martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 9



IX


—Tengo el sitio –le dijo Castro a las once y media de la mañana.
Oliver, que esperaba resultados, pero no de una forma tan contundente, precisa y rápida estaba en ese momento metido en una de las casetas que rodeaban, ahora, la propiedad de la familia Landa. Desde hacía más de dos horas había establecido contacto con uno de los sargentos ocupados del orden de más de cincuenta soldados. El hombre le había dicho poder facilitarle diez como máximos y a Oliver eso le había parecido más que suficiente. Cuando los hombres estuvieron reunidos frente a él en una pequeña sabana que los militares habían creado a punta de machete les había dicho:
—Son tres hombres que se fugaron hace más de tres meses de la penitenciaria central del departamento de Atlántida. Quizás alguno de ustedes hayan escuchado hablar de ellos –pasó las tres imágenes de los individuos sacadas a todo color y en tamaño carta—. Esos son. Responden al nombre de Ruperto Amaya de veintiocho años, se le conoce en el mundo criminal como El Demonio, un ex marero bastante violente. El otro se llama Alfonso Paguada y su signo más visible es que tiene una ceja, la del lado izquierdo, casi de color blanco, tiene 34 años y es tan violento como el primero. El tercero se llama Wilmer Paz y es un estafador de 33 años de edad. No está fichado por asesinato como los anteriores, pero se le considera un tipo muy peligroso. El objetivo de nuestra misión es rescatar con vida a don Carlos Landa que fue secuestrado el día de ayer a las puertas de su casa. Estamos seguros que los individuos que le secuestraron están en el Álamo. En este momento otro investigador les sigue la pista muy de cerca. Sólo manténganse alertas para cuando se dé la orden del ataque.
Los soldados miraron a su jefe, un hombre de piel morena y mirada brillante de unos treinta años, y al ver que este asentía dijeron a coro:
—¡Señor, sí señor!
Así pues, Oliver, se metió en la caseta de madera donde dos militares oteaban hacia el pueblo del Álamo. Al verlo entrar se hicieron a un lado de inmediato cediéndole el lugar. Le prestaron unos prismáticos y estuvo observando durante aquellas dos horas. Cuando recibió la llamada de Castro ya había empezado a aburrirse un poco.
—¿Estás seguro? –le preguntó ansioso. Era una pregunta que no debía hacer pues conocía la habilidad del hombre para hacer su trabajo.
—Justo ahora estoy a unos doce metros de ellos. Están ocultos en la única barraca que hay junto a la quebrada. Estoy metido en una especie de edificio de madera que en tiempos pasados debió ser una cantina o algún lugar de bebida. Está abandonado y estoy mirando por un agujero. Vi a Alfonso Paguada entrar allí… espera.
La comunicación, en aquel momento, parecía agitarse un poco.
—¿Sucede algo?
—Acaban de salir dos: el mismo Alfonso y aquel que le dicen el Demonio. Voy a cortar. Te hablo luego.
—Ok.
Y cortó.
Miró preocupado hacia la población.
Desde donde estaba sólo se podía observar la fachada de la iglesia y algunas de las casas de paredes blancas y puertas grises. Unos puestos de comida y objetos estaban por la orilla de la calle, pero no parecían presentar ninguna importancia.
La comunicación había sido muy clara: los tres individuos estaban localizados y en aquel momento dos de ellos estaban saliendo de la guarida para dirigirse, quizás, al pueblo. Tenía que tomar una decisión de inmediato y la misma tenía que ser teniendo en cuenta el peligro que conlleva la posibilidad de una vida en juego. No podía enviar los soldados a patrullar el pueblo porque serían vistos con sospecha; pondrían sobre alerta a los delincuentes y eso era una posibilidad de muerte para don Carlos Landa.
“Piensa, piensa”
No, no podía acercarse al pueblo, pero podía rodearlo. Esa era una ventaja que podría llevar sobre ellos si decidían escapar.
