martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 7



VII

A las doce de la mañana, el detective, ya con los informes de Castro y la información obtenida mediante internet sobre la familia Landa y sus negocios tenía dos cosas muy claras.
La  primera:
—Son tres los secuestradores— dijo con mucha seriedad y convencimiento.
—¿Cómo lo sabe? –preguntó Anamaría.
—Dos cometieron el secuestro, operativos y uno llamó desde algún lugar lejano cuando aquellos le llamaron informándole que todo había salido bien. Y lo del otro lo sé porque en el teléfono no se escucha ningún sonido de motor ni de movimiento, fue hecho desde un lugar cerrado, pero sumamente silencioso. Está en las afueras. Posiblemente en algún lugar entre las montañas, en alguna cabaña o en alguna de esas viviendas de campo fuera de la ciudad. Siempre sucede así.
—¿Y cómo sabe que fueron dos los que actuaron aquí? –preguntó Carlos Alberto sumamente interesado.
Estaban en la sala de visitas y estaban además de Anamaría y Carlos Alberto, Alma Beatriz y su esposo. Anamaría había decidido sólo comunicarle a su hija la decisión de la contratación de un detective por si los secuestradores decidían hacer algo más que pedir dinero. Su hija y su yerno estuvieron de acuerdo y la apoyaron. Ni siquiera su madre sabía de todos aquellos movimientos.
—Castro –le dijo Oliver a su compañero de trabajo.
Castro tomó su libreta y comenzó a resumir en pocas palabras.
—Un supuesto vagabundo y alcohólico apareció aquí hace exactamente seis días. Se pasaba todo el día, de seis a nueve de la noche, vagando de una esquina a otra…
—Voy a necesitar las cintas de la cámara de seguridad –interrumpió apenas Oliver para decirle esto a Anamaría—, sé que hay una en cada esquina de la propiedad. Si identificamos a uno los identificaremos a los tres.
Anamaría asintió y de inmediato se asomó a la puerta de la sala y le dio las órdenes pertinentes a una de las trabajadoras.
—Ese vagabundo –continuó Castro hasta que Anamaría se volvió a sentar junto a Carlos Alberto— se hacía llamar Hipólito a secas y hoy ya no se le ha visto de nuevo. Ha desaparecido misteriosamente. Una mujer, una vendedora de tortillas, asegura que ella vio al vagabundo entrando al automóvil de don Carlos José Landa cuando ella venía por una de las esquinas de la cuadra. Y después vio como el automóvil blanco, grande, en sus palabras, arrancaba muy rápido.
Oliver había comprobado, mediante imágenes y placas, que el auto en cuestión era una Prado del año con vidrios polarizados y blindada. Lo que no se explicaba era como don Carlos José había abierto las ventanas para ser amenazada y luego secuestrado por aquellos dos individuos.
—La mujer vio como el vagabundo, Hipólito, subía por la puerta del copiloto al auto y parecía llevar algo en la mano. A ella le extrañó que un hombre tan sucio se subiera a un carro tan elegante. Eso quiere decir que alguien, ya había subido por el otro lado del auto. Las observaciones del supuesto vagabundo conocían el punto ciego de las cámaras que es justo un poco después del portón de entrada y allí justamente fue donde planeó el secuestro. La persona que le acompañó en tal acción nadie la ha visto, pero pronto la veremos con el análisis de los videos de vigilancia.
—La segunda cuestión –dijo Oliver al terminar su explicación su amigo y compañero de trabajo— es que llevaron a cabo este trabajo, son delincuentes con experiencia. No son novatos. Todo lo que hicieron lo hicieron después de una gran planificación. Esto lo digo porque estoy seguro que si no rescatamos a don Carlos José, y eso me duele decirlo, terminarán asesinándolo.
Anamaría y su hija se abrazaron y comenzaron a llorar.
—No importa cuánto dinero se les entregue. Ellos seguirán y seguirán pidiendo más y más y más. Al final, como hacen todos, por razones de seguridad… lo siento. No quiero ser tan duro, pero así actúan ellos. Pero –aquí se puso muy serio— les quiero hacer una promesa aquí: yo encontraré a don José y lo rescataré. Sólo necesitaré su colaboración en todo momento ¿Está bien?
Todos asintieron.
