gracias por salir de aquel lugar. De repente se sentía muy mareada.
—¿Quieres un café? –le ofreció su amiga.
—Si por favor.
Bajaron, entonces, a la cocina.
Era un cocina, muy hermosa, en palabras de Anamaría que estaba profundamente maravillada por la belleza de aquella casa.
—¿Y todos tus hijos se han marchado?
—Todos— respondió Laura sonriendo, y al sonreír se le formaba alrededor de los ojos, una especie de arruga muy remota.
A Anamaría, le parecía que aquella mujer, tenía unos cincuenta años, pero en realidad, tenía 65. Era una de esas extrañas mujeres traga años. Ella misma lo era porque a pesar de tener 43 cumplidos siempre aparentaba 35.
—Es la ley de la naturaleza –añadió Laura sacando una pequeña lata de la alacena y abriéndola—. Lo mismo hicimos mi hermano y yo de nuestros padres. Lo mismo harán los hijos de nuestros hijos.
Sí, pensó Anamaría con cierta tristeza. Se sentó en una de esas bancas altas sin respaldo que a muchas personas les gusta colocar enfrente de las barras. Y desde allí, mientras hablaban, contempló todos los movimientos de su amiga. Había ese algo casi indescriptible que se establece entre los amigos añorados que no podía explicar. O quizás sí.
—¿Y Carlos Alberto? –preguntó Anamaría.
—Carlos –dijo Laura deteniéndose unos segundos para considerar la pregunta. Conocía muy bien a su hijo menor, como conocía a cada uno de los otros, pero también sabía de las intimidades de Anamaría y él—. Es mi hijo más extraño. Nunca había tenido mucha suerte en los negocios hasta ahora. Desde siempre le han fascinado las cuevas, y por eso, estoy segura que encontró esa plata. Ahora está verdaderamente emocionado con lo que hace…
—Sí –admitió Anamaría quien tenía que escucharle, a su pesar, durante largas horas, hablar y hablar acerca de la minería.
—Te doy las gracias por eso.
—No fue nada. Parte del destino, quizás.
Laura María que tenía sus propias ideas acerca del destino no dijo nada. Siguió con la preparación del café.
—¿Has leído las últimas noticias acerca del Álamo? –preguntó Laura yendo hacia la cafetera.
—No ¿Qué sucedió?
—Encontraron a un muchacho de quince años, muerto, sin una sola gota de sangre en el cuerpo, justo enfrente de La Casona –dijo sin mirarla Laura.
Anamaría sintió que ese algo se removía en su interior.
—Por allí está el periódico –le indicó, casi con indiferencia, Laura.
Anamaría siguió la trayectoria imaginaría que señalaba el dedo de su amiga. En efecto, sobre una mesita, a unos pocos metros de ella estaba doblado el periódico. Se bajó de la silla y lo buscó con verdadero interés.
—En la página cinco –le indicó Laura que parecía muy ocupada con lo del café, pero que estaba pendiente de cada uno de los movimientos de su amiga.
Anamaría regresó a la silla alta, se subió y colocando el periódico sobre la superficie lisa de la barra, buscó la página cinco. Allí leyó:
MISTERIOSOS 24 DE DICIEMBRE, decía el título. Una imagen a todo color, mostraba un cuerpo cubierto con una manta blanca que ingresaba sobre una camilla por las puertas de Medicina Forense. O al menos eso es lo que pensó Anamaría antes de leer el pie de la foto.
Momentos en los que el cadáver, totalmente vacío de sangre, ingresaba para su autopsia.
Luego la noticia:
El Ocotal, Francisco Morazán. El día de ayer, a escasas horas de la mañana, después de una noche de celebración en casa de unos amigos, el señor Roque Sandoval, originario de Soroguara, encontró el cuerpo sin vida del joven Rony Maradiaga de quince años.