Sacó su Samsung Galaxy y de inmediato se ubicó en el mapa con Google Earth. Localizó, gracias a la imagen satelital, el lugar exacto de la barraca que mencionara Castro y llamó al oficial encargado y le explicó su plan.
—Necesitamos cercar esta zona –le señaló el mapa en el móvil—, pero sin ser vistos. Vigilar desde lejos. No podemos permitir que escapen, pero tampoco abrir fuego sin haber rescatado al rehén con vida.
El hombre miró el mapa y llamó a formación a los militares. En menos de diez minutos estos se salían para rodear la vivienda.
—Al que se deje ver –los amenazó—, se queda sin paga durante todo el mes.
Los soldados se miraron contrariados.
—Nada de disparos. El detective Oliver, aquí presente, dirigirá el rescate por su cuenta. Nosotros sólo somos un cerco alrededor de la barraca. ¿Entendido?
—¡Señor, sí señor!— gritaron a una sola voz.
—Suerte –le deseó el hombre a Oliver colocándole una mano sobre el hombro.
Oliver le agradeció el gesto y volvió a entrar a la caseta. Desde allí observó como uno a uno los hombres de uniforme saltaban el pequeño muro de piedra que dividía, apenas, el Álamo de la propiedad de los Landa. Los vio saltar hacia el otro lado e internarse, después de pasar el puente sobre la quebrada, entre los árboles.
Volvió a tomar los binoculares y observar hacia el pueblo.

***

Castro vio como los dos hombres salían de la barraca, y con gesto algo contrariado subían por el pequeño sendero que llevaba hacia el centro de la población. Los vio pasar tan cerca de él que si no hubiera existido aquella pared de madera bien hubiera podido tocarles los hombros. Agudizó el oído para escuchar algunas palabras.
—… creído?
—Pero si se nos muere nos quedamos sin nada.
—Eso sí.
Y pasaron, alejándose.
De aquellas palabras, el investigador pudo comprender que había posibilidad de muerte para alguien. Y ese alguien, solamente, podía ser el secuestrado.
Fue hacia el otro lado de la pared para ver, por otro resquicio, a los hombres subir hasta la mitad del callejón en introducirse por el mismo camino que llevaba hacia la población y por donde había venido él minutos antes. Por allí desaparecieron.
Castro volvió a su otro hueco para vigilar la casa de madera. Miró con ansiedad a las ventanas cerradas con la seguridad de que allí adentro estaba el tercero de los secuestradores a quien llamaban el Tranza y su víctima, el secuestrado Carlos José Landa.
Agudizó el oído por si volvía a escuchar voces o pasos cercanos. Nada. Le hubiera gustado acercarse al edificio ese para observar más de cerca, pero era un riesgo no asumible debido a la posibilidad de delatarse o de que aquellos dos individuos volvieran y lo descubrieran.
Esperó varios minutos tratando de captar allá abajo cualquier movimiento y al no percibir nada volvió a marcarle a Oliver.
—Todo bien, pasaron por aquí cerca –le informó—. Mencionaron algo de muerto… espero que no sea nuestro hombre.
—Ok. Te informo que  pronto habrá compañía. Los soldados, sin entrar al pueblo, están rodeando la barraca que mencionaste. Sólo van a cubrir el posible escape de los delincuentes.
—Ok, me parece estupendo. Espero que les hayas dicho que ya hay por aquí otro policía. No me gustaría recibir un disparo en el culo.
—Todos han visto los rostros de los delincuentes en imágenes. Ellos no van a actuar directamente, sólo cubrirán la retirada. Sería demasiado peligroso para don Carlos actuar directamente. Tendremos que hacerlo con sigilo.
—Ok. Por los momentos parece que los individuos están regresando. Traen varias bolsas en las manos. Voy a colgar porque están bajando por el camino.
