XXIII
Era de noche.
La imaginación de Oliver Pavón, si le queremos
llamar así, vio la línea fosforescente desde el punto donde estaba sentado y
apoyado contra el puesto de vigilancia. Al inicio sólo fueron una especie de
gotitas pequeñitas dispersas sobre la hierba, pero poco a poco, como
luciérnagas navegando en su elemento, fueron acercándose hasta formar una
especie de línea curvada.
Oliver se incorporó y comenzó a seguir aquella
línea.
Avanzó por la orilla del cerco de un metro de
altura y luego, como la línea subía sobre las rocas y caía al otro lado, él
hizo otro tanto. Saltó el muro y se adentró entre la maleza del otro lado.
Caminó siguiendo el rastro durante muchos minutos, pero en este espacio no
existe el tiempo ni las leyes físicas así que se elevó flotando sobre el rastro
hasta alcanzar una altura considerable. Desde arriba pudo ver como el rastro
fosforescente de un amarillo casi huevo, se metía por entre los árboles, subía
una colina y luego descendía hasta la fina quebrada de agua que corría en un
hueco de las depresiones del terreno formadas por el encuentro de dos cerros.
Volvía a subir al salir del agua y luego bajaba hacia el pueblo del Álamo que
estaba al otro lado.
El rastro se acercaba a una iglesia que Oliver
Pavón conocía muy bien. Allí, como si el ser hubiera detenido a contemplarla
desde un costado, a unos veinte metros del lado norte del edificio, una mancha
más grande de aquel líquido amarillo parecía formar un círculo de unos
cincuenta centímetros. Quizás, el ser aquel, se había detenido allí para
contemplar la posibilidad de meterse en el templo. Pero eso era especulación.
Siguió flotando a unos cinco metros del suelo, el
rastro.
El rastro seguía por detrás de la iglesia, avanzaba
por la orilla de la calle que iba hacia la boca de la mina. Subía la cuesta y
sin detenerse se introducía por la enorme boca negra que era la entrada de la
mina.
Oliver se detuvo un par de segundos a plantearse la
posibilidad de entrar o no entrar. Pero al final llegó a la conclusión que no
había opción. Tenía que entrar. Quisiera o no quisiera. De todos modos, se
repitió, no corría ningún peligro posible. Jamás lo había corrido y estaba
convencido de que ahora sucedería lo mismo.
Entró en la cueva y la línea amarilla fosforescente
lo fue llevando por un intrincado laberinto de cuevas. No pudo calcular el
tiempo allí pues su espíritu no estaba sujeto al tiempo, pero sabía que eran
kilómetros y kilómetros andados por entre aquellas galerías que seguramente muy
pocos humanos en la actualidad sabían que existían. Parecían venir de unos
tiempos más repletos de plata. Allí no había ni una pizca de metal precioso. Y
en algún momento, los huecos abiertos por el hombre se convirtieron en agujeros
abiertos por alguien más.
Las huellas terminaban justo en la desembocadura de
uno de los agujeros y en efecto, como lo había dicho Laura María, el ser aquel,
denominado tulpa, estaba allí.
El ser estaba echado cuan largo era en un rincón.
Durmiendo profundamente. Era, como lo había descrito Laura María, un ser
bastante raro el cual se podía comparar fácilmente con un perro muy
desarrollado y largo. Estaba enroscado sobre esa longitud y su pecho subía y
bajaba con bastante normalidad. Su cabeza larga y peluda estaba de lado con los
ojos cerrados y a Oliver le recordó la cabeza alargada de un caballo.
Quizás si en ese momento hubiera dado la vuelta y
arrancado de una vez su espíritu de allí, Oliver Pavón no hubiera descubierto
otras cosas que más adelante iban a ser fundamentales en el desarrollo de los
acontecimientos.
Seguro que nadie le podía captar allí, se dedicó a
andar de un lado a otro observando. Esa, sin lugar a dudas, era una de las
experiencias más profundas de su vida en cuanto a desdoblamiento de su cuerpo.
