martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 21



XXI

—Le damos las gracias a Dios –comenzó Jorge Miranda dejando que su voz se extendiera por todas las mesas pegadas en línea recta sobre el jardín y cubiertas por la carpa blanca— por estar reunidos, una vez más aquí. Esos momentos, con el paso del tiempo, cuando nosotros ya hayamos desaparecido, serán los recuerdos dulces de estas épocas. Como siempre, cada año, les pido que sean hombres y mujeres de paz. No hay nada más triste en el mundo que una familia llena de pleitos, rencores y disensión. Siempre, con el diálogo y el amor, se puede llegar a la comprensión, y cuando se comprende se ama. Les damos las gracias a todos ustedes, también, por estar aquí. Sabemos de las grandes distancias que deben recorrer para encontrarnos cada año en este punto. Y se los agradezco. Les agradezco que traigan a mis nietos y nietas, a nuestras nueras, que son como nuestras hijas, a nuestros nueros que también lo son. Gracias por no olvidarse de que las raíces son lo más importante del árbol.
Hizo una pausa dramática y continuó:
—Laura y yo, ya hemos entrado en esa época en la cual, la vida parece bastante relajada y sin preocupaciones, pero en realidad es la vida más nostálgica del ser humano. Es esa época en la cual el hombre, y la mujer, comienzan a vivir de los recuerdos. A pensar en las decisiones tomadas y hasta en querer volver en el tiempo para tomar otras decisiones. Pero nosotros –miró a su esposa— estoy seguro que hablo por los dos, no volveríamos en el tiempo jamás. Como les contábamos a nuestros hijos desde pequeños –buscó la mirada de sus hijos— nos amamos desde que ella tenía seis y yo once, pero la decisión de una vida común llegó cuando yo acababa de ordenarme sacerdote y ella apenas comenzaba su carrera universitaria. En ese momento, por situaciones de la vida, supimos que no podríamos vivir sin el otro. Y sin ese amor, todos nosotros no estaríamos aquí…
Laura María se sintió, una vez más, aliviada. Su esposo compartía con ella sus mismos pensamientos.
—…cultiven el amor, siempre. No importa que tengan dificultades, de cualquier tipo… con amor todo se alivia. Nunca dejen de darles tiempo y cariño a los más pequeños. Recuerden que la única enseñanza real es el ejemplo. Demuéstrenles a sus hijos que ustedes se aman con hechos, no sólo con palabras.
Otra pausa.
—Hoy, comenzamos un año más. Muchas cosas nos depara el futuro. No podemos evitarlo. Alegrías, tristezas, cosas que entendemos otras que no. Todo eso está a las puertas de nuestras vidas. Aceptemos todo como la voluntad de Dios, pero hagamos lo necesario, si está en nuestras manos, de hacer lo necesario para que todo sea mejor. La vida, como acabo de decir, nos trae una variedad de colores: tristezas, alegrías y hasta desesperaciones, pero si sabemos ponerlo todo en manos de Dios no habrá fuerza capaz de evitar que todo siga el curso normal. Este año que empieza me gustaría informarles que por fin me he despedido de las conferencias.
Aplausos.
Hasta Laura María se interesó por la noticia ya que tenía muchos años de estarle pidiendo que lo hiciera y se dedicara al descanso y a escribir en vez de andar de un lado para otro como un trompo.
Otra salva de aplausos tuvo que ser acallada por las manos de Jorge porque aún no había terminado de hacer su discurso:
—Me dedicaré, si Dios lo permite –continuó— como siempre me lo ha propuesto Laura, a escribir algunos libros.
Otros aplausos los cuales acalló con ambas manos.
—Así que espero que los compren cuando salgan a la venta –risas—. Ahora, sigamos con nuestra comida que se nos está enfriando.
Aplausos muy calurosos cuando el patriarca se sentó.
—¡Qué hablé, la abuela! ¡Qué hable la abuela!
Comenzó un coro proveniente de lo más alejado de la mesa. Laura María le había pasado la batuta a su esposo porque no quería hacerlo, pero por lo visto, los nietos no olvidaban que era ella la que siempre decía los discursos finales.
