XVIII
—Lo que podemos hacer –dijo Laura María Fernández
Arita de 65 años, doctora cirujana retirada, madre de tres hijos y amante
esposa de un famoso predicador católico—, es deshacernos de ese ser.
Anamaría, que se consideraba, aunque no lo era en
realidad, responsable por la existencia de aquel ser, estaba convencida de que
ese era el único camino. De alguna manera, ella lo recordaba de allá de la
cueva y sabía, en el fondo que la muerte de su amado era por su culpa. Y,
aunque no lo había preguntado nadie, ella sabía que en ambos casos, Antonio—Juan
José, eran la misma persona. Tanto ella como él se habían vuelto a encontrar y
aquella primera vez, cuando se reconocieran hacía tanto tiempo atrás, era un
simple reconocimiento profundo.
Por su mente, mientras veía morir a Antonio, como Azucena,
se cruzó aquella escena en la entrada de aquellos terrenos que tantas veces,
después, había visitado en compañía de su hija. Era una forma, una manera nada
más de tratar de recuperarlo a él. Se habían encontrado de nuevo en esta vida,
y seguramente lo volverían a hacer en la futura, pero ella no quería volver a
perderlo. Y presentía que si dejaba aquel ser con vida, volvería a pasar lo
mismo: él volvería a morir de manera trágica y ella volvería a quedar sola por
muchos años más. La propuesta de Laura María tenía lógica. No era sólo las
personas que estaban pereciendo por su sed de venganza en el pasado, sino por
su posible futuro que tenía que hacer algo.
—¿Cómo? –preguntó al fin Anamaría.
—Me dijiste que tienes todos los libros de tu tía…
o mejor dicho… ya no sé cómo decirle.
—No te preocupes, podemos seguir llamándole tía
Azucena…
—Ok. Me dijiste que tienes todos sus libros… en
alguno de ellos debe de haber algo al respecto. Leí en uno de los diarios que
escribió su preocupación por que el tulpa parecía demasiado vigoroso. Según
ella debía de desaparecer muy rápido. Creo que la sangre, sin quererlo le da
más vida y si contamos la cantidad de víctimas, ya lleva muchas. Mientras más
sangre beba, más se extenderá su vida. Tenemos que leer esos libros y luego
hacer algo para destruirle. Es lo único que nos queda.
—Sí.
Se quedaron unos segundos en silencio. Un silencio
que decía tantas cosas.
Y entre esas cosas estaban ambas vidas vividas.
Anamaría había sido, entre otras cosas, una madre abnegada, pero en cierto modo
vacía. Como si esperara la llegada de ese alguien especial del cual hablan
todas las historias de amor. Su relación con Carlos Alberto Miranda, era más
física que emocional, y lo sabía muy bien. Pero el amor, el amor profundo, ese
amor que había sentido en ese corto lapso en el cual se había reencontrado con
su amor eterno, ya nunca más lo había sentido. Por su parte, Laura María, tenía
la creencia profunda que los años vividos después de los dieciocho, después de
aquella noche en la cual unas hojas de afeitar estuvieran a punto de quitarle
el cuerpo físico, habían sido tan plenos y llenos de alegrías que ya no le
debía nada a la existencia.
—Podemos ir a mi casa, ahora, si quieres –sugirió
Anamaría mirando hacia el hermoso jardín que se extendía allá abajo. La ciudad
y sus ruidos se veía a intervalos entre los árboles.
Laura María no dijo nada. Miró también hacia el
amado jardín y se preguntó si aquella aventura tendría regreso. Se iban a
enfrentar a un ser de otra dimensión. Ella ya lo había hecho y en el fondo
quería volver a hacerlo.
Minutos más tarde, al borde de las tres de la
tarde, ambas, en el automóvil de Anamaría, salían de la casa y se dirigían
hacia su objetivo de estudio.
Como Anamaría había dicho, conservaba todos los
libros de su tía, o mejor dicho de su antiguo yo, y Laura al ver la gran
cantidad de libros y algunas pinturas apiladas en lo que había sido la
habitación de Alma Beatriz se sintió un poco más pequeña con respecto a su
propia colección.
—Lo tengo todo aquí –le dijo su amiga al abrir la
puerta e ir hacia la ventana para abrirla.
En desorden y casi sin concierto, todos aquellos
objetos estaban colocados en mesas, cajas y hasta en embalajes de papel y de
plástico.
