XII
Cuando Anamaría Landa y Laura María Fernández se
conocieron, de inmediato se estableció entre ellas una gran amistad. Fue algo
simple y casi natural. Las presentó Carlos Alberto, un par de días después del
rescate de don Carlos José.
—Mamá –dijo Carlos Alberto—, ella es Anamaría
Landa.
—Ana ella es mi madre, Laura María Fernández.
—¡Muchos gusto, Laura, Carlos me ha hablado mucho
de usted!
—Mmm –dijo Laura María mirando a su hijo menor—,
espero que no cosas malas, sino ya va a ver este cipote.
E hizo el gesto de darle en la cabeza con la mano.
Carlos se agachó.
—No, sólo cosas maravillosas –exclamó Anamaría
abrazando a Carlos.
Estaban justamente en una salita del hospital donde
habían operado a Oliver. Carlos Alberto, había ido junto a Anamaría, a visitar
al policía, pero este en ese momento estaba inconsciente. Así que habían ido a
la oficina temporal que una colega le había prestado a una animada doctora que
parecía de regreso. Ya llevaba dos días allí con la excusa de atender
personalmente a su paciente y parecía más animada que nunca al volver a ese
ambiente del cual había decidido marcharse.
Su hijo y su amiga habían entrado después de tocar.
Era muy temprano y de repente le había dado un poco de hambre y se estaba
levantando para ir por uno de aquellos bocadillos de queso que descubrió se
vendía en la cafetería del primer piso.
—¿Lograron ver a Oliver? –preguntó Laura.
—Sí –respondió Carlos—, pero él ni se enteró. Está
dormido.
—Ah, si –Laura miró su reloj— despertará dentro de
una hora suplicando algo para el dolor.
—Oh, ya. ¿Y qué tal salió todo? –preguntó Anamaría
con verdadera curiosidad.
—Una operación exitosa en un cien por ciento –dijo
Laura.
—Mi madre –dijo con mucho orgullo Carlos Alberto—
es la mejor del mundo.
—Mmm –dijo Laura— todos los hijos creen eso de sus
padres.
—No de veras.
—Iba a la cafetería –anunció Laura María— les
invito a un café. A mí la lombriz me pide comida.
—Ok –dijo Carlos Alberto.
—Está bien –dijo Anamaría.
Entonces bajaron del tercero al primer piso.
Mientras bajaban en el ascensor, la doctora se
dirigió a su nueva conocida:
—¿Y qué tal su padre?
—Oh, excelente. Ha permanecido recuperándose
durante estos días. Nos contó todo lo vivido durante esas horas y nos ha dicho
que es lo más terrible que ha pasado. Es algo que jamás olvidará. Una
experiencia infernal que no se le desea a nadie.
—Sí, debe ser terrible –dijo Laura—. Mi hijo me ha
contado todo y sí debe ser terrible. Y es que ese pueblo…
—¿Conoce usted el Álamo?
—Oh, sí… pasé una experiencia bastante… no sé cómo
decirlo…
—¿En el Álamo? –se interesó Anamaría.
En ese momento la puerta del ascensor se abrió y
salieron a la sala de recepción que era el lugar donde desembocaba. De allí
doblaron hacia la derecha. Allí, como si se tratara de un centro comercial,
había tiendas hasta de tarjetas de navidad y felicitaciones, juguetes,
farmacia, restaurante y cafetería. Ellos enfilaron hacia la cafetería.
Había, en el local, unas diez personas ubicadas y
diseminadas por todo el espacio que ocupaba el lugar. Se acercaron a una mesita
que estaba junto a un vidrio transparente que daba al estacionamiento. Allí se
sentaron y una mujer enfundada en una especie de delantal y mallas negras se
les acercó con una sonrisa. Les entregó un menú plastificado y esperó con su
libreta de órdenes lista para escribir lo que tuviera que escribir.
—Me trae uno de esos deliciosos capuchinos –dijo Laura—,
y una burrita de queso y frijoles.
La mujer apuntó y esperó la orden de los demás que
al final sólo pidieron un café con leche. Ambos. La mujer lo apuntó y se
marchó.
