martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 12



XII

Cuando Anamaría Landa y Laura María Fernández se conocieron, de inmediato se estableció entre ellas una gran amistad. Fue algo simple y casi natural. Las presentó Carlos Alberto, un par de días después del rescate de don Carlos José.
—Mamá –dijo Carlos Alberto—, ella es Anamaría Landa.
—Ana ella es mi madre, Laura María Fernández.
—¡Muchos gusto, Laura, Carlos me ha hablado mucho de usted!
—Mmm –dijo Laura María mirando a su hijo menor—, espero que no cosas malas, sino ya va a ver este cipote.
E hizo el gesto de darle en la cabeza con la mano. Carlos se agachó.
—No, sólo cosas maravillosas –exclamó Anamaría abrazando a Carlos.
Estaban justamente en una salita del hospital donde habían operado a Oliver. Carlos Alberto, había ido junto a Anamaría, a visitar al policía, pero este en ese momento estaba inconsciente. Así que habían ido a la oficina temporal que una colega le había prestado a una animada doctora que parecía de regreso. Ya llevaba dos días allí con la excusa de atender personalmente a su paciente y parecía más animada que nunca al volver a ese ambiente del cual había decidido marcharse.
Su hijo y su amiga habían entrado después de tocar. Era muy temprano y de repente le había dado un poco de hambre y se estaba levantando para ir por uno de aquellos bocadillos de queso que descubrió se vendía en la cafetería del primer piso.
—¿Lograron ver a Oliver? –preguntó Laura.
—Sí –respondió Carlos—, pero él ni se enteró. Está dormido.
—Ah, si –Laura miró su reloj— despertará dentro de una hora suplicando algo para el dolor.
—Oh, ya. ¿Y qué tal salió todo? –preguntó Anamaría con verdadera curiosidad.
—Una operación exitosa en un cien por ciento –dijo Laura.
—Mi madre –dijo con mucho orgullo Carlos Alberto— es la mejor del mundo.
—Mmm –dijo Laura— todos los hijos creen eso de sus padres.
—No de veras.
—Iba a la cafetería –anunció Laura María— les invito a un café. A mí la lombriz me pide comida.
—Ok –dijo Carlos Alberto.
—Está bien –dijo Anamaría.
Entonces bajaron del tercero al primer piso.
Mientras bajaban en el ascensor, la doctora se dirigió a su nueva conocida:
—¿Y qué tal su padre?
—Oh, excelente. Ha permanecido recuperándose durante estos días. Nos contó todo lo vivido durante esas horas y nos ha dicho que es lo más terrible que ha pasado. Es algo que jamás olvidará. Una experiencia infernal que no se le desea a nadie.
—Sí, debe ser terrible –dijo Laura—. Mi hijo me ha contado todo y sí debe ser terrible. Y es que ese pueblo…
—¿Conoce usted el Álamo?
—Oh, sí… pasé una experiencia bastante… no sé cómo decirlo…
—¿En el Álamo? –se interesó Anamaría.
En ese momento la puerta del ascensor se abrió y salieron a la sala de recepción que era el lugar donde desembocaba. De allí doblaron hacia la derecha. Allí, como si se tratara de un centro comercial, había tiendas hasta de tarjetas de navidad y felicitaciones, juguetes, farmacia, restaurante y cafetería. Ellos enfilaron hacia la cafetería.
Había, en el local, unas diez personas ubicadas y diseminadas por todo el espacio que ocupaba el lugar. Se acercaron a una mesita que estaba junto a un vidrio transparente que daba al estacionamiento. Allí se sentaron y una mujer enfundada en una especie de delantal y mallas negras se les acercó con una sonrisa. Les entregó un menú plastificado y esperó con su libreta de órdenes lista para escribir lo que tuviera que escribir.
—Me trae uno de esos deliciosos capuchinos –dijo Laura—, y una burrita de queso y frijoles.
La mujer apuntó y esperó la orden de los demás que al final sólo pidieron un café con leche. Ambos. La mujer lo apuntó y se marchó.
—¿Qué tipo de experiencia tuvo con el Álamo? –insistió Anamaría como si la conversación o se hubiera cortado minutos antes.