Estaba seguro de que jamás volvería a experimentar tanta certeza en una
experiencia extra corporal.
Dejó al tulpa en su sueño y vagó durante varios
minutos inspeccionando la cueva. Se trataba de un hueco redondo y muy alto, tan
alto que para alcanzar el techo se debía, si anduviera con el cuerpo físico,
utilizar una escalera muy alta. Aquello no podía haber sido hecho por humanos.
Era demasiado perfecto.
Y tan embebido estaba en aquellas observaciones que
no notó que, al fondo de la cueva, a su derecha una luz suave empezaba a
brillar. Era una luz diminuta, de color blanca y brillante. Parecía una
luciérnaga en pleno vuelo. Esa luz fue creciendo poco a poco hasta volverse del
tamaño de una pelota de béisbol. Luego creció más y más hasta alcanzar más
velocidad y volverse como el ojo de un gato. Siguió creciendo hasta que tomó la
forma de una silueta. La silueta de una mujer.
Cuando Oliver la vio retrocedió. Sintió una gran
paz y se acercó a ella. La silueta terminó de formarse.
Oliver había conocido a Anamaría Landa cuando ésta
lo llamara para rescatar a don Carlos José, su padre, y nunca se hubiera
imaginado encontrársela allí, en las profundidades de la tierra. Y no
precisamente en el infierno o bajo el peso de la tierra de una tumba.
Al volverse, la vio y la reconoció. Sí era ella.
Era su misma faz, pero su color, todo, era de un blanco fosforescente. La mujer
parecía mirarle directamente a él, aunque, estaba seguro no era posible que
alguien le mirara en tal trance.
—Oliver.
Oliver sintió aquella palabra con la cual sus
padres le designaran apenas nacer en algún lugar en el fondo de su
inteligencia. No, no era una voz, era un pensamiento. No era un sonido, era una
especie de bloque de conocimiento metido en su consciencia.
—Hola –saludó él con timidez. Y tampoco emitió
ningún sonido.
—Te estaba esperando –más bloques de conocimiento.
—¿Es Anamaría Landa?
—Así me llamaban en mi reciente encarnación.
—¿Está muerta?
—El que fuera mi cuerpo físico se desintegra en una
tumba. Sí. Pero yo sigo aquí.
—¿Qué haces aquí?
—Vigilo.
—¿Vigilas?
—Estoy con mi creación.
Y ambos, como dos niños sorprendido infraganti, se
volvieron a mirar hacia el rincón donde dormía profundamente el tulpa.
—¿Está herido? –pregunto Oliver con un bloque de
pensamiento.
—No. Ya no.
—¿Volverá a atacar personas?
—Sólo si yo desaparezco.
—No entiendo.
—Yo le cree y estoy atada a él en la vida y en la
muerte. Cuando el desaparezca, yo lo haré, cuando yo desaparezca, yo lo haré.
—Pero ¿Y los muertos?
—Él me buscaba. Tiene ansias de unión. Quiere
volver al mundo de donde lo tomé.
—Según tú misma, según los diarios de tu anterior
vida, él nació de ti. Tú lo creaste de la naturaleza.
—Eso es lo que yo creía… pero el ser humano, solo
tiene poder para abrir puertas y cerrarlas. No para mandar a la naturaleza. Eso
es una ilusión.
—¿Qué debemos hacer nosotros para detenerle?
—Sólo Laura puede ayudarle, ayudarme… necesito
trascender de una vez por todas.
Oliver que no era muy conocedor de todo eso hubiera
creído que no entendía, pero si lo hacía. Las palabras son limitadoras en
cuanto al conocimiento de los misterios del universo, de la vida y de la
muerte, pero la conciencia no necesita de ellas para comprender.
Trascender.
—Estoy atrapada aquí. En esta vida no hice lo que
debía hacer. Necesito terminar mi misión para poder avanzar.
—¿Cuál es tu misión? ¿Cómo te podemos ayudar?