—¿Qué tipo de experiencia tuvo con el Álamo?
–insistió Anamaría como si la conversación o se hubiera cortado minutos antes.
—Es algo complicado –dijo Laura mirando a su hijo
directamente a los ojos—. Ocurrió hacer tanto tiempo que…
Se detuvo porque iba a añadir que casi ni se
acordaba de todo aquello, pero era mentira, se acordaba de todo porque había
sido una experiencia única. Sobrenatural si podría decirse en todos los
aspectos de su existencia. Aquello había significado muchas cosas para toda su
vida y sus creencias más profundas.
Después de volver a su casa cuando ya la daban por
muerta junto a su acompañante, quien después sería su esposo, y un perro tan
valiente como ninguno, todo había cambiado para ella. Había seguido con su
vida, terminado la carrera de medicina, convertido en madre, casada, pero ya
nada fue igual. La realidad se había convertido en un verdadero espejismo.
No olvidaba que previó a aquel viaje al Limón,
había intentado quitarse la vida mediante el uso del uso más común por las
personas deprimidas: cortarse las venas. Y que una serie de sueños
entrecruzados donde varias vidas al mismo tiempo, como una maraña de telas de
araña se lo habían impedido. La experiencia en la cueva y la absorción de aquel
ser lleno de maldad, a veces, venía con tanta nitidez a su consciencia que la
hacía estremecerse de admiración y temor al mismo tiempo. Pero no se trataba de
un temor de miedo sino de reverencia por todo lo vivido hasta ese momento.
—Es una experiencia al sobrenatural, si se puede
decir –dijo al fin.
—¿De veras? –se interesó Anamaría prácticamente
echándose hacia adelante y apoyando los codos en la mesa.
—Sí, algo así.
—Pues yo también tuve mis experiencias
sobrenaturales que involucran el Álamo y sobre todo su iglesia.
La piel blanca de Laura pareció encenderse unos
segundos al escuchar la palabra iglesia. Carlos Alberto que conocía las
historias de ambas no les encontraba relación, pero estuvo seguro que ellas
encontrarían dichas relaciones. De pronto estaba excluido de dicha
conversación.
—Voy a ir a ver si ya despertó Oliver –dijo
levantándose.
Su madre y su amante le miraron como si hubiera
roto un encantamiento entre ambas. No le dijeron nada y él se levantó
dejándolas solas.
—¿Hay algo raro allí, verdad? –preguntó Laura
María.
—Sí. Lo sé.
Unos segundos de silencio. Silencio que fue roto
por Laura María al decir:
—Cuando yo tenía veinte años, allá por 1971,
hicimos un viaje de trabajo universitario con varios compañeros a unas tierras
que tiene mi padre en un pueblo llamado El Limón. Todo iba bien hasta que algo,
una noche, un día antes de emprender el regreso, me hizo entrar en una cueva en
plena madrugada. Me desperté justo en medio de una gran oscuridad, y casi a
cinco kilómetros más o menos del Limón, pero metida en una caverna. No tuve
consciencia de nada hasta despertar.
Anamaría la escuchaba casi arrobada porque aquel
caso era parecido al suyo. Laura se detuvo unos segundos porque llegó la
muchacha con los pedidos y los colocó en la mesa. Ella tomó su taza de café y
se la llevó a los labios, luego colocó dicho objeto sobre un platito y
continuó:
—Cuando desperté estaba allí, casi sola, o al menos
eso era lo que pensaba. Algo estaba observándome en la oscuridad y se me
acercaba. Apestaba a…
—Ropa podrida –completó Anamaría.
—Sí –dijo la mujer mirándola con mayor interés—,
más o menos ese era el olor. Un hedor espantoso que me hacía llorar los ojos,
me asfixiaba y me hacía querer vomitar… pero también, y esto siempre lo he
considerado como una de esas fuerzas que nos manda el destino, o Dios, o como
se le quiera llamar, había mandado un animalito pequeño para ayudarme.
Otro silencio, otro sorbo de café.