“Yo venía del Ocotal, —nos relató el señor Roque Sandoval al consultársele acerca del particular— a eso de las diez de la mañana cuando miré el cuerpo tirado del muchacho. Yo lo había visto en la madrugada saliendo del pueblo y nos saludamos, pues conozco a su familia desde hace mucho tiempo…”
Anamaría leyó toda la noticia con suma atención, pero se detuvo durante algunos segundos en uno pequeño párrafo casi al final:
Este caso es muy extraño debido al misterio que encierra el no haber encontrado ni una sola gota de sangre en el cadáver. Según los forenses, algo, le extrajo el líquido vital utilizando unos finos catéteres sobre el cuello, por la parte de la nuca. Allí se encontraron dos diminutos agujeros que posiblemente fueron los utilizados en el procedimiento de vaciado. No pudimos obtener ninguna imagen al respecto, pero, estamos convencidos de que se podría tratar del Chupacabras. A escasos dos kilómetros del punto donde se encontró el cuerpo del muchacho, se encontró, también, el cadáver de una vaca muerta de la misma manera que el muchacho.
Anamaría releyó este párrafo varias veces, y cada vez, le pareció muy revelador.
—Es raro –dijo al cabo de unos minutos.
—Muy raro –estuvo de acuerdo Laura.
Había enfatizado el muy con bastante fuerza como para pasar desapercibido por Anamaría.
Guardaron silencio como para analizar la situación.
El café estuvo listo en menos de cinco minutos y las dos mujeres se fueron a la sala. La sala estaba justo en una de las alas de la elegante mansión. Un ventanal casi tan grande como la pared se abría allí mostrando lo que había del otro lado sin ningún problema. Desde allí se podía apreciar un jardín con una variedad de flores tan amplia que parecía un verdadero paraíso.
—Es hermoso –comentó Anamaría apenas sentarse.
—Gracias –dijo Laura.
Quizás no era la primera vez, ni la última, que alguien admiraba aquel rinconcito tan cuidado por las manos de la doctora, pero Anamaría tenía que decírselo porque en realidad si le parecía un magnífico jardín. Sintió, en el fondo, ese tipo de envidia que sienten las mujeres cuando ven en otra algo que les gustaría para ellas.
—¿Y tú lo cuidas sola? –indagó Anamaría.
—A veces mi esposo pretende ayudarme –sonrió al decir esto colocando sobre la mesita del centro su taza de café y cruzando las piernas con elegancia.
Anamaría era cabello rubio y Laura lo tenía castaño, los muebles de un ocre viejo muy bien logrado lo que daba a la escena de las dos mujeres y el ambiente una especie de fotografía lustrosa de revista del hogar.
—Eso, me imagino, siempre sucede con los hombres –comentó Anamaría que su única experiencia al respecto era la observada en su padre.
—Siempre es así –dijo sonriendo Laura María.
Anamaría no podía olvidar que aquella mujer era la madre de su segunda pareja sentimental. La situación aquella le parecía muy extraña, pero en ningún momento se sintió cohibida al respecto. Trataba de imaginarse a Carlos Alberto corriendo por aquella casa y no pudo.
Las dos mujeres tomaron el café durante algunos momentos, en silencio. Silencio que rompió Laura María preguntando:
—¿Qué piensas al respecto de lo que te he mostrado?
Además de las pinturas, Laura María, le había mostrado toda aquella serie de recortes metidos en unos fólderes tan gruesos como carpetas de bibliotecas. Por orden de fechas y como si se tratara de un hobbies bastante enfermizo, su amiga, había coleccionado, prácticamente la historia de sus antepasados. En el fondo, Anamaría, la entendía. Aquella experiencia vivida en su juventud la había marcado para siempre. Eso debía de obsesionar a cualquiera por muy fuerte que fuera.
—Que mi familia es muy extraña –dijo al fin Anamaría sin poder contener una sonrisa. Sonrisa que Laura María correspondió.
—Más que extraña –dijo Laura—, es como si la fatalidad, y la presencia del Álamo, se cerniera sobre todos tus antepasados. Pero, además de la fatalidad, hay un elemento extraño que pareciera persistir en todo esto.
—¿Un elemento extraño?
