martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 18



XVIII

—Lo que podemos hacer –dijo Laura María Fernández Arita de 65 años, doctora cirujana retirada, madre de tres hijos y amante esposa de un famoso predicador católico—, es deshacernos de ese ser.
Anamaría, que se consideraba, aunque no lo era en realidad, responsable por la existencia de aquel ser, estaba convencida de que ese era el único camino. De alguna manera, ella lo recordaba de allá de la cueva y sabía, en el fondo que la muerte de su amado era por su culpa. Y, aunque no lo había preguntado nadie, ella sabía que en ambos casos, Antonio—Juan José, eran la misma persona. Tanto ella como él se habían vuelto a encontrar y aquella primera vez, cuando se reconocieran hacía tanto tiempo atrás, era un simple reconocimiento profundo.
Por su mente, mientras veía morir a Antonio, como Azucena, se cruzó aquella escena en la entrada de aquellos terrenos que tantas veces, después, había visitado en compañía de su hija. Era una forma, una manera nada más de tratar de recuperarlo a él. Se habían encontrado de nuevo en esta vida, y seguramente lo volverían a hacer en la futura, pero ella no quería volver a perderlo. Y presentía que si dejaba aquel ser con vida, volvería a pasar lo mismo: él volvería a morir de manera trágica y ella volvería a quedar sola por muchos años más. La propuesta de Laura María tenía lógica. No era sólo las personas que estaban pereciendo por su sed de venganza en el pasado, sino por su posible futuro que tenía que hacer algo.
—¿Cómo? –preguntó al fin Anamaría.
—Me dijiste que tienes todos los libros de tu tía… o mejor dicho… ya no sé cómo decirle.
—No te preocupes, podemos seguir llamándole tía Azucena…
—Ok. Me dijiste que tienes todos sus libros… en alguno de ellos debe de haber algo al respecto. Leí en uno de los diarios que escribió su preocupación por que el tulpa parecía demasiado vigoroso. Según ella debía de desaparecer muy rápido. Creo que la sangre, sin quererlo le da más vida y si contamos la cantidad de víctimas, ya lleva muchas. Mientras más sangre beba, más se extenderá su vida. Tenemos que leer esos libros y luego hacer algo para destruirle. Es lo único que nos queda.
—Sí.
Se quedaron unos segundos en silencio. Un silencio que decía tantas cosas.
Y entre esas cosas estaban ambas vidas vividas. Anamaría había sido, entre otras cosas, una madre abnegada, pero en cierto modo vacía. Como si esperara la llegada de ese alguien especial del cual hablan todas las historias de amor. Su relación con Carlos Alberto Miranda, era más física que emocional, y lo sabía muy bien. Pero el amor, el amor profundo, ese amor que había sentido en ese corto lapso en el cual se había reencontrado con su amor eterno, ya nunca más lo había sentido. Por su parte, Laura María, tenía la creencia profunda que los años vividos después de los dieciocho, después de aquella noche en la cual unas hojas de afeitar estuvieran a punto de quitarle el cuerpo físico, habían sido tan plenos y llenos de alegrías que ya no le debía nada a la existencia.
—Podemos ir a mi casa, ahora, si quieres –sugirió Anamaría mirando hacia el hermoso jardín que se extendía allá abajo. La ciudad y sus ruidos se veía a intervalos entre los árboles.
Laura María no dijo nada. Miró también hacia el amado jardín y se preguntó si aquella aventura tendría regreso. Se iban a enfrentar a un ser de otra dimensión. Ella ya lo había hecho y en el fondo quería volver a hacerlo.
Minutos más tarde, al borde de las tres de la tarde, ambas, en el automóvil de Anamaría, salían de la casa y se dirigían hacia su objetivo de estudio.
Como Anamaría había dicho, conservaba todos los libros de su tía, o mejor dicho de su antiguo yo, y Laura al ver la gran cantidad de libros y algunas pinturas apiladas en lo que había sido la habitación de Alma Beatriz se sintió un poco más pequeña con respecto a su propia colección.
—Lo tengo todo aquí –le dijo su amiga al abrir la puerta e ir hacia la ventana para abrirla.
En desorden y casi sin concierto, todos aquellos objetos estaban colocados en mesas, cajas y hasta en embalajes de papel y de plástico.