—Sólo yo puedo llevarla a cabo. Y Laura María. Sólo
nosotras dos. Para eso fuimos enviadas a este plano. Pero en el camino se nos
olvidó la misión. Ahora la recuerdo por completo. Sólo dile que termine lo que
comenzó el lunes 20 de septiembre de 1971. Ella comprenderá.
—¿No necesitamos buscar tu tulpa entonces?
—No. Si lo hicieran no conseguirían más que la
muerte física. No serviría de nada. Sólo dile a Laura María lo que te he dicho.
Recuerda: 20 de septiembre de 1971. No importa la manera. No puedo decirte más.
Algún día, lo comprenderás.
Y eso fue todo. El espíritu de la que fuera
Anamaría Landa Wélchez desapareció por completo como si un viento hubiera
apagado una vela. Así de sencillo.
Oliver Pavón, antes de abandonar el lugar se acercó
al ser dormido en el rincón. Estuvo observándolo unos largos segundos. Entonces
no era necesario llegar hasta allí y enfrentarse a aquel ser. Había otra forma.
Otros objetivos en mente.
“Si lo hicieran no conseguirían más que la muerte
física. No serviría de nada.”
Ya no necesitaba seguir el mismo trayecto de
regreso. Así que lo último que hizo antes de despertar fue elevarse y atravesar
la roca.
En su ascenso pasó por varias capas de tierra. Las
edades milenarias de la tierra estaban allí reflejadas. Miles, millones de años
subidos unos encima de otros, ocultos a los ojos humanos. Vio algunas venas de
plata, de oro, de tierra negra, piedra, granito, minerales preciosos y
groseros. Todo eso, allí debajo de millones de toneladas de peso.
Salió al exterior justo en una especie de montaña
alta. Reconoció el lugar porque durante muchas veces lo había recorrido. Se
trataba de la carretera del sur, a unos cincuenta kilómetros de Tegucigalpa. Se
asombró por la distancia recorrida durante aquella noche. Pero allí, el tiempo
no existía. Se obligó a despertar.
Abrió los ojos y se quedó quieto mirando hacia el
techo. Todo estaba a oscuras. Se volvió para mirar el reloj: las once de la
noche. Apenas había pasado una hora desde que se acostara.
Ahora tenía que pasar al siguiente paso: llamar a
Laura y contarle todo. Pero supuso que, a aquellas horas, estaría dormida y
sería de muy mala educación despertarla. Decidió no llamarla. Lo haría muy
temprano, a primera hora del siguiente día.
Con estos pensamientos se volvió a dormir. En esta
ocasión cayó en la más profunda inconsciencia y no soñó absolutamente nada.
***
Los días, para Oliver, lejos de su amado trabajo,
eran como una lenta tortura. Lo único que le consolaba era la presencia de
Paola quien todos los días, muy temprano, se acercaba a su cama y le preguntaba
acerca de cómo había dormido, si le dolía algo y también le proporcionaba el
consuelo de las pastillas para el dolor.
La sanación de una herida física nunca es fácil
porque el cuerpo está concentrado en reparar el error en su estructura, pero se
olvida de dormir el dolor. La enfermera que llegaba después de las ocho de la
mañana lo que hacía era quitarle el cabestrillo, destapar la herida y con
meticulosidad y mucho cuidado, limpiársela con agua oxigenada y una sustancia
de olor amargo de color naranja. Él, con la ayuda de un espejo, se miraba la
herida mientras la mujer realizaba estas operaciones. En ese momento, y porque
el medicamento ya le tenía dormido el dolor, aguantaba con paciencia aquellas
manipulaciones. Después de limpiarle y mirarle la herida, la mujer, volvía a
ponerle una gasa nueva sobre la herida y luego la sujetaba con gasa que rodeaba
todo el brazo por debajo de las axilas. Luego venía de nuevo el cabestro donde
colocaba el brazo.
El frío era el principal enemigo del dolor. Éste se
metía, lo podía sentir, casi hasta los huesos y dolía más fuerte que el mismo
roce de los dedos de la enfermera sobre la herida. Por eso tenía que dormir
solo y bien acolchado, por el frío y por el roce de cualquier objeto.