Después de tanta insistencia no tuvo más remedio que hacerlo. Se puso en pie y de inmediato volvió el silencio. Laura María, que sentía el alma algo cansada de las emociones recientes, se quedó unos segundos tratando de buscar las palabras iniciales. Éstas eran las más difíciles, después todo transcurría con facilidad. Las demás venían como el agua por una pendiente.
—Gracias –dijo, porque así debía comenzar—, pretendía quedarme en silencio este año, pero como el público insiste –algunos aplausos y risas—. Vuelvo a reiterar las palabras de Jorge: busquen las soluciones en el amor. Todo está allí. Si no hay amor, no hay nada. Y aunque suene a comercial de supermercado –sonrisas— es la verdad: con el amor todo es posible. Los contemplaba a todos ustedes, hoy aquí y pensaba en como el amor puede multiplicar las cosas –más risas—. Sólo me gustaría ampliar un poco lo que dijo Jorge con respecto al futuro. Es cierto, queridos, la vida, con el paso del tiempo, está llena de recuerdos. En este mismo jardín, antes de que ninguno de ustedes fuera una simple idea en la mente de Dios, y Gunter lo recordará –miró a su hermano que estaba sentado en la esquina opuesta de la mesa—, nuestros padres nos decían lo mismo: después sólo quedan los recuerdos. En ese entonces, nosotros nos mirábamos y quizás pensábamos: chocheces de nuestros viejos, pero en el fondo, muy en el fondo de nuestro corazón lo sabíamos: era cierto. Ahora que nuestros padres descansan en paz, vivimos de esos recuerdos… —le tembló la voz— y a veces, por lo menos yo, pienso que debí manifestarlo un poco más. No sé, decirles más te amo, te quiero y todas esas cosas…no, no les estamos reclamando eso a ustedes, sabemos que nos aman y nos lo demuestran siempre, son solo chocheces –sonrisa—. Sólo es para recordarles que los seres humanos sólo estamos un tiempo sobre esta tierra, el tiempo pasa, crecemos, nos hacemos viejos y después volvemos al suelo. Simple ley de la vida, nada más. Pero mientras estamos vivos podemos hacer muchas, muchas cosas buenas por los demás… sean felices y no hagan infelices a los demás. Eso es todo lo que les pido de todo corazón.
Una salva de aplausos más fuerte que la emitida para Jorge. Éste se inclinó ante su esposa y le dio un beso en los labios muy lento. Más aplausos. Sus hijos se levantaron y fueron a abrazarles y desearles un excelente año. Las lágrimas, como es natural, comenzaron a brotar en la mayoría de ojos.
Como todos los años, el almuerzo había estado delicioso y como se hace, aún en día en muchos restaurantes de alta categoría, llamaron a la cocinera y le aplaudieron. Ésta les dio las gracias y se retiró bajo una salva de aplausos.
El almuerzo que comenzara después de las doce del mediodía se extendió hasta muy entradas las cuatro de la tarde. Se retiraron todos a sus respectivas habitaciones, porque además del almuerzo se debían de quedar por lo menos una noche a dormir allí. Se acomodaron en las distintas habitaciones y de vez en cuando, algún grupito se encontraba platicando en la sala, en el estudio, en el comedor, en cualquier estancia común. Y cuando llegó la noche, Carlos Alberto, despojado de su habitación se acercó a su madre y a su padre para despedirse:
—Tengo que volver a la mina –les dijo— además, aquí parece que ya no cabe ni una sola camisa más.
—No te preocupes, hijo –le dijo Laura María— podemos arreglarte…
—No, ma. Está bien. Ya platiqué con todos y necesito descansar un poco más, aquí sería imposible…
Laura María que lo entendía, le dio un fuerte abrazo y luego lo despidió. Su padre hizo otro tanto.
Aquella noche, Laura María después de tres largas semanas, volvió a dormir con su esposo. El calorcito del cuerpo de él junto al suyo le ayudó a conciliar el sueño más profundamente y además más temprano. Tanto que durmió de un tirón casi diez horas. Cuando se despertó, en la mañana, fue para despedir a uno de sus hijos el cual tenía que tomar el avión para regresar a Nueva Zelanda haciendo varios intercambios de aviones en el camino.
—Cuídate, madre –le dijo Jorge Miguel mientras le daba un fuerte abrazo—. Si Dios lo permite nos volveremos a ver a mitad del año.