—Nunca, antes, me había interesado mucho por las cosas de mi tía Azucen, pero ahora que sé que yo misma las hice, o las poseí me parecen muy interesantes. Si tengo tiempo, voy a arreglar todo esto de otra manera. Te lo aseguro.
Laura comenzó, de inmediato, a revisar lo primero: los libros. Eran muchos y no sólo había de brujería o de corte esotérico, sino de arte, de filosofía, novelas y poesía. Los fue clasificando de acuerdo a la temática y colocándolos separados. Después ordenó las pinturas por fechas. Dicho procedimiento, ella nunca los sabría, era el mismo que años atrás había utilizado un escritor para comprender lo que sucedía en el interior de La Casona.
Estuvieron trabajando en aquellos documentos hasta muy entrada la noche. Anamaría se centró, por sugerencia de Laura, en la lectura de los libros de brujería. También le sugirió tener una libreta a un lado para ir escribiendo los detalles que descubriera mientras leía. Laura se centró en las pinturas y en los otros libros pues había anotaciones en los márgenes. Anotaciones como por ejemplo:
El espíritu del bosque alimenta al poeta. La luz es la única esencia real de la existencia, y se llama alma. Los portales hacia esos mundos son cuestión de magia…
Y muchos más.
A las diez de la noche, cuando ya ambas estaban muy cansadas y con hambre bajaron al primer piso donde estaba la cocina y Anamaría preparó un par de sándwiches. Mientras los comían en el comedor, sentadas frente a frente en la cabecera de la mesa, fue Laura quien sacó a colación el tema:
—¿Crees que lo que hagamos tendrá una repercusión en el futuro de la Tierra?
—No lo sé, Laura, pero si dejamos que esto siga, algo peor se puede estar gestando. Según mis recuerdos de aquella vida, el tulpa se alimentaba de cosas naturales. Y en algún momento probó la sangre… es, ahora, una especie de vampiro insaciable, pero puede comenzar a comer otras cosas… y lo que es peor, parece tener una sed insaciable. Si no lo detenemos seguirá comiendo y comiendo hasta causar algún desequilibrio en la tierra. No sé, eso es lo que pienso, pero puede ser que no.
—Siempre he creído que lo que hacemos los seres humanos, por pequeño que sea, trasciende en el tiempo y en el destino de la tierra –dice Laura—.
—Sí –dice Anamaría—, mira lo que ha sucedido con lo que yo hice en el pasado, ahora tiene consecuencias. Me dejé llevar por la cólera y la desesperación… pero si no lo hubiera hecho, quizás, ni siquiera yo hubiera nacido. Hasta esta plática debe de ser una consecuencia de todo el pasado.
Y como sucede en este tipo de pláticas, al no haber consistencia lógica, o ideas afines, murió casi de inmediato. Pero quedó flotando en el ambiente la esencia: ¿valdría la pena? ¿Haría la diferencia en la humanidad?
Como Anamaría había traído en su automóvil a Laura la fue a dejar a su casa al borde de las once de la noche. Se despidieron en la puerta de esta última.
—Esto puede ser parte de nuestro destino, también –le dijo Laura bajando del asiento trasero una caja de libros con anotaciones en los márgenes.
—Sí –dijo Anamaría mirando hacia el frente.
—Nos vemos mañana.
—Hasta mañana.
Laura María abrió la puerta  pequeña del portón de la entrada de su casa.
—Buenas noches –saludó al pasar junto a la caseta del vigilante.
—Buenas noches –respondió éste un poco asustado. La señora de la casa, últimamente, no tenía la costumbre de regresar tan tarde de sus paseos.
El hombre al ver que la mujer llevaba una caja de considerable tamaño entre las mano salió inmediatamente de su puesto de vigilancia y tomó la caja.
—Gracias –le agradeció Laura María con una amplia sonrisa.
—De nada.
Mientras devoraban los pocos metros que les separaban de la casa, Laura María seguía con aquella inquietud sobre su misión y si valía la pena. Para ella, según su propia consciencia, era más sencillo, porque siempre desde aquella noche se consideraba estar viviendo horas extras. Pero para Anamaría, seguramente, era un poco más difícil.