Claro que sanaría algún día, pero no era un día que
estuviera muy cercano. No, señor. Era algo muy, muy lejano aún.
Cuando Paola se acercó a saludarle como todos
aquellos últimos días, llevaba la ansiada pastilla en una mano y un vaso con
agua en la otra. Miró la pastilla con ansiedad pues el dolor de la madrugada
había comenzado y a su esposa con afecto. Pero estaba seguro que sí le hubieran
pedido elegir entre la pastilla y su esposa no hubiera tenido mucho que
pensarlo. La pastilla le dormía el dolor insoportable del hombro. Pero además
de eso, lo metía en una especie de sopor profundo que cuando llegaba la
enfermera era una somnolencia agradable embotadora.
—Buenos días, mi amor –le dijo Paola acercándose y
sentándose, con mucho cuidado a su izquierda.
—Hola, bebé. Buenos días.
Un beso rápido.
—¿Estás listo para el medicamento?
Iba a decir que sí, cuando recordó lo ocurrido
durante la noche. Se había prometido llamar a la doctora Laura María apenas
abriera los ojos.
—Necesito hacer una llamada antes –dijo sintiendo
en el hombro derecho una punzada de dolor. Ese era el timbre de llamada hacia
la droga. Pero no podía hacerle caso. Por lo menos por el momento, no.
Paola Melissa detuvo el movimiento que llevaba
hacia la boca de su esposo al escucharle.
—¿Una llamada? –preguntó alarmada.
—Sí. Para la doctora Laura Fernández.
Por la mente de Paola se desplomaron, y sólo su
arruga en la frente pudo ser signo exterior de eso, los pensamientos que desde
el día anterior se habían instalado allí. La mujer aquella, después de todo,
quería sacar de casa a su esposo. Pero no dijo nada. Había aprendido, de su
madre, que discutir no sirve para nada y lo único que queda después de las
discusiones es el resentimiento.
—Te traigo el teléfono –le dijo colocando pastilla
y vaso en la mesita de noche junto al reloj despertador.
—Gracias, amor –le dijo Oliver con el rostro
bastante congestionado por el dolor matutino. Quizás si le hubiera sido fácil
comunicarse habiéndose tomado aquella pastilla. La miró con interés. Pero no,
conocía sus efectos inmediatos y no podría hacerlo.
Paola salió de la habitación y fue hasta la
habitación matrimonial con una maraña de pensamientos en la cabeza. No quería
sentir eso, pero, y esto lo sabía por su doctora personal, era normal sentir
muchas cosas durante el embarazo.
“No te vayas a preocupar, mi niña –le decía— cuando
sientas ganas de llorar o reír al mismo tiempo. Es normal. Las hormonas y los
pensamientos no se ponen de acuerdo nunca. No lo olvides.”
Los teléfonos de ambos estaban casi siempre juntos
cuando él estaba permanentemente en casa y ella tomó el de su esposo. Lo acunó
en su mano derecha y sobándose la barriga murmuró:
—Tranquilo, mi amor, pronto verás todo esto.
Sonriendo salió de la habitación. El clima era
agradable. La chimenea estaba dando todo de sí para calentarlo todo.
Entró de nuevo a la habitación de recuperación de
su esposo. Éste parecía más rojo que nunca. Estaba aguantando el dolor. Pero
¿por qué? Apresuró sus pasos un poquito para que él no lo notara y le tendió el
teléfono.
Mientras él realizaba su llamada ella, mirándole de
reojo (su madre también, desde muy pequeña, le había enseñado a que la
discreción es una joya que evita conflictos), se puso a ordenar algunas cosas
en el interior de un armario cercano.
—Gracias, amor –le dijo él llevándose el teléfono a
la oreja.
Ella se volvió para mirarle y le lanzó un beso. No,
no se arrepentía de haberlo seleccionado como a su esposo. Jamás.
Sacó toallas, sábanas y otras cosas que no
necesitaban ser sacadas de los estantes del armario y las colocó en una alta
pirámide sobre una silla. Desde allí, haciendo lo innecesario escuchó.