—Sí. Mira, te lo explico… fue uno de tus antepasados el que recibió como intercambio, todos esos terrenos que ahora pertenecen a tu familia. Tu antepasado, fue despojado, podríamos decir de la mina de plata que encontró en lo que ahora es el Álamo. A cambio le dieron toda la tierra aledaña que pudiera cercar. Dicha tierra es toda, exceptuando la que luego fue anexada por los abuelos de tu hija. Es cierto que de lo extraído de la mina del Álamo se les estuvo pasando por muchos años, cierto porcentaje a tus antepasados, pero ese porcentaje era miserable considerando las enormes cantidades de plata que de allí se extrajeron. Ese primer antepasado, fue mandado a asesinar por los intereses de aquella época cuando éste trató de demandar al estado de Honduras. Todo se mandó al olvido y los nuevos propietarios, tus antepasados, trataron de ubicarse en el lugar y fundaron de alguna manera El Ocotal. Pero jamás se mezclaron con ellos. Cuando nació Azucena, allá por los años treinta, la mina del Álamo ya había pasado por muchos procesos, entre ellos el asesinato de un cura y de más de treinta soldados. Fue la codicia, si le podemos llamar así, lo que causó la muerte de Carlos Antonio Moncada, el amor de su vida. Y es aquí donde entra ese elemento extraño del que te hablo. La pintura de tu tía Azucena, en este punto cambia totalmente. De ser una pintora paisajista pasa a ser, podría decirlo, una pintura fatalistas. Todas esas pinturas que viste arriba, pertenecen a esta época. En ella puedes ver todos esos elementos como la naturaleza modificada, el árbol de las runas… ese extraño ser de pelaje blanco que aparece en algunas esquinas ¿No te recuerda algo?
Anamaría trataba de seguir la disertación de su amiga, pero era casi imposible. Ella, jamás había sido muy inteligente en cuestiones de análisis. Era más del tipo meticulosa en los detalles, por eso había seleccionado su carrera de arquitecta.
Negó con la cabeza.
—Hay muchos recortes en los álbumes de noticas extrañas, tomadas como leyendas locales del Ocotal y del Álamo donde se menciona que las personas han visto un animal blanco similar al de las pinturas. Animal con cuerpo alargado, patas de león, pelaje blanco, ojos rojos, mirada casi humana… estas son las palabras que la gente utiliza mucho para referirse a ese ser extraño. ¿Y sabes que es lo curioso?
Anamaría volvió a negar.
—Que dichas apariciones se intensificaron después de la muerte de tu tía Azucena. Esto a partir de 1971. Y no sólo de ese ser de las pinturas sino de otras cosas peores. ¿Te ha contado tu padre que La Casona estuvo inhabitable durante más de ocho años?
Algo recordaba Anamaría, pero no estaba segura.
—No fue hasta 1980 cuando lo fue. Por entonces tú tendrías ocho años.
Anamaría asintió. Aquella mujer, en verdad llevaba una historia muy cronológica de los acontecimientos.
—Para que fuera habitable tuvieron que morir, o desaparecer dos personas.
—¿Dos personas?
—Sí. Un investigador local y un escritor aficionado a los mundos paralelos. Fue tu abuelo quien les contrató por aquellas épocas.
—¿Y cómo sabes todo eso?
—Algunas cosas salen en los periódicos y otras una las sabe por boca de la gente del lugar. La verdad que no hay nada oculto en esta tierra.
—Podrías escribir un libro acerca de mi familia si te lo propusieras –dijo Anamaría convencida de que así era.
—Algún día –dijo Laura María sonriendo con tristeza.
Un silencio apenas tenue se ubicó entre ellas. Afuera, y por la ventana, contemplaron, el día subir del medio a la tarde.
—Esas extrañas muertes –volvió al tema Laura—, me recuerdan a ese animal que tú misma dices haber visto en aquella cueva mientras escapabas.
Anamaría se estremeció ante aquel recuerdo.
Volvió a las pinturas y en efecto, quizás por eso su mente se había estremecido. Habían pasado más de veinticuatro años y por alguna razón, esas razones que tiene la memoria para tratar de olvidar el dolor, había tratado de olvidarlo de su mente.
—Sí –dijo con voz desfallecida.