—Nunca, antes, me había interesado mucho por las
cosas de mi tía Azucen, pero ahora que sé que yo misma las hice, o las poseí me
parecen muy interesantes. Si tengo tiempo, voy a arreglar todo esto de otra
manera. Te lo aseguro.
Laura comenzó, de inmediato, a revisar lo primero:
los libros. Eran muchos y no sólo había de brujería o de corte esotérico, sino
de arte, de filosofía, novelas y poesía. Los fue clasificando de acuerdo a la
temática y colocándolos separados. Después ordenó las pinturas por fechas.
Dicho procedimiento, ella nunca los sabría, era el mismo que años atrás había
utilizado un escritor para comprender lo que sucedía en el interior de La
Casona.
Estuvieron trabajando en aquellos documentos hasta
muy entrada la noche. Anamaría se centró, por sugerencia de Laura, en la
lectura de los libros de brujería. También le sugirió tener una libreta a un
lado para ir escribiendo los detalles que descubriera mientras leía. Laura se
centró en las pinturas y en los otros libros pues había anotaciones en los
márgenes. Anotaciones como por ejemplo:
El espíritu del bosque alimenta al poeta. La luz es la única esencia real
de la existencia, y se llama alma. Los portales hacia esos mundos son cuestión
de magia…
Y muchos más.
A las diez de la noche, cuando ya ambas estaban muy
cansadas y con hambre bajaron al primer piso donde estaba la cocina y Anamaría
preparó un par de sándwiches. Mientras los comían en el comedor, sentadas
frente a frente en la cabecera de la mesa, fue Laura quien sacó a colación el
tema:
—¿Crees que lo que hagamos tendrá una repercusión
en el futuro de la Tierra?
—No lo sé, Laura, pero si dejamos que esto siga,
algo peor se puede estar gestando. Según mis recuerdos de aquella vida, el
tulpa se alimentaba de cosas naturales. Y en algún momento probó la sangre… es,
ahora, una especie de vampiro insaciable, pero puede comenzar a comer otras
cosas… y lo que es peor, parece tener una sed insaciable. Si no lo detenemos
seguirá comiendo y comiendo hasta causar algún desequilibrio en la tierra. No
sé, eso es lo que pienso, pero puede ser que no.
—Siempre he creído que lo que hacemos los seres
humanos, por pequeño que sea, trasciende en el tiempo y en el destino de la
tierra –dice Laura—.
—Sí –dice Anamaría—, mira lo que ha sucedido con lo
que yo hice en el pasado, ahora tiene consecuencias. Me dejé llevar por la
cólera y la desesperación… pero si no lo hubiera hecho, quizás, ni siquiera yo
hubiera nacido. Hasta esta plática debe de ser una consecuencia de todo el
pasado.
Y como sucede en este tipo de pláticas, al no haber
consistencia lógica, o ideas afines, murió casi de inmediato. Pero quedó
flotando en el ambiente la esencia: ¿valdría la pena? ¿Haría la diferencia en
la humanidad?
Como Anamaría había traído en su automóvil a Laura
la fue a dejar a su casa al borde de las once de la noche. Se despidieron en la
puerta de esta última.
—Esto puede ser parte de nuestro destino, también
–le dijo Laura bajando del asiento trasero una caja de libros con anotaciones
en los márgenes.
—Sí –dijo Anamaría mirando hacia el frente.
—Nos vemos mañana.
—Hasta mañana.
Laura María abrió la puerta pequeña del portón de la entrada de su casa.
—Buenas noches –saludó al pasar junto a la caseta
del vigilante.
—Buenas noches –respondió éste un poco asustado. La
señora de la casa, últimamente, no tenía la costumbre de regresar tan tarde de
sus paseos.
El hombre al ver que la mujer llevaba una caja de
considerable tamaño entre las mano salió inmediatamente de su puesto de
vigilancia y tomó la caja.
—Gracias –le agradeció Laura María con una amplia
sonrisa.
—De nada.
Mientras devoraban los pocos metros que les
separaban de la casa, Laura María seguía con aquella inquietud sobre su misión
y si valía la pena. Para ella, según su propia consciencia, era más sencillo,
porque siempre desde aquella noche se consideraba estar viviendo horas extras.
Pero para Anamaría, seguramente, era un poco más difícil.