Abrazó a su nuera, a sus nietos y luego salió a despedirles a la puerta. Jorge, su esposo, ya lo había hecho y ahora estaba tratando de prepararse algo para desayunar. Había decidido acompañar a su esposa en la visita del hospital militar.
—¿Estás seguro que quieres hacer esto? –le preguntó su esposa mientras se comían los emparedados.
Nadie más se había levantado en la casa porque, aparte de Laura, todos se habían acostado después de las doce de la noche compartiendo como lo hacían siempre. Así que en ese momento, al alejarse Jorge Miguel, con toda su prole, la casa volvió a quedar sumida en el silencio. Y aunque en el exterior caía una suave brisa helada, en el interior todo estaba muy cálido.
—Claro que sí –le contestó Jorge tragándose un grueso bocado— ¿A qué horas debes estar allá?
Laura María recordó frunciendo el ceño.
—Me dijo que a partir de las nueve de la mañana.
Jorge miró su reloj.
—Pues aún tenemos tiempo para ducharnos.
Sonrió con picardía.

***

A las ocho de la mañana en punto, el automóvil de Jorge Miranda, un viejo Mercedez color oro con las pintura brillante y los rines elegantemente pulidos entraba a los espacios destinados a los militares. Hospital Militar Fuerzas Armadas de Honduras, anunciaba un arco de hierro sobre las paredes verdes del edificio.
Dejaron el automóvil en el estacionamiento marcado con simples líneas amarillas a un costado del edificio. El día era helado y soplaba una suave brisa, por lo cual ambos, debajo de un paraguas muy grande y más abrigados que un esquimal llegaron a la puerta principal, allí mostraron sus pases de visitantes.
“Llega a la recepción –le había dicho su amigo— y pregunta por mí”
Así lo hizo. Se acercó a una especie de centralita telefónica ubicada a unos diez metros de la entrada. En las orillas, a ambos lados del pasillo había bancas para los visitantes. A esas horas habría unos quince ya, esperando, quizás, ver a sus seres queridos.
—Buenos días –saludó Laura María—. Soy la doctora Laura Fernández, busco al doctor Espinoza.
La mujer que estaba en recepción era morena, de unos veinticinco años, vestida con su traje militar. Al ver a la anciana ante ella, se sobresaltó un poco, pero luego volvió a su rol.
—Buenos días, señora –saludó—. ¿Tiene cita, usted con el doctor Espinoza?
—Me dijo que cuando llegara aquí, me reportara y él vendría por mí.
—Permítame.
Le permitió y buscó en un directorio sobre la mesita de recepción, encontró, marcó un número y se llevó un teléfono a la oreja, esperó y al fin dijo:
—Buenos días, doctor Espinoza, la doctora…
—Laura Fernández –le ayudó Laura.
—La doctora Laura Fernández le busca… entendido.
Y colgó.
—Que lo espere. Vendrá dentro de unos cinco minutos. Si quieren pueden tomar asiento.
Tomaron asiento.
En los cinco minutos de espera, Jorge se puso a hablar un poco del tiempo.
—Y dicen que era un frente frío, pero como siempre, es lo de siempre: simple frío.
—Eso sí –le siguió la corriente ella.
Cuando su esposo ya estaba hablando de catástrofes naturales y de la posibilidad de que el continente americano se dividiera en dos justo por el centro de Honduras, apareció el doctor Espinoza.
—¡Doctora Fernández! –exclamó.
Laura María se puso en pie y a su lado su esposo. Se hicieron las respectivas presentaciones.
El doctor extrajo de su bata blanca dos carnets de visitantes y se los entregó.
—Cuélguenselos al cuello y no habrá ningún problema. Ya le hablé a mi superior de su visita y me dijo que le brindara toda la ayuda posible. Sólo síganme.
Le siguieron mientras les explicaba que el paciente que ellos querían ver, estaba sedado, pero que a aquella hora aún no le habían aplicado ningún sedante debido, justamente a la visita.
—Muchas gracias, por eso, doctor Espinoza –le dijo Laura.
El doctor Espinoza infló el pecho al escuchar aquello de parte de la gran doctora Fernández. Ya se imaginaba contándoselo a sus amigos y colegas. Él, Espinoza, había tenido el honor de hablar y brindarle un espacio de trabajo en el hospital a la doctora Fernández.