—Es algo complicado –dijo Laura mirando a su hijo directamente a los ojos—. Ocurrió hacer tanto tiempo que…
Se detuvo porque iba a añadir que casi ni se acordaba de todo aquello, pero era mentira, se acordaba de todo porque había sido una experiencia única. Sobrenatural si podría decirse en todos los aspectos de su existencia. Aquello había significado muchas cosas para toda su vida y sus creencias más profundas.
Después de volver a su casa cuando ya la daban por muerta junto a su acompañante, quien después sería su esposo, y un perro tan valiente como ninguno, todo había cambiado para ella. Había seguido con su vida, terminado la carrera de medicina, convertido en madre, casada, pero ya nada fue igual. La realidad se había convertido en un verdadero espejismo.
No olvidaba que previó a aquel viaje al Limón, había intentado quitarse la vida mediante el uso del uso más común por las personas deprimidas: cortarse las venas. Y que una serie de sueños entrecruzados donde varias vidas al mismo tiempo, como una maraña de telas de araña se lo habían impedido. La experiencia en la cueva y la absorción de aquel ser lleno de maldad, a veces, venía con tanta nitidez a su consciencia que la hacía estremecerse de admiración y temor al mismo tiempo. Pero no se trataba de un temor de miedo sino de reverencia por todo lo vivido hasta ese momento.
—Es una experiencia al sobrenatural, si se puede decir –dijo al fin.
—¿De veras? –se interesó Anamaría prácticamente echándose hacia adelante y apoyando los codos en la mesa.
—Sí, algo así.
—Pues yo también tuve mis experiencias sobrenaturales que involucran el Álamo y sobre todo su iglesia.
La piel blanca de Laura pareció encenderse unos segundos al escuchar la palabra iglesia. Carlos Alberto que conocía las historias de ambas no les encontraba relación, pero estuvo seguro que ellas encontrarían dichas relaciones. De pronto estaba excluido de dicha conversación.
—Voy a ir a ver si ya despertó Oliver –dijo levantándose.
Su madre y su amante le miraron como si hubiera roto un encantamiento entre ambas. No le dijeron nada y él se levantó dejándolas solas.
—¿Hay algo raro allí, verdad? –preguntó Laura María.
—Sí. Lo sé.
Unos segundos de silencio. Silencio que fue roto por Laura María al decir:
—Cuando yo tenía veinte años, allá por 1971, hicimos un viaje de trabajo universitario con varios compañeros a unas tierras que tiene mi padre en un pueblo llamado El Limón. Todo iba bien hasta que algo, una noche, un día antes de emprender el regreso, me hizo entrar en una cueva en plena madrugada. Me desperté justo en medio de una gran oscuridad, y casi a cinco kilómetros más o menos del Limón, pero metida en una caverna. No tuve consciencia de nada hasta despertar.
Anamaría la escuchaba casi arrobada porque aquel caso era parecido al suyo. Laura se detuvo unos segundos porque llegó la muchacha con los pedidos y los colocó en la mesa. Ella tomó su taza de café y se la llevó a los labios, luego colocó dicho objeto sobre un platito y continuó:
—Cuando desperté estaba allí, casi sola, o al menos eso era lo que pensaba. Algo estaba observándome en la oscuridad y se me acercaba. Apestaba a…
—Ropa podrida –completó Anamaría.
—Sí –dijo la mujer mirándola con mayor interés—, más o menos ese era el olor. Un hedor espantoso que me hacía llorar los ojos, me asfixiaba y me hacía querer vomitar… pero también, y esto siempre lo he considerado como una de esas fuerzas que nos manda el destino, o Dios, o como se le quiera llamar, había mandado un animalito pequeño para ayudarme.
Otro silencio, otro sorbo de café.
—Un perrito, el cual había visto días antes entre las matas de huerta de los terrenos de mi padre, me había seguido mientras caminaba dormida en la madrugada y de alguna manera fue por ayuda. La ayuda vino, horas después en la forma del cura del pueblo vecino que curiosamente había sido uno de mis mejores amigos en la escuela y quien al final se convirtió en mi esposo, el padre de Carlos. El perrito aquel fue por él y cuando llegaron hasta donde yo estaba me encontraron flotando a unos seis metros del suelo… eso me ha dicho Jorge, mi esposo. Y le creo… pero lo que recuerdo yo es haber tenido una lucha, podría decir casi a muerte con aquella cosa que era inmaterial y sin tiempo. Esa cosa se metió aquí –se señaló la cabeza— y quería devorarme. No sé si lo he dicho bien, pero así fue. Quería tragarse mi alma y poseer mi cuerpo, pero yo terminé absorbiéndolo a él. Después de eso, fue como si la comprensión del universo hubiera caído sobre mi consciencia. Comprendí la creación, la vida y todas las vidas que vivimos al mismo tiempo… bueno, es algo confuso, pero era una sensación como de estar en varios sitios distintos y de distintas épocas a la vez.