Le dio las gracias al vigilante por su ayuda con la
caja cuando éste la hubo colocado en una mesita en el recibidor. Le deseó
buenas noches y subió a su habitación con la caja. Una de las mucamas trató de
ayudarla con la caja, pero ella le deseó buenas noches también y un café.
Estuvo hasta mucho después de las doce de la noche
abriendo y haciendo anotaciones en su libreta aparte. Al concluir, y con la
taza de café consumida hasta el fondo hizo una valoración de sus apuntes.
Si había alguien en la tierra que podría esbozar
con mucha claridad la personalidad de aquella otra mujer que se llamara Azucena
Landa, era ella. El diario, las anotaciones, las pinturas, todo era un estanque
donde se reflejaba la magnitud y magnificencia de un espíritu muy grande. El
problema era que si lo contrastaba con el de Anamaría parecían tan distintas.
Anamaría era apocada, indecisa, hasta cierto punto con un espíritu algo
timorato. No comprendía eso de las personalidades y como una reencarnación
puede variar de una a otra, pero era lógico que su propia memoria no recordara
casi nada de su antiguo yo.
En resumen Azucena Landa había sido una mujer con
un carácter sólido y lo demostró desde pequeña cuando obligó, prácticamente, a
su padre a dejarla asistir a la escuela del pueblo y luego, a pesar de la
distancia, continuó comunicándose con su enamorado. El haberse dejado arrastrar
por la brujería sólo demostraba ese carácter fuerte al querer dominar los
elementos naturales y su espíritu, como ella misma lo manifestaba en los
diarios, era superior a muchos de sus contemporáneos hechiceros. Por eso, y
esto era un razonamiento propio, su creación, el tulpa, se había resistido a
morir durante todos aquellos años. La muerte de Azucena había sido terrible,
según sus propias palabras en labios de Anamaría durante el hipnotismo: un ser
de otro nivel le había apretado el corazón hasta hacerlo detenerse.
Laura, con estas ideas revoloteando como mariposas
violentas en su mente, se quedó profundamente dormida. La última idea
consciente antes de sumirse en las profundidades del sueño fue: ha llegado el
momento de abandonar la vaina.
***
Anamaría, en el momento en el cual su amiga caía en
las profundidades del sueño practicaba por décima vez el hechizo más sencillo
encontrado en el libro de Conjuros y
Hechizos de las Wiccas. Se trataba de una invocación del elemento aire. Y
consistía en algo muy simple aparentemente: apagar una vela encendida con el
simple pronunciar de unas palabras. Así pues, había colocado una vela
encendida, sobre un platito, sobre su cómoda y a cinco metros de ella, como
indicaba el libro, pronunciaba las palabras invocando al elemento aire. Por lo
visto el elemento aire no le quería hacer caso porque no se apagaba la vela.
“Bueno –pensó con desaliento—, es probable que no
tenga el don para estas cosas como lo tenía en mi vida anterior”
Ya se había acostumbrado a la idea que ella había
sido Azucena Landa, su tía abuela, pero le llamaba mi vida anterior. Más fácil que
decir cuando era Azucena, porque comprendía que, como decían los acostumbrados
a tomar la teoría de la reencarnación, que lo único que había hecho era cambiar
de traje. Tan sencillo como eso y decir mi vida anterior.
Su vida, como en una tercera parte, había cambiado
totalmente ante aquel conocimiento. Ahora, por lo menos, todo tenía sentido.
Aquellas ansias de pequeña por los colores, los viajes a la naturaleza y hasta
su afición por las ranas.
Estaba decidida a comprender lo mismo que había
comprendido su vida anterior con respecto a la magia, porque consideraba que
era la única manera de detener a aquel ser que ahora mismo podría estar matando
a más y más gente.
Se dejó caer sobre la orilla de la cama y tomó el
libro que yacía con el lomo hacia arriba, abierto como una paloma agonizante.
Volvió a leer el conjuro con la mente y trató de memorizarlo. Era algo extenso
y no pudo. Ese también era un problema de su vida actual: no era muy buena con
la memorización.
“Todo está un poco patas arriba por aquí –le había
dicho Carlos Alberto aquella misma tarde cuando le dijo que necesitaba verla—,
me haría mucho bien algo de compañía”.
