XV
El veintiocho de diciembre, Anamaría, aceptó la
invitación de Laura María, su nueva gran amiga, para ser hipnotizada. Pero
antes de tomar dicha resolución tuvo que comprender muy a fondo la situación.
Fueron todos aquellos recortes, los hechos vistos
por televisión en su compañía y la lógica con la cual la doctora le presentó
los hechos de su propia familia lo que la convenció. Le parecía haber
encontrado a una persona que comprendía en toda su magnitud sus dudas y sus
conflictos hasta el momento.
Anamaría, quedó asombrada de la cantidad de
recortes y noticias que Laura María, había coleccionado desde los años setenta
referentes al Álamo y al Ocotal.
—Y estas –le mostró una pequeña galería que tenía
en el segundo piso de su casa— son algunas de las pinturas de tú tía abuela,
como le dices.
Allí, colgadas en las paredes de aquella estancia
había al menos unas veinte pinturas que llevaban la firma de Azucena Landa.
Anamaría, gracias a su abuelo, tenía algunas pinturas de su tía, pero no tantas
como aquellas.
—Las he ido recolectando poco a poco porque en
realidad, cada cuadro parece querer revelar un misterio de la personalidad de
aquella mujer. Además hay muchos elementos comunes en toda su obra. Por
ejemplo, éste –se detuvo ante un cuadro de más de un metro de alto por uno de
ancho.
En el cuadro se representaba un árbol con signos
cabalísticos sobre el tronco.—
—Me da la sensación de que de un momento a otro,
algo puede salir del tronco.
Anamaría se colocó junto a su nueva amiga y
contempló con mucha atención lo que le indicaba. Ella sólo veía un simple árbol
con, en efecto, algunas hendiduras en forma de líneas rectas y curvas. Nada
más.
—Esas son runas –le explicó Laura María—. Celtas.
Estuvieron unos cuantos minutos más mirando aquella
serie de pinturas y mientras Laura María le mostraba algunos de esos elementos
constantes en las pinturas, allá en el fondo de la conciencia de Anamaría, como
si la constante visión de las pinturas hubiera activado, lentamente, un
interruptor interno, comenzó a experimentar una sensación muy extraña.
Más adelante, cuando hubo salido de la sesión de la
hipnosis, comprendió todo. Pero por ahora sólo era eso: una sensación parecida
a la que se siente al percibir un olor lejano. Trae recuerdos del momento en el
cual se percibió por primera vez aquel olor. Pero, ella, no recordaba nada de
lo que le quería mostrar el almacén de su cerebro.
No le comentó nada a Laura, porque no recordaba
nada coherente al respecto. Lo que sí hizo, mentalmente, fue darle las gracias
por salir de aquel lugar. De repente se sentía muy mareada.
—¿Quieres un café? –le ofreció su amiga.
—Si por favor.
Bajaron, entonces, a la cocina.
Era un cocina, muy hermosa, en palabras de Anamaría
que estaba profundamente maravillada por la belleza de aquella casa.
—¿Y todos tus hijos se han marchado?
—Todos— respondió Laura sonriendo, y al sonreír se
le formaba alrededor de los ojos, una especie de arruga muy remota.
A Anamaría, le parecía que aquella mujer, tenía
unos cincuenta años, pero en realidad, tenía 65. Era una de esas extrañas
mujeres traga años. Ella misma lo era porque a pesar de tener 43 cumplidos
siempre aparentaba 35.
—Es la ley de la naturaleza –añadió Laura sacando una
pequeña lata de la alacena y abriéndola—. Lo mismo hicimos mi hermano y yo de
nuestros padres. Lo mismo harán los hijos de nuestros hijos.
Sí, pensó Anamaría con cierta tristeza. Se sentó en
una de esas bancas altas sin respaldo que a muchas personas les gusta colocar
enfrente de las barras. Y desde allí, mientras hablaban, contempló todos los
movimientos de su amiga. Había ese algo casi indescriptible que se establece
entre los amigos añorados que no podía explicar. O quizás sí.