RIIING
Ambas mujeres se estremecieron al mismo tiempo y dieron un pequeño respingo al escuchar el timbre del viejo teléfono el cual estaba justo en una mesita rinconera en una de las esquinas de la pared que daba al jardín. Se miraron y sonrieron mientras el teléfono continuaba su insistente timbre. Era un teléfono de los viejos, pero Laura no había querido deshacerse de él.
Se levantó y lo tomó cuando vomitaba su quinto timbrazo.
Era Carlos Alberto.
—Hola, ma –le dijo.
—Hola, hijo. Nos acabas de dar un susto de muerte.
—¿Estás con alguien?
—Con Anamaría.
—Oh, ya. Salúdamela. ¿Estás viendo las noticas?
—No… ¿Sucede algo?
—Pon canal cinco.
—Ok.
Colgó y fue en busca del control remoto el cual estaba justo enfrente del televisor LCD que ocupaba una buena porción de espacio de su mesa. Lo encendió y buscó el canal cinco.
En la pantalla, lo primero que las dos mujeres vieron, fue a una especie de bombero cargando sobre una camilla una especie de cuerpo debajo de una sábana. El periodista que aparecía a continuación decía:
“Este podría ser considerado uno de los mayores misterios de todos los tiempos, al menos para nuestro país. Los cuerpos, como pudimos observar, fueron encontrados en las distintas habitaciones de la cabaña y todos, sin excepción, parecen haber muerto de los mismo: extracción de sus cuerpos de hasta la última gota de sangre…”
Con horror, y sintiendo que aquello se relacionaba de manera inequívoca con lo sucedido en El Ocotal, las dos mujeres, fueron conociendo la noticia del encuentro de 33 cuerpos de adolescentes muertos, asesinados, o simplemente succionados por un extraño ser. Y el periodista, repitió varias veces la misma idea del periodista de la noticia del periódico:
“¿Estaremos al acecho del misterioso Chupacabras el cual según muchos ya había sido capturado?”
Estuvieron escuchando sobre la noticia durante más de treinta minutos y luego cambiaron a otros canales para comprobar que la noticia se había vuelto, viral, como les gusta decir a los de YouTube. Algunos noticieros, de los más amarillistas, mostraban los cuerpos y se acercaban a ellos burlando la vigilancia de los militares, los palpaban y hasta les daban vuelta mostrando los dos diminutos agujeros detrás de la cabeza.
Laura María que ya estaba pensando quién había hecho todo aquello comenzó a grabar con el botón del control aquellas escenas.
En la pantalla, el periodista, o quien fuera el atrevido señalaba con el índice los agujeros en el cuello del cuerpo que mostraba y decía:
“Al parecer, estos son los colmillos, o lo que sea que utilizó el animal, ser, o lo que fuera que atacó a estos jóvenes”
Ambas, como si se tratara de algo muy importante, ladearon la cabeza como queriendo estudiar aquellos dos agujeros.
—Fueron hechos por colmillos, pero además –dijo Laura que era experta en cuestiones de cirugía— parecen cauterizados. Algo entró allí, además de los colmillos. Algo así como una pajilla o tubo extensible.
Anamaría que sabía muy poco de términos médicos no dijo nada. Siguió observando con un gran interés en la mirada. En aquellos casos muy poco le servía su título de arquitectura.
“Estos crímenes quedarán guardados en la historia del país como los más horrendos y macabros hasta la fecha y además nos ponen sobre aviso acerca de posibles futuros ataques”.
En otra escena, un policía, de rostro oscuro y nervioso brindaba declaraciones:
“—Nos llamaron a eso de las diez de la mañana, el cuidador del lugar, y de inmediato nos aprestamos al lugar de los hechos. Por el momento no podemos brindar más información porque los investigadores no quieren poner sobre aviso a los posibles autores de la masacre.
—¿Eso quiere decir que ya tienen pistas de qué o quién pudo cometer el ilícito?
—No podemos decir nada al respecto hasta que tengamos algo más concreto.
—¿Qué le podría decir a la población con respecto al caso?