—En primer lugar quiero que cuando los entrevisten los medios de comunicación siempre digan que están colaborando con los secuestradores para que no le hagan daño a don Carlos. Que muestren una imagen de sumisión. No mencionen, jamás, bajo ningún concepto que se están haciendo investigaciones aparte. Eso pondría en riesgo la vida del señor ¿Estamos?
Volvieron a asentir.
—Ahora, necesito, con mi colaborador aquí, revisar minuciosamente las cintas de esta semana.

***

—Es Alfonso Paguada, no cabe duda— dijo Castro después de cuatro horas de ver más de cien horas de grabaciones— y los otros dos, sin duda son Wilmer Paz, alías El Tranza y Ruperto Amaya, alias El demonio. Esa ceja es inconfundible.
En la pantalla tenía una imagen capturada del video de seguridad y otra tomada del periódico electrónico donde se anunciaba la fuga de los tres reos de penitenciaria central de Tela.
—Se fugaron –tomó la libreta donde había apuntado las fechas— hace más de tres meses—. Es quiere decir que llevan varios días vigilando esta casa.
—Sólo llevan una semana –afirmó Oliver mirando el rostro del hombre de la ceja blanca—, aquí quiero decir, pero quizás un poco más en otro lado que es donde lo han planeado todo. Y es allí a donde se los han llevado. Ese es el siguiente paso: averiguar a dónde se lo han llevado.
—¿Podemos conseguir los vídeos de nuestros amigos las gasolineras? –dijo Castro con una gran sonrisa.
—Sí, ese será un punto esencial. Pidámosle a Dios que no hayan cambiado de vehículo antes de salir de Tegucigalpa.
—Ok.
Castro apuntó algo en su libreta.
Eran casi las cinco de la tarde y estaban metidos en el estudio de grabación de la oficina.
—Tú ocúpate de las gasolineras de las cuatro salidas. Yo investigaré toda la bajada del Hatillo. Más de un negocio tendrá cámaras instaladas en sus negocios.
—Oky, jefe –dijo el hombre levantando el pulgar— ahora mismo voy para allá.
—Recuerda que cada hora cuenta.
—¿Le avisarán si vuelven a llamar?
—En eso quedamos. Me enviarán la grabación de inmediato.
—Ok.
—Cuídate, amigo –se despidió de él Oliver.
—Lo mismo jefe. Saludos a la jefa.
Oliver se quedó solo en la oficina. Salió al estacionamiento y se dedicó a caminar de una lado para el otro pensando en el asunto. La cuestión era ahora un poco más sencilla porque conocían a los criminales, pero faltaba el lugar dónde se escondían. Lo encontraría, siempre lo hacía, pero mientras tanto debía concentrarse como siempre, en ese encuentro final.
Se detuvo un momento al recordar el momento del reconocimiento:
“Sí, es la casa de mi padre”
Así que la vida es como un círculo ¿No? siempre se regresa al punto de partida. O el mundo es un lugar en el cual todos estamos conectados. Recordaba, con mucho miedo, y al mismo tiempo con mucho cariño a los dos niños que huyendo de la locura de su padre habían permanecido durante más de doce horas en el interior de un pozo de aguas subterráneas. Al final resultaba que la casa donde estaba aquel  pozo pertenecía al hombre que ahora estaba secuestrado.
Él, al quedarse huérfanos de padre y madre había querido adoptar a aquellos dos valientes niños, pero tenían abuelos y tíos que no estaban dispuestos a dejarlos huérfanos del todo. La mirada de aquellos niños, cuando logró, al fin, sacarlos de aquel lugar, eran la viva ansiedad y el miedo, pero también la esperanza. El pequeño Lowell, había estado a punto de morir por hipotermia y la niña, Fayre casi había entrado en shock por estar protegiendo a su hermanito. Ella la menor, pero la más valiente. De esas cosas nadie se enteraba, pero sí de muchas frivolidades como bodas, bautismos y quince años.
—La vida es una rueda –dijo en voz alta al atardecer.
Volvió a la oficina y llamó a amigos a través de la ruta de la bajada del Hatillo. Les pidió videos de determinadas horas de la mañana. Todos le dijeron que se los enviarían apenas los tuvieran.
Regresó a Uyuca, a las seis de la tarde. Estaba algo agotado, pero se mantenía en concentración.
Paola salió a recibirle con una enorme sonrisa en el rostro. La besó y se besaron como todos los días.
Cenaron uno junto al otro contándose todo lo sucedido.