—¿Y Carlos Alberto? –preguntó Anamaría.
—Carlos –dijo Laura deteniéndose unos segundos para
considerar la pregunta. Conocía muy bien a su hijo menor, como conocía a cada
uno de los otros, pero también sabía de las intimidades de Anamaría y él—. Es
mi hijo más extraño. Nunca había tenido mucha suerte en los negocios hasta
ahora. Desde siempre le han fascinado las cuevas, y por eso, estoy segura que
encontró esa plata. Ahora está verdaderamente emocionado con lo que hace…
—Sí –admitió Anamaría quien tenía que escucharle, a
su pesar, durante largas horas, hablar y hablar acerca de la minería.
—Te doy las gracias por eso.
—No fue nada. Parte del destino, quizás.
Laura María que tenía sus propias ideas acerca del
destino no dijo nada. Siguió con la preparación del café.
—¿Has leído las últimas noticias acerca del Álamo?
–preguntó Laura yendo hacia la cafetera.
—No ¿Qué sucedió?
—Encontraron a un muchacho de quince años, muerto,
sin una sola gota de sangre en el cuerpo, justo enfrente de La Casona –dijo sin
mirarla Laura.
Anamaría sintió que ese algo se removía en su
interior.
—Por allí está el periódico –le indicó, casi con
indiferencia, Laura.
Anamaría siguió la trayectoria imaginaría que
señalaba el dedo de su amiga. En efecto, sobre una mesita, a unos pocos metros
de ella estaba doblado el periódico. Se bajó de la silla y lo buscó con
verdadero interés.
—En la página cinco –le indicó Laura que parecía
muy ocupada con lo del café, pero que estaba pendiente de cada uno de los
movimientos de su amiga.
Anamaría regresó a la silla alta, se subió y
colocando el periódico sobre la superficie lisa de la barra, buscó la página
cinco. Allí leyó:
MISTERIOSOS 24 DE DICIEMBRE, decía el título. Una
imagen a todo color, mostraba un cuerpo cubierto con una manta blanca que
ingresaba sobre una camilla por las puertas de Medicina Forense. O al menos eso
es lo que pensó Anamaría antes de leer el pie de la foto.
Momentos en los que el cadáver, totalmente vacío de sangre, ingresaba para
su autopsia.
Luego la noticia:
El Ocotal, Francisco Morazán. El día de ayer, a escasas horas de la mañana,
después de una noche de celebración en casa de unos amigos, el señor Roque
Sandoval, originario de Soroguara, encontró el cuerpo sin vida del joven Rony
Maradiaga de quince años.
“Yo venía del Ocotal, —nos relató el señor Roque Sandoval al consultársele
acerca del particular— a eso de las diez de la mañana cuando miré el cuerpo
tirado del muchacho. Yo lo había visto en la madrugada saliendo del pueblo y
nos saludamos, pues conozco a su familia desde hace mucho tiempo…”
Anamaría leyó toda la noticia con suma atención,
pero se detuvo durante algunos segundos en uno pequeño párrafo casi al final:
Este caso es muy extraño debido al misterio que encierra el no haber
encontrado ni una sola gota de sangre en el cadáver. Según los forenses, algo,
le extrajo el líquido vital utilizando unos finos catéteres sobre el cuello,
por la parte de la nuca. Allí se encontraron dos diminutos agujeros que
posiblemente fueron los utilizados en el procedimiento de vaciado. No pudimos
obtener ninguna imagen al respecto, pero, estamos convencidos de que se podría
tratar del Chupacabras. A escasos dos kilómetros del punto donde se encontró el
cuerpo del muchacho, se encontró, también, el cadáver de una vaca muerta de la
misma manera que el muchacho.
Anamaría releyó este párrafo varias veces, y cada
vez, le pareció muy revelador.
—Es raro –dijo al cabo de unos minutos.
—Muy raro –estuvo de acuerdo Laura.
Había enfatizado el muy con bastante fuerza como
para pasar desapercibido por Anamaría.
