IX
—Tengo el sitio –le dijo Castro a las once y media
de la mañana.
Oliver, que esperaba resultados, pero no de una
forma tan contundente, precisa y rápida estaba en ese momento metido en una de
las casetas que rodeaban, ahora, la propiedad de la familia Landa. Desde hacía
más de dos horas había establecido contacto con uno de los sargentos ocupados
del orden de más de cincuenta soldados. El hombre le había dicho poder
facilitarle diez como máximos y a Oliver eso le había parecido más que suficiente.
Cuando los hombres estuvieron reunidos frente a él en una pequeña sabana que
los militares habían creado a punta de machete les había dicho:
—Son tres hombres que se fugaron hace más de tres
meses de la penitenciaria central del departamento de Atlántida. Quizás alguno
de ustedes hayan escuchado hablar de ellos –pasó las tres imágenes de los
individuos sacadas a todo color y en tamaño carta—. Esos son. Responden al
nombre de Ruperto Amaya de veintiocho años, se le conoce en el mundo criminal
como El Demonio, un ex marero bastante violente. El otro se llama Alfonso
Paguada y su signo más visible es que tiene una ceja, la del lado izquierdo,
casi de color blanco, tiene 34 años y es tan violento como el primero. El
tercero se llama Wilmer Paz y es un estafador de 33 años de edad. No está
fichado por asesinato como los anteriores, pero se le considera un tipo muy
peligroso. El objetivo de nuestra misión es rescatar con vida a don Carlos
Landa que fue secuestrado el día de ayer a las puertas de su casa. Estamos
seguros que los individuos que le secuestraron están en el Álamo. En este
momento otro investigador les sigue la pista muy de cerca. Sólo manténganse
alertas para cuando se dé la orden del ataque.
Los soldados miraron a su jefe, un hombre de piel
morena y mirada brillante de unos treinta años, y al ver que este asentía
dijeron a coro:
—¡Señor, sí señor!
Así pues, Oliver, se metió en la caseta de madera
donde dos militares oteaban hacia el pueblo del Álamo. Al verlo entrar se
hicieron a un lado de inmediato cediéndole el lugar. Le prestaron unos
prismáticos y estuvo observando durante aquellas dos horas. Cuando recibió la
llamada de Castro ya había empezado a aburrirse un poco.
—¿Estás seguro? –le preguntó ansioso. Era una
pregunta que no debía hacer pues conocía la habilidad del hombre para hacer su
trabajo.
—Justo ahora estoy a unos doce metros de ellos.
Están ocultos en la única barraca que hay junto a la quebrada. Estoy metido en
una especie de edificio de madera que en tiempos pasados debió ser una cantina
o algún lugar de bebida. Está abandonado y estoy mirando por un agujero. Vi a
Alfonso Paguada entrar allí… espera.
La comunicación, en aquel momento, parecía agitarse
un poco.
—¿Sucede algo?
—Acaban de salir dos: el mismo Alfonso y aquel que
le dicen el Demonio. Voy a cortar. Te hablo luego.
—Ok.
Y cortó.
Miró preocupado hacia la población.
Desde donde estaba sólo se podía observar la
fachada de la iglesia y algunas de las casas de paredes blancas y puertas
grises. Unos puestos de comida y objetos estaban por la orilla de la calle,
pero no parecían presentar ninguna importancia.
La comunicación había sido muy clara: los tres
individuos estaban localizados y en aquel momento dos de ellos estaban saliendo
de la guarida para dirigirse, quizás, al pueblo. Tenía que tomar una decisión
de inmediato y la misma tenía que ser teniendo en cuenta el peligro que
conlleva la posibilidad de una vida en juego. No podía enviar los soldados a
patrullar el pueblo porque serían vistos con sospecha; pondrían sobre alerta a
los delincuentes y eso era una posibilidad de muerte para don Carlos Landa.
“Piensa, piensa”
No, no podía acercarse al pueblo, pero podía
rodearlo. Esa era una ventaja que podría llevar sobre ellos si decidían
escapar.
Sacó su Samsung Galaxy y de inmediato se ubicó en
el mapa con Google Earth. Localizó, gracias a la imagen satelital, el lugar
exacto de la barraca que mencionara Castro y llamó al oficial encargado y le
explicó su plan.
—Necesitamos cercar esta zona –le señaló el mapa en
el móvil—, pero sin ser vistos. Vigilar desde lejos. No podemos permitir que
escapen, pero tampoco abrir fuego sin haber rescatado al rehén con vida.
El hombre miró el mapa y llamó a formación a los
militares. En menos de diez minutos estos se salían para rodear la vivienda.
—Al que se deje ver –los amenazó—, se queda sin
paga durante todo el mes.
Los soldados se miraron contrariados.
—Nada de disparos. El detective Oliver, aquí
presente, dirigirá el rescate por su cuenta. Nosotros sólo somos un cerco
alrededor de la barraca. ¿Entendido?
—¡Señor, sí señor!— gritaron a una sola voz.
—Suerte –le deseó el hombre a Oliver colocándole
una mano sobre el hombro.
Oliver le agradeció el gesto y volvió a entrar a la
caseta. Desde allí observó como uno a uno los hombres de uniforme saltaban el
pequeño muro de piedra que dividía, apenas, el Álamo de la propiedad de los
Landa. Los vio saltar hacia el otro lado e internarse, después de pasar el
puente sobre la quebrada, entre los árboles.
Volvió a tomar los binoculares y observar hacia el
pueblo.
***
Castro vio como los dos hombres salían de la
barraca, y con gesto algo contrariado subían por el pequeño sendero que llevaba
hacia el centro de la población. Los vio pasar tan cerca de él que si no
hubiera existido aquella pared de madera bien hubiera podido tocarles los
hombros. Agudizó el oído para escuchar algunas palabras.
—… creído?
—Pero si se nos muere nos quedamos sin nada.
—Eso sí.
Y pasaron, alejándose.
De aquellas palabras, el investigador pudo
comprender que había posibilidad de muerte para alguien. Y ese alguien,
solamente, podía ser el secuestrado.
Fue hacia el otro lado de la pared para ver, por
otro resquicio, a los hombres subir hasta la mitad del callejón en introducirse
por el mismo camino que llevaba hacia la población y por donde había venido él
minutos antes. Por allí desaparecieron.
Castro volvió a su otro hueco para vigilar la casa
de madera. Miró con ansiedad a las ventanas cerradas con la seguridad de que
allí adentro estaba el tercero de los secuestradores a quien llamaban el Tranza
y su víctima, el secuestrado Carlos José Landa.
Agudizó el oído por si volvía a escuchar voces o
pasos cercanos. Nada. Le hubiera gustado acercarse al edificio ese para
observar más de cerca, pero era un riesgo no asumible debido a la posibilidad
de delatarse o de que aquellos dos individuos volvieran y lo descubrieran.
Esperó varios minutos tratando de captar allá abajo
cualquier movimiento y al no percibir nada volvió a marcarle a Oliver.
—Todo bien, pasaron por aquí cerca –le informó—.
Mencionaron algo de muerto… espero que no sea nuestro hombre.
—Ok. Te informo que
pronto habrá compañía. Los soldados, sin entrar al pueblo, están
rodeando la barraca que mencionaste. Sólo van a cubrir el posible escape de los
delincuentes.
—Ok, me parece estupendo. Espero que les hayas
dicho que ya hay por aquí otro policía. No me gustaría recibir un disparo en el
culo.
—Todos han visto los rostros de los delincuentes en
imágenes. Ellos no van a actuar directamente, sólo cubrirán la retirada. Sería
demasiado peligroso para don Carlos actuar directamente. Tendremos que hacerlo
con sigilo.
—Ok. Por los momentos parece que los individuos
están regresando. Traen varias bolsas en las manos. Voy a colgar porque están
bajando por el camino.
—Ok, cualquier cosa estamos en contacto.
Colgó apagando el aparato. No quería verse
sorprendido por ese tipo de estupideces en caso de acción. Se guardó el móvil
en el fondo de una raída bolsa del pantalón y contempló por el diminuto agujero
a los hombres descender. En efecto, cada uno de ellos traía una bolsa de
plástico colgando de cada mano y parecían todavía contrariados.
Pasaron de nuevo junto a la barraca rodeándola por
detrás y él buscó el agujero de la otra pared para verlos aparecer de nuevo. La
luz del sol era muy buena en aquel lugar y no tenía ningún estorbo para moverse
por allí. Llegó a la otra pared de madera y arrimándose al agujero vio a los
dos hombre volver a aparecer por allí, ahora en silencio, mal encarados y con
sus bolsas en las manos.
Los vio descender por el sendero y dar la vuelta
por el otro costado, seguramente allí estaba la puerta de entrada. Aunque la
casa parecía ser muy pequeña comparada con el edificio donde ahora se
encontraba, Castro, consideró que podrían haber un par de buenas habitaciones
allí adentro. Había varias ventanas, pero sólo una parecía estar abierta, y era
la más cercana al recodo por donde habían doblado los dos hombres.
Esperó, poniendo todo su oído a un posible ruido
extraño, pero lo único que llegaba hasta él era el suave sonido que hacía la
quebrada unos metros allá abajo.
Castro miró su reloj el cual se había puesto de
nuevo en la muñeca casi sin darse cuenta: cinco para las doce de la mañana.
***
—¡Hable! –le ordenó Wilmer a don Carlos.
A las doce en punto y como lo habían planeado,
habían marcado, mediante el uso de otro chip robado, a casa de la familia Landa
Fellini en el Hatillo.
“¿Tienen listo el dinero?” fue lo primero que
preguntó Wilmer con voz imperiosa y utilizando un pañuelo sobre su boca. Esto
distorsionaba su voz y daba un efecto macabro y misterioso a las palabras.
Del otro lado, una voz llorosa suplicó:
“Por favor, no le hagan daño a mi padre”
Era la voz de una mujer.
“Escuche las instrucciones –se apresuró a decir sin
esperar respuesta afirmativa o negativa de su interlocutora del otro lado, como
si el asunto del dinero ya fuera un hecho— a las cinco de la madrugada dejarán,
en bolsas para la basura resistentes y con doble bolsa en un sitio que les
indicaré. No intenten meter ningún rastreador entre el dinero porque lo
sabremos y hasta allí llegarán las negociaciones. Les informaremos del lugar de
la entrega a las cinco de la madrugada”.
“¿Cómo sabemos si está aún vivo?”
Wilmer el Tranza que se esperaba esa pregunta
sonrió.
Para entonces ya estaba frente a un medio despierto
e hidratado Carlos Landa que escuchaba atentamente lo que se decía.
El hombre aún se sentía algo mareado, pero
comprendía lo que sucedía. Desde que le quitaran la mordaza de la boca no se la
habían vuelto a colocar y eso era un alivio. Así que ahora allí estaba, siempre
sumido en la oscuridad debido a la venda de los ojos, pero hasta ésta parecía
menos socada. Por lo menos ahora sentía circular la sangre con mejor calidad en
el organismo. Además le habían dado agua y le habían prometido comida, la cual
sería proporcionada después de la llamada.
Al principio había planeado, si se lo permitían,
decirle a su familia que no se preocuparan por él. Ya era viejo y había vivido
suficiente. Que no se preocuparan por él. Pero al sentir los bajones de la
presión arterial había luchado por su vida. Eso quería decir simplemente que
aún quería vivir.
Así que cuando una voz imperiosa le dijo hable
supuso que un teléfono había sido colocado ante él, quizás con el altavoz.
—Hola –dijo con una voz que se le antojo lejana y
ajena.
—¡Papa! –dijo la voz del otro lado. Era Anamaría,
la reconocía.
—¿Ana? –preguntó ansioso.
—¡Sí, papá, soy yo! ¿Cómo estás? No te preocupes…
te rescataremos… estamos… juntando el dinero.
—¡Hija! –dijo don Carlos que sentía volver los mareos
en el interior de su bóveda craneal.
Wilmer Paz, convencido de que había logrado el
efecto deseado apartó el aparato de la cercanía del rostro del hombro y dando
media vuelta regresó a la salita donde sus dos compinches seguían con atención
las negociaciones.
—Suficiente –dijo tajante Wilmer—. Espere
instrucciones a las cinco de la mañana.
—Por fa…
Y oprimió el ícono de finalizado.
Los hombres se miraron como creando un efecto de
expectativa.
—Ya casi –dijo Wilmer con una amplia sonrisa—.
Mañana, a estas horas, seremos millonarios.
Sus compinches se miraron y sonrieron.
“Estos algo planean” se dijo Wilmer que aunque no
tenía la misma experticia que sus compañeros de andanzas sabía reconocer en los
demás esa picardía propia de quien algo oculta. Aquella mirada.
—¿Y cuál es el plan? –indagó Ruperto.
“Así que por allí iban los tiros” esperaban el plan
completo para hacer lo que tenían que hacer. Quizás no había sido muy buena
ideas, después de todos aquellos días, haberse asociado con aquel para de
lobos.
—Les dijiste que a las cinco de la madrugada. Pero
¿Dónde? ¿Cuál es el plan? –insistió Alfonso Paguada con ansiedad.
—Aún no lo tengo completo –confesó como desanimado—,
pero ahora mismo me pongo a ello. Son las doce del mediodía. Vamos a necesitar
transporte para movilizarnos. ¿Quién se apunta para quedarse aquí?
Los dos hombres se miraron y como con desgana, pero
ninguno levantó la mano o dijo algo.
—Nosotros lo conseguiremos –dijo al fin Ruperto—.
Tú pareces más importante aquí con el viejo.
Al decir viejo
lo dijo con sumo despreció como si mencionara algo muy desagradable.
—Ok, mientras tanto yo buscaré el lugar más
adecuado para la entrega –dijo Wilmer abriendo la computadora—. Tengan cuidado.
Creo que nos bastaría con un vehículo viejo. No tan llamativo como la Prado.
Al escuchar aquello los dos hombres volvieron a
mirarse quisquillosos. Volvía a atacarlos con lo mismo.
—Iremos a buscar algo bueno –dijo Ruperto
poniéndose en pie y encasquetándose sobre la cabeza un roído gorro de lana.
—Recuerden que somos simples trabajadores de la
mina. No se dejen ver mucho por la plaza del pueblo.
—Ok.
Y sin decir más, después de comer un lento almuerzo
los dos hombre volvieron a salir. Era casi la una de la tarde.
Wilmer se dedicó a dos problemas a resolver. El primero
buscar el lugar ideal para la entrega y sin riesgos a ser descubiertos y el
segundo como deshacerse de sus amigos
socios. El primero era el más importante porque sin dinero no había posible
traición. Tenía que ser muy rápido y astuto en el segundo punto después de
obtener el dinero porque sabía que ese era el momento que los dos hombres iban
a escoger para actuar. Ya con el dinero era más fácil que se deshicieran de él
como que él se deshiciera de ellos.
Escogió para el sitio de la entrega, justo el desvío
hacia el Álamo. Era un sitio como cualquiera y ellos tendrían el camino libre
para alejarse del lugar de inmediato. La idea era llegar al sitio mucho antes,
si era posible estar en el lugar mucho, mucho antes de las cinco de la
madrugada. Y desde allí, llamar a las cuatro de la madrugada y no a las cinco y
comenzar a llevarlos al azar por varios lugares antes de indicarles dejar allí
las bolsas. Después de eso, ya con el dinero, podría emplear su astucia para
deshacerse de aquel par de palurdos.
Todo el dinero sería para él solo. Sonrió animado y
le llevo algo de fruta al cautivo.
***
—Han vuelto a salir –le informó Castro a Oliver al
borde de la una de la tarde—. Los mismos: el Cejas y El Demonio.
Oliver que no había abandonado la caseta comprendió
que otra oportunidad de esas no podría tener. Miró hacia todos lados tratando
de ubicar al oficial. Lo vio allá junto al muro, atisbando también con los
prismáticos hacia algún lugar del pueblo.
Abandonó su puesto de vigilante y avanzó hacia él
oficial.
—Tendremos que actuar ahora –le dijo.
—Mis hombres están rodeando el lugar sólo deme la
orden y actuamos.
—No –le dijo Oliver—. Aún no vamos a atacarlos en
su guarida. Me ha comunicado mi observador que han vuelto a salir dos de los
hombres. Vamos a atraparlos justo ahora que están desprevenidos.
—Muy bien.
—¡Ramírez! –llamó utilizando su fuerte voz y
dirigiéndose al que estaba en la caseta.
Ramírez acudió de inmediato cuadrándose ante él.
—Sí, mi oficial –le dijo.
—Busque a Montoya y a Córdova y los trae aquí de
inmediato.
—A la orden, señor.
Ramírez se dio la vuelta y salió en trote por el
camino que subía hacia la mina.
Mientras tanto, Oliver, un poco desesperado tomó de
nuevo los prismáticos y los dirigió hacia el pueblo. Todo parecía normal. Hasta
que los vio.
—Allí están –dijo para sí mismo.
En la imagen aumentada del aparato vio a los
individuos que le comunicara Castro por teléfono avanzar por la calle
principal. Se habían calado elementos tan sencillos sobre la cabeza y el cuerpo
y presumían ser, quizás, irreconocibles, que hasta resultaba risible. Una
simple gorra con un pañuelo o un gorro de lana no eran suficientes para ocultar
las características con las cuales la naturaleza les había dotado y ellos
mismos habían aumentado con sus fechorías.
Venían con una dirección muy clara: iban por la
calle principal hacia la entrada del pueblo. Quizás iban en busca de algo allí.
—Vienen hacia acá –dijo Oliver.
Pero, por la experiencia sabía que si los detenían
allí mismo la noticia correría como la pólvora por todos lados y se enteraría,
su socio, de inmediato y don Carlos Landa podría correr peligro. No podía
precipitarse. Esperó y observó.
Unos cuantos metros antes de llegar al puente que
demarcaba la entrada y salida del pueblo, había una pequeña estación de moto
taxis. Hacia allí se dirigían los dos individuos. Oliver se dirigió al oficial
sin apartar la vista de los individuos.
—¿Tienen alguna posta a la salida del pueblo?
—No, pero hay una cuadrilla de tres elementos que
hacen el recorrido de esta vía dos veces al día.
—¿Puede comunicarse con ellos para indicarles que
detengan la moto taxi –miró el número del vehículo al cual se habían montado
ambos hombres—, treinta y cuatro?
Sin responder, el oficial tomó un walkie talkie que
llevaba a la cintura y llamó:
—Alfa a Centauro, cambio.
—Aquí Centauro, cambio.
—Alerta 315. Detener vehículo 3 ruedas 35, cambio.
—Entendido Alfa.
—Cambio y fuera.
Colgó. Así de efectivo era aquel oficial.
—Los tendremos aquí, esposados e inutilizados en
menos de veinte minutos.
***
Ruperto fue el primero en notar que la moto taxi
reducía la velocidad.
—¿Qué pasa? –preguntó desde el asiento trasero.
El conductor se hizo a un lado para que mirara el
pasajero.
Tres militares, fuertemente armados, se acercaban
al vehículo por la derecha.
—Nos han detenido –informó el conductor del
vehículo—. No se preocupen. Suelen hacerlo. Piden los papeles, se los muestro y
me dejan continuar. Es común aquí.
—Tranquilo –le dijo Alfonso Paguada tratando de
ocultar un poco más bajo su pañuelo la ceja blanca—. Sólo mantente tranquilo.
—Ok. –dijo Ruperto no muy convencido, pero
acomodándose un poco más el gorro de lana sobre la cabeza.
La moto taxi se hizo a la orilla de la polvorienta
vía, justo debajo de unos robles. Estaba apenas a la mitad del trayecto entre
el Álamo y el desvío de la carretera que conducía hacia Tegucigalpa. La idea de
los dos hombres era acercarse un poco a la ciudad y robarse un automóvil no muy
llamativo y regresar de inmediato al pueblo.
—Documentos –pidió el militar.
El conductor, acostumbrado a aquello, ya tenía los
documentos en la mano y se los extendió.
El militar miró los documentos y se los devolvió
diciendo:
—Baje del vehículo.
—Pero…
Bajó.
Los dos pasajeros se miraron nerviosos cuando dos
militares, uno a cada lado del vehículo, con el arma apuntándoles les informó:
—Desciendan del auto.
Lo hicieron tratando de dominar el miedo.
Cada uno bajó por un lado del taxi si apartar la
mirada de la boca del cañón que les apuntaba.
—Revisión –dijo el militar que había tomado los documentos
del taxista—, coloquen sus manos y separen sus piernas sobre el taxi.
Los dos hombres, comprendiendo que hasta allí
llegaba su difícil libertad, hicieron lo que les pedían. Apoyaron sus manos
sobre el vehículo y abrieron las piernas.
—Mira lo que tienen aquí –dijo uno de los militares
extrayendo de la cintura de Ruperto una pistola de estilo moderno y de sus
bolsillos un alijo de hierba seca.
—Y mira lo que hay aquí –de Alfonso sacaron una
enorme navaja y un par de tubos de hierro hechos en la cárcel y que servían
para torturar.
Fueron sacando las pertenencias de los delincuentes
y colocándolas sobre el taxi. El taxista miraba todo aquello con asombro y
temor.
—Muy bien, ahora, corderitos –dijo el militar que a
las claras era el jefe del grupo— vamos a quitarnos los cordones de los
zapatos.
Ambos, cada uno por su lado, con el cañón de un
arma apuntándoles, hicieron lo que les pedían. Conocían el procedimiento.
—Aquí, Centauro, Alfa, cambio –llamó el cabecilla.
—Aquí Alfa, cambio.
—Tenemos el paquete, cambio.
—Mierda –murmuró Ruperto mientras se quitaba el
cordón del segundo zapato.
—¡Silencio! –le advirtió el militar con el rifle.
—Espero instrucciones, cambio.
—Traslado a la PC de Tegucigalpa, mantener
custodiados hasta identificar en base, cambio.
—Entendido.
Y cortó.
—Puedes irte –le dijo el hombre al taxista—. Estos
hombres son fugados de un presidio –le informó—. Sólo los hemos recapturado. No
digas nada en el pueblo porque podrías asustar a la gente. ¿Está bien?
El taxista asintió de prisa mirando a sus dos
pasajeros y mortalmente pálido se montó a su vehículo. Dio la vuelta y comenzó
el regreso al pueblo mientras por el retrovisor miraba hacia atrás.
—¡Dios santo! –dijo persignándose a toda prisa.
Los dos delincuentes, atados con sus propios cordones
de los zapatos caminaban uno junto al otro delante de los tres militares. Les
habían quitado, también, las gorras y las camisas. Por toda la espalda de
Ruperto, su enorme tatuaje del demonio, parecía una enorme araña negra.
—Es el Demonio –dijo uno de los militares
señalándole la espalda—. Este angelito debe un montón de muertos. Se van a
poner muy contentos los medios de comunicación cuando sepan que vuelve a su
jaula.
Ruperto que escuchaba esto sin inmutarse recordó
algunas pequeñas enemistades que tenía en la cárcel y decidió, de pronto, que
no valía la pena regresar allá. Miró hacia atrás prometiéndose darse a la fuga
en el menor descuido de aquellos perros.
Alfonso Paguada, por su lado, miraba hacia el
frente con verdadera desolación. Se preguntaba: ¿Dónde había estado el fallo?
¿Cómo había ocurrido? ¿Acaso la suerte, o lo que fuera, jamás iba a estar de su
lado? En menos de veinticuatro horas iba a ser millonario y ahora… por su
cabeza pasaron todas las putas que se había imaginado iba a comprar con aquel
dinero y sintió una gran desolación.
—¡Caminen! –les gritó uno de los policías.
Caminaron de mala gana pero motivados por aquellos
dos cañones que sobre sus espaldas parecían dispuestos a quitarles las vida.
—Mierda –murmuró Ruperto.
Uno de los militares sin miramientos le descargó un
culatazo en los riñones y lo hizo doblarse sobre la tierra emitiendo un grito
de dolor que parecía venir desde las entrañas.
—¡Levántate, perro! –le gritó el militar que
escuchando la palabras seguramente había creído ser dirigida a él.
Pero la realidad era que Ruperto estaba pensando lo
mismo que su compañero de infortunios: la vida parecía ser demasiado injusta.
¿Cuándo volvería a echarse un buen porro de marihuana? Por su cabeza no pasaron
todas las personas asesinadas por él directa o indirectamente, sino la
injusticia que sobre él se estaba realizando.
Se levantó con mucha dificultad y siguió caminando.
Dos lagrimones caían por sus mejillas.
***
Oliver, al escuchar la noticia de que los dos tipos
habían sido atrapados, saltó de alegría en su fuero interno.
—Los llevaremos a la Penitenciaría Central –le
comunicó el oficial.
—Ok. Ahora sólo tenemos a uno por atrapar. Voy por
él. Mantenga a sus hombres pendientes por si hay alguna idea de fuga.
—Entendido.
Y después de decir esto, Oliver, como habían hecho
los soldados en la mañana, saltó el muro de piedra y comenzó a avanzar hacia el
pueblo. Mientras lo hacía llamó a Castro. Éste no le contestó porque
seguramente tenía el móvil apagado.
Recordó la ubicación de la casita junto a la
quebrada y se dijo que ese era el momento más crítico en el rescate de una
persona. Por lo general los secuestradores, al verse acorralados, matan o
utilizan a su víctima como escudo. Eso no iba a suceder en aquel momento.
Palpó en su sobaco la presencia del arma y sin que
la prisa lo atacara, avanzó por la calle del pueblo.
Llegó justo a la plaza y pasó junto a muchas
personas que parecían ir y venir por una calle de suelo blanco y
polvoroso. A un lado de la ermita le
pareció ver a un hombre de sotana hablando con un par de mujeres. Parecía un
pueblo tan vivo y sin embargo él sabía que lo único que le proporcionaba vida a
aquel lugar era la mina de plata que tenían al frente. Todos los habitantes de
aquel lugar esperaban sacar algo de provecho de las riquezas proporcionadas por
las entrañas de la tierra, y su única manera era mantenerse cerca como las
moscas alrededor del cadáver.
—Comida, joven –le llamó una mujer desde un puesto
de carne asada.
Y otras voces, como si acabaran de descubrirle se
abalanzaron a el:
—Lleve, si hay, si hay.
—Sombreros, caballero… lleve sombreros para este
sol tan fuerte que nos agobia.
—¿Quieres zapatos? Pase, pase. Si hay para usted.
Venga, mídaselos sin compromiso. Pase, pase.
Sin apartarse ni un solo metro de su camino, Oliver
llegó hasta el inicio de una cuesta y allí sacó su teléfono para comprobar su
posición. Lo hizo y dobló hacia la izquierda por el mismo camino andado por
Castro en la mañana.
Con dos peones fuera del juego aquello era más
fácil.
Llegó hasta el final del camino y miró hacia abajo.
Allá estaba la barraca de la cual le había hablado Castro. Seguramente, el
hombre estaría allí. Miró, también, el techo de la vivienda siguiente, la que
estaba a un nivel más bajo y cuya cercanía de la quebrada le pareció
prodigiosa.
Pensó en las pistas que le habían llevado allí y lo
sencillo que es, a veces, encontrar a los criminales. Todo deja huella en este
mundo y nada más lleno de las mismas que un delito. Muchas veces había tratado
de darles charlas a los policías acerca de la importancia de las huellas, pero
nunca le habían admitido como alguien capaz. Pero los resultados saltaban a la
vista. En sus expedientes yacían más de treinta casos de secuestros resueltos
en menos de dos días. Eso, si se consideraba la frecuencia con la cual se
dedicaba a uno de esos casos, era algo importante. Demostraba su capacidad como
investigador.
Bajó hasta el edificio y localizó el hueco que le
había mencionado Castro. Allí estaba justo en la esquina. Hacia allá se deslizó
con pasos vacilantes. Le parecía haber escuchado algo a sus espaldas. Se volvió
y miró a tres hombres parados sobre la cima del final del callejón, parecían
mirarle con bastante interés.
—¡Hey! –Le gritaron —¿Qué hace allí?
Oliver que sabía que aquello pondría sobre aviso al
posible habitante de la morada de junto a la quebrada deseó tener los brazos
tan largos que llegaran hasta aquel imprudente y tomarlo del cuello.
Miró con nerviosismo hacia el agujero del edificio
y de allí vio aparecer la cabeza de Castro quien primero lo miró a él y luego a
los hombres que estaban arriba.
—Hola, jefe –dijo Castro sonriendo.
—Esos tipos nos estropearán todo –dijo Oliver.
—Déjeme a mí ir a hablar con ellos.
Y así lo hizo, a grandes zancadas subió hasta la
cima donde Oliver lo vio, después de recuperar el resuello, platicar con ellos.
La charla duró unos minutos y cuando Castro volvió a bajar, los hombres de la
cima se alejaron supuestamente satisfechos.
—¿Qué les dijiste? –le preguntó Oliver.
—Al verme me vieron como a un borracho y se
alejaron un poquito, pero cuando les dije que tú eras mi amigo especial…
—¿Amigo especial?
—Ya sabes –guiñó un ojo—parecieron asustados. Les
dije que estabas medio loco y que cuando alguien se acercaba a ti te ponías a
tirar piedras. Así que al final se fueron amenazando regresar con un loquero.
¿De dónde van a agarrar uno?
—¿Crees que regresen?
—No creo. Lo que si me preocupa es que hayan
escuchado sus gritos desde allá abajo.
De inmediato y mirando hacia todos lados, los dos
hombres se colaron por el agujero de la pared de madera y se introdujeron en el
interior. Oliver siguió a Castro hasta la pared y aquel buscó el agujero
adecuado para enseñarle.
—Es allí –le dijo.
—Ya hemos atrapado a sus compinches –dijo Oliver.
—¿De veras? Pues no tardará en notar su ausencia y
ya veremos lo que hace. ¿Entramos de una vez?
—No me atrevo. Si está encerrado allí tendremos que
echar abajo esa puerta y no creo que sea una puerta muy sencilla. Mira el
grosor de esta madera.
Castro observó el grosor de la madera. Era superior
a la de la mayoría de construcciones en la actualidad.
—La gente de antes sí que sabía construir –dijo
algo melancólico.
Se quedaron en silencio unos minutos antes de que
Castro volviera a romper el silencio:
—Cuéntame como hicieron para atrapar a aquellos
dos.
Oliver se lo contó.
—Pues ya están a la sombra de nuevo –sentenció
Castro— y sin disparar un solo tiro. Eso es bueno.
—Sí, ahora sólo nos falta el cuarto hombre.
—¿Qué crees que esté sucediendo allí adentro en
este momento? –preguntó Castro intrigado.
—Pues, habrá que averiguarlo. Ven se me ha ocurrido
algo.
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