—Ok, cualquier cosa estamos en contacto.
Colgó apagando el aparato. No quería verse sorprendido por ese tipo de estupideces en caso de acción. Se guardó el móvil en el fondo de una raída bolsa del pantalón y contempló por el diminuto agujero a los hombres descender. En efecto, cada uno de ellos traía una bolsa de plástico colgando de cada mano y parecían todavía contrariados.
Pasaron de nuevo junto a la barraca rodeándola por detrás y él buscó el agujero de la otra pared para verlos aparecer de nuevo. La luz del sol era muy buena en aquel lugar y no tenía ningún estorbo para moverse por allí. Llegó a la otra pared de madera y arrimándose al agujero vio a los dos hombre volver a aparecer por allí, ahora en silencio, mal encarados y con sus bolsas en las manos.
Los vio descender por el sendero y dar la vuelta por el otro costado, seguramente allí estaba la puerta de entrada. Aunque la casa parecía ser muy pequeña comparada con el edificio donde ahora se encontraba, Castro, consideró que podrían haber un par de buenas habitaciones allí adentro. Había varias ventanas, pero sólo una parecía estar abierta, y era la más cercana al recodo por donde habían doblado los dos hombres.
Esperó, poniendo todo su oído a un posible ruido extraño, pero lo único que llegaba hasta él era el suave sonido que hacía la quebrada unos metros allá abajo.
Castro miró su reloj el cual se había puesto de nuevo en la muñeca casi sin darse cuenta: cinco para las doce de la mañana.

***
—¡Hable! –le ordenó Wilmer a don Carlos.
A las doce en punto y como lo habían planeado, habían marcado, mediante el uso de otro chip robado, a casa de la familia Landa Fellini en el Hatillo.
“¿Tienen listo el dinero?” fue lo primero que preguntó Wilmer con voz imperiosa y utilizando un pañuelo sobre su boca. Esto distorsionaba su voz y daba un efecto macabro y misterioso a las palabras.
Del otro lado, una voz llorosa suplicó:
“Por favor, no le hagan daño a mi padre”
Era la voz de una mujer.
“Escuche las instrucciones –se apresuró a decir sin esperar respuesta afirmativa o negativa de su interlocutora del otro lado, como si el asunto del dinero ya fuera un hecho— a las cinco de la madrugada dejarán, en bolsas para la basura resistentes y con doble bolsa en un sitio que les indicaré. No intenten meter ningún rastreador entre el dinero porque lo sabremos y hasta allí llegarán las negociaciones. Les informaremos del lugar de la entrega a las cinco de la madrugada”.
“¿Cómo sabemos si está aún vivo?”
Wilmer el Tranza que se esperaba esa pregunta sonrió.
Para entonces ya estaba frente a un medio despierto e hidratado Carlos Landa que escuchaba atentamente lo que se decía.
El hombre aún se sentía algo mareado, pero comprendía lo que sucedía. Desde que le quitaran la mordaza de la boca no se la habían vuelto a colocar y eso era un alivio. Así que ahora allí estaba, siempre sumido en la oscuridad debido a la venda de los ojos, pero hasta ésta parecía menos socada. Por lo menos ahora sentía circular la sangre con mejor calidad en el organismo. Además le habían dado agua y le habían prometido comida, la cual sería proporcionada después de la llamada.
Al principio había planeado, si se lo permitían, decirle a su familia que no se preocuparan por él. Ya era viejo y había vivido suficiente. Que no se preocuparan por él. Pero al sentir los bajones de la presión arterial había luchado por su vida. Eso quería decir simplemente que aún quería vivir.
Así que cuando una voz imperiosa le dijo hable supuso que un teléfono había sido colocado ante él, quizás con el altavoz.
—Hola –dijo con una voz que se le antojo lejana y ajena.
—¡Papa! –dijo la voz del otro lado. Era Anamaría, la reconocía.