Ambas como en un movimiento coordinado tomaron sus respectivas tazas de café y sorbieron un poco. Se miraron y sonrieron como dos viejas amigas. Había algo allí que parecía conectarlas.
—No sé cuánto tiempo estuve suspendida en el aire en aquella lucha que yo he comparado siempre de la oscuridad y de la luz. Lo cierto es que cuando desperté ya estaba en brazos de Jorge, el perrito había ido por él. Lo reconocí, pero no sentía miedo, ni temor por nada. Estábamos en una cueva, era evidente, pero no tenía miedo. Éramos tres extraños en un mundo extraño. Comenzamos a caminar y caminar. Caminamos días y días. Encontramos agua subterránea y nos mantuvimos comiendo setas que crecían en las paredes de la cueva. Pasábamos por zonas iluminadas por los rayos del sol que de alguna manera se filtraban hasta allá abajo. Tampoco carecíamos de oxígeno. De vez en cuando observábamos la enormidad de aquello. Era una estructura inmensa, como un tubo de esos del drenaje, pero aumentado cienes de veces. Nos sentíamos como deben de sentirse las hormigas dentro de un tubo del drenaje. Y lo más curioso era que aquella estructura era totalmente recta. En ningún momento nos encontramos con un recodo. Y es un lugar, que estoy segura aún está allí. Oculto debajo de la tierra y se extiende por kilómetros y kilómetros de distancia en línea recta. Al cabo de dos meses, más o menos, encontramos un hueco en uno delos costados de la estructura que parecía subir en un ángulo de unos cuarenta grados. Comenzamos a subir y subir durante horas, hasta que llegamos a una especie de recodo donde dicha cueva diminuta se ponía a cero grados. Allí, Jorge, notó algunos puntos de luz arriba y abrió un agujero.
Aquí se detuvo en su relato como para organizar un poco más sus palabras.
—Empujó sobre el techo y estábamos en la iglesia del Álamo. Fue simple el empuje y simple la salida. Salimos justo al pie de un viejo altar de esa iglesia que por lo que aparentaba llevaba años completamente cerrada. Estuvimos allí en el interior hasta que se hizo de noche. Queríamos descansar y además, no sabíamos porque, no queríamos que los habitantes de aquel pueblo nos vieran. Era una sensación como de haber surgido a un mundo extraño. Cuando se hizo de noche, casi a las diez cuando supusimos que los habitantes del pueblo estaban acostados, pues no escuchamos ni el simple ladrido de un perro, salimos y nos encaminamos hacia la salida. En aquellas épocas los viajes y los caminos eran malísimos, pero nosotros, abrazados, pues ya nos habíamos declarado nuestro amor… salimos de allí. La sensación de que aquel pueblo era como una especie de ojo gigante que nos observaba se mantuvo durante todo el trayecto hasta el desvío que ahora trae a Tegucigalpa. De allí, sin detenernos detuvimos uno de aquellas viejas baronesas y nos trajeron a la ciudad. Llamamos a nuestros padres y estos acudieron por nosotros… pero la sensación de que ese pueblo es una especie de boca a algún lugar, u ojo de maldad se mantuvo…
Guardó un buen rato silencio. Tomó otro sorbo de café y le dio una mordida a su comida. Masticó y esperó. Al volver a exteriorizar una vez más aquello, después de tanto tiempo, parecía volverla a liberar de tan lejanos y viejos fantasmas.