—Y cuénteme, doctora –le dijo con una voz que a él resultó tan lejana de la suya cotidiana— ¿De qué tratará el ensayo?
Jorge miró a su esposa y esta le hizo un guiño casi imperceptible.
—El ensayo que estoy escribiendo es acerca de las alteraciones de la conciencia en personas sometidas a la disciplina, tales como los soldados en servicio. Creo que además de los médicos, no hay personas más estresadas que los militares…
—Oh, claro. Estoy de acuerdo… pero, este paciente –alargó un poco las palabras como si quisiera demostrar lo mucho que él sabía al respecto—. Este paciente es algo especial. Parece haber sido sometido a una presión muy alta, como usted bien lo dice, pero según mi apreciación, y según las pruebas a las cuales he hecho, sufre de alucinaciones demasiado profundas…
—¿Usted considera, entonces, que está al borde de la locura?
—Casi… ya lo escuchará usted.
Y se dedicaron a hablar de drogas suministradas y de una posible remisión al hospital psiquiátrico. Jorge sólo veía y escuchaba a su esposa utilizar su característico lenguaje técnico y se sentía estar en una clase de ruso verdaderamente difícil. Pero para no demostrar su ignorancia, de vez en cuando, asentía con una sonrisa en los labios.
Cuando subieron al tercer piso que era donde tenían al paciente, Laura María le dijo al doctor:
—Me gustaría, al final, si usted lo permite, dar mi punto de vista.
—Oh, claro se lo agradeceré muchísimo doctora, claro que sí. Mire ya estamos llegando, esa es la habitación. No se preocupe, no es violento, sólo es que parece mirar algo y de repente empieza a llorar…
Llegaron a la habitación numerada con el 303 y el doctor Espinoza empujó la puerta para que pasaran. Pasaron y se encontraron en una habitación no muy grande, pero sí lo suficiente como para contener una cama especial, aparatos de respiración y controladores de los signos vitales, además de una banca larga y una silla individual. Allí, sobre esa silla estaba un hombre muy joven y de rasgos indígenas.
—Buenos días, sargento Suazo –le saludó el doctor Espinoza.
El sargento Suazo no se dio por aludido continuó mirando hacia la única ventana que estaba en la pared opuesta y a través de cuyos vidrios se veían fuertes barrotes de hierro. Las cortinas estaban corridas y la luz opaca del exterior entraba casi con timidez. El hombre miraba hacia allá con bastante concentración.
—He traído a unos amigos que quieren hablar con usted –le informó el doctor Espinoza.
Al escuchar aquello, el hombre se volvió y los miró. Sus ojos estaban inyectados en sangre y tenía un par de bultos debajo como si no hubiera dormido en muchos días. Llevaba el cabello al rape y su color de piel parecía tallado en roble seco.
—Buenos días –saludó Laura María extendiendo una mano.
Al principio temió que no se la tomaría, pero sí lo hizo. Al sentir su suave apretón, comprobó que había agotamiento en aquel ser.
El doctor Espinoza se disculpó y se marchó prometiendo regresar en menos de veinte minutos ya que tenía una ronda pendiente. Les indicó que si necesitaban algo pulsaron un botón que estaba cercano a la cabecera de la cama. Le prometieron que tal cosa harían y luego se marchó.
Los tres se quedaron solos. En el ambiente flotaban esos olores típicos de los hospitales y el verde tierno de las paredes, junto al piso de colores blancos y negros, como el tablero de ajedrez. Un sitio completamente alejado de todos con cierto aire de esperanza, pero entre el dolor y la alegría, entre la posibilidad y el no volver nunca.
Laura María tomó el tablero que colgaba en la cabecera de la cama y leyó lo básico: nombre, edad y procedencia del militar.
—Estamos aquí, José –le dijo— porque queremos escuchar sobre lo sucedido en El Álamo.
El hombre la miró directamente a los ojos como quien dice con fastidio: oh, no. Otra más. Pero no dijo nada.
—Nosotros te creemos pues también lo hemos visto.
José Ángel Suazo los miró con mayor interés.
—Sabemos –continuó Laura María— que es un animal de cabellos blancos, ojos rojos, y largo como una serpiente, casi parecido a un dragón y sobre todo… hemos sentido su olor. Su mal olor, podrido…
—Es el demonio –dijo con voz pausada como hablando para sí mismo.