—¿Ana? –preguntó ansioso.
—¡Sí, papá, soy yo! ¿Cómo estás? No te preocupes… te rescataremos… estamos… juntando el dinero.
—¡Hija! –dijo don Carlos que sentía volver los mareos en el interior de su bóveda craneal.
Wilmer Paz, convencido de que había logrado el efecto deseado apartó el aparato de la cercanía del rostro del hombro y dando media vuelta regresó a la salita donde sus dos compinches seguían con atención las negociaciones.
—Suficiente –dijo tajante Wilmer—. Espere instrucciones a las cinco de la mañana.
—Por fa…
Y oprimió el ícono de finalizado.
Los hombres se miraron como creando un efecto de expectativa.
—Ya casi –dijo Wilmer con una amplia sonrisa—. Mañana, a estas horas, seremos millonarios.
Sus compinches se miraron y sonrieron.
“Estos algo planean” se dijo Wilmer que aunque no tenía la misma experticia que sus compañeros de andanzas sabía reconocer en los demás esa picardía propia de quien algo oculta. Aquella mirada.
—¿Y cuál es el plan? –indagó Ruperto.
“Así que por allí iban los tiros” esperaban el plan completo para hacer lo que tenían que hacer. Quizás no había sido muy buena ideas, después de todos aquellos días, haberse asociado con aquel para de lobos.
—Les dijiste que a las cinco de la madrugada. Pero ¿Dónde? ¿Cuál es el plan? –insistió Alfonso Paguada con ansiedad.
—Aún no lo tengo completo –confesó como desanimado—, pero ahora mismo me pongo a ello. Son las doce del mediodía. Vamos a necesitar transporte para movilizarnos. ¿Quién se apunta para quedarse aquí?
Los dos hombres se miraron y como con desgana, pero ninguno levantó la mano o dijo algo.
—Nosotros lo conseguiremos –dijo al fin Ruperto—. Tú pareces más importante aquí con el viejo.
Al decir viejo lo dijo con sumo despreció como si mencionara algo muy desagradable.
—Ok, mientras tanto yo buscaré el lugar más adecuado para la entrega –dijo Wilmer abriendo la computadora—. Tengan cuidado. Creo que nos bastaría con un vehículo viejo. No tan llamativo como la  Prado.
Al escuchar aquello los dos hombres volvieron a mirarse quisquillosos. Volvía a atacarlos con lo mismo.
—Iremos a buscar algo bueno –dijo Ruperto poniéndose en pie y encasquetándose sobre la cabeza un roído gorro de lana.
—Recuerden que somos simples trabajadores de la mina. No se dejen ver mucho por la plaza del pueblo.
—Ok.
Y sin decir más, después de comer un lento almuerzo los dos hombre volvieron a salir. Era casi la una de la tarde.
Wilmer se dedicó a dos problemas a resolver. El primero buscar el lugar ideal para la entrega y sin riesgos a ser descubiertos y el segundo como deshacerse de sus amigos socios. El primero era el más importante porque sin dinero no había posible traición. Tenía que ser muy rápido y astuto en el segundo punto después de obtener el dinero porque sabía que ese era el momento que los dos hombres iban a escoger para actuar. Ya con el dinero era más fácil que se deshicieran de él como que él se deshiciera de ellos.
Escogió para el sitio de la entrega, justo el desvío hacia el Álamo. Era un sitio como cualquiera y ellos tendrían el camino libre para alejarse del lugar de inmediato. La idea era llegar al sitio mucho antes, si era posible estar en el lugar mucho, mucho antes de las cinco de la madrugada. Y desde allí, llamar a las cuatro de la madrugada y no a las cinco y comenzar a llevarlos al azar por varios lugares antes de indicarles dejar allí las bolsas. Después de eso, ya con el dinero, podría emplear su astucia para deshacerse de aquel par de palurdos.
Todo el dinero sería para él solo. Sonrió animado y le llevo algo de fruta al cautivo.