Había estado a punto de decirle que ella no era
ninguna compañía, pero se contuvo. Le dijo:
“En este momento estoy comenzando un proyecto, pero
te prometo que dentro de unos cinco días más o menos puedo ir por allá”
Él no había renegado. Un diminuto silencio y un
suave suspiro le dijeron que en efecto, él estaba necesitando su compañía. Pero
ella no se la iba a dar porque sus objetivos emocionales habían cambiado por
completo. Tenía que admitirlo: no lo amaba. Ahora que sabía eso iba a ser
imposible volver a meterse en su lecho. Como había dicho Laura, quizás ese
simple encuentro en la autopista había sido parte del destino para llevarla a
aquel momento de descubrimiento. De otra manera no podría haber sido posible.
El recuerdo de Juan José, al mezclarlo con el de
Antonio se le rebelaba en el interior. Era increíble como los dos habían ido a
parar a las mismas familias teniendo como espacio solo el tiempo entre una y
otra vida. También era increíble como habían muerto los dos: uno por la
ambición de un hombre y el otro por el mismo monstruo creado por ella. Una
estúpidamente, si se le podía considerar así, y la otra salvándola a ella. La
segunda, según su entender, era la más digna.
Sonrió y una gruesa lágrima resbaló por su mejilla
izquierda. ¿Desde hacía cuánto tiempo que no lloraba por su amor perdido? No lo
recordaba, pero estaba segura que desde que su hija alcanzara la mayoría de
edad.
Aquella lágrima, como un catalizador de tensiones,
le relajó el cuerpo y de pronto se sintió muy cansada.
“Sólo lo intento una vez más y luego me acuesto” se
dijo.
Así, pues, se puso en pie y mirando hacia la vela
pronunció el conjuro. En esta ocasión su única idea en mente era apagar la vela
por la fuerza de las palabras, nada más. Las veces anteriores hasta arrugaba el
ceño poniéndole fuerza y voluntad a su deseo. Y la vela se apagó.
Mientras contemplaba el humo que se deshacía en
serpientes suaves, entendió la idea: la magia de las palabras reside en el
desapego con el cual se les pronuncia.
Volvió a encenderla vela con los dedos algo temblorosos y repitió el
experimento varias veces. No volvió a fallar. Lo había comprendido.
Buscó en el índice un conjuro de la naturaleza
elemento fuego y sin comprender de dónde venía, ni porque sucedía la
combustión, estuvo encendiendo la vela sin necesidad de fósforos. Luego la
apagaba con el otro conjuro y volvía a encenderla.
Emocionada por los resultados se sentó a leer
durante el resto de la noche y la luz del nuevo día la descubrió sentada sobre
la alfombra apoyando la espalda contra la pared leyendo un tratado sobre la
naturaleza espiritual del agua. Su mente, como un pañuelo extendido recogía
todo aquel conocimiento y se llenaba de él.
Ni siquiera sentía sueño de tan interesada que
estaba. De alguna manera su espíritu antiguo volvía a recordar los
conocimientos adquiridos y dormidos en el fondo de su estanque.
“Esto es maravilloso” pensó con alegría cerrando el
libro.
A las ocho de la mañana bajó a la cocina y preparó
algo de comida para desayunar. Desayunó con un libro abierto. Sus ansias de
comprender habían renacido. Ahora lo comprendía todo… lo entendía todo.
El sol de la mañana era brillante y armonioso y esa
armonía parecía invitarla a sincronizarse con ella. Después de comer subió de
nuevo a su habitación y desnudándose por completo, pues se lo exigía la misma
naturaleza, invocó las fuerzas de la naturaleza. Vivía sola y podía darse el
lujo de caminar desnuda por toda la casa si lo deseaba, pero no lo hizo. Se
limitó a su habitación realizando una danza hacia el dios astado (el venado)
que con su ornamenta recordaba las múltiples raíces de dónde venimos los seres
humanos.
—Esto es maravilloso –se dijo ante el espejo del
closet observando su desnudez con unos nuevos ojos. Su cabello amarillo, algo
alicaído por los años, brillaba por los rayos del sol que penetraban por la
ventana abierta.
Abrió los brazos y los subió lentamente mientras
aspiraba el delicioso oxígeno.
Sonrió. Se sentía plena. Llena de vida.
Estuvo media hora haciendo aquel ejercicio hasta
que se sintió satisfecha.
Había quedado de reunirse con Laura María a la hora
del almuerzo con la promesa de repasar notas. Ya tendría muchas notas que
repasar.