Le dio las gracias al vigilante por su ayuda con la caja cuando éste la hubo colocado en una mesita en el recibidor. Le deseó buenas noches y subió a su habitación con la caja. Una de las mucamas trató de ayudarla con la caja, pero ella le deseó buenas noches también y un café.
Estuvo hasta mucho después de las doce de la noche abriendo y haciendo anotaciones en su libreta aparte. Al concluir, y con la taza de café consumida hasta el fondo hizo una valoración de sus apuntes.
Si había alguien en la tierra que podría esbozar con mucha claridad la personalidad de aquella otra mujer que se llamara Azucena Landa, era ella. El diario, las anotaciones, las pinturas, todo era un estanque donde se reflejaba la magnitud y magnificencia de un espíritu muy grande. El problema era que si lo contrastaba con el de Anamaría parecían tan distintas. Anamaría era apocada, indecisa, hasta cierto punto con un espíritu algo timorato. No comprendía eso de las personalidades y como una reencarnación puede variar de una a otra, pero era lógico que su propia memoria no recordara casi nada de su antiguo yo.
En resumen Azucena Landa había sido una mujer con un carácter sólido y lo demostró desde pequeña cuando obligó, prácticamente, a su padre a dejarla asistir a la escuela del pueblo y luego, a pesar de la distancia, continuó comunicándose con su enamorado. El haberse dejado arrastrar por la brujería sólo demostraba ese carácter fuerte al querer dominar los elementos naturales y su espíritu, como ella misma lo manifestaba en los diarios, era superior a muchos de sus contemporáneos hechiceros. Por eso, y esto era un razonamiento propio, su creación, el tulpa, se había resistido a morir durante todos aquellos años. La muerte de Azucena había sido terrible, según sus propias palabras en labios de Anamaría durante el hipnotismo: un ser de otro nivel le había apretado el corazón hasta hacerlo detenerse.
Laura, con estas ideas revoloteando como mariposas violentas en su mente, se quedó profundamente dormida. La última idea consciente antes de sumirse en las profundidades del sueño fue: ha llegado el momento de abandonar la vaina.

***

Anamaría, en el momento en el cual su amiga caía en las profundidades del sueño practicaba por décima vez el hechizo más sencillo encontrado en el libro de Conjuros y Hechizos de las Wiccas. Se trataba de una invocación del elemento aire. Y consistía en algo muy simple aparentemente: apagar una vela encendida con el simple pronunciar de unas palabras. Así pues, había colocado una vela encendida, sobre un platito, sobre su cómoda y a cinco metros de ella, como indicaba el libro, pronunciaba las palabras invocando al elemento aire. Por lo visto el elemento aire no le quería hacer caso porque no se apagaba la vela.
“Bueno –pensó con desaliento—, es probable que no tenga el don para estas cosas como lo tenía en mi vida anterior”
Ya se había acostumbrado a la idea que ella había sido Azucena Landa, su tía abuela, pero le llamaba mi vida anterior. Más fácil que decir cuando era Azucena, porque comprendía que, como decían los acostumbrados a tomar la teoría de la reencarnación, que lo único que había hecho era cambiar de traje. Tan sencillo como eso y decir mi vida anterior.
Su vida, como en una tercera parte, había cambiado totalmente ante aquel conocimiento. Ahora, por lo menos, todo tenía sentido. Aquellas ansias de pequeña por los colores, los viajes a la naturaleza y hasta su afición por las ranas.
Estaba decidida a comprender lo mismo que había comprendido su vida anterior con respecto a la magia, porque consideraba que era la única manera de detener a aquel ser que ahora mismo podría estar matando a más y más gente.
Se dejó caer sobre la orilla de la cama y tomó el libro que yacía con el lomo hacia arriba, abierto como una paloma agonizante. Volvió a leer el conjuro con la mente y trató de memorizarlo. Era algo extenso y no pudo. Ese también era un problema de su vida actual: no era muy buena con la memorización.
“Todo está un poco patas arriba por aquí –le había dicho Carlos Alberto aquella misma tarde cuando le dijo que necesitaba verla—, me haría mucho bien algo de compañía”.