***

—Han vuelto a salir –le informó Castro a Oliver al borde de la una de la tarde—. Los mismos: el Cejas y El Demonio.
Oliver que no había abandonado la caseta comprendió que otra oportunidad de esas no podría tener. Miró hacia todos lados tratando de ubicar al oficial. Lo vio allá junto al muro, atisbando también con los prismáticos hacia algún lugar del pueblo.
Abandonó su puesto de vigilante y avanzó hacia él oficial.
—Tendremos que actuar ahora –le dijo.
—Mis hombres están rodeando el lugar sólo deme la orden y actuamos.
—No –le dijo Oliver—. Aún no vamos a atacarlos en su guarida. Me ha comunicado mi observador que han vuelto a salir dos de los hombres. Vamos a atraparlos justo ahora que están desprevenidos.
—Muy bien.
—¡Ramírez! –llamó utilizando su fuerte voz y dirigiéndose al que estaba en la caseta.
Ramírez acudió de inmediato cuadrándose ante él.
—Sí, mi oficial –le dijo.
—Busque a Montoya y a Córdova y los trae aquí de inmediato.
—A la orden, señor.
Ramírez se dio la vuelta y salió en trote por el camino que subía hacia la mina.
Mientras tanto, Oliver, un poco desesperado tomó de nuevo los prismáticos y los dirigió hacia el pueblo. Todo parecía normal. Hasta que los vio.
—Allí están –dijo para sí mismo.
En la imagen aumentada del aparato vio a los individuos que le comunicara Castro por teléfono avanzar por la calle principal. Se habían calado elementos tan sencillos sobre la cabeza y el cuerpo y presumían ser, quizás, irreconocibles, que hasta resultaba risible. Una simple gorra con un pañuelo o un gorro de lana no eran suficientes para ocultar las características con las cuales la naturaleza les había dotado y ellos mismos habían aumentado con sus fechorías.
Venían con una dirección muy clara: iban por la calle principal hacia la entrada del pueblo. Quizás iban en busca de algo allí.
—Vienen hacia acá –dijo Oliver.
Pero, por la experiencia sabía que si los detenían allí mismo la noticia correría como la pólvora por todos lados y se enteraría, su socio, de inmediato y don Carlos Landa podría correr peligro. No podía precipitarse. Esperó y observó.
Unos cuantos metros antes de llegar al puente que demarcaba la entrada y salida del pueblo, había una pequeña estación de moto taxis. Hacia allí se dirigían los dos individuos. Oliver se dirigió al oficial sin apartar la vista de los individuos.
—¿Tienen alguna posta a la salida del pueblo?
—No, pero hay una cuadrilla de tres elementos que hacen el recorrido de esta vía dos veces al día.
—¿Puede comunicarse con ellos para indicarles que detengan la moto taxi –miró el número del vehículo al cual se habían montado ambos hombres—, treinta y cuatro?
Sin responder, el oficial tomó un walkie talkie que llevaba a la cintura y llamó:
—Alfa a Centauro, cambio.
—Aquí Centauro, cambio.
—Alerta 315. Detener vehículo 3 ruedas 35, cambio.
—Entendido Alfa.
—Cambio y fuera.
Colgó. Así de efectivo era aquel oficial.
—Los tendremos aquí, esposados e inutilizados en menos de veinte minutos.

***

Ruperto fue el primero en notar que la moto taxi reducía la velocidad.
—¿Qué pasa? –preguntó desde el asiento trasero.
El conductor se hizo a un lado para que mirara el pasajero.
Tres militares, fuertemente armados, se acercaban al vehículo por la derecha.
—Nos han detenido –informó el conductor del vehículo—. No se preocupen. Suelen hacerlo. Piden los papeles, se los muestro y me dejan continuar. Es común aquí.