Guardaron silencio como para analizar la situación.
El café estuvo listo en menos de cinco minutos y
las dos mujeres se fueron a la sala. La sala estaba justo en una de las alas de
la elegante mansión. Un ventanal casi tan grande como la pared se abría allí
mostrando lo que había del otro lado sin ningún problema. Desde allí se podía
apreciar un jardín con una variedad de flores tan amplia que parecía un
verdadero paraíso.
—Es hermoso –comentó Anamaría apenas sentarse.
—Gracias –dijo Laura.
Quizás no era la primera vez, ni la última, que
alguien admiraba aquel rinconcito tan cuidado por las manos de la doctora, pero
Anamaría tenía que decírselo porque en realidad si le parecía un magnífico
jardín. Sintió, en el fondo, ese tipo de envidia que sienten las mujeres cuando
ven en otra algo que les gustaría para ellas.
—¿Y tú lo cuidas sola? –indagó Anamaría.
—A veces mi esposo pretende ayudarme –sonrió al decir esto colocando sobre la mesita
del centro su taza de café y cruzando las piernas con elegancia.
Anamaría era cabello rubio y Laura lo tenía
castaño, los muebles de un ocre viejo muy bien logrado lo que daba a la escena
de las dos mujeres y el ambiente una especie de fotografía lustrosa de revista
del hogar.
—Eso, me imagino, siempre sucede con los hombres
–comentó Anamaría que su única experiencia al respecto era la observada en su
padre.
—Siempre es así –dijo sonriendo Laura María.
Anamaría no podía olvidar que aquella mujer era la
madre de su segunda pareja sentimental. La situación aquella le parecía muy
extraña, pero en ningún momento se sintió cohibida al respecto. Trataba de
imaginarse a Carlos Alberto corriendo por aquella casa y no pudo.
Las dos mujeres tomaron el café durante algunos
momentos, en silencio. Silencio que rompió Laura María preguntando:
—¿Qué piensas al respecto de lo que te he mostrado?
Además de las pinturas, Laura María, le había
mostrado toda aquella serie de recortes metidos en unos fólderes tan gruesos
como carpetas de bibliotecas. Por orden de fechas y como si se tratara de un
hobbies bastante enfermizo, su amiga, había coleccionado, prácticamente la
historia de sus antepasados. En el fondo, Anamaría, la entendía. Aquella
experiencia vivida en su juventud la había marcado para siempre. Eso debía de
obsesionar a cualquiera por muy fuerte que fuera.
—Que mi familia es muy extraña –dijo al fin
Anamaría sin poder contener una sonrisa. Sonrisa que Laura María correspondió.
—Más que extraña –dijo Laura—, es como si la
fatalidad, y la presencia del Álamo, se cerniera sobre todos tus antepasados.
Pero, además de la fatalidad, hay un elemento extraño que pareciera persistir
en todo esto.
—¿Un elemento extraño?
—Sí. Mira, te lo explico… fue uno de tus
antepasados el que recibió como intercambio, todos esos terrenos que ahora
pertenecen a tu familia. Tu antepasado, fue despojado, podríamos decir de la
mina de plata que encontró en lo que ahora es el Álamo. A cambio le dieron toda
la tierra aledaña que pudiera cercar. Dicha tierra es toda, exceptuando la que
luego fue anexada por los abuelos de tu hija. Es cierto que de lo extraído de
la mina del Álamo se les estuvo pasando por muchos años, cierto porcentaje a
tus antepasados, pero ese porcentaje era miserable considerando las enormes
cantidades de plata que de allí se extrajeron. Ese primer antepasado, fue
mandado a asesinar por los intereses de aquella época cuando éste trató de
demandar al estado de Honduras. Todo se mandó al olvido y los nuevos
propietarios, tus antepasados, trataron de ubicarse en el lugar y fundaron de
alguna manera El Ocotal. Pero jamás se mezclaron con ellos. Cuando nació
Azucena, allá por los años treinta, la mina del Álamo ya había pasado por
muchos procesos, entre ellos el asesinato de un cura y de más de treinta
soldados. Fue la codicia, si le podemos llamar así, lo que causó la muerte de
Carlos Antonio Moncada, el amor de su vida. Y es aquí donde entra ese elemento
extraño del que te hablo. La pintura de tu tía Azucena, en este punto cambia
totalmente. De ser una pintora paisajista pasa a ser, podría decirlo, una
pintura fatalistas. Todas esas pinturas que viste arriba, pertenecen a esta
época. En ella puedes ver todos esos elementos como la naturaleza modificada,
el árbol de las runas… ese extraño ser de pelaje blanco que aparece en algunas
esquinas ¿No te recuerda algo?