—No que se mantengan tranquilas que para eso estamos los policías para protegerlos.”
Como no quería seguir escuchando más mentiras, y además y había escuchado lo suficiente, Laura María apagó el televisor.
Buscó, con evidente nerviosismo, la taza de café. El líquido se había enfriado ya, pero aun así se lo tomó de un sorbo. Anamaría hizo lo propio con el suyo.
—Creo que todo esto está relacionado –dijo al fin Laura colocando la taza vacía sobre la mesita del centro.
—Sí –dijo con una voz muy débil Anamaría.
Guardaron silencio una vez más.
—Quiero leer de nuevo los recortes –dijo al fin Anamaría—. Y también quiero pasarte dos diarios de mi tía.
Laura María miró a su amiga con vivo interés.
—Tú eres más inteligente para comprender todo esto. Yo me siento algo lejana a pesar de que debería de estar mejor informada.
—¿Dos diarios? –preguntó Laura María.
—Eran de mi tía Azucena… yo… la verdad sólo en una ocasión traté de leerlos, pero no les entendí mucho. Quizás tú si puedas hacerlo.
Vivamente interesada, Laura, sonrió.


***

El veintisiete, unos días después, Anamaría, muy temprano, llegó de nuevo a la casa de su amiga y le puso los dos diarios en las manos. Ésta los tomó y los miró como si acabara de recibir un millón de lempiras.
Anamaría se había llevado a su casa las dos enormes carpetas conteniendo la variedad de recortes que Laura poseyera. Durante toda la tarde anterior se había dedicado a leer uno por uno con mayor detenimiento cada uno de ellos y ahora, aunque le faltaban muchos, entendía a medias por lo menos la historia de su familia. En efecto, como le había dicho a su amiga, con todo aquello se podría bien escribir una voluminosa historia de su familia sin perder ningún detalle en el proceso. Había tantas cosas allí. Esperaba con la ayuda de todo aquel conocimiento, los diarios fueran más comprensibles para ella.
—Oh, cielos –dijo Laura María al tomar los dos libros en sus manos— ¿Cómo los obtuviste?
—Mi abuelo los tenía en medio de un montón de libros comiendo polvo en una de las bodegas de la casa del Hatillo. Además, allí, había por lo menos una docena de las pinturas de mi tía. Se las pedí a mi padre y ahora las tengo en mi casa. Además, también, hay varios libros muy raros que pertenecieron a mí tía.
Laura María que sospechaba de qué se trataban, no dijo nada, pero guardó en su interior la esperanza de que su amiga la invitara a su casa y allí los tendría a la mano. Hasta el momento nunca había aceptado una de sus invitaciones. La próxima vez no se negaría. Por supuesto.
Ambas mujeres, sumidas en la ansiedad y por la magnitud que para entonces había tomado la noticia del hallazgo de los 33 cadáveres en el campus de recreo, se acomodaron en los mismos sofás del día anterior y una repasando recortes y la otra leyendo los diarios se pasó toda la mañana.
Cuando llegó el mediodía y el hambre las acució a las dos, Laura María, cerró el segundo diario que ahora leía y lo puso sobre la mesita del medio y se levantó a recalentar algo.
Comieron casi en silencio, cada una sumergida en sus propios pensamientos.
Volvieron de inmediato a las respectivas lecturas. Anamaría, de vez en cuando, levantaba la vista para ver lo que hacía Laura. La doctora, con un fino lápiz fuente, apuntaba, de vez en cuando, algunas cuestiones en su agenda. Parecía muy concentrada.
Y cuando la tarde por fin se les vino encima, Laura María, terminó de leer el segundo diario. La frase que pronunció fue como una revelación para Anamaría:
—Por fin lo entiendo todo.
Anamaría cerró la carpeta de recortes que tenía entre las piernas y miró a su amiga. Esperando explicaciones.
Pero Laura María parecía muy agotada. Como si acabara de realizar un enorme recorrido dio un enorme suspiro y luego miró hacia el techo. Realmente lucía agotada. Muy agotada.