Se bañó despacio experimentando la maravillosa
sensación del agua sobre su cuerpo y pensando en lo desagradecido de la
naturaleza humana al no entender los cuatro elementos. El agua, era el elemento
más importante porque además de ser el principal generador de oxígeno,
constituía el origen de la vida y el cuerpo humano es un 75% agua. Pero, esto,
jamás era digno de reflexión entre los seres humanos. Desagradecidos. Anamaría,
acariciando el líquido vital que caía de la regadera le dio las gracias utilizando
la misma actitud calmada ante la llama de la vela. Sonrió ante la idea de vivir
en un mundo tan maravilloso.
Se vistió y con asombro fue descubriendo los cuatro
elementos de la naturaleza en todo. En realidad, pensó con alegría, sin
elementos no somos nada. Sin la naturaleza misma de la vida no somos nada.
Salió hacia casa de su amiga a las doce y minutos
del mediodía. En su rostro, como quien está convencido de que el día es
maravilloso, brillaba una gran sonrisa de satisfacción.
***
—Sí, se te nota el cambio –le confesó también
emocionada Laura María en la salita donde había comenzado todo aquello del
hipnotismo.
Anamaría, con la voz calma y dándole el valor justo
a las palabras, le había explicado cómo, después de varios intentos con la
llama de la vela había logrado apagarla y luego encenderla. Laura María, que a
pesar de toda su vida haber cultivado una lógica científica, podía comprender
aquello por su propia experiencia, quedó fascinada con los que decía su amiga y
de inmediato, como una chiquilla, corrió a la cocina por una vela. La encendió
y le pidió a Anamaría realizar el experimento.
No hubo problema. Cuando Laura se apartó, Anamaría
pronunció las palabras y la vela se apagó y de inmediato, ante una asombrada y
emocionada amiga, la volvió a encender.
—¡Guau! –exclamó Laura llevándose una mano a los
labios —. Si no lo viera no lo creyera.
Anamaría, con suma satisfacción se sentó y comenzó
a hablarle de los cuatro elementos.
—La brujería, o wicca, como renació en Inglaterra
en los años treinta del siglo pasado, se centra en la utilización de los cuatro
elementos de la naturaleza: agua, aire, fuego y tierra. Por eso, en todas las
pinturas de mi vida anterior, plasmé todos esos ríos, bosques árboles, en fin
toda la naturaleza posible. Si te fijas bien, no hay muchos seres humanos en
las pinturas, apenas mi padre de entonces, yo misma y el tulpa.
—Sí, es increíble –confesó Laura María de verdad
asombrada.
—Busqué en internet algunas idea sobre el tulpa y
en efecto, es una creación netamente espiritual. Pero yo, como pude corroborar,
además de mi propia naturaleza lo doté con los elementos del espíritu de la
tierra. Utilicé los árboles a mí alrededor para alimentarlo y por eso… creo,
los pinos, robles, y encinos de todo el bosque en varios kilómetros cercanos se
transformaron en álamos. Los álamos, son una especie de árbol espiritual
guardián. Y son esos mismos árboles, aunque él no lo sepa, los que lo obligan a
no alejarse mucho de los alrededores. Dentro de su sombra, él se siente
protegido de cualquier daño físico. Pero fuera de ellos, se sentiría a la
intemperie.
Laura María, escuchaba casi sin comprender porque
de un día para otro, su amiga, parecía tan dotada de conocimientos. Pero en el
fondo lo sabía: había comenzado a recordar todo el conocimiento del pasado.
Quizás el cambio no había comenzado apenas salir de la sesión de hipnotismo,
sino que los mismos recuerdos habían ido excavando en su alma, hasta hacerla
despertar.
—Sólo si yo estoy cerca de él, puede sobrevivir
lejos de casa… sino, cómo pudimos en la anterior vida, perseguir a aquel hombre
y darle caza…
Laura María recordaba la narración detallada del
incidente al cual se refería su amiga y estaba de acuerdo con eso.
—Sí –dijo como en un sueño— y la vez que te
arrastró a su madriguera, no quería hacerte daño, sino llevarte a algún lugar
para algo… quizás para preservarte porque temía morir…
—Sí, también lo he pensado y su intención, como
dices, no era dañarme sino preservarme quizás por la misma razón:
supervivencia. No entiendo cómo ha logrado vivir todos estos años y porque
ahora ha comenzado con todos esos crímenes. Lógicamente se está alimentando,
pero ¿Por qué no lo hizo antes?