—Un perrito, el cual había visto días antes entre
las matas de huerta de los terrenos de mi padre, me había seguido mientras
caminaba dormida en la madrugada y de alguna manera fue por ayuda. La ayuda
vino, horas después en la forma del cura del pueblo vecino que curiosamente
había sido uno de mis mejores amigos en la escuela y quien al final se
convirtió en mi esposo, el padre de Carlos. El perrito aquel fue por él y
cuando llegaron hasta donde yo estaba me encontraron flotando a unos seis
metros del suelo… eso me ha dicho Jorge, mi esposo. Y le creo… pero lo que
recuerdo yo es haber tenido una lucha, podría decir casi a muerte con aquella
cosa que era inmaterial y sin tiempo. Esa cosa se metió aquí –se señaló la
cabeza— y quería devorarme. No sé si lo he dicho bien, pero así fue. Quería
tragarse mi alma y poseer mi cuerpo, pero yo terminé absorbiéndolo a él.
Después de eso, fue como si la comprensión del universo hubiera caído sobre mi
consciencia. Comprendí la creación, la vida y todas las vidas que vivimos al
mismo tiempo… bueno, es algo confuso, pero era una sensación como de estar en
varios sitios distintos y de distintas épocas a la vez.
Ambas como en un movimiento coordinado tomaron sus
respectivas tazas de café y sorbieron un poco. Se miraron y sonrieron como dos
viejas amigas. Había algo allí que parecía conectarlas.
—No sé cuánto tiempo estuve suspendida en el aire
en aquella lucha que yo he comparado siempre de la oscuridad y de la luz. Lo
cierto es que cuando desperté ya estaba en brazos de Jorge, el perrito había
ido por él. Lo reconocí, pero no sentía miedo, ni temor por nada. Estábamos en
una cueva, era evidente, pero no tenía miedo. Éramos tres extraños en un mundo
extraño. Comenzamos a caminar y caminar. Caminamos días y días. Encontramos
agua subterránea y nos mantuvimos comiendo setas que crecían en las paredes de
la cueva. Pasábamos por zonas iluminadas por los rayos del sol que de alguna
manera se filtraban hasta allá abajo. Tampoco carecíamos de oxígeno. De vez en
cuando observábamos la enormidad de aquello. Era una estructura inmensa, como
un tubo de esos del drenaje, pero aumentado cienes de veces. Nos sentíamos como
deben de sentirse las hormigas dentro de un tubo del drenaje. Y lo más curioso
era que aquella estructura era totalmente recta. En ningún momento nos
encontramos con un recodo. Y es un lugar, que estoy segura aún está allí.
Oculto debajo de la tierra y se extiende por kilómetros y kilómetros de
distancia en línea recta. Al cabo de dos meses, más o menos, encontramos un
hueco en uno delos costados de la estructura que parecía subir en un ángulo de
unos cuarenta grados. Comenzamos a subir y subir durante horas, hasta que
llegamos a una especie de recodo donde dicha cueva diminuta se ponía a cero
grados. Allí, Jorge, notó algunos puntos de luz arriba y abrió un agujero.
Aquí se detuvo en su relato como para organizar un
poco más sus palabras.
—Empujó sobre el techo y estábamos en la iglesia
del Álamo. Fue simple el empuje y simple la salida. Salimos justo al pie de un
viejo altar de esa iglesia que por lo que aparentaba llevaba años completamente
cerrada. Estuvimos allí en el interior hasta que se hizo de noche. Queríamos
descansar y además, no sabíamos porque, no queríamos que los habitantes de aquel
pueblo nos vieran. Era una sensación como de haber surgido a un mundo extraño.