—Tranquilo –le dijo Alfonso Paguada tratando de ocultar un poco más bajo su pañuelo la ceja blanca—. Sólo mantente tranquilo.
—Ok. –dijo Ruperto no muy convencido, pero acomodándose un poco más el gorro de lana sobre la cabeza.
La moto taxi se hizo a la orilla de la polvorienta vía, justo debajo de unos robles. Estaba apenas a la mitad del trayecto entre el Álamo y el desvío de la carretera que conducía hacia Tegucigalpa. La idea de los dos hombres era acercarse un poco a la ciudad y robarse un automóvil no muy llamativo y regresar de inmediato al pueblo.
—Documentos –pidió el militar.
El conductor, acostumbrado a aquello, ya tenía los documentos en la mano y se los extendió.
El militar miró los documentos y se los devolvió diciendo:
—Baje del vehículo.
—Pero…
Bajó.
Los dos pasajeros se miraron nerviosos cuando dos militares, uno a cada lado del vehículo, con el arma apuntándoles les informó:
—Desciendan del auto.
Lo hicieron tratando de dominar el miedo.
Cada uno bajó por un lado del taxi si apartar la mirada de la boca del cañón que les apuntaba.
—Revisión –dijo el militar que había tomado los documentos del taxista—, coloquen sus manos y separen sus piernas sobre el taxi.
Los dos hombres, comprendiendo que hasta allí llegaba su difícil libertad, hicieron lo que les pedían. Apoyaron sus manos sobre el vehículo y abrieron las piernas.
—Mira lo que tienen aquí –dijo uno de los militares extrayendo de la cintura de Ruperto una pistola de estilo moderno y de sus bolsillos un alijo de hierba seca.
—Y mira lo que hay aquí –de Alfonso sacaron una enorme navaja y un par de tubos de hierro hechos en la cárcel y que servían para torturar.
Fueron sacando las pertenencias de los delincuentes y colocándolas sobre el taxi. El taxista miraba todo aquello con asombro y temor.
—Muy bien, ahora, corderitos –dijo el militar que a las claras era el jefe del grupo— vamos a quitarnos los cordones de los zapatos.
Ambos, cada uno por su lado, con el cañón de un arma apuntándoles, hicieron lo que les pedían. Conocían el procedimiento.
—Aquí, Centauro, Alfa, cambio –llamó el cabecilla.
—Aquí Alfa, cambio.
—Tenemos el paquete, cambio.
—Mierda –murmuró Ruperto mientras se quitaba el cordón del segundo zapato.
—¡Silencio! –le advirtió el militar con el rifle.
—Espero instrucciones, cambio.
—Traslado a la PC de Tegucigalpa, mantener custodiados hasta identificar en base, cambio.
—Entendido.
Y cortó.
—Puedes irte –le dijo el hombre al taxista—. Estos hombres son fugados de un presidio –le informó—. Sólo los hemos recapturado. No digas nada en el pueblo porque podrías asustar a la gente. ¿Está bien?
El taxista asintió de prisa mirando a sus dos pasajeros y mortalmente pálido se montó a su vehículo. Dio la vuelta y comenzó el regreso al pueblo mientras por el retrovisor miraba hacia atrás.
—¡Dios santo! –dijo persignándose a toda prisa.
Los dos delincuentes, atados con sus propios cordones de los zapatos caminaban uno junto al otro delante de los tres militares. Les habían quitado, también, las gorras y las camisas. Por toda la espalda de Ruperto, su enorme tatuaje del demonio, parecía una enorme araña negra.
—Es el Demonio –dijo uno de los militares señalándole la espalda—. Este angelito debe un montón de muertos. Se van a poner muy contentos los medios de comunicación cuando sepan que vuelve a su jaula.
Ruperto que escuchaba esto sin inmutarse recordó algunas pequeñas enemistades que tenía en la cárcel y decidió, de pronto, que no valía la pena regresar allá. Miró hacia atrás prometiéndose darse a la fuga en el menor descuido de aquellos perros.