—Después, cuando el tiempo fue pasando e hice mi propia familia fui acumulando informaciones, noticias acerca del Álamo. Desde su fundación, ese pueblo, parece haber sido maldito ¿Sabía usted que el cura que erigió la iglesia fue asesinado por esbirros de un explotador administrador en mil novecientos diez? Muchos afirman que fue gente del pueblo, pero buscando entre varios papeles muy antiguos, un día, descubrí una carta de dicho cura que se llamaba José de la Cruz Alcántara. Se la envió, unos días antes de su asesinato, al monseñor de aquella época de Tegucigalpa. En dicha carta, aquel joven pastor, venido del Sur de las Américas, le contaba… o mejor dicho, le pedía su intervención de rescate del pueblo del Álamo ante los abusos del poder militar y administrativo de la mina… según se puede leer, aquellas gentes eran explotadas sin misericordia por soldados y políticos sin oportunidad de salvación. Murieron niños, ancianos y hasta mujeres tratando de escapar del lugar…  y también he seguido las tragedias de ese lugar.
Miró a Anamaría con bastante interés.
—Se parece mucho a su tía, abuela –le dijo al fin.
—¿Mí tía Azucena?
—Sí, la hermana de su abuelo don Esteban Landa. Tengo algunas pinturas de ella…
—¿Cómo sabe de ella? –preguntó intrigada Anamaría.
—Como le dije… me he dedicado, casi como una obsesión para entender muchas cosas, durante muchos años, a recopilar la historia de esos lugares. Y lo que entendí, desde el principio, es que El Ocotal y el Álamo son dos pueblos nacidos casi al mismo tiempo. Y ambos parecen ligados a una misma historia: la tragedia. Sé que su tía Azucena se enamoró, desde muy pequeña de un muchacho llamado Antonio; que ese amor lo prohibió de entrada su padre don Jonathan Landa. Y hasta llegó a separarlos por medio de los continentes. Pero cuando regresó de Europa, su tía, con veinte años de edad se fugó, prácticamente con Antonio. Alguien de El Álamo urdió un plan para apoderarse de sus tierras y para lograrlo incriminó a don Jonathan. A Antonio, el amor de su tía, lo mandó matar ese personaje de la mina del Álamo para incriminar a don Jonathan, pero por un extraño giro de los acontecimientos el verdadero criminal fue encontrado. A partir de entonces, su tía se volvió casi una ermitaña. Pintaba, pero sus temas ahora era casi de orden esotérico. Muchos del pueblo decían que su tía era una bruja. Tengo algunos reportes de un famoso recopilador de leyendas de los pueblos donde relata algunas. En ellas se ve a una bruja volando sobre escobas, bailando desnuda en el bosque… todas esas coas. Pero además, después de aquel año que fue 1950, el de la muerte de Antonio, comenzaron a suceder cosas raras en el lugar. Cosas como por ejemplo que los robles y los pinos se volvían álamos y que la tierra de blanco o negra pasaba a roja como la sangre. También la vista, por muchas personas de una especie de animal de aspecto blanco y alargado de ojos rojos y de mal olor…
Anamaría se estremeció de pies a cabeza. Aquella mujer sabía de aquello. Eso pareció anudar un poco más la simpatía que ya había comenzado a sentir por ella.
—Esas apariciones, las he rastreado y tengo algunos álbumes donde se les menciona casi sin establecer una relación entre ellas, pero yo sé que las hay. Esas apariciones comenzaron después de la muerte de Antonio. Cuando en 1971 nosotros salimos por aquel agujero de la tierra nos pareció oler algo parecido a la ropa podrida en aquel lugar, como si esa iglesia abandonada fuera su guarida. La guarida de ese ser que muchos afirmaban haber visto… y ya sabe. Cuando algo se ve con frecuencia es porque posiblemente exista. Yo nunca he regresado al Álamo porque lo asoció a esos días en las entrañas de la tierra, y sé que allí está esa vía para volver allá. Pero me da miedo… es increíble, no. Allá abajo me sentía tan segura de mi misma, pero con el paso de los años aquello me fue provocando pavor.
—Sí… a mí me sucede lo mismo. Después de… pero tengo que contarle lo que me sucedió a mí, para que comprenda lo que siento por ese lugar. Ya que estamos.
—Espera un momento –dijo la doctora masticando otro buen pedazo de su alimento y tomando varios sorbos de café—. Esto es mejor tomarlo caliente.
—Eso sí.
Las dos mujeres parecían amigas antiguas que se encuentran en un determinado lugar y empiezan a contarse todas sus peripecias después de tanto tiempo sin verse.