Había estado a punto de decirle que ella no era ninguna compañía, pero se contuvo. Le dijo:
“En este momento estoy comenzando un proyecto, pero te prometo que dentro de unos cinco días más o menos puedo ir por allá”
Él no había renegado. Un diminuto silencio y un suave suspiro le dijeron que en efecto, él estaba necesitando su compañía. Pero ella no se la iba a dar porque sus objetivos emocionales habían cambiado por completo. Tenía que admitirlo: no lo amaba. Ahora que sabía eso iba a ser imposible volver a meterse en su lecho. Como había dicho Laura, quizás ese simple encuentro en la autopista había sido parte del destino para llevarla a aquel momento de descubrimiento. De otra manera no podría haber sido posible.
El recuerdo de Juan José, al mezclarlo con el de Antonio se le rebelaba en el interior. Era increíble como los dos habían ido a parar a las mismas familias teniendo como espacio solo el tiempo entre una y otra vida. También era increíble como habían muerto los dos: uno por la ambición de un hombre y el otro por el mismo monstruo creado por ella. Una estúpidamente, si se le podía considerar así, y la otra salvándola a ella. La segunda, según su entender, era la más digna.
Sonrió y una gruesa lágrima resbaló por su mejilla izquierda. ¿Desde hacía cuánto tiempo que no lloraba por su amor perdido? No lo recordaba, pero estaba segura que desde que su hija alcanzara la mayoría de edad.
Aquella lágrima, como un catalizador de tensiones, le relajó el cuerpo y de pronto se sintió muy cansada.
“Sólo lo intento una vez más y luego me acuesto” se dijo.
Así, pues, se puso en pie y mirando hacia la vela pronunció el conjuro. En esta ocasión su única idea en mente era apagar la vela por la fuerza de las palabras, nada más. Las veces anteriores hasta arrugaba el ceño poniéndole fuerza y voluntad a su deseo. Y la vela se apagó.
Mientras contemplaba el humo que se deshacía en serpientes suaves, entendió la idea: la magia de las palabras reside en el desapego con el cual se les  pronuncia. Volvió a encenderla vela con los dedos algo temblorosos y repitió el experimento varias veces. No volvió a fallar. Lo había comprendido.
Buscó en el índice un conjuro de la naturaleza elemento fuego y sin comprender de dónde venía, ni porque sucedía la combustión, estuvo encendiendo la vela sin necesidad de fósforos. Luego la apagaba con el otro conjuro y volvía a encenderla.
Emocionada por los resultados se sentó a leer durante el resto de la noche y la luz del nuevo día la descubrió sentada sobre la alfombra apoyando la espalda contra la pared leyendo un tratado sobre la naturaleza espiritual del agua. Su mente, como un pañuelo extendido recogía todo aquel conocimiento y se llenaba de él.
Ni siquiera sentía sueño de tan interesada que estaba. De alguna manera su espíritu antiguo volvía a recordar los conocimientos adquiridos y dormidos en el fondo de su estanque.
“Esto es maravilloso” pensó con alegría cerrando el libro.
A las ocho de la mañana bajó a la cocina y preparó algo de comida para desayunar. Desayunó con un libro abierto. Sus ansias de comprender habían renacido. Ahora lo comprendía todo… lo entendía todo.
El sol de la mañana era brillante y armonioso y esa armonía parecía invitarla a sincronizarse con ella. Después de comer subió de nuevo a su habitación y desnudándose por completo, pues se lo exigía la misma naturaleza, invocó las fuerzas de la naturaleza. Vivía sola y podía darse el lujo de caminar desnuda por toda la casa si lo deseaba, pero no lo hizo. Se limitó a su habitación realizando una danza hacia el dios astado (el venado) que con su ornamenta recordaba las múltiples raíces de dónde venimos los seres humanos.
—Esto es maravilloso –se dijo ante el espejo del closet observando su desnudez con unos nuevos ojos. Su cabello amarillo, algo alicaído por los años, brillaba por los rayos del sol que penetraban por la ventana abierta.
Abrió los brazos y los subió lentamente mientras aspiraba el delicioso oxígeno.
Sonrió. Se sentía plena. Llena de vida.
Estuvo media hora haciendo aquel ejercicio hasta que se sintió satisfecha.
Había quedado de reunirse con Laura María a la hora del almuerzo con la promesa de repasar notas. Ya tendría muchas notas que repasar.