—Buenos días, doctora… bien, gracias… ¿Puede venir
por la tarde? Tengo algo que comunicarle… sí, es necesario… después del
almuerzo, a la una de la tarde o a las dos… ujú. Está bien. Gracias. Adiós.
Así de breve fue todo aquello. Pero Paola quedó con
lo importante de la llamada. Algo importante para comunicar. Volvió a meter,
ahora muy rápido, los objetos sacados del armario y lo cerró con premura. Él la
estaba mirando desde la cama.
—Ahora sí –le dijo con el rostro congestionado por
el dolor—, la pastilla.
Ella volvió a sentarse junto a él, en la orilla de
la cama y le puso la píldora en los labios. Él se la tragó con un buen sorbo de
agua y después le dijo:
—Gracia, amor. La necesitaba.
—¿Vendrá la doctora de nuevo entonces? –preguntó
como si no le interesara todo aquello.
—Sí. A las dos de la tarde.
Mirando en el rostro de su esposa aquel gesto tan
tenue que sólo él había aprendido a interpretar le tendió la mano izquierda, la
buena, y le acarició el vientre con suavidad.
—Ven –le dijo.
Ella, que también entendía sus gestos, fue. Se
acurrucó, con mucho cuidado al lado de su esposo y este, con mucho cuidado, le
rodeó el cuello. Ella había apoyado su cabeza en la misma almohada. Se miraron
a los ojos. Él le besó la nariz.
—No hay nada de que preocuparte, te lo aseguro.
Paola sonrió devolviendo el beso con suavidad.
—Te amo con toda mi alma, mi Pao –le dijo él.
—Y yo a ti –dijo ella besándole de nuevo.
En ese momento, y como tenía pegado el vientre de
ella a sus costillas sintió un golpecito.
—¡Uy! –exclamó sonriendo— parece que alguien está
celoso.
Paola sonrió.
—Es que ya quiere salir al mundo.
***
En esta ocasión, Laura María, acudió a la cita
acompañada sólo de José Ángel Suazo. Su esposo alegó un dolorcito en la punta
del dedo. Laura le dio una mini pastilla para controlar el ácido úrico y le
dijo que volvería pronto.
Caía una suave brisa de esas indefinidas de enero
cuando el automóvil penetró por la calle de entrada de la casa de la familia
Pavón Rodas. José Ángel insistió en esperarla allí en el auto.
Le abrió, como el día anterior, Paola Melissa y la
invitó a pasar a la sala.
—Gracias, hija –le dijo la mujer abriendo su cálido
abrigo. Adentro había aquel calorcito que sólo en el verdadero hogar se puede
sentir.
—¿Desea algo, té, café?
—Gracias, hija. Un café no caería mal.
—Oliver ya viene… hoy ha estado algo quejumbroso
por eso del frío y la limpieza y bueno.
—Gracias. Lo espero.
Y lo esperó. El detective apareció al cabo de tres
minutos. Vestía una bata larga de esas de felpa de color azul que le llegaba un
poco debajo de las rodillas. También llevaba el pijama debajo. Sus pies metidos
en unos gruesos calcetines asomaban por debajo del pijama.
—Hola –saludó sentándose en uno de los muebles
individuales de la sala quedando justo enfrente de ella que lo había hecho en
el sillón más grande. Una mesita pequeña era lo único que les separaba.
—Hola, Oliver ¿Cómo estás?
—Aquí, recuperándome. ¿Qué tal?
—Yo, bien, dentro de lo que cabe. ¿Veo que estás
algo afectado por el frío?
—Un poco… pero en realidad, es más por los
medicamentos… la herida sana, pero el cuerpo se resiente un poco zarandeado.
—Sí, esos son los efectos secundarios de los
medicamentos. Su objetivo es calmar el dolor, pero en ese afán, también afectan
otros órganos.
—Gracias por venir –cambió bruscamente de tema,
Oliver—, quiero contarle mi experiencia de anoche.