—Es probable que antes no necesitara hacerlo… quien
sabe.
Guardaron silencio una vez más. Esos tipos de
silencio que se habían hecho frecuentes entre ellas. Pero que no eran molestos
sino más bien, una especie de reposo para continuar con lo siguiente.
—¿Ha vuelto a atacar? –preguntó al fin Anamaría que
no había encendido la televisión o leído noticias locales para no desconcentrarse desde hacía más de
veinticuatro horas.
—No –dijo Laura—. No me ha llamado Carlos Alberto
que es quien siempre me avisa y he encendido las noticias y nada. Sólo se sigue
debatiendo el origen del autor y que la policía miente acerca de estar
siguiendo el rastro.
—Debe de estar saciado ya.
—Lo dudo. Alguien que es capaz de succionar tantos
litros de sangre en apenas un par de días, debe tener un apetito voraz.
—Sí –bajó la voz Anamaría y miró hacia el jardín—.
Y pensar que yo fui quien lo cree.
—No te culpes por eso, tu antiguo yo fue quien lo
hizo, además estaba destrozada. ¿Qué más podía hacer?
Otro silencio entre ellas.
—Según mi vida anterior, mi tulpa nació de esas dos
combinaciones, tres si le añades el origen oriental de la idea de la
manifestación espiritual en un ser externo al propio. Quizás fue la mezcla de
una cosa con la otra lo que originó su maldad.
Laura María que había escuchado con profunda
atención la historia de Azucena persiguiendo al administrador de la mina del
Álamo para hacerlo pagar por sus crímenes, no estaba convencida con aquella
teoría. Había algo de maldad en la voz de aquel recuerdo y la forma como lo
habían cazado, acorralándolo y luego llevándolo a la locura había sido de un
grado de sadismo tal que a ella le estremeció el reconocer en la antigua
pintora tales deseos de venganza y sadismo. No dijo nada, pero creía que allí
estaba el origen de la maldad de aquel ser infernal.
—Aún no sé cómo hacerlo desaparecer, pero creo que
cuando esté cara a cara con él lo descubriré.
—¿Y si te adormece como lo hizo cuando tenías
dieciocho años?
Anamaría consideró la cuestión unos segundos, pero
no le tomó importancia. El tiempo le diría que a veces es mejor tomar a tiempo
las decisiones precisas. Borró la idea y siguió con su disertación.
—Tenemos que descubrir como detenerle.
—Mira, por los momentos parece que aquel ser se ha
tomado una pausa –dijo Laura María no muy convencida de aquello—, así que
podemos dedicarnos a seguir buscando. Tenemos que indagar por todos lados… voy
a consultar con un amigo oriental…
—No –dijo de inmediato Anamaría—, prefiero que todo
esto quede entre nosotras. No quiero involucrar a más personas. Al fin y al
cabo yo soy la responsable de todo esto…
—Ok. Me parece bien –dijo Laura María algo
mosqueada por aquella reacción—, pero voy a consultar de todos modos sin
explicar nada, como una simple curiosidad. Algo hemos de descubrir…
—Está bien –cedió Anamaría—, yo voy a seguir
practicando los hechizos y buscando por mi lado acerca de los tulpas. Algo
encontraré.
En eso quedaron y se despidieron. Algo, una pequeña
discordancia, como una pequeña llaga, se había abierto entre ellas en aquel
instante, pero ninguna dijo nada. Era demasiado pronto como para comenzar con
ese tipo de tonterías.
Laura María subió a su estudio y buscó algunos
números telefónicos y direcciones de correos electrónicos. Rodeó los que le
parecieron importantes y de inmediato los añadió a su Skype. Marcó algunos y no
obtuvo respuestas así que envió correos electrónicos y revisó posibles
rechazos. Eran personas que al igual que la doctora Gwendolyne, había conocido
en sus distintos viajes de especialización alrededor del mundo. Personas
casuales, pero que de alguna manera le habían mostrado algún interés por las
cuestiones de corte espiritual.
Había quedado sumamente asombrada por la capacidad
de su nueva amiga para apagar y encender la vela. Pero aquello, lo que les
tocaba por recorrer aún, no era un juego de encendido y apagado de velas. El
peligro que iban a recorrer, porque estaba convencida de que lo harían juntas,
era más profundo que la capacidad de encender y apagar velas. Suspiró
profundamente al enviar el último email. Ojalá pudieran encontrar las
soluciones adecuadas y precisas para aquella encrucijada.