Se bañó despacio experimentando la maravillosa sensación del agua sobre su cuerpo y pensando en lo desagradecido de la naturaleza humana al no entender los cuatro elementos. El agua, era el elemento más importante porque además de ser el principal generador de oxígeno, constituía el origen de la vida y el cuerpo humano es un 75% agua. Pero, esto, jamás era digno de reflexión entre los seres humanos. Desagradecidos. Anamaría, acariciando el líquido vital que caía de la regadera le dio las gracias utilizando la misma actitud calmada ante la llama de la vela. Sonrió ante la idea de vivir en un mundo tan maravilloso.
Se vistió y con asombro fue descubriendo los cuatro elementos de la naturaleza en todo. En realidad, pensó con alegría, sin elementos no somos nada. Sin la naturaleza misma de la vida no somos nada.
Salió hacia casa de su amiga a las doce y minutos del mediodía. En su rostro, como quien está convencido de que el día es maravilloso, brillaba una gran sonrisa de satisfacción.

***

—Sí, se te nota el cambio –le confesó también emocionada Laura María en la salita donde había comenzado todo aquello del hipnotismo.
Anamaría, con la voz calma y dándole el valor justo a las palabras, le había explicado cómo, después de varios intentos con la llama de la vela había logrado apagarla y luego encenderla. Laura María, que a pesar de toda su vida haber cultivado una lógica científica, podía comprender aquello por su propia experiencia, quedó fascinada con los que decía su amiga y de inmediato, como una chiquilla, corrió a la cocina por una vela. La encendió y le pidió a Anamaría realizar el experimento.
No hubo problema. Cuando Laura se apartó, Anamaría pronunció las palabras y la vela se apagó y de inmediato, ante una asombrada y emocionada amiga, la volvió a encender.
—¡Guau! –exclamó Laura llevándose una mano a los labios —. Si no lo viera no lo creyera.
Anamaría, con suma satisfacción se sentó y comenzó a hablarle de los cuatro elementos.
—La brujería, o wicca, como renació en Inglaterra en los años treinta del siglo pasado, se centra en la utilización de los cuatro elementos de la naturaleza: agua, aire, fuego y tierra. Por eso, en todas las pinturas de mi vida anterior, plasmé todos esos ríos, bosques árboles, en fin toda la naturaleza posible. Si te fijas bien, no hay muchos seres humanos en las pinturas, apenas mi padre de entonces, yo misma y el tulpa.
—Sí, es increíble –confesó Laura María de verdad asombrada.
—Busqué en internet algunas idea sobre el tulpa y en efecto, es una creación netamente espiritual. Pero yo, como pude corroborar, además de mi propia naturaleza lo doté con los elementos del espíritu de la tierra. Utilicé los árboles a mí alrededor para alimentarlo y por eso… creo, los pinos, robles, y encinos de todo el bosque en varios kilómetros cercanos se transformaron en álamos. Los álamos, son una especie de árbol espiritual guardián. Y son esos mismos árboles, aunque él no lo sepa, los que lo obligan a no alejarse mucho de los alrededores. Dentro de su sombra, él se siente protegido de cualquier daño físico. Pero fuera de ellos, se sentiría a la intemperie.
Laura María, escuchaba casi sin comprender porque de un día para otro, su amiga, parecía tan dotada de conocimientos. Pero en el fondo lo sabía: había comenzado a recordar todo el conocimiento del pasado. Quizás el cambio no había comenzado apenas salir de la sesión de hipnotismo, sino que los mismos recuerdos habían ido excavando en su alma, hasta hacerla despertar.
—Sólo si yo estoy cerca de él, puede sobrevivir lejos de casa… sino, cómo pudimos en la anterior vida, perseguir a aquel hombre y darle caza…
Laura María recordaba la narración detallada del incidente al cual se refería su amiga y estaba de acuerdo con eso.
—Sí –dijo como en un sueño— y la vez que te arrastró a su madriguera, no quería hacerte daño, sino llevarte a algún lugar para algo… quizás para preservarte porque temía morir…
—Sí, también lo he pensado y su intención, como dices, no era dañarme sino preservarme quizás por la misma razón: supervivencia. No entiendo cómo ha logrado vivir todos estos años y porque ahora ha comenzado con todos esos crímenes. Lógicamente se está alimentando, pero ¿Por qué no lo hizo antes?