Anamaría trataba de seguir la disertación de su
amiga, pero era casi imposible. Ella, jamás había sido muy inteligente en
cuestiones de análisis. Era más del tipo meticulosa en los detalles, por eso
había seleccionado su carrera de arquitecta.
Negó con la cabeza.
—Hay muchos recortes en los álbumes de noticas
extrañas, tomadas como leyendas locales del Ocotal y del Álamo donde se
menciona que las personas han visto un animal blanco similar al de las
pinturas. Animal con cuerpo alargado, patas de león, pelaje blanco, ojos rojos,
mirada casi humana… estas son las palabras que la gente utiliza mucho para
referirse a ese ser extraño. ¿Y sabes que es lo curioso?
Anamaría volvió a negar.
—Que dichas apariciones se intensificaron después
de la muerte de tu tía Azucena. Esto a partir de 1971. Y no sólo de ese ser de
las pinturas sino de otras cosas peores. ¿Te ha contado tu padre que La Casona
estuvo inhabitable durante más de ocho años?
Algo recordaba Anamaría, pero no estaba segura.
—No fue hasta 1980 cuando lo fue. Por entonces tú
tendrías ocho años.
Anamaría asintió. Aquella mujer, en verdad llevaba
una historia muy cronológica de los acontecimientos.
—Para que fuera habitable tuvieron que morir, o
desaparecer dos personas.
—¿Dos personas?
—Sí. Un investigador local y un escritor aficionado
a los mundos paralelos. Fue tu abuelo quien les contrató por aquellas épocas.
—¿Y cómo sabes todo eso?
—Algunas cosas salen en los periódicos y otras una
las sabe por boca de la gente del lugar. La verdad que no hay nada oculto en
esta tierra.
—Podrías escribir un libro acerca de mi familia si
te lo propusieras –dijo Anamaría convencida de que así era.
—Algún día –dijo Laura María sonriendo con
tristeza.
Un silencio apenas tenue se ubicó entre ellas.
Afuera, y por la ventana, contemplaron, el día subir del medio a la tarde.
—Esas extrañas muertes –volvió al tema Laura—, me
recuerdan a ese animal que tú misma dices haber visto en aquella cueva mientras
escapabas.
Anamaría se estremeció ante aquel recuerdo.
Volvió a las pinturas y en efecto, quizás por eso
su mente se había estremecido. Habían pasado más de veinticuatro años y por
alguna razón, esas razones que tiene la memoria para tratar de olvidar el
dolor, había tratado de olvidarlo de su mente.
—Sí –dijo con voz desfallecida.
RIIING
Ambas mujeres se estremecieron al mismo tiempo y
dieron un pequeño respingo al escuchar el timbre del viejo teléfono el cual
estaba justo en una mesita rinconera en una de las esquinas de la pared que
daba al jardín. Se miraron y sonrieron mientras el teléfono continuaba su
insistente timbre. Era un teléfono de los viejos, pero Laura no había querido
deshacerse de él.
Se levantó y lo tomó cuando vomitaba su quinto
timbrazo.
Era Carlos Alberto.
—Hola, ma –le dijo.
—Hola, hijo. Nos acabas de dar un susto de muerte.
—¿Estás con alguien?
—Con Anamaría.
—Oh, ya. Salúdamela. ¿Estás viendo las noticas?