—Es un tulpa –le dijo Laura María sin reservarse esa información para sí misma—. Es una manifestación de energía, que creo alguien muy enojado y que ahora anda matando sin discriminación a cualquiera con tal de satisfacer su sed de sangre. Sabemos que mata a la gente y chupa toda su sangre… si nos cuentas, con tus palabras, todo lo sucedido, sin guardarte nada, te prometemos que pronto saldrás de este lugar. Y además, te remitiremos a un verdadero doctor que te ayude a superarlo…
Esto último pareció llamarle la atención.
—¿Quién puede ayudarme? Yo estoy… no podré volver a ver la noche con los mismos ojos… no podré ya…
—Claro que podrás… y también casarte con tu novia…
Esto también pareció llamarle la atención. No creía que toda información estuviera allí en aquel tablero, pero era cierto. Él quería, por lo menos antes, casarse con su novia. Ahora ya tenía su propia casa. Pero, como puede una persona ser feliz cuando no se tiene la cordura en un ramito de nervios.
—Nosotros vamos a detener a ese ser, pero necesitamos escuchar de tus labios todo lo sucedido.
Un silencio algo largo.
—Lo he contado muchas veces –dijo al fin—, y todos al escucharme me mandan a inyectar. Mandan a que me duerma. Ya estoy cansado de eso…
—Nosotros no te vamos a mandar a dormir… te lo prometemos. Te vamos a ayudar a salir de esto, porque todo lo que sucedió sabemos que es verdad.
Cerró los ojos, cruzó los brazos y suspiró con fuerza, como quien no quiere saber más del tema. Pero al cabo de unos minutos comienza de nuevo su historia:
—Era el turno de las tres de la madrugada. Como siempre llegué antes y estaba a unos diez metros del puesto de vigilancia cuando noté el olor… un olor podrido y entonces, me acerqué al puesto de vigilancia, pero cuando iba a tocar la puerta escuché un ruido como…
Y en pocos minutos y en pocas palabras los puso al tanto. Laura María se imaginaba todo aquel relato como algo muy vívido, pero cuando él llego al momento en el cual disparaba todo el contenido de su cartucho contra lo que fuera aquella cosa se echó hacia adelante para preguntar:
—¿Y lo hirió?
—Creo que sí –dijo tratando de recordar esa parte. Por lo general sus antiguos oyentes, nunca le dejaban pasar más allá de la visión del ser en medio de la estancia del puesto de vigilancia. En ese punto, casi todos, inventaban cualquier cosa para dejar de oírle—. Recuerdo que cuando ese ser iba en el aire algo rebotó en él, y cuando cayó a varios metros de mí, salió huyendo. Sé que cayó mucha sangre, si le di, pero nadie, seguramente le tomó importancia. Dicen que han hecho investigaciones, pero estoy segura de que no es así. Sólo lo dicen porque no saben nada… y lo que yo les digo no les interesa. Para ellos, yo estoy loco, pero sé que no lo estoy. Yo sé lo que vi.
—¿Te gustaría volver a ser militar o retirarte? –le preguntó Jorge, interrumpiéndole.
—Me gustaría retirarme, pero… de algo tengo que vivir.
Durante toda la conversación, Jorge Miranda, que era un gran conocedor de la naturaleza humana, había observado con mucha atención todos los gestos del militar y había descubierto una gran desolación, no solo en sus palabras sino en sus gestos.
—¿Te ha venido a visitar alguno de tus superiores?
—No, ninguno. Y no creo que venga nadie. Para todos ellos, yo estoy loco. Soy uno de los pocos supervivientes de esa noche, y aun así, estoy loco.
—Pues si tú estás loco, yo debo de estarlo más. Me  pareces un joven muy sincero en todo lo que dices y no te preocupes, Dios siempre abre muchas puertas…
José Ángel Suazo que venía de un lugar donde las únicas puertas eran las del ejército o la del campesino labrador, no dijo nada. Él tenía sus propias ideas al respecto.
—Sí tuviera la oportunidad de enfrentarse de nuevo a ese ser –continuó Laura María— ¿Lo haría?