Anamaría subió en su automóvil y condujo hasta su
casa. Allí, como un adicto vuelve continuamente a su droga, abrió el libro de
hechizos que había estado leyendo antes de salir hacia casa de Laura y continuó
las prácticas. Practicó hasta muy entrada la tarde y después, debido a la falta
de sueño por más de veinticuatro horas, cayó en un profundo sueño. Sueño que la
llevó a las profundidades de su subconsciente. El sol por la ventana comenzaba
a ocultarse cuando entró en la zona de las
profundidades.
***
“…yo soy la responsable de esto” –le había dicho a
Laura María.
Y lo era, pero era una responsabilidad relativa
debido a la distancia y el olvido del tiempo y el espacio.
Con ese pensamiento, Anamaría Landa Wélchez, se
hundió en el sueño.
La idea era dormir unas cuantas horas, recuperarse
del profundo cansancio que se le había acumulado en el cuerpo y luego volver a
despertar con la intención de continuar con sus lecturas y sus prácticas.
No sintió como si soñara al caer en las
profundidades del sueño. No. Fue la sensación de desdoblarse. Sintió como si el
cuerpo espiritual, de lo cual su actual yo apenas sabía nada, se hubiera
incorporado dentro del cuerpo físico y después dando un saltito brincado hacia
las profundidades de la tierra.
Se hundió durante un tiempo y no tuvo consciencia
de él porque en el mundo de los sueños no se tiene consciencia de tal magnitud.
Simplemente se hundió y llegó a una inmensa cueva. Recordó la pregunta de Laura
María con mucha claridad:
“¿Y si te adormece como lo hizo cuando tenías
dieciocho años?”
La pregunta, aquí, en el mundo de los sueños,
también quedó sin respuesta.
Estaba en una inmensa cueva. Ella, Laura, le había
contado, el día que se conocieran, de haber estado en una cueva inmensa que
atravesaba la tierra casi de lado a lado. ¿Era acaso aquella la misma cueva?
¿Acaso su inconsciente lo había recordado y mediante los sueños la había
arrastrado hacia ese lugar tal como se lo había imaginado mientras ella se lo
contaba? Pero, no. Aquel lugar le parecía muy real.
Se trataba de una cueva de paredes redondeadas
quizás de un kilómetro de circunferencia, o más, o menos… no podría definirlo.
“Si, ésta debe ser la cueva”.
Era un lugar oscuro, pero no tanto como para no
ver. Porque en los sueños cuando uno se lo propone lo ve todo a pesar de las
espesas tinieblas. Miró hacia atrás y hacia adelante, o por lo menos donde ella
consideró que estaban estas dos orientaciones humanas. Allí se vía la oquedad
alejarse en línea recta hacia las profundidades. No había fin.
Se miró las manos. Allí estaban, eran sus manos de
siempre. Pero había algo… algo que no identificó en el primer momento. Algo
extraño.
“Cuando pensé que dormía me halé los dedos de la
mano y como se me estiraron, supe que estaba dormida” ¿Quién le había dicho
aquello? y ¿Por qué dudaba que estuviera durmiendo?
Se haló el dedo índice y no, no estaba durmiendo.
Le dolió. ¿Cómo era eso posible?
En el bachillerato habían leído, obligadas, La
Divina Comedia de Dante Alligheri. Lo que más le había impactado no eran las
palabras que le habían parecido bastante complicadas a pesar de que, según la
profesora, era una versión en prosa y la original estaba en verso, las
imágenes. Las imágenes la habían impactado. Eran de Gustave Doré y mostraban
escenas de tormento realmente impactantes. Aquel lugar se parecía a aquello y
además, recordaba que el poeta al entrar había sido guiado por otro poeta a una
cueva. Quizás por eso lo había asociado. Porque aquel lugar era una cueva, y
muy oscura.
Lo más raro era la sensación de no estar dormido,
sino…
En estas meditaciones estaba cuando lo sintió.
Una gran presencia llena de maldad lo inundó todo y
sus ojos se llenaron de esa oscuridad. Hasta pudo escuchar, con gran claridad,
cuando un golpe seco cortaba los hilos de plata con los cuales su cuerpo
espiritual se unía al material.
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