Pero al cabo de medio minuto dijo:
—Tú tía Azucena, como le llamas, practicaba un tipo de brujería llamada wicca.
Anamaría que lo sabía, pero alguna razón no lo quería aceptar asintió despacio.
—La entidad que me encontré allá abajo –añadió Laura María— la hizo pasar ella de otro mundo a este.
Anamaría que no entendía muchas cosas de la vida de esos otros mundos no dijo nada. Se limitó a escuchar.
—De alguna manera, ella, abrió un portal utilizando magia natural y estuvo yendo y viniendo de un mundo a otro con bastante frecuencia.
—No entiendo… —dijo Anamaría verdaderamente confundida.
—Tu tía, al regresar de Inglaterra, cuando apenas tenía veinte años, traía libros y conocimientos de brujería. Al morir Antonio, el gran amor de su vida, utilizó esa brujería para crear un ente el cual tiene orígenes orientales y al cual le llaman tulpa. Ella, al descubrir que su padre había sido incriminado, creo a ese ser. Lo envió a aterrorizar al autor material de dicho crimen y lo obligó a confesar. Pero su creación fue tan grande que no desapareció ni con los años. Ella lo alimentaba con magia natural. A inicios de los años sesenta, ella, angustiada por la separación de su amado comenzó a utilizar hechizos. Hechizos que la hacían visualizar a Antonio mediante sueños. En realidad, Azucena, descubrió que el mundo no tiene pasado, ni presente, ni futuro. Todo lo que ocurrió, está ocurriendo en estos momentos, y lo que ocurriría también. De alguna manera, ella podía proyectarse en sus distintas vidas…
—¿Distintas vidas?
—Sí. ¿Recuerdas que te conté que una semana antes de ir a aquel viaje de investigación a El Limón yo había estado a punto de suicidarme?
Anamaría asintió.
—Cuando estaba a punto de hacerlo, allá arriba, en mi habitación –miró hacia el techo— tuve una experiencia muy rara. Ahora la comprendo con mucha claridad: todas mis personalidades vivas en distintos tiempos me jalaron para que experimentara la vida. Azucena, de alguna manera, lo comprendió y lo usó para contactarse con Antonio en alguna de sus personalidades. Pero además, abrió una puerta a otro cuándo de la tierra. En ese cuando había seres muy malos que de alguna manera se metieron a nuestro mundo. Por eso, La Casona, fue inhabitable durante muchos años. Esas cosas, aunque de otro  plano, se mantuvieron allí, al acecho durante más de nueve años después de la muerte de tu tía. Tengo entendido que ella murió en su propia habitación y de un paro cardíaco…
Anamaría que había escuchado muchas veces la forma como muriera su tía asintió. Aunque ella siempre había dudado de tal motivo.
—El escritor, en 1980— continuó Laura—, encontró la manera de cerrar dicho portal. Desde entonces no se ha vuelto a escuchar nada acerca de La Casona. Nada excepto la visión, que muchos han tenido del tulpa por los alrededores. Por lo visto, a pesar de que han pasado más de cuarenta años, ese ser continúa existiendo.
—¿Qué es un tulpa? –preguntó después de un largo silencio Anamaría.
—Según las teorías orientales es una entidad creada a partir de la energía natural que cada ser humano emite al mundo. Muchos, sin saberlo, a veces, proyectamos hacia el exterior nuestros propios miedos. Éste toma la forma que nosotros queremos. He allí la explicación del porque muchas personas afirman haber visto un muerto, un espanto o un simple ser. Es su mismo cerebro, el que emitiendo la energía, lo manifiesta. Los orientales han llegado tanto a dominar estar energías que les pueden dar las formas que ellos quieran. Azucena, gracias a la wicca, logró crear un ser muy perfecto. Un ser que ella alimentaba y que utilizó no una sino varias veces en la consecución de objetivos. En una de las entradas de su diario hace mención a haber regresado, después de una larga persecución, utilizando el tulpa. Fue quizás esa experiencia las que le dio mucha fuerza a dicho ser para que lograra sobrevivir tantos años. Aún anda suelto y estoy segura, si mi intuición no se equivoca, que ese ser es el que está cometiendo estos asesinatos.