—Ahora sí –dijo Laura María sacudiéndose algunas migas con las dos manos.
—Me siento un poco rara contando estas cosas, pero es que es algo que no se puede contar así por así sin que la consideren a una, una loca. Ni siquiera a mis mejores amigas, las que estaban conmigo cuando sucedió aquello se los conté todo porque temía me consideraran una loca de remate.
Hizo una pausa y respiro hondo antes de contarle su historia:
—En 1990, cuando tenía dieciocho años, y tenía una semana completa de vacaciones en la universidad, se nos metió a mis amigas de entonces y a mí irnos de día, o días de campo. Comenzamos a buscar algún lugar fuera de Tegucigalpa porque todo allá nos aburría o nos recordaba esa atiborrada ciudad. Mi padre, entre sus propiedades, en aquellos días, había recibido de mi abuelo una casa llamada La Casona. A esa casa, yo no lo recordaba, ya habíamos venido muy pequeños y según mi abuelo habíamos tenido malas experiencias, pero yo no lo recordaba. Pues, mi madre me dijo que podría venir a La Casona con mis amigas y que allí la pasaríamos muy bien. Decidimos hacerlo. La Casona es…
—Sí, ya sé que es… se menciona mucho en las noticias que te le he comentado. Era la vieja casa construida por el padre de Azucena… una hacienda muy próspera de los Landa en aquella zona.
—Sí y aún sigue allí.
Anamaría recordando aquellos días lejanos prosiguió:
—Nos fuimos al Álamo, entonces y nos establecimos como amas y señoras del lugar de inmediato. Los problemas comenzaron aquel mismo día, creo… porque si soy sincera conmigo misma fue cuando conocí a Juan José cuando comenzaron los problemas. A veces trato de comprender qué fue lo que sucedió aquel día, pero nunca he podido… mis amigas y yo, después de instalarnos en La Casona, decidimos bajar al pueblo para conseguir unos caballos para montar y divertirnos entre los caminos del pueblo como amazonas. Bajamos al pueblo del Ocotal y llegamos a la hacienda de las personas que supuestamente alquilaban caballos. De entrada nos dijeron que no y nosotras muy contrariadas y enojadas ya íbamos de regreso hacia La Casona cuando llegó Juan José. De inmediato, y eso es algo que no he podido olvidar a pesar del paso de los años, cuando nuestras miradas se cruzaron sentí como si ya le conociera… yo no sé es algo que no he sentido otra vez con nadie más y no conozco a nadie que haya sentido eso mismo. Y él, más adelante, me confesaría que había sentido lo mismo. Allí había algo… entonces, nos pusimos de acuerdo para lo de los caballos. Él, al siguiente día, llevaría los animales hasta La Casona y nos acompañaría a dar el paseo, como guía. Así lo hizo. Nos llevó los caballos y nos llevó por donde él consideraba los lugares más interesantes, el viejo camino, la represa perteneciente a su familia. Y por la tarde cuando entregamos los caballos él y yo… —Anamaría se puso algo colorada por el recuerdo—, fuimos a caminar casi de manera inadvertida y sucedió lo que sucede cuando un hombre y una mujer se gustan… lo extraño de todo esto fue que yo lo amaba con todo mi corazón y no sabía porque. Era alguien a quien acababa de conocer prácticamente.
Anamaría se detuvo en aquel punto y miró hacia afuera. Un grupo de tres personas pasaban en aquel momento del otro lado del vidrio empujando una silla de ruedas. Una mujer de muchos años iba sobre la silla, dos niñas y un hombre junto a una mujer la empujaban. El día parecía pálido. Eran los últimos días del año y todo parecía haber tomado ese aspecto de metal que toman las cosas en diciembre.