—Dime –se adelantó hacia adelante, Laura, colocando
los codos en las rodillas.
—No le comenté ayer, pero, para mis
investigaciones… cuando los casos son muy difíciles, y cuando mis sentimientos
están involucrados, mi mente, mi cerebro, o lo que sea que es, puede
proyectarse a los lugares donde han ocurrido los hechos. Pues, anoche…
Comenzó su historia. La mujer, a medida que
avanzaba en el relato, parecía más y más interesada. Su objetivo, era descubrir
dónde se ocultaba aquel ser y al final, cuando él le dijo que había llegado
hasta cierto lugar y lo había visto tendido allí en un rincón, recordó la
cueva. Esa, la que Oliver mencionaba, era la cueva aquella donde en 1971, ella
y Jorge habían sobrevivido durante tres meses. Quería interrumpirlo para
confirmarle esto, pero se detuvo cuando él hizo aparecer en la narración a
Anamaría Landa.
—…ella, según me dijo, está suspendida entre este
mundo y el de los espíritus. Y lo estará así, hasta que cumpla la misión que
vino a cumplir a este mundo. Y me dio un mensaje para usted. Por eso le he
pedido que venga. Ella me dijo que no podíamos hacer nada contra el tulpa pues
mientras ella siga existiendo en este mundo, en ese mundo intermedio, la
criatura también lo hará. Y viceversa. Mientras él exista, ella también lo
hará. Si se mata al ser, se le mata a ella y viceversa. La única solución, me
dijo… no le entendí mucho, pero, tiene que ver con usted y con ella…
—¿Conmigo?
—Sí. Me dijo que le dijera que terminara lo que
había empezado el lunes, 20 de septiembre de 1971. Eso fue todo. Enfatizó…
Oliver se detuvo al notar la profunda palidez en el
rostro de la mujer. Sí, estaba muy pálida. Con mano temblorosa, Laura María, la
doctora, había tratado de tomar la tasa de café que descansaba en la mesita de
centro y de inmediato la dejó en su lugar, no podía, temblaban demasiado sus
manos.
Oliver guardó un respetable silencio. Comprendía que
sus últimas palabras habían calado en la mujer que tenía enfrente.
Laura María dejó que su espalda chocara contra el
respaldo del sofá. Sus ojos claros miraban hacia el techo como si buscara algo
especial allí. Sus labios comenzaron a temblar al decir:
—Lo comprendo.
Dos palabras únicamente y luego el silencio.
Oliver esperó.
La espera duró más de tres minutos. A sus oídos
apenas llegaba el ruido que su esposa hacia desde el fondo de la cocina donde
seguramente estaba afanada en la limpieza de alguna olla. Él le había pedido
que no hiciera nada de aquello, pero ella, necia, seguía haciéndolo. Sonrió
pensando en lo obstinada que era, a veces, su esposa. Y eso le encantaba a él.
—¿Está bien? –le preguntó Oliver al cabo de
aquellos largos tres minutos.
La mujer, lo miró, aún parecía temblar bajo la
tenue capa de maquillaje colocada sobre su rostro aquella tarde.
—Sí –dijo al fin—. Lo que sucede, Oliver, es que lo
que me pide Ana es…
Volvió a callar.
—Tengo que pensar un poco eso… no sé… es confuso.
Le temblaban de nuevo los labios.
Oliver que no comprendía la magnitud de su anuncio
trató de sopesarlo con la única pregunta posible: ¿Qué era lo que tenía que
terminar? Era lógico deducir que algo había sido comenzado en el año de 1971,
pero que no lo había terminado. Pero ¿Qué?
Su mente de detective buscaba afanosamente ese
algo. Pero no podía leer las mentes tan bien como lo había hecho el espíritu en
el interior de aquella colosal cueva.
Esperó. Esa también es una buena táctica cuando no
se tienen las pistas suficientes para solucionar un caso. Al final, ella le
terminaría revelando dicho secreto. Estaba más que seguro.