Alfonso Paguada, por su lado, miraba hacia el frente con verdadera desolación. Se preguntaba: ¿Dónde había estado el fallo? ¿Cómo había ocurrido? ¿Acaso la suerte, o lo que fuera, jamás iba a estar de su lado? En menos de veinticuatro horas iba a ser millonario y ahora… por su cabeza pasaron todas las putas que se había imaginado iba a comprar con aquel dinero y sintió una gran desolación.
—¡Caminen! –les gritó uno de los policías.
Caminaron de mala gana pero motivados por aquellos dos cañones que sobre sus espaldas parecían dispuestos a quitarles las vida.
—Mierda –murmuró Ruperto.
Uno de los militares sin miramientos le descargó un culatazo en los riñones y lo hizo doblarse sobre la tierra emitiendo un grito de dolor que parecía venir desde las entrañas.
—¡Levántate, perro! –le gritó el militar que escuchando la palabras seguramente había creído ser dirigida a él.
Pero la realidad era que Ruperto estaba pensando lo mismo que su compañero de infortunios: la vida parecía ser demasiado injusta. ¿Cuándo volvería a echarse un buen porro de marihuana? Por su cabeza no pasaron todas las personas asesinadas por él directa o indirectamente, sino la injusticia que sobre él se estaba realizando.
Se levantó con mucha dificultad y siguió caminando. Dos lagrimones caían por sus mejillas.

***
Oliver, al escuchar la noticia de que los dos tipos habían sido atrapados, saltó de alegría en su fuero interno.
—Los llevaremos a la Penitenciaría Central –le comunicó el oficial.
—Ok. Ahora sólo tenemos a uno por atrapar. Voy por él. Mantenga a sus hombres pendientes por si hay alguna idea de fuga.
—Entendido.
Y después de decir esto, Oliver, como habían hecho los soldados en la mañana, saltó el muro de piedra y comenzó a avanzar hacia el pueblo. Mientras lo hacía llamó a Castro. Éste no le contestó porque seguramente tenía el móvil apagado.
Recordó la ubicación de la casita junto a la quebrada y se dijo que ese era el momento más crítico en el rescate de una persona. Por lo general los secuestradores, al verse acorralados, matan o utilizan a su víctima como escudo. Eso no iba a suceder en aquel momento.
Palpó en su sobaco la presencia del arma y sin que la prisa lo atacara, avanzó por la calle del pueblo.
Llegó justo a la plaza y pasó junto a muchas personas que parecían ir y venir por una calle de suelo blanco y polvoroso.  A un lado de la ermita le pareció ver a un hombre de sotana hablando con un par de mujeres. Parecía un pueblo tan vivo y sin embargo él sabía que lo único que le proporcionaba vida a aquel lugar era la mina de plata que tenían al frente. Todos los habitantes de aquel lugar esperaban sacar algo de provecho de las riquezas proporcionadas por las entrañas de la tierra, y su única manera era mantenerse cerca como las moscas alrededor del cadáver.
—Comida, joven –le llamó una mujer desde un puesto de carne asada.
Y otras voces, como si acabaran de descubrirle se abalanzaron a el:
—Lleve, si hay, si hay.
—Sombreros, caballero… lleve sombreros para este sol tan fuerte que nos agobia.
—¿Quieres zapatos? Pase, pase. Si hay para usted. Venga, mídaselos sin compromiso. Pase, pase.
Sin apartarse ni un solo metro de su camino, Oliver llegó hasta el inicio de una cuesta y allí sacó su teléfono para comprobar su posición. Lo hizo y dobló hacia la izquierda por el mismo camino andado por Castro en la mañana.
Con dos peones fuera del juego aquello era más fácil.