—Es probable que antes no necesitara hacerlo… quien sabe.
Guardaron silencio una vez más. Esos tipos de silencio que se habían hecho frecuentes entre ellas. Pero que no eran molestos sino más bien, una especie de reposo para continuar con lo siguiente.
—¿Ha vuelto a atacar? –preguntó al fin Anamaría que no había encendido la televisión o leído noticias locales  para no desconcentrarse desde hacía más de veinticuatro horas.
—No –dijo Laura—. No me ha llamado Carlos Alberto que es quien siempre me avisa y he encendido las noticias y nada. Sólo se sigue debatiendo el origen del autor y que la policía miente acerca de estar siguiendo el rastro.
—Debe de estar saciado ya.
—Lo dudo. Alguien que es capaz de succionar tantos litros de sangre en apenas un par de días, debe tener un apetito voraz.
—Sí –bajó la voz Anamaría y miró hacia el jardín—. Y pensar que yo fui quien lo cree.
—No te culpes por eso, tu antiguo yo fue quien lo hizo, además estaba destrozada. ¿Qué más podía hacer?
Otro silencio entre ellas.
—Según mi vida anterior, mi tulpa nació de esas dos combinaciones, tres si le añades el origen oriental de la idea de la manifestación espiritual en un ser externo al propio. Quizás fue la mezcla de una cosa con la otra lo que originó su maldad.
Laura María que había escuchado con profunda atención la historia de Azucena persiguiendo al administrador de la mina del Álamo para hacerlo pagar por sus crímenes, no estaba convencida con aquella teoría. Había algo de maldad en la voz de aquel recuerdo y la forma como lo habían cazado, acorralándolo y luego llevándolo a la locura había sido de un grado de sadismo tal que a ella le estremeció el reconocer en la antigua pintora tales deseos de venganza y sadismo. No dijo nada, pero creía que allí estaba el origen de la maldad de aquel ser infernal.
—Aún no sé cómo hacerlo desaparecer, pero creo que cuando esté cara a cara con él lo descubriré.
—¿Y si te adormece como lo hizo cuando tenías dieciocho años?
Anamaría consideró la cuestión unos segundos, pero no le tomó importancia. El tiempo le diría que a veces es mejor tomar a tiempo las decisiones precisas. Borró la idea y siguió con su disertación.
—Tenemos que descubrir como detenerle.
—Mira, por los momentos parece que aquel ser se ha tomado una pausa –dijo Laura María no muy convencida de aquello—, así que podemos dedicarnos a seguir buscando. Tenemos que indagar por todos lados… voy a consultar con un amigo oriental…
—No –dijo de inmediato Anamaría—, prefiero que todo esto quede entre nosotras. No quiero involucrar a más personas. Al fin y al cabo yo soy la responsable de todo esto…
—Ok. Me parece bien –dijo Laura María algo mosqueada por aquella reacción—, pero voy a consultar de todos modos sin explicar nada, como una simple curiosidad. Algo hemos de descubrir…
—Está bien –cedió Anamaría—, yo voy a seguir practicando los hechizos y buscando por mi lado acerca de los tulpas. Algo encontraré.
En eso quedaron y se despidieron. Algo, una pequeña discordancia, como una pequeña llaga, se había abierto entre ellas en aquel instante, pero ninguna dijo nada. Era demasiado pronto como para comenzar con ese tipo de tonterías.
Laura María subió a su estudio y buscó algunos números telefónicos y direcciones de correos electrónicos. Rodeó los que le parecieron importantes y de inmediato los añadió a su Skype. Marcó algunos y no obtuvo respuestas así que envió correos electrónicos y revisó posibles rechazos. Eran personas que al igual que la doctora Gwendolyne, había conocido en sus distintos viajes de especialización alrededor del mundo. Personas casuales, pero que de alguna manera le habían mostrado algún interés por las cuestiones de corte espiritual.
Había quedado sumamente asombrada por la capacidad de su nueva amiga para apagar y encender la vela. Pero aquello, lo que les tocaba por recorrer aún, no era un juego de encendido y apagado de velas. El peligro que iban a recorrer, porque estaba convencida de que lo harían juntas, era más profundo que la capacidad de encender y apagar velas. Suspiró profundamente al enviar el último email. Ojalá pudieran encontrar las soluciones adecuadas y precisas para aquella encrucijada.