Cuando se hizo de noche, casi a las diez cuando supusimos que los habitantes
del pueblo estaban acostados, pues no escuchamos ni el simple ladrido de un
perro, salimos y nos encaminamos hacia la salida. En aquellas épocas los viajes
y los caminos eran malísimos, pero nosotros, abrazados, pues ya nos habíamos
declarado nuestro amor… salimos de allí. La sensación de que aquel pueblo era
como una especie de ojo gigante que nos observaba se mantuvo durante todo el
trayecto hasta el desvío que ahora trae a Tegucigalpa. De allí, sin detenernos
detuvimos uno de aquellas viejas baronesas y nos trajeron a la ciudad. Llamamos
a nuestros padres y estos acudieron por nosotros… pero la sensación de que ese
pueblo es una especie de boca a algún lugar, u ojo de maldad se mantuvo…
Guardó un buen rato silencio. Tomó otro sorbo de
café y le dio una mordida a su comida. Masticó y esperó. Al volver a
exteriorizar una vez más aquello, después de tanto tiempo, parecía volverla a
liberar de tan lejanos y viejos fantasmas.
—Después, cuando el tiempo fue pasando e hice mi
propia familia fui acumulando informaciones, noticias acerca del Álamo. Desde
su fundación, ese pueblo, parece haber sido maldito ¿Sabía usted que el cura
que erigió la iglesia fue asesinado por esbirros de un explotador administrador
en mil novecientos diez? Muchos afirman que fue gente del pueblo, pero buscando
entre varios papeles muy antiguos, un día, descubrí una carta de dicho cura que
se llamaba José de la Cruz Alcántara. Se la envió, unos días antes de su
asesinato, al monseñor de aquella época de Tegucigalpa. En dicha carta, aquel
joven pastor, venido del Sur de las Américas, le contaba… o mejor dicho, le
pedía su intervención de rescate del pueblo del Álamo ante los abusos del poder
militar y administrativo de la mina… según se puede leer, aquellas gentes eran
explotadas sin misericordia por soldados y políticos sin oportunidad de
salvación. Murieron niños, ancianos y hasta mujeres tratando de escapar del
lugar… y también he seguido las
tragedias de ese lugar.
Miró a Anamaría con bastante interés.
—Se parece mucho a su tía, abuela –le dijo al fin.
—¿Mí tía Azucena?
—Sí, la hermana de su abuelo don Esteban Landa.
Tengo algunas pinturas de ella…
—¿Cómo sabe de ella? –preguntó intrigada Anamaría.
—Como le dije… me he dedicado, casi como una
obsesión para entender muchas cosas, durante muchos años, a recopilar la
historia de esos lugares. Y lo que entendí, desde el principio, es que El
Ocotal y el Álamo son dos pueblos nacidos casi al mismo tiempo. Y ambos parecen
ligados a una misma historia: la tragedia. Sé que su tía Azucena se enamoró,
desde muy pequeña de un muchacho llamado Antonio; que ese amor lo prohibió de
entrada su padre don Jonathan Landa. Y hasta llegó a separarlos por medio de
los continentes. Pero cuando regresó de Europa, su tía, con veinte años de edad
se fugó, prácticamente con Antonio. Alguien de El Álamo urdió un plan para
apoderarse de sus tierras y para lograrlo incriminó a don Jonathan. A Antonio,
el amor de su tía, lo mandó matar ese personaje de la mina del Álamo para
incriminar a don Jonathan, pero por un extraño giro de los acontecimientos el
verdadero criminal fue encontrado. A partir de entonces, su tía se volvió casi
una ermitaña. Pintaba, pero sus temas ahora era casi de orden esotérico. Muchos
del pueblo decían que su tía era una bruja. Tengo algunos reportes de un famoso
recopilador de leyendas de los pueblos donde relata algunas. En ellas se ve a una
bruja volando sobre escobas, bailando desnuda en el bosque… todas esas coas.
Pero además, después de aquel año que fue 1950, el de la muerte de Antonio,
comenzaron a suceder cosas raras en el lugar. Cosas como por ejemplo que los
robles y los pinos se volvían álamos y que la tierra de blanco o negra pasaba a
roja como la sangre. También la vista, por muchas personas de una especie de
animal de aspecto blanco y alargado de ojos rojos y de mal olor…
Anamaría se estremeció de pies a cabeza. Aquella
mujer sabía de aquello. Eso pareció anudar un poco más la simpatía que ya había
comenzado a sentir por ella.