—No… ¿Sucede algo?
—Pon canal cinco.
—Ok.
Colgó y fue en busca del control remoto el cual
estaba justo enfrente del televisor LCD que ocupaba una buena porción de espacio
de su mesa. Lo encendió y buscó el canal cinco.
En la pantalla, lo primero que las dos mujeres
vieron, fue a una especie de bombero cargando sobre una camilla una especie de
cuerpo debajo de una sábana. El periodista que aparecía a continuación decía:
“Este podría ser considerado uno de los mayores misterios de todos los
tiempos, al menos para nuestro país. Los cuerpos, como pudimos observar, fueron
encontrados en las distintas habitaciones de la cabaña y todos, sin excepción,
parecen haber muerto de los mismo: extracción de sus cuerpos de hasta la última
gota de sangre…”
Con horror, y sintiendo que aquello se relacionaba
de manera inequívoca con lo sucedido en El Ocotal, las dos mujeres, fueron
conociendo la noticia del encuentro de 33 cuerpos de adolescentes muertos,
asesinados, o simplemente succionados por un extraño ser. Y el periodista,
repitió varias veces la misma idea del periodista de la noticia del periódico:
“¿Estaremos al acecho del misterioso Chupacabras el cual según muchos ya
había sido capturado?”
Estuvieron escuchando sobre la noticia durante más
de treinta minutos y luego cambiaron a otros canales para comprobar que la
noticia se había vuelto, viral, como les gusta decir a los de YouTube. Algunos
noticieros, de los más amarillistas, mostraban los cuerpos y se acercaban a
ellos burlando la vigilancia de los militares, los palpaban y hasta les daban
vuelta mostrando los dos diminutos agujeros detrás de la cabeza.
Laura María que ya estaba pensando quién había
hecho todo aquello comenzó a grabar con el botón del control aquellas escenas.
En la pantalla, el periodista, o quien fuera el
atrevido señalaba con el índice los agujeros en el cuello del cuerpo que
mostraba y decía:
“Al parecer, estos son los colmillos, o lo que sea que utilizó el animal,
ser, o lo que fuera que atacó a estos jóvenes”
Ambas, como si se tratara de algo muy importante,
ladearon la cabeza como queriendo estudiar aquellos dos agujeros.
—Fueron hechos por colmillos, pero además –dijo
Laura que era experta en cuestiones de cirugía— parecen cauterizados. Algo
entró allí, además de los colmillos. Algo así como una pajilla o tubo
extensible.
Anamaría que sabía muy poco de términos médicos no
dijo nada. Siguió observando con un gran interés en la mirada. En aquellos
casos muy poco le servía su título de arquitectura.
“Estos crímenes quedarán guardados en la historia del país como los más
horrendos y macabros hasta la fecha y además nos ponen sobre aviso acerca de
posibles futuros ataques”.
En otra escena, un policía, de rostro oscuro y
nervioso brindaba declaraciones:
“—Nos llamaron a eso de las diez de la mañana, el cuidador del lugar, y de
inmediato nos aprestamos al lugar de los hechos. Por el momento no podemos
brindar más información porque los investigadores no quieren poner sobre aviso
a los posibles autores de la masacre.
—¿Eso quiere decir que ya tienen pistas de qué o quién pudo cometer el
ilícito?
—No podemos decir nada al respecto hasta que tengamos algo más concreto.
—¿Qué le podría decir a la población con respecto al caso?
—No que se mantengan tranquilas que para eso estamos los policías para
protegerlos.”
Como no quería seguir escuchando más mentiras, y
además y había escuchado lo suficiente, Laura María apagó el televisor.
Buscó, con evidente nerviosismo, la taza de café.
El líquido se había enfriado ya, pero aun así se lo tomó de un sorbo. Anamaría
hizo lo propio con el suyo.
—Creo que todo esto está relacionado –dijo al fin
Laura colocando la taza vacía sobre la mesita del centro.
—Sí –dijo con una voz muy débil Anamaría.