—El siguiente día –continuó—planeamos con mucho entusiasmo acampar en un cerro que hay detrás de La Casona. Él se ofreció a acompañarnos. Y así lo hizo también. Contamos historias, lo típico de un campamento y nos acostamos. Yo en la tienda con él y mis amigas en otra. En la madrugada, lo recuerdo muy bien, había luna llena y hacía frío y a mí me dieron ganas de orinar. Me levanté y fui hacia unas rocas. Allí me agaché y oriné— se detuvo a pensar un poco en aquello—. Cuando me estaba levantando de las cuclillas olí ese extraño olor a ropa podrida y me pareció ver una criatura blanca entre los árboles. De allí en adelante no recuerdo nada. Cuando volví a abrir los ojos, estaba debajo de la iglesia… o en ese túnel que usted ha mencionado. Algo me llevaba hacia allá, pero José Juan había llegado para rescatarme… la cosa aquella que era blanca, apestosa y de ojos rojos se le echó encima y lo mató. Él me gritó que huyera del lugar. Yo hui. Estaba descalza y me corté en varios sitios corriendo por aquellos caminos. Logré regresar al Ocotal, pero tenía la psiquis destrozada. Aun hoy en día no sé porque no me volví loca del todo. Aun escucho el crujido de los huesos de José Juan cuando aquella cosa lo estaba matando. Y su grito cuando me pidió que me alejara de allí de inmediato… yo pensé que aquella cosa me perseguiría, pero no lo hizo… lo difícil vino después. Explicarles a sus padres lo sucedido. Ellos fueron a buscarle, por lo menos su padre y otros hombres, pero no lo encontraron… la cueva estaba allí, pero había habido un derrumbe, no pudieron ir a ningún lado. Yo, después de aquella primera y única vez con él en…había quedado embarazada y se lo tuve que explicar a mis padres y luego presentar a la niña ante sus abuelos paternos. Ellos aceptaron a mi hija como un regalo de Dios y la amaron como debieron amar a su único hijo varón… cuando mi hija cumplió quince años la llevé al Álamo porque así como se la he contado a usted, le conté la historia de su padre y ella quería conocer el lugar. Para entonces ya habían puesto un piso nuevo y no había nada allí… pero parecía haber una soledad inmensa en el lugar. Y esa sensación de que algo me miraba que usted ha mencionado también la sentí allí… nunca he regresado a ese pueblo y espero no hacerlo nunca más… pero la vida es un poco misteriosa, cuando conocí a su hijo, y debido a lo agradecida que estaré con él toda la vida por haber salvado a mi hija y a mis nietos, nos asomos al Álamo… y ya ves ahora paso mucho tiempo allí en la mina y a veces me quedo contemplando aquel lugar con bastante nostalgia como si eso fuera capaz de revivir a los muertos. Han pasado más de veinticuatro años y aún no me acostumbro a la idea de que allí, en algún lugar debajo de esa iglesia están sus huesos… pero también me he preguntado en incontables ocasiones ¿Por qué no me atacó ese ser a mí sino a él? ¿Qué quería hacer conmigo? –una larga pausa—. Ahora que usted me ha contado su experiencia y ha dicho que sentía que aquella cosa se la quería devorar me pregunto si no quería hacer lo mismo conmigo y además ¿Qué es esa cosa? ¿De dónde vino? ¿Por qué existe?
Ahora un silencio más extenso se estableció entre ellas. Pero no era un silencio molesto sino una especie de espacio de reflexión después de la confesión. Los comensales que habían encontrado allí habían cambiado y ahora eran otros. Era como si el tiempo se hubiera extendido, al igual que sus historias, allí.
—¿Qué cree qué sucede allí en el Álamo? –preguntó al fin Anamaría que ya había comenzaron a considerar a aquella mujer mucho más erudita que ella. Y es que si se ponía a comparar historias, la de ella, había sido más profunda. Más extraña.
—Lo he pensado mucho –dijo Laura María acariciando una taza de café ya vacía con ambas manos— y he llegado a la conclusión que jamás comprenderé todos los misterios del universo. Porque ¿Quién o qué hizo ese enorme agujero debajo de la tierra? ¿Para qué? ¿De dónde era ese ser inmaterial que quería tragarme? Y aunque he conocido esas respuestas sigo sin entender nada. Ese ser que dice la llevó hasta esa iglesia, existe. Es una especie de ente malévolo, como lo dicen en esas narraciones que se han convertido en leyendas del Ocotal. Es algo que ha vivido allí desde los años cincuenta y que creo tienen mucha relación con su tía abuela Azucena, la pintora. De alguna manera ella fue la responsable de su aparición. No sé cómo lo sé, pero algo de eso hay. No sé si en la actualidad dicho ente esté activo, pero creo que sí.