—Esas apariciones, las he rastreado y tengo algunos
álbumes donde se les menciona casi sin establecer una relación entre ellas,
pero yo sé que las hay. Esas apariciones comenzaron después de la muerte de
Antonio. Cuando en 1971 nosotros salimos por aquel agujero de la tierra nos
pareció oler algo parecido a la ropa podrida en aquel lugar, como si esa
iglesia abandonada fuera su guarida. La guarida de ese ser que muchos afirmaban
haber visto… y ya sabe. Cuando algo se ve con frecuencia es porque posiblemente
exista. Yo nunca he regresado al Álamo porque lo asoció a esos días en las
entrañas de la tierra, y sé que allí está esa vía para volver allá. Pero me da miedo…
es increíble, no. Allá abajo me sentía tan segura de mi misma, pero con el paso
de los años aquello me fue provocando pavor.
—Sí… a mí me sucede lo mismo. Después de… pero
tengo que contarle lo que me sucedió a mí, para que comprenda lo que siento por
ese lugar. Ya que estamos.
—Espera un momento –dijo la doctora masticando otro
buen pedazo de su alimento y tomando varios sorbos de café—. Esto es mejor
tomarlo caliente.
—Eso sí.
Las dos mujeres parecían amigas antiguas que se
encuentran en un determinado lugar y empiezan a contarse todas sus peripecias
después de tanto tiempo sin verse.
—Ahora sí –dijo Laura María sacudiéndose algunas
migas con las dos manos.
—Me siento un poco rara contando estas cosas, pero
es que es algo que no se puede contar así por así sin que la consideren a una,
una loca. Ni siquiera a mis mejores amigas, las que estaban conmigo cuando
sucedió aquello se los conté todo porque temía me consideraran una loca de
remate.
Hizo una pausa y respiro hondo antes de contarle su
historia:
—En 1990, cuando tenía dieciocho años, y tenía una
semana completa de vacaciones en la universidad, se nos metió a mis amigas de
entonces y a mí irnos de día, o días de campo. Comenzamos a buscar algún lugar
fuera de Tegucigalpa porque todo allá nos aburría o nos recordaba esa
atiborrada ciudad. Mi padre, entre sus propiedades, en aquellos días, había
recibido de mi abuelo una casa llamada La Casona. A esa casa, yo no lo
recordaba, ya habíamos venido muy pequeños y según mi abuelo habíamos tenido
malas experiencias, pero yo no lo recordaba. Pues, mi madre me dijo que podría
venir a La Casona con mis amigas y que allí la pasaríamos muy bien. Decidimos
hacerlo. La Casona es…
—Sí, ya sé que es… se menciona mucho en las
noticias que te le he comentado. Era la vieja casa construida por el padre de
Azucena… una hacienda muy próspera de los Landa en aquella zona.
—Sí y aún sigue allí.
Anamaría recordando aquellos días lejanos
prosiguió:
—Nos fuimos al Álamo, entonces y nos establecimos
como amas y señoras del lugar de inmediato. Los problemas comenzaron aquel
mismo día, creo… porque si soy sincera conmigo misma fue cuando conocí a Juan
José cuando comenzaron los problemas. A veces trato de comprender qué fue lo
que sucedió aquel día, pero nunca he podido… mis amigas y yo, después de
instalarnos en La Casona, decidimos bajar al pueblo para conseguir unos
caballos para montar y divertirnos entre los caminos del pueblo como amazonas.