—Dio dos patadas –le informó ella indicándole con los dedos y tocándose la barriga con suavidad.
—Seguramente va a ser una buena futbolista –dijo Oliver acariciándole también la panza.
—Jumm –estiró la cara ella—, ni lo pienses. Ballet y todas esas cosas de niña.
—Mmm –dijo Oliver—, como diría Castro.
—¿Y qué tal con el caso? –preguntó al fin ella al escuchar el nombre del otro detective de la agencia.
—Ya sabemos quiénes fueron, sólo falta sabe dónde lo tienen.
—Vi algo en el noticiero de la tarde –comentó Paola— una de sus nietas pidiéndole a los secuestradores que no le hicieran daño porque estaban en el  proceso de conseguir lo que pedían. Es algo triste todo eso…
—Sí, pero es parte del ser humano el querer quitarle al otro lo que supuestamente la vida no le ha dado, dice Castro.
—Castro y sus teorías.
—Sí.
—¿Vas a desvelarte mucho esta noche?
—Algo, pero estaré en el estudio con la puerta abierta por si necitas algo.
—Sólo quiero a mi esposo conmigo en la cama toda la noche.
—Te prometo que no pasaré de las doce sin meterme bajo las sábanas.
A las once de la noche, y después de cotejar una docena de videos captados por cámaras web instaladas por aficionados en distintos puntos de la bajada del Hatillo comprendió la ruta. La Prado, en efecto, había bajado hasta Tegucigalpa y la última cámara que la captaba lo hacía virando hacia la salida de Olancho, subiendo por el Chile. Ahora quedaban dos posibilidades: Olancho o La Zona Norte.
Llamó a Castro.
—Si la llamada para pedir el dinero la hicieron veinte minutos después de hacer el secuestro –dijo Castro— eso significa que apenas iban bajando del cerro cuando el otro la hizo. Quizás se sintió seguro en ese momento. Además, la noticia del secuestro, según me he enterado salió de la misma casa del Hatillo. Una criada o un criado llamó a algún amigo y este amigo regó la noticia como pólvora. Cuando se supo la noticia eran más de las ocho de la mañana y el secuestro fue a las seis. Tuvieron dos horas de margen antes de que la policía cerrara las calles y comenzara a registrar.
—¿No has encontrado nada en las cámaras de las gasolineras?
—Me falta la del Norte. La de Olancho ya la revisé y nada. Quizás allí esté…
—Si encuentras algo, por favor, llámame.
—Ok.
Miró el reloj. Aún faltaba una hora para meterse en la cama junto a Paola.
Mientras esperaba alguna respuesta de su amigo, recordó algo.
“Una tormenta fuerte” pensó buscando su Samsung Galaxy Tab4 y entrando a las imágenes que había conseguido de la Prado.
“Si tenemos suerte –sonrió— estas huellas serán inconfundibles”
En la imagen, las grandes llantas de la Prado, parecían casi nuevas como el mismo vehículo. Además esas formas en zigzag eran algo inconfundible.
Casi al borde de las doce le llamó Castro.
—Salieron por la carretera del norte a las seis y cuarenta y tres, pero no pasaron de Amarateca. Tengo los videos de la gasolinera de allá y no pasaron por allí. Deben de haberse desviado en un lugar intermedio.
—Ok. Estoy viendo justo ahora el mapa en Google Earth.
—Ok.
—Gracias a Dios por estas cosas nuevas. Hace algunos años no hubiéramos hecho nada –dijo Oliver—  Oye, Castro… ¿Recuerdas si llovió anoche?
—Creo que sí, pero muy poco.
—Ok, con eso bastará, creo. Esperemos que las huellas se hayan conservado frescas o al menos suaves.
—¿A qué horas vamos allá?
—Espera un poco. Estoy viendo las entradas a calles secundarias entre una de las gasolineras y la otra de Amarateca. Cuento cinco entradas. Dos a la derecha y tres a la izquierda.
—Ok. Tú te ocupas de las de la derecha y yo las de la izquierda.
A Oliver le sorprendió sobremanera el nombre que le brincó justo en el mapa al acercarse a una de las entradas: El Álamo.
—El Álamo –dijo casi para sí mismo.
—Sí. Allí tienen la gran mina la familia Landa— dijo Castro el gran lector de periódicos y noticias cotidianas.
—No, estaba pensando en otro caso. No me hagas caso.
—Ok, pero vamos a entrar allí por si acaso ¿No?
—Te tocaría a ti. Yo voy por las de la derecha y tú por las de la izquierda.
—Mándame las imágenes de las rodadas…
—Ok, ahora mismo. Descansa, amigo, mañana habrá trabajo duro.
—Ok, lo mismo.
Faltando diez minutos para las doces se metió en la cama junto a Paola la cual al sentirlo se despertó y dejó que él la abrazara por detrás.

***

A las cinco y cuarenta de la mañana, cuando las primeras luces del nuevo día comenzaban a iluminarlo todo Castro se detuvo ante el desvío que llevaba hacia dos poblaciones: El Álamo y El Ocotal, según rezaba el  pequeño y deteriorado rótulo. La calle era de tierra blanca y en efecto, aún se podían ver algunas huellas de vehículos, pero si por allí había pasado La Prado, dichas huellas estaban debajo de muchas otras. No se notaban más que enormes llantas de volquetas o camiones.
“La mina de los Landa”—pensó Castro.
Y eso le trajo a la memoria algunas cosas sucedidas en ese lugar. Cosas que habían tenido relación con su amigo y jefe Oliver.
“El caso del loco del hacha” se dijo recordando el epíteto que se utilizara en los diarios para describir al hombre que había asesinado a su esposa con un hacha y luego perseguido a sus dos indefensos vástagos. La esposa fue encontrada muerta a hachazos y los niños dentro de un pozo, pero el hombre no había sido encontrado jamás.
Se adentró caminando por la carretera y notó que una, las del Álamo iba hacia abajo y la del Ocotal hacia arriba. Allí había dos posibilidades. Las huellas de transporte pesado subían hacia El Ocotal, mientras que la carretera hacia El Álamo parecía muy tranquila, apeas se notaban huellas.
—Veamos –dijo yendo hacia la que bajaba. Sacó una fotografía impresa justo hacia una hora.
Se agachó ante la carretera que lucía de color blanco y seco pero que en algunos tramos presentaba algunos charcos con agua sucia y atrapada donde algunas huellas parecían entrar y salir. Avanzó un par de metros internándose en la carretera.
Cuando el sol comenzó a brillar sobre las copas de los árboles se disponía a darse por vencido.
Vistiendo un overol de color naranja con un logo de la secretaria de obras públicas, visto desde arriba, parecía un punto naranja sobre una franja blanca que se internaba en un territorio verde de varias tonalidades. Nunca dejaban nada al azar en cuestiones de investigación, así que si por casualidad uno de los secuestradores pasaba por allí no sintiera ninguna sospecha de ser investigado.
Y ya iba a darse por vencido cuando se incorporó y mirando con descuido sobre un siguiente charco a unos seis metros del que estuviera observando notó unas grandes huellas saliendo del mismo. Se acercó con la fotografía en la mano y allí estaban. Sonrió.
Sacó el móvil y verificó la señal. Por unos segundos temió estar demasiado lejos de una antena repetidora, pero no, allí estaban tres benditas rayitas de señal. Marcó y esperó. Miró hacia abajo donde la carretera se perdía y de inmediato se hizo a un lado internándose en un pequeño grupo de robles. Allí, apartado del charco esperó que su jefe le contestara.
Cuando iba a colgar por fin lo hizo:
—Las encontré, jefe –le dijo emocionado—. Están en El Álamo.
Del otro lado se hizo un tenue silencio.
—Ok. Espérame en la gasolinera de la salida, la última. Tenemos que planear algo.
—Ok, jefe. Lo espero.
—Vaya –le dijo a la soledad del bosque—, el trabajo más fácil del mundo.
Pero al recordar las horas utilizadas en preguntar y mirar videos se dijo que no era más que trabajo. Y si la policía en realidad estuviera interesada en resolver los casos utilizarían ese sencillo método de las cámaras y las preguntas a las gentes.
Volvió, encendiendo un cigarrillo, a la carretera y allí comenzó a caminar también despacio hacia su vehículo. Cuando llegaba a él escuchó a sus espaldas un motor y se volvió. Se trataba de una de las pesadas volquetas de material que descendía por la carretera del Ocotal.
Se metió en su auto y lo puso en marcha enfilando hacia la gasolinera.
“El trabajo más sencillo del mundo”

***

Oliver Pavón llegó a la gasolinera faltando veinte minutos para las siete de la mañana. Para entonces, Castro llevaba más de dos cafés, tres cigarros y un croissant de jamón con queso en la lista de alimentos engullidos.
—Hola, jefe –lo saludó levantando su vasito de cartón aun conteniendo algunos restos del líquido estimulando en el fondo.
—Buen provecho –le dijo Oliver con una semi sonrisa—¿Qué tenemos?
Castro le pasó su teléfono donde las imágenes del charco con las huellas de las ruedas se veían con mucha nitidez. Oliver las comparó con las de su teléfono.
—Sí. Estas son –dijo sonriendo—. Esperemos que no sea otro vehículo de la misma rodada. Pero no puede ser otro…
Se quedaron en silencio unos segundos. Castro sabía que su viejo amigo estaría pensando el siguiente paso así que no preguntó ni dijo nada para no desconcentrarlo.
Oliver había sacado su Tablet y miraba con concentración el mapa del poblado:
—Nadie podría imaginárselo –dijo al fin— tan cerca de uno de los negocios de la familia. O quizás…
Su mente estaba trabajando a mil.
—Justamente este negocio había despertado las sospechas de los secuestradores de la inmensa fortuna de sus poseedores.
—Es posible.
Castro estaba impaciente por escuchar los planes de su jefe, pero por experiencia sabía que no se le podía apresurar. El amigo parecía trabajar mejor con menos presión o mucha presión si era el caso. Pero la presión ya la ponía el caso de por sí.
—El Álamo –dijo al fin colocando la silla junto a su compañero pero antes echando un ojo a la clientela de la gasolinera. En el lugar había apenas dos personas pagando en la caja, el cajero y una muchacha limpiando afanosamente el suelo—. Es toda esta área.
Castro que no era muy aficionado a la tecnología, había aprendido un poco, gracias a su amigo que era un fanático de dichas modernidades. Miró lo que le señalaba Oliver y dijo:
—Esta es la mina.
—Sí, justo enfrente del pueblo.
—¿Tú ya estuviste allí en aquella ocasión? –Le recordó Castro— ¿Cómo es esa zona?
Oliver pareció reflexionar un poco antes de contestar:
—Boscosa. Pero creo que la mina ha modificado el paisaje de una forma completa.
—¿Y cuál es el plan? –preguntó al fin Castro.
—Tengo entendido que El Álamo fue, en sus mejores tiempos, el lugar de una fantástica mina de plata. Allí, pues, deben de haber muchos mineros o personas que pretenden trabajar en la nueva mina. Además… si no me equivoco escuché que han tratado de activar la vieja mina, motivados por el triunfo de su vecina, pero no han podido. No veo ninguna calle secundaria que se desvíe hacia ningún lugar aquí en el mapa, lo que significa que a don Carlos Landa lo tienen en algún punto del pueblo. El siguiente paso es averiguar dónde lo tienen escondido. A mí deben de haberme mirado por televisión mientras recogía huellas en el lugar del secuestro, pero a ti no te conocen.
Castro asintió.
—Vas a llegar al pueblo buscando trabajo. Lo que sea con tal de conseguir algunos lempiras para beber. Ya sabes.
Castro volvió a asentir.
—Averigua lo que puedas. Yo estaré justo enfrente de ti en los terrenos de la mina. Voy a pedir a Carlos Alberto, el administrador, el mando de uno de las cuadrillas de militares para estar listo para el asalto. Si averiguas donde lo tienen, no me llamas por teléfono sino que te acercas aquí –le señaló un punto en el mapa— debe de haber una caseta, allí estaré yo. Cuando sepas dónde están los habremos atrapado. Recuerda la cara de los tres. Alguno de ellos se va a tener que presentar en algún momento al aire libre y será el momento de actuar.
—¿Empezamos ya?
—Justo ahora. Mañana termina el plazo para la entrega del dinero y debemos actuar antes. ¿Andas tu arma?
—En el auto.
—Ok.
Se pusieron en pie y salieron al estacionamiento.
—Recuerda –le dijo Oliver antes de que se introdujera a su viejo Nissan su viejo amigo—. Estaré justo al lado.
Castro levantó el pulgar en señal de asentimiento.
Oliver se quedó sentando unos minutos ante el volante sin encender el motor. Pensaba en lo que le había dicho Paola al levantarse:
—Son asesinos profesionales –le había dicho— utiliza toda tu inteligencia para atraparlos y que no le hagan daño a nadie más.
Eso le había extrañado. Él le había comentado la noche anterior acerca del tipo de individuos que habían secuestrado a don Carlos Landa, pero no esperaba que ella estuviera de acuerdo en que los persiguiera. Esperaba, como hacía siempre, que ella le riñera acerca de ir hacia el peligro dejándola viuda a ella y a la pequeña Margarita huérfana de padre, pero no lo había hecho.
—Sólo regresa a casa como todos los días: sano y salvo— le dijo dándole un fuerte abrazo de despedida y un beso en los labios. Él, por su parte, le había dado un beso a la enorme barriga de su esposa.
—Gracias, amor –le había dicho él.
Pero algo se había metido en su cabeza en ese momento. Algo parecido a la certeza de que no iba a regresar. Había sido una sensación tan fuerte como cuando utilizaba su mente para encontrar la dirección adecuada de algún caso verdaderamente difícil. Como si una fiebre interna le atacara.
Se había encomendado a Dios como en los viejos tiempos su madre le enseñara, y salido de casa con aquella sensación.

***

Castro llegó al Álamo a las ocho y media de la mañana. Lo primero que captaron sus sentidos alertas fue el intenso movimiento en el pueblo. Había en toda la calle principal que cruzaba todo el pueblo, puestos de verduras, comidas y hasta de ropa. Algo que le extraño porque durante el trayecto de la entrada hasta el pueblo no se había encontrado con ni un solo vehículo cargando mercancías. En sólo el trayecto que hizo con su vehículo hasta la plaza contó más de cincuenta personas distribuidas yendo y viniendo de un lado a otro. Algunos eran hombres viejos que parecían apresurados por llegar a algún lugar. Los siguió con la vista hasta que se perdían calle adentro.
Dejó el auto en la plaza, casi enfrente de la iglesia donde había otros tres y donde las marcas del estacionamiento eran pequeñas rocas, lisas y redondas pintadas con cal. Parecía un parqueo público y a nadie pareció importarle que lo hiciera.
Allí, en el interior del automóvil se caracterizó para su papel. Se quitó el mono de la secretaría de obras públicas y utilizando un poco de maquillaje acrecentó un poco su aspecto demacrado, cansado y de borracho.
—Vaya papelitos –dijo con emoción. Porque aunque se quejara de la crueldad de su ingrato trabajo, se emocionaba como un chiquillo al meterse en uno de aquellos papeles de incógnito.
Se caló un viejo sombrero sobre la despeinada cabeza y extrayendo un poco de alcohol de una botella de la guantera se lo echó como perfume en el cuello, la boca y los sobacos. Se quitó sus nuevos zapatos y los reemplazó por unos viejos que tenía justo en el asiento trasero del auto.
—Ok. Listo –dijo quitándose el reloj y metiéndolo en la guantera.
Revisó el talón de su pie izquierdo donde llevaba una pequeña venda negra a la cual siempre llevaba atada una pistola de cinco tiros.
Salió, después de toda esta preparación física, al mundo exterior.
Olores a comida flotaban en el aire y todo parecía tan viejo al mismo tiempo. Las casas, en cuyos patios había un enorme álamo apuntando sus ramas al cielo parecieron saludarle. ¿Cuántas cosas no habían presenciado aquellos árboles desde su nacimiento hasta ahora? Castro levantó la mano y los saludó como si ellos le vieran.
—Salud hermanos— dijo como beodo.
Medio tambaleándose se acercó a un puesto de comida. Una mujer con mirada de pocos amigos se quedó mirándolo de los pies a la cabeza como diciendo: ¿Y este de dónde salió?
—Una orden de pastelitos, por favor –dijo con su voz algo aguardentosa.
La mujer no se movió hasta que el hombre pusiera en sus manos un billete de diez lempiras.
—¿Bastante trabajo, eh? –preguntó Castro mirando hacia todos lados con las manos metidas en el fondo de los bolsillos.
—Más o menos –dijo la mujer tomando un pedazo de papel estraza y luego colocando dos pastelitos de masa les echó repollo encima acompañándolos con salsa de una botella de plástico.
Mientras tanto, Castro, miraba hacia todos lados sin un aparente interés. En los demás puestos que estaban diseminados justo a la orilla de la calle y parecían perderse hacia lo lejos, todos parecían atareados colocando objetos tales como prendas de ropa usada, zapatos de suelas gruesas, sombreros, machetes y muchas otras cosas.
—Pues se ve bastante actividad –dijo el hombre señalando con un gesto hacia los puestos.
—Más o menos –volvió a repetir la mujer entregándole los alimentos sin interesarse mucho por él.
—¿Sabe si hay trabajo en la mina? –dijo llevándose un pastelito a la boca y mirando hacia la falda del cerró que tenía a unos ochocientos metros a su izquierda.
—¿En la mina de la Jonathan? –dijo la mujer mirando hacia el mismo lugar. Allá a lo lejos se veía como el cerro que quizás otrora fuera verde, era continuamente escarbado por maquinaria pesada. De allá venía un ruido constante como de un radiador en mal estado—. Allí no contratan a cualquiera. Todos tienen que tener estudios… pero aquí sí, en la mina del Álamo siempre se puede conseguir trabajo.
—¿Ah, de veras? Necesito algunos centavos ¿Con quién tengo que hablar?
—Vaya al final de esta calle –la mujer señaló en sentido contrario a la mina de la Jonathan, como ella había dicho, hacía la derecha por donde se perdía la calle—. Allí, antes de la cuesta, siempre en este lado de la calle hay unas oficinas de madera con techo de zinc. Allí puede preguntar.
—Gracias –dijo Castro pero sin moverse aún.
Miró hacia la iglesia que estaba con las puertas cerradas y dijo como comentario:
—Muy bonita la iglesia.
—Sí, pero sólo pasa cerrada. Sólo la abren en tiempos de fiesta, o algo así. Por lo general siempre está así: con las puertas cerradas.
—Ya.
—Muchos dicen que allí asustan.
—¿Asustan? ¿Cómo?
—Cosas que dicen la gente que miran allí. Un espanto o algo así…
—¿De veras? Pues no parece asustar tanto –dijo el hombre mirando de los cimientos al techo el edificio.
—De día no, pero de noche…
—Mmm –dijo Castro dudando de aquello como de todo lo que dudaba—. Tendría que darme una vueltecita aquí por la noche a ver.
—¿Se va a quedar mucho por aquí? –se interesó la mujer. Después de todo el hombre parecía educado aunque oliera a alcohol hasta por el pelo.
—Depende. Si encuentro trabajo… ¿Hay mucha gente trabajando aquí?
—Mucha, pero nadie quiere trabajar en la mina. Allí no hay nada. Además da miedo según dicen. La mayoría nos dedicamos a venderles cosas a los que trabajan en la Jonathan. Por la noche, ellos bajan y se hospedan, o comen aquí, así que hay mucho que venderles.
—Mmm –dijo Castro mirando de nuevo hacia la Jonathan —¿Viene mucha gente de otros lados, entonces?
—Todos los días. Hay tan poco trabajo ahora en Honduras que la gente lo busca como dicen, como agujas en un pajar.
—Sí, está fea la cosa. Véame a mí.
Y la mujer lo miró de nuevo de pies a cabeza como preguntándose si era adecuado entablar amistad con un borracho. Después llegaría a pedir crédito y no iba a aguantar. Así que mejor decidió desentenderse de él.
Castro terminó de tragarse el último bocadillo y como un buen borracho lanzó el papel al suelo. Sin despedirse tomó el camino que la mujer le había indicado y miró como ella le daba la vuelta a su puesto para ir por el papel arrojado.
—Estos borrachos –dijo la mujer de mal humor agachándose a recoger el papel.
El día comenzaba y las personas se ponían en acción. El movimiento, en el pueblo, era aletargado y algunos iban y otros venían  por la calle principal. El detective que se había grabado las caras de los delincuentes fugados con bastante insistencia estudiaba de manera casi inadvertida los rostros de casi todas las personas con las cuales se encontraba. Si ellos andaban por allí, en algún momento se iba a encontrar con ellos.
Pasó junto a una casa de madera que estaba justo detrás de la iglesia y le echó un ojo. Parecía un estanco porque había un borracho tendido justo enfrente de él. Dormía la mona mientras un perro parecía lamer junto a él algo parecido al vómito.
Castro que hacía mucho tiempo había dejado de beber como un cosaco se imaginó a sí mismo en aquel lugar y un estremecimiento le recorrió la columna vertebral.
“Pensar que si Oliver no me da trabajo así estaría yo, o quizás muerto”

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