—Yo sé que no puedes salir conmigo al quiosco de
ayer, y quizás ese sea el motivo de tu dolor hoy, pero me gustaría contarte
algo… —miró con nerviosismo hacia todos lados como si temiera estar siendo
observada y escuchada.
Oliver, que tenía su estudio de trabajo en una de
las muchas habitaciones de la casa la invitó a acompañarlo. Ella lo hizo con
mucho gusto. Abrió la puerta y la invitó a entrar, después cerró tras de sí.
El estudio de trabajo del detective era una
habitación muy amplia y en ella descansaban varios estantes de metal adosados a
las paredes. Pero, Laura María, que parecía haber entrado en un profundo trance
desde que escuchara aquel mensaje entró y buscó de inmediato donde sentarse de
nuevo. Justo enfrente de una ventana estaba el escritorio de trabajo y frente a
éste un enorme sillón negro. Oliver le indicó que se sentara donde quisiera.
Así lo hizo. Se sentó en el sillón de ruedas y giratorio que estaba ante el
escritorio.
El detective se sentó en su sillón de trabajo y la
observó. La mujer parecía estar tomando fuerza para iniciar con su relato. En
realidad, sólo era la aclaración de lo escuchado el día anterior.
—¿Recuerdas que te conté, ayer, que cuando tenía
veinte años traté de suicidarme con hojas de afeitar? –preguntó al fin Laura
María.
Oliver asintió. Lo recordaba. Recordaba haberse
sentido impresionado por tal declaración. Ahora que ella se lo recordaba volvía
a sentirse impresionado. Con la sensación de que esas cosas no son posibles en
un mundo normal.
—Eso fue lo que ocurrió el 20 de septiembre de 1971
–soltó al fin.
Oliver lo comprendió como lo había comprendido ella
al escucharlo: tenía que quitarse la vida.
—Pero… —murmuró sintiendo un gran, enorme nudo en
la garganta.
—Eso es lo que tengo que terminar: lo empezado ese
día.
Más silencio entre ellos. Un silencio como un
bloque de comprensión.
—Doctora –dijo Oliver con nerviosismo— pudo… pudo
ser un simple sueño. Yo.
—No te preocupes, Oliver. Yo sé que no lo fue… lo
sé en el fondo del alma. He vivido tantos años ya, que comprendo las cosas con
mayor claridad. No te preocupes por mí ni por lo que vaya a realizar en el
futuro. Gracias por darme el mensaje.
Pero Oliver si estaba preocupado. Si hubiera sido
capaz de entender, de relacionar las palabras del día anterior con el sueño
estaba seguro que no se lo hubiera contado. En su vida, que supiera, no había
ni un solo muerto causado por él. Y no quería que aquella mujer se matara por
su estupidez.
—Doctora –continuó Oliver tragando una buena
porción de saliva—. Yo no quise decir eso… es decir, yo no sabía que era eso.
—Y seguramente si lo hubieras sabido no me lo
hubiera dicho ¿No es así?
El detective no contestó nada. Sólo sentía una
especie de desvanecimiento en toda la consciencia o lo que fuera que se
desvanece cuando se teme algo. Afuera, le pareció escuchar como la brisa se
convertía en gotas más gruesas. La cortina se agitó unos momentos por el soplo
del aire.
Se levantó para ir a cerrar el hueco, pero quedó un
poco asustado al ver que la ventana estaba tan cerrada como él mismo recordaba
haberla cerrado el día anterior. Volvió al sillón convenciéndose de mentiras
que todo aquello había sido una alucinación.
No recordaba con claridad la pregunta de la
doctora, pero sí que le había hecho una, al volverse a sentar.
—¿Verdad que no me lo hubieras dicho? –insistió la
doctora con la voz siempre débil.
—No –dijo al fin—. No lo hubiera hecho.
—Hay cosas, hijo, que no tienen forma de ser. No se
pueden evitar. Así es el universo. Nosotros, los humanos, somos simples agentes
del destino. No te preocupes, por mí. Yo tomaré la decisión más adecuada. Tengo
que pensar mucho.