Bajamos al pueblo del Ocotal y llegamos a la hacienda de las personas que
supuestamente alquilaban caballos. De entrada nos dijeron que no y nosotras muy
contrariadas y enojadas ya íbamos de regreso hacia La Casona cuando llegó Juan
José. De inmediato, y eso es algo que no he podido olvidar a pesar del paso de
los años, cuando nuestras miradas se cruzaron sentí como si ya le conociera… yo
no sé es algo que no he sentido otra vez con nadie más y no conozco a nadie que
haya sentido eso mismo. Y él, más adelante, me confesaría que había sentido lo
mismo. Allí había algo… entonces, nos pusimos de acuerdo para lo de los
caballos. Él, al siguiente día, llevaría los animales hasta La Casona y nos
acompañaría a dar el paseo, como guía. Así lo hizo. Nos llevó los caballos y
nos llevó por donde él consideraba los lugares más interesantes, el viejo camino,
la represa perteneciente a su familia. Y por la tarde cuando entregamos los
caballos él y yo… —Anamaría se puso algo colorada por el recuerdo—, fuimos a
caminar casi de manera inadvertida y sucedió lo que sucede cuando un hombre y
una mujer se gustan… lo extraño de todo esto fue que yo lo amaba con todo mi
corazón y no sabía porque. Era alguien a quien acababa de conocer
prácticamente.
Anamaría se detuvo en aquel punto y miró hacia
afuera. Un grupo de tres personas pasaban en aquel momento del otro lado del
vidrio empujando una silla de ruedas. Una mujer de muchos años iba sobre la
silla, dos niñas y un hombre junto a una mujer la empujaban. El día parecía
pálido. Eran los últimos días del año y todo parecía haber tomado ese aspecto
de metal que toman las cosas en diciembre.
—El siguiente día –continuó—planeamos con mucho
entusiasmo acampar en un cerro que hay detrás de La Casona. Él se ofreció a
acompañarnos. Y así lo hizo también. Contamos historias, lo típico de un
campamento y nos acostamos. Yo en la tienda con él y mis amigas en otra. En la
madrugada, lo recuerdo muy bien, había luna llena y hacía frío y a mí me dieron
ganas de orinar. Me levanté y fui hacia unas rocas. Allí me agaché y oriné— se
detuvo a pensar un poco en aquello—. Cuando me estaba levantando de las
cuclillas olí ese extraño olor a ropa podrida y me pareció ver una criatura
blanca entre los árboles. De allí en adelante no recuerdo nada. Cuando volví a
abrir los ojos, estaba debajo de la iglesia… o en ese túnel que usted ha
mencionado. Algo me llevaba hacia allá, pero José Juan había llegado para
rescatarme… la cosa aquella que era blanca, apestosa y de ojos rojos se le echó
encima y lo mató. Él me gritó que huyera del lugar. Yo hui. Estaba descalza y
me corté en varios sitios corriendo por aquellos caminos. Logré regresar al
Ocotal, pero tenía la psiquis destrozada. Aun hoy en día no sé porque no me
volví loca del todo. Aun escucho el crujido de los huesos de José Juan cuando
aquella cosa lo estaba matando. Y su grito cuando me pidió que me alejara de
allí de inmediato… yo pensé que aquella cosa me perseguiría, pero no lo hizo…
lo difícil vino después. Explicarles a sus padres lo sucedido. Ellos fueron a
buscarle, por lo menos su padre y otros hombres, pero no lo encontraron… la
cueva estaba allí, pero había habido un derrumbe, no pudieron ir a ningún lado.
Yo, después de aquella primera y única vez con él en…había quedado embarazada y
se lo tuve que explicar a mis padres y luego presentar a la niña ante sus
abuelos paternos. Ellos aceptaron a mi hija como un regalo de Dios y la amaron
como debieron amar a su único hijo varón… cuando mi hija cumplió quince años la
llevé al Álamo porque así como se la he contado a usted, le conté la historia
de su padre y ella quería conocer el lugar. Para entonces ya habían puesto un
piso nuevo y no había nada allí… pero parecía haber una soledad inmensa en el
lugar. Y esa sensación de que algo me miraba que usted ha mencionado también la
sentí allí… nunca he regresado a ese pueblo y espero no hacerlo nunca más… pero
la vida es un poco misteriosa, cuando conocí a su hijo, y debido a lo
agradecida que estaré con él toda la vida por haber salvado a mi hija y a mis
nietos, nos asomos al Álamo… y ya ves ahora paso mucho tiempo allí en la mina y
a veces me quedo contemplando aquel lugar con bastante nostalgia como si eso
fuera capaz de revivir a los muertos. Han pasado más de veinticuatro años