Guardaron silencio una vez más.
—Quiero leer de nuevo los recortes –dijo al fin
Anamaría—. Y también quiero pasarte dos diarios de mi tía.
Laura María miró a su amiga con vivo interés.
—Tú eres más inteligente para comprender todo esto.
Yo me siento algo lejana a pesar de que debería de estar mejor informada.
—¿Dos diarios? –preguntó Laura María.
—Eran de mi tía Azucena… yo… la verdad sólo en una
ocasión traté de leerlos, pero no les entendí mucho. Quizás tú si puedas
hacerlo.
Vivamente interesada, Laura, sonrió.
***
El veintisiete, unos días después, Anamaría, muy
temprano, llegó de nuevo a la casa de su amiga y le puso los dos diarios en las
manos. Ésta los tomó y los miró como si acabara de recibir un millón de
lempiras.
Anamaría se había llevado a su casa las dos enormes
carpetas conteniendo la variedad de recortes que Laura poseyera. Durante toda
la tarde anterior se había dedicado a leer uno por uno con mayor detenimiento
cada uno de ellos y ahora, aunque le faltaban muchos, entendía a medias por lo
menos la historia de su familia. En efecto, como le había dicho a su amiga, con
todo aquello se podría bien escribir una voluminosa historia de su familia sin
perder ningún detalle en el proceso. Había tantas cosas allí. Esperaba con la
ayuda de todo aquel conocimiento, los diarios fueran más comprensibles para
ella.
—Oh, cielos –dijo Laura María al tomar los dos
libros en sus manos— ¿Cómo los obtuviste?
—Mi abuelo los tenía en medio de un montón de
libros comiendo polvo en una de las bodegas de la casa del Hatillo. Además,
allí, había por lo menos una docena de las pinturas de mi tía. Se las pedí a mi
padre y ahora las tengo en mi casa. Además, también, hay varios libros muy
raros que pertenecieron a mí tía.
Laura María que sospechaba de qué se trataban, no
dijo nada, pero guardó en su interior la esperanza de que su amiga la invitara
a su casa y allí los tendría a la mano. Hasta el momento nunca había aceptado
una de sus invitaciones. La próxima vez no se negaría. Por supuesto.
Ambas mujeres, sumidas en la ansiedad y por la
magnitud que para entonces había tomado la noticia del hallazgo de los 33
cadáveres en el campus de recreo, se acomodaron en los mismos sofás del día
anterior y una repasando recortes y la otra leyendo los diarios se pasó toda la
mañana.
Cuando llegó el mediodía y el hambre las acució a
las dos, Laura María, cerró el segundo diario que ahora leía y lo puso sobre la
mesita del medio y se levantó a recalentar algo.
Comieron casi en silencio, cada una sumergida en
sus propios pensamientos.
Volvieron de inmediato a las respectivas lecturas.
Anamaría, de vez en cuando, levantaba la vista para ver lo que hacía Laura. La
doctora, con un fino lápiz fuente, apuntaba, de vez en cuando, algunas
cuestiones en su agenda. Parecía muy concentrada.
Y cuando la tarde por fin se les vino encima, Laura
María, terminó de leer el segundo diario. La frase que pronunció fue como una
revelación para Anamaría:
—Por fin lo entiendo todo.
Anamaría cerró la carpeta de recortes que tenía
entre las piernas y miró a su amiga. Esperando explicaciones.
Pero Laura María parecía muy agotada. Como si
acabara de realizar un enorme recorrido dio un enorme suspiro y luego miró
hacia el techo. Realmente lucía agotada. Muy agotada.
Pero al cabo de medio minuto dijo:
—Tú tía Azucena, como le llamas, practicaba un tipo
de brujería llamada wicca.
Anamaría que lo sabía, pero alguna razón no lo
quería aceptar asintió despacio.
—La entidad que me encontré allá abajo –añadió
Laura María— la hizo pasar ella de otro mundo a este.
Anamaría que no entendía muchas cosas de la vida de
esos otros mundos no dijo nada. Se limitó a escuchar.