Y diciendo esto se puso en pie. Oliver se alarmó un
poco al ver como se levantaba. Hizo lo propio él mismo y la siguió.
—Gracias, por el mensaje, hijo –dijo de nuevo.
La siguió sin mucha suerte. La mujer parecía
decidida a marcharse y él de alguna forma a detenerla. Pero ¿Cómo?
La alcanzó cuando aquella alcanzaba la puerta de
salida y se le puso enfrente.
—¡Doctora! –le dijo tratando de poner en su voz
algo de autoridad—. No haga eso. Se lo suplico…
La voz de Oliver, un poco elevada y cargada de
emotividad, atrajo la atención de Paola quien en ese momento tarareaba una
canción en el fondo de unas gavetas de la losa. De inmediato dejó lo que hacía
y se asomó a la escena.
—Mírame, Oliver –le decía en ese momento Laura
María a su esposo—. ¿Qué te parezco? Dime no tengas miedo ¿Qué te parezco?
Oliver no decía nada, pero Paola notó la palidez de
su rostro. Se acercó por detrás de la mujer que quería alcanzar la puerta de
salida. La escena parecía un poco embarazosa.
—Ok –dijo al fin Oliver haciéndose a un lado.
La mujer, sin volverse dijo:
—Gracias, Oliver, y no te preocupes. Yo sé lo que
tengo que hacer.
Paola llegó hasta donde estaba su esposo y lo
abrazó por la izquierda, el lado que no tenía dañado y miró primero a su esposo
y después a la mujer que salía de la casa bajo una suave brisa de enero. El
frío del exterior se coló por unos segundos en el interior.
—¿Qué sucedió? –preguntó Paola empujando la hoja de
la puerta hasta cerrarla.
Oliver la miró y sólo dijo:
—Que acabo de cometer una imprudencia.
***
Durante todo el trayecto de la casa de Oliven Pavón
a su casa (unos treinta minutos), Laura María, se dedicó a sopesar aquella
revelación. No entendía muy bien la relación que pudiera haber entre su muerte
y el detener a aquel ser, pero la inquietaba. Ella, de alguna manera, había
estado vinculada después de los acontecimientos en el fondo de aquellas cuevas,
a la historia de aquel pueblo, y por tanto a la vida de aquella familia a la
cual perteneciera Anamaría Landa Wélchez. Ella, por alguna razón más fuerte que
ella misma había comenzado a investigar todo lo referente a aquel lugar. No, no
sólo había sido por la experiencia vivida debajo de la tierra, y el haber
aparecido en el Álamo. No, había una especie de imán más grande, más potente
que la atraía hacia allí. Siempre lo sospechó: había una fuerza invisible
obligándola a realizar todo aquel trabajo de recolectar información acerca del
lugar. Y ahora, aquello… ahora, volvía el fantasma de la muerte.
Llegó a su casa casi a las cuatro de la tarde y sin
decir ni gracias a José Ángel, corrió hasta su habitación. Su esposo estaba en
el salón de abajo mirando televisión. La tarde era helada e invitaba a
arrellanarse en los muebles o en los objetos portadores de calor.
Se metió en su habitación y se sentó en el filo de
la cama. Miró hacia una de las pinturas de Azucena Landa y se estremeció al
recordar que ese había sido el motivo de todo aquello. Pero… ahora tenía miedo
de morir. Ahora… aunque le había dado la vida a varios seres y dichos seres se
multiplicaban sin cesar, como lo había pensado durante el almuerzo del primero
de enero, tenía miedo de morir. Miró sus manos. Estaban blancas y las sintió
heladas y sudorosas.
—¡Oh, Dios! –le dijo al silencio de su habitación.
“¿Qué hago?”
Sus ojos fueron a posarse, sin dirigirlos
expresamente a la cámara de video que estaba conectada al televisor. Antes de
salir a casa de Oliver Pavón había estado mirando, una vez más, el video de la
hipnosis de Anamaría. Y como una luz le llegó la idea.
— ¡Gwendolyne! –exclamó.
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