Anamaría subió en su automóvil y condujo hasta su casa. Allí, como un adicto vuelve continuamente a su droga, abrió el libro de hechizos que había estado leyendo antes de salir hacia casa de Laura y continuó las prácticas. Practicó hasta muy entrada la tarde y después, debido a la falta de sueño por más de veinticuatro horas, cayó en un profundo sueño. Sueño que la llevó a las profundidades de su subconsciente. El sol por la ventana comenzaba a ocultarse cuando entró en la zona de las  profundidades.

***

“…yo soy la responsable de esto” –le había dicho a Laura María.
Y lo era, pero era una responsabilidad relativa debido a la distancia y el olvido del tiempo y el espacio.
Con ese pensamiento, Anamaría Landa Wélchez, se hundió en el sueño.
La idea era dormir unas cuantas horas, recuperarse del profundo cansancio que se le había acumulado en el cuerpo y luego volver a despertar con la intención de continuar con sus lecturas y sus prácticas.
No sintió como si soñara al caer en las profundidades del sueño. No. Fue la sensación de desdoblarse. Sintió como si el cuerpo espiritual, de lo cual su actual yo apenas sabía nada, se hubiera incorporado dentro del cuerpo físico y después dando un saltito brincado hacia las profundidades de la tierra.
Se hundió durante un tiempo y no tuvo consciencia de él porque en el mundo de los sueños no se tiene consciencia de tal magnitud. Simplemente se hundió y llegó a una inmensa cueva. Recordó la pregunta de Laura María con mucha claridad:
“¿Y si te adormece como lo hizo cuando tenías dieciocho años?”
La pregunta, aquí, en el mundo de los sueños, también quedó sin respuesta.
Estaba en una inmensa cueva. Ella, Laura, le había contado, el día que se conocieran, de haber estado en una cueva inmensa que atravesaba la tierra casi de lado a lado. ¿Era acaso aquella la misma cueva? ¿Acaso su inconsciente lo había recordado y mediante los sueños la había arrastrado hacia ese lugar tal como se lo había imaginado mientras ella se lo contaba? Pero, no. Aquel lugar le parecía muy real.
Se trataba de una cueva de paredes redondeadas quizás de un kilómetro de circunferencia, o más, o menos… no podría definirlo.
“Si, ésta debe ser la cueva”.
Era un lugar oscuro, pero no tanto como para no ver. Porque en los sueños cuando uno se lo propone lo ve todo a pesar de las espesas tinieblas. Miró hacia atrás y hacia adelante, o por lo menos donde ella consideró que estaban estas dos orientaciones humanas. Allí se vía la oquedad alejarse en línea recta hacia las profundidades. No había fin.
Se miró las manos. Allí estaban, eran sus manos de siempre. Pero había algo… algo que no identificó en el primer momento. Algo extraño.
“Cuando pensé que dormía me halé los dedos de la mano y como se me estiraron, supe que estaba dormida” ¿Quién le había dicho aquello? y ¿Por qué dudaba que estuviera durmiendo?
Se haló el dedo índice y no, no estaba durmiendo. Le dolió. ¿Cómo era eso posible?
En el bachillerato habían leído, obligadas, La Divina Comedia de Dante Alligheri. Lo que más le había impactado no eran las palabras que le habían parecido bastante complicadas a pesar de que, según la profesora, era una versión en prosa y la original estaba en verso, las imágenes. Las imágenes la habían impactado. Eran de Gustave Doré y mostraban escenas de tormento realmente impactantes. Aquel lugar se parecía a aquello y además, recordaba que el poeta al entrar había sido guiado por otro poeta a una cueva. Quizás por eso lo había asociado. Porque aquel lugar era una cueva, y muy oscura.
Lo más raro era la sensación de no estar dormido, sino…
En estas meditaciones estaba cuando lo sintió.
Una gran presencia llena de maldad lo inundó todo y sus ojos se llenaron de esa oscuridad. Hasta pudo escuchar, con gran claridad, cuando un golpe seco cortaba los hilos de plata con los cuales su cuerpo espiritual se unía al material.

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