Lo pensó unos segundos antes de contestar:
—Creo que tuve suerte. Ese ser es muy ágil y rápido y si yo no hubiera estado detrás de un muro, yo no estaría aquí. No, creo que no lo volvería a hacer.
—Ok. Vamos a hacer algo, Ángel… —le dijo Laura María— de ahora en adelante, cuando le pregunten algo acerca de lo sucedido allá, no mencione al ser. Invente cualquier historia,  pero no mencione a ese ser… ellos nunca lo entenderán por mucho que se los jure. Ellos, nunca lo entenderán. ¿Quiere salir de esto?
—Claro que sí.
—Entonces eso vamos a hacer. Ahora que salgamos de esta habitación voy a hablar con el doctor Espinoza y le daré mi dictamen. Quizás lo tengan unos tres días más, pero saldrá. Se lo aseguro.
Jorge sacó una de sus tarjetas de presentación y se la tendió:
—Cuando salga llame a este número. Quizás necesitemos un chofer ¿Sabe manejar verdad?
—Sí, señor.

***

—Entonces es por eso –dijo Laura María apenas se subieron al Mercedes de Jorge.
—¿?
—Por lo que no ha vuelto a atacar de nuevo. Debe de estar herido. Recuperándose en algún lugar. Pero cuando se recupere del todo volverá a atacar y ya nada lo detendrá. Además, sospecho que ha presentido la muerte de Anamaría… debe de haber un vínculo muy grande entre ellos…
—Sí, debe ser. Pero, Laura ¿Qué podemos hacer nosotros al respecto? Sé que algo tendremos que hacer ¿Pero qué?
—Ya sabes que todo va a su ritmo, amor. Cuando todo esté listo, nosotros estaremos listos. Ya lo verás.
—Bueno, pues.
Regresaron a su casa, después de pasar por una tienda de regalos, a las doce del mediodía. Para entonces, todos los visitantes estaban activos. Los niños estaban en el jardín corriendo como locos y gritando como locos, los jóvenes jugando un partido de fútbol en un espacio de grama recortada y porterías diminutas movibles. Los padres de ellos, algunos en la casa y otros en el jardín sentados en las bancas de hierro, platicando.
Al ver a entrar a sus padres, o abuelos, algunos se movieron a saludarles. Y muy pronto ambos, Laura y Jorge, volvieron a integrarse en las actividades sociales de toda su familia.

***

Dicen que los primeros días de enero siempre determinan como andarán el resto del año los demás meses en cuanto al clima. El miércoles, y jueves y el viernes estuvieron más helados que los mismos días de diciembre y además con llovizna. Durante esos tres días, la casa de los Miranda Fernández volvió a quedar casi sola. Casi porque los dos viejitos, aunque sólo fuera en el aspecto físico, se quedaron solos. Sólo dos mujeres les acompañaban, la muchacha de la cocina y la señora de la limpieza.
Empezaba el año y sus vidas habían quedado como en suspenso. En efecto, Jorge Miranda había renunciado, por fin, a las giras de conferencias de tipo espiritual que brindaba por todos los países donde se les solicitaba y Laura María continuó escribiendo algunos artículos para revistas.
El seis de enero, por la mañana, recibieron la llamada de José Ángel Suazo, tal como le habían pedido que hiciera.
—¿Y lo vas a contratar? –le preguntó Laura.
—¿Qué dices tú? yo ya no me siento muy capaz de andar manejando por estas calles de Dios. Un día de estos…
—No digas eso… pero, sí, me parece bien. Creo que sería un buen chófer.
A las ocho de la mañana, entonces, del seis de enero, llegó José Ángel Suazo. El hombre se presentó sin uniforme y visiblemente más descansado. Aquellas facciones tensas y ojos rojos habían desaparecido.
—Pasa, muchacho –le dijo Jorge estrechándole la mano.
Pasó.
La entrevista la realizaron en el salón de la planta baja.
—¿Qué te dijeron tus jefes del ejército? –le preguntó Jorge.