—Alimentándose.
—Así es.
Laura María se puso en pie y estiró los brazos hacia el cielo.
—¿Quieres una taza de café? –ofreció.
Anamaría dijo que sí y se quedó sola contemplando más recortes de periódico. Los últimos tenían que ver con los sucesos del año pasado. Un padre siguiendo a sus dos pequeños hijos con un hacha después de haber dado muerte a su esposa. Toda una pesadilla para los pequeños. ¿Acaso dicho hecho tenía alguna relación con aquella cosa que decía Laura andaba chupando sangre por todos lados?
Enfrascada, una vez más, en la lectura de aquellos sucesos no escuchó entrar a Laura con las dos tazas. Levantó la vista para verla.
—¿Crees que lo que ocurrió el año pasado con la familia Montalvo tenga que ver con todo esto?
—Estoy segura. He preguntado a Oliver, el detective que rescató a tu padre y él fue quien encontró a los niños… ¿recuerdas?
—Sí. Acabo de leer un recorte de sus declaraciones aquí –señaló dicho recorte.
—Oliver, ahora mientras se recupera, me contó que había llegado a la cabaña donde supuestamente, por lo que he leído en los diarios, Azucena tuvo oculta a su mascota. Había cierto olor…
—¿A ropa podrida? –dijo Anamaría sin pensarlo.
Laura asintió visiblemente satisfecha.
—Sí, ese olor –aseveró Laura—. Es el mismo olor que sentimos mi esposo y yo cuando salimos de la cueva a inicios de los años setenta. De alguna manera el tulpa ya había hecho su cubil en aquel lugar.
—Pero ¿qué podemos hacer nosotras? Si ese animal, o como se llame anda suelto, nosotras no podemos hacer mucho. Quizás mi tía, pero ella…
—¿En qué año naciste tú?
—En 1971.
—Un año después de la muerte de Azucena.
—Sí. Justamente… mi abuelo siempre decía que yo se la recordaba a ella.
Laura María sonrió.
—Pero –insistió Anamaría—¿Qué podemos hacer nosotras para detenerle?
—Tú –dijo Laura María—. Estoy segura que tú le puedes detener.
—¿Yo? –preguntó asombrada Anamaría.
—Sí, tú.
—¿Pero cómo? Yo no sé ni pizca de lo que sabía mi tía.
—Vuelvo a hacerte la misma proposición: ¿Te dejarías hipnotizar?
Anamaría que ya había considerado aquella cuestión abrió la boca para decir que no creía en todo aquello cuando el teléfono volvió a sonar. Ambas, como el día anterior, dieron un respingo. Sonrieron y Laura María se puso en pie de nuevo para contestar.
Se trataba de Carlos Alberto de nuevo.
—Ha vuelto a pasar –dijo de inmediato su hijo.
—¿Qué ha vuelto a pasar? –inquirió Laura.
—Han encontrado tres niños muertos, en el Álamo.
Laura María sintió que el corazón se le aceleraba y las sienes le latían con violencia.
—La gente está asustada –comentó con la voz temblorosa su hijo menor—. Muchos mineros también están entrando en pánico.
—Te entiendo, hijo, pero no pueden entrar en pánico. Alguien va a descubrir lo que está pasando y entonces…
—Lo han visto, madre…
Laura María sintió un frío recorriéndole la columna vertebral.
—¿Qué han visto? –preguntó al fin.
—Una especie de perro blanco muy grande… muy largo. Fue el hermano mayor de uno de los niños quien lo descubrió y apenas si pudo escapar.
—¡Oh, cielos! –exclamó Laura María cubriéndose la boca con la mano libre.
Anamaría que la observaba desde su posición en el sofá fue notando todos estos cambios y comprendió que algo malo continuaba sucediendo.
—Ten cuidado, hijo –fue lo único que logró decir Laura y colgó.
Anamaría la vio regresar al sofá mirando casi al borde de las lágrimas hacia el suelo y sin pensarlo mucho más dijo:
—Está bien. Me dejaré hipnotizar.

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