—¿Cómo saberlo?
—El señor Oliver Pavón que está ahora allá en el tercer piso creo, podría referirnos algo al respecto. ¿Recuerda el caso de la familia Montalvo Márquez?
—¿La de los niños y su padre loco?
Laura María asintió.
—¿Cree que se relacionen con ese ente?
—Creo que él fue quien indujo la locura de Hugh Montalvo… yo leí algo en los periódicos, pero claro, los periodistas no tienen mucha imaginación para lo sobrenatural. Los niños que encontraron en el fondo del pozo de La Casona huían de algo y no era de su padre… bueno quizás si al inicio, pero después no.
Llevaban allí más de media hora y la mesera ya había comenzado a inquietarse un poco. Pagaron lo consumido y buscaron el ascensor de subido hacia el tercer piso. Guardaron un profundo silencio mientras subían. Como si estuvieran revolviendo las ideas para encontrarle un sentido a aquellas cosas.
—¿A qué se dedica últimamente? –le preguntó Laura María a Anamaría
—¿En la cuestión del trabajo dice?
—Uju.
—Pues soy arquitecta, pero no necesito trabajar mucho últimamente. Ya ves, la mina, las posesiones… tenemos algunas empresas. En los últimos días me he puesto a pintar. He descubierto que tengo esa destreza como mi tía abuela.
—¿Le gustaría ir a una sesión de hipnotismo?
Anamaría experimentó esa sensación de deja vú que hacía mucho tiempo ya no sentía. Alguien, le dijo su mente, te va a preguntar algo en este momento ¿O ya lo hizo? Y ese algo es algo referente al espiritismo.
—¿Y para qué? –preguntó sin sentirse enojada ni molesta.
—A través de los años, he comprendido que sólo nuestra propia memoria es capaz de encontrar la verdad a nuestras más profundas interrogantes. Cuando me contaba lo de José Juan…
—Juan José –le corrigió de inmediato.
—Juan José, perdón… cuando me lo contaba, pensé en esas múltiples vidas que vivimos los seres humanos…
—¿Múltiples vidas?
—Sí… no le conté esa parte, pero antes de ir hacia El Limón yo intenté suicidarme cortándome las venas… ahora no tengo ningún problema en contar estas cosas, pero después de hacerlo, de querer contármelas ya todas esas reglas sociales parecieron volar de mi consciencia. Pues, no me corté las venas porque algo en ese momento me hizo recordar varias experiencias, casi sueños, al mismo tiempo. Fue una sensación muy, muy extraña. Como si varios sueños tenidos en distintos momentos se unieran en uno solo en mi consciencia y que esos sueños ya no eran sueños sino vidas que yo misma estaba viviendo en distintos mundos y tiempos en aquel instante. Y todos aquellos sueños, aquellas vidas, era yo. Y todos me estaban diciendo: no lo hagas. Fue como una revelación. Comprendí, de golpe, que la vida no es una sola sino varias a la vez. Que el tiempo como tal: pasado, presente y futuro, no existen para el alma humana. Que uno vive muchas vidas al mismo tiempo… más adelante, con la ayuda de mi esposo, el ex sacerdote –sonrió— acudimos a sesiones de hipnotismo y pude comprobar mis teorías. Sí, yo he vivido, viviré y estoy viviendo en muchos lugares y tiempos al mismo tiempo. Esta vida sólo es una proyección de mi consciencia… ¿Es algo loco no?
Anamaría asintió porque de todo aquello apenas había entendido muy poco.
Pero ¿Asistir ella a una sesión de hipnotismo?
—No hay problema sino quiere –le dijo Laura María abriéndole la puerta de su oficina temporal para que entrara—. Sólo era una sugerencia para comprender eso del reconocimiento de Juan José y usted en aquellos días.
Anamaría lo pensó mejor y se dijo que quizás la idea no era tan mal. Quizás así comprendería de una vez por todas, aquello. Y además era probable que encontrara algún significado a aquel enorme vacío que a veces sentía al pensar aún en él. Pero, tendría que pensárselo un poco más. No era una idea nueva en su mente. Ya, en el pasado, había pensado en acudir a un psicoanalista, o a un loquero… porque algunas veces, cuando se creía única en aquella experiencia, se había considerado una loca.

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