—Nada. Creo que se sintieron tranquilizados cuando les pedí la baja. Además, como me aconsejó doña Laura, ya no volví a hablar de la cosa aquella. Por lo menos ya no les parecía loco, me dieron una indemnización, la cual ya está en el banco, y ahora vine para acá…
—Necesitamos un chofer… como puedes ver, nosotros estamos más viejos que Matusalén y a veces hacemos viajes al interior del país y ya no aguantamos tanto. El sueldo…
En menos de media hora, José Ángel Suazo, se convertía en el conductor de la familia Miranda Fernández. Aquello era ventajoso porque a veces había salidas por la noche y los ojos de ambos a pesar de estar muy bien, se agotaban al esforzarlos en la oscuridad.
—No se preocupe por la estadía, hay, al otro lado del jardín una pequeña casita. La puede ocupar y le diré a la muchacha que…
—Por eso no se preocupe, don Jorge. He comprado mi casa y no está lejos de aquí. Me quiero casar y empezar de una vez mi vida con mi esposa, si no es mucha molestia.
—Claro que no, hombre. Mire el horario es el normal. Con que esté aquí a las siete de la mañana, excepto cuando lo necesitemos antes, pero la hora de salida no es muy segura. Como bien puede ser a las siete, puede ser a las ocho, a las nueve, a las diez… ya sabe.
—Sí, lo entiendo… no se preocupe. Estaré a la orden, siempre.
—Entonces en eso quedamos…
—Yo estaré aquí, desde hoy si quiere a la orden…
—Ok, los autos están… venga.
Lo llevó al garaje donde además del Mercedez Benz había otros dos autos: una camioneta y un pickup.
—Lo que más utilizamos es el Mercedes, pero a veces hacemos viajes fuera de la ciudad y utilizamos cualquiera de los otros dos.
—Muy bien. Yo me encargo.
Y allí lo dejó don Jorge, haciéndose cargo de una vez de los automóviles.
Regresó al interior de la casa. Encontró a su esposa mirando los noticieros locales.
—Nada –dijo— no ha vuelto a atacar. Debe de estar muy mal herido. Y eso es bueno, pero cuando se recupere puede ser más violento. ¿Dónde estará oculto? Sí pudiéramos saberlo.
Don Jorge se sentó junto a ella y le rodeó la cintura con cariño.
—Ay, mi chiquita –le dijo— ya estamos muy viejos para estas cosas.
—El cascarón está viejo, pero por dentro seguimos siendo los mismos de siempre.
—Eso, sí.
Estuvieron toda la mañana mirando las noticias en distintos canales, pero toda aquella locura del veinticuatro y sus tres días siguientes parecía haber acabado para siempre. Todo, según Carlos Alberto, en la mina, seguía su ritmo normal.
“No hemos vuelto a saber de un ataque, pero siempre estamos alerta”
—Talvez ese detective que operaste –sacó a colación el tema Jorge.
Laura María que por alguna razón había sacado de foco a Oliver Pavón de su campo de recuerdos en ese momento le volvió a meter. A pesar de haberle operado, con gran éxito, por cierto, no le había dado un seguimiento continuo. Le había recomendado la enfermera para su recuperación y eso había sido todo. Pero dejó que su esposo terminara la idea:
—… pueda ayudarnos a seguir la pista. Me dijiste que era muy bueno.
—Uno de los mejores en su campo. Encontró al padre de Anamaría en menos de veinticuatro horas y lo rescató, de manera inteligente de sus captores.
—Bueno, parece que no tan inteligente, porque el balazo.
—Eso fue incidental y ya cuando el padre de Anamaría estaba libre.
—Mmmm.
—Pero, tienes razón… podemos hacerles una visita en este momento.
Y sin decir más, porque ella cuando tomaba una decisión, la tomaba, se puso en pie y fue a buscar a su habitación un abrigo y una bufanda. Jorge la miró subir las escaleras y se preguntó si había sido bueno idea mencionarle al detective.
Mientras pensaba en eso fue a decirle a José Ángel que tuviera el auto listo en diez minutos que iban a salir.
Laura María, siguiendo un impulso, tomó las carpetas conteniendo todos aquellos recortes de periódico y la cámara de video donde estaba la sesión de hipnosis de Anamaría. Luchando por sostener todo eso en sus brazos la encontró su esposo, quien de inmediato se ocupó de lo más pesado que en este caso eran las gruesas carpetas.
Jorge Miranda, quien conocía tanto a su esposa se preguntó por primera vez en varios días, si no había sido muy precipitado el abandonar sus viajes de charlas inspiradoras.

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