—De alguna manera, ella, abrió un portal utilizando
magia natural y estuvo yendo y viniendo de un mundo a otro con bastante
frecuencia.
—No entiendo… —dijo Anamaría verdaderamente
confundida.
—Tu tía, al regresar de Inglaterra, cuando apenas
tenía veinte años, traía libros y conocimientos de brujería. Al morir Antonio,
el gran amor de su vida, utilizó esa brujería para crear un ente el cual tiene
orígenes orientales y al cual le llaman tulpa. Ella, al descubrir que su padre
había sido incriminado, creo a ese ser. Lo envió a aterrorizar al autor
material de dicho crimen y lo obligó a confesar. Pero su creación fue tan
grande que no desapareció ni con los años. Ella lo alimentaba con magia
natural. A inicios de los años sesenta, ella, angustiada por la separación de
su amado comenzó a utilizar hechizos. Hechizos que la hacían visualizar a
Antonio mediante sueños. En realidad, Azucena, descubrió que el mundo no tiene
pasado, ni presente, ni futuro. Todo lo que ocurrió, está ocurriendo en estos
momentos, y lo que ocurriría también. De alguna manera, ella podía proyectarse
en sus distintas vidas…
—¿Distintas vidas?
—Sí. ¿Recuerdas que te conté que una semana antes
de ir a aquel viaje de investigación a El Limón yo había estado a punto de
suicidarme?
Anamaría asintió.
—Cuando estaba a punto de hacerlo, allá arriba, en
mi habitación –miró hacia el techo— tuve una experiencia muy rara. Ahora la
comprendo con mucha claridad: todas mis personalidades vivas en distintos
tiempos me jalaron para que experimentara la vida. Azucena, de alguna manera,
lo comprendió y lo usó para contactarse con Antonio en alguna de sus
personalidades. Pero además, abrió una puerta a otro cuándo de la tierra. En
ese cuando había seres muy malos que de alguna manera se metieron a nuestro
mundo. Por eso, La Casona, fue inhabitable durante muchos años. Esas cosas,
aunque de otro plano, se mantuvieron
allí, al acecho durante más de nueve años después de la muerte de tu tía. Tengo
entendido que ella murió en su propia habitación y de un paro cardíaco…
Anamaría que había escuchado muchas veces la forma
como muriera su tía asintió. Aunque ella siempre había dudado de tal motivo.
—El escritor, en 1980— continuó Laura—, encontró la
manera de cerrar dicho portal. Desde entonces no se ha vuelto a escuchar nada
acerca de La Casona. Nada excepto la visión, que muchos han tenido del tulpa
por los alrededores. Por lo visto, a pesar de que han pasado más de cuarenta
años, ese ser continúa existiendo.
—¿Qué es un tulpa? –preguntó después de un largo
silencio Anamaría.
—Según las teorías orientales es una entidad creada
a partir de la energía natural que cada ser humano emite al mundo. Muchos, sin
saberlo, a veces, proyectamos hacia el exterior nuestros propios miedos. Éste
toma la forma que nosotros queremos. He allí la explicación del porque muchas
personas afirman haber visto un muerto, un espanto o un simple ser. Es su mismo
cerebro, el que emitiendo la energía, lo manifiesta. Los orientales han llegado
tanto a dominar estar energías que les pueden dar las formas que ellos quieran.
Azucena, gracias a la wicca, logró crear un ser muy perfecto. Un ser que ella
alimentaba y que utilizó no una sino varias veces en la consecución de
objetivos. En una de las entradas de su diario hace mención a haber regresado,
después de una larga persecución, utilizando el tulpa. Fue quizás esa
experiencia las que le dio mucha fuerza a dicho ser para que lograra sobrevivir
tantos años. Aún anda suelto y estoy segura, si mi intuición no se equivoca,
que ese ser es el que está cometiendo estos asesinatos.
—Alimentándose.
—Así es.
Laura María se puso en pie y estiró los brazos
hacia el cielo.
—¿Quieres una taza de café? –ofreció.
Anamaría dijo que sí y se quedó sola contemplando
más recortes de periódico. Los últimos tenían que ver con los sucesos del año
pasado. Un padre siguiendo a sus dos pequeños hijos con un hacha después de
haber dado muerte a su esposa. Toda una pesadilla para los pequeños. ¿Acaso
dicho hecho tenía alguna relación con aquella cosa que decía Laura andaba
chupando sangre por todos lados?
Enfrascada, una vez más, en la lectura de aquellos
sucesos no escuchó entrar a Laura con las dos tazas. Levantó la vista para verla.
—¿Crees que lo que ocurrió el año pasado con la
familia Montalvo tenga que ver con todo esto?
—Estoy segura. He preguntado a Oliver, el detective
que rescató a tu padre y él fue quien encontró a los niños… ¿recuerdas?
—Sí. Acabo de leer un recorte de sus declaraciones
aquí –señaló dicho recorte.
—Oliver, ahora mientras se recupera, me contó que
había llegado a la cabaña donde supuestamente, por lo que he leído en los
diarios, Azucena tuvo oculta a su mascota. Había cierto olor…
—¿A ropa podrida? –dijo Anamaría sin pensarlo.
Laura asintió visiblemente satisfecha.
—Sí, ese olor –aseveró Laura—. Es el mismo olor que
sentimos mi esposo y yo cuando salimos de la cueva a inicios de los años
setenta. De alguna manera el tulpa ya había hecho su cubil en aquel lugar.
—Pero ¿qué podemos hacer nosotras? Si ese animal, o
como se llame anda suelto, nosotras no podemos hacer mucho. Quizás mi tía, pero
ella…
—¿En qué año naciste tú?
—En 1971.
—Un año después de la muerte de Azucena.
—Sí. Justamente… mi abuelo siempre decía que yo se
la recordaba a ella.
Laura María sonrió.
—Pero –insistió Anamaría—¿Qué podemos hacer
nosotras para detenerle?
—Tú –dijo Laura María—. Estoy segura que tú le
puedes detener.
—¿Yo? –preguntó asombrada Anamaría.
—Sí, tú.
—¿Pero cómo? Yo no sé ni pizca de lo que sabía mi
tía.
—Vuelvo a hacerte la misma proposición: ¿Te
dejarías hipnotizar?
Anamaría que ya había considerado aquella cuestión
abrió la boca para decir que no creía en todo aquello cuando el teléfono volvió
a sonar. Ambas, como el día anterior, dieron un respingo. Sonrieron y Laura
María se puso en pie de nuevo para contestar.
Se trataba de Carlos Alberto de nuevo.
—Ha vuelto a pasar –dijo de inmediato su hijo.
—¿Qué ha vuelto a pasar? –inquirió Laura.
—Han encontrado tres niños muertos, en el Álamo.
Laura María sintió que el corazón se le aceleraba y
las sienes le latían con violencia.
—La gente está asustada –comentó con la voz
temblorosa su hijo menor—. Muchos mineros también están entrando en pánico.
—Te entiendo, hijo, pero no pueden entrar en
pánico. Alguien va a descubrir lo que está pasando y entonces…
—Lo han visto, madre…
Laura María sintió un frío recorriéndole la columna
vertebral.
—¿Qué han visto? –preguntó al fin.
—Una especie de perro blanco muy grande… muy largo.
Fue el hermano mayor de uno de los niños quien lo descubrió y apenas si pudo
escapar.
—¡Oh, cielos! –exclamó Laura María cubriéndose la
boca con la mano libre.
Anamaría que la observaba desde su posición en el
sofá fue notando todos estos cambios y comprendió que algo malo continuaba
sucediendo.
—Ten cuidado, hijo –fue lo único que logró decir
Laura y colgó.
Anamaría la vio regresar al sofá mirando casi al
borde de las lágrimas hacia el suelo y sin pensarlo mucho más dijo:
—Está bien. Me dejaré hipnotizar.
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