Llegó hasta el final del camino y miró hacia abajo. Allá estaba la barraca de la cual le había hablado Castro. Seguramente, el hombre estaría allí. Miró, también, el techo de la vivienda siguiente, la que estaba a un nivel más bajo y cuya cercanía de la quebrada le pareció prodigiosa.
Pensó en las pistas que le habían llevado allí y lo sencillo que es, a veces, encontrar a los criminales. Todo deja huella en este mundo y nada más lleno de las mismas que un delito. Muchas veces había tratado de darles charlas a los policías acerca de la importancia de las huellas, pero nunca le habían admitido como alguien capaz. Pero los resultados saltaban a la vista. En sus expedientes yacían más de treinta casos de secuestros resueltos en menos de dos días. Eso, si se consideraba la frecuencia con la cual se dedicaba a uno de esos casos, era algo importante. Demostraba su capacidad como investigador.
Bajó hasta el edificio y localizó el hueco que le había mencionado Castro. Allí estaba justo en la esquina. Hacia allá se deslizó con pasos vacilantes. Le parecía haber escuchado algo a sus espaldas. Se volvió y miró a tres hombres parados sobre la cima del final del callejón, parecían mirarle con bastante interés.
—¡Hey! –Le gritaron —¿Qué hace allí?
Oliver que sabía que aquello pondría sobre aviso al posible habitante de la morada de junto a la quebrada deseó tener los brazos tan largos que llegaran hasta aquel imprudente y tomarlo del cuello.
Miró con nerviosismo hacia el agujero del edificio y de allí vio aparecer la cabeza de Castro quien primero lo miró a él y luego a los hombres que estaban arriba.
—Hola, jefe –dijo Castro sonriendo.
—Esos tipos nos estropearán todo –dijo Oliver.
—Déjeme a mí ir a hablar con ellos.
Y así lo hizo, a grandes zancadas subió hasta la cima donde Oliver lo vio, después de recuperar el resuello, platicar con ellos. La charla duró unos minutos y cuando Castro volvió a bajar, los hombres de la cima se alejaron supuestamente satisfechos.
—¿Qué les dijiste? –le preguntó Oliver.
—Al verme me vieron como a un borracho y se alejaron un poquito, pero cuando les dije que tú eras mi amigo especial…
—¿Amigo especial?
—Ya sabes –guiñó un ojo—parecieron asustados. Les dije que estabas medio loco y que cuando alguien se acercaba a ti te ponías a tirar piedras. Así que al final se fueron amenazando regresar con un loquero. ¿De dónde van a agarrar uno?
—¿Crees que regresen?
—No creo. Lo que si me preocupa es que hayan escuchado sus gritos desde allá abajo.
De inmediato y mirando hacia todos lados, los dos hombres se colaron por el agujero de la pared de madera y se introdujeron en el interior. Oliver siguió a Castro hasta la pared y aquel buscó el agujero adecuado para enseñarle.
—Es allí –le dijo.
—Ya hemos atrapado a sus compinches –dijo Oliver.
—¿De veras? Pues no tardará en notar su ausencia y ya veremos lo que hace. ¿Entramos de una vez?
—No me atrevo. Si está encerrado allí tendremos que echar abajo esa puerta y no creo que sea una puerta muy sencilla. Mira el grosor de esta madera.
Castro observó el grosor de la madera. Era superior a la de la mayoría de construcciones en la actualidad.
—La gente de antes sí que sabía construir –dijo algo melancólico.
Se quedaron en silencio unos minutos antes de que Castro volviera a romper el silencio:
—Cuéntame como hicieron para atrapar a aquellos dos.
Oliver se lo contó.
—Pues ya están a la sombra de nuevo –sentenció Castro— y sin disparar un solo tiro. Eso es bueno.
—Sí, ahora sólo nos falta el cuarto hombre.
—¿Qué crees que esté sucediendo allí adentro en este momento? –preguntó Castro intrigado.
—Pues, habrá que averiguarlo. Ven se me ha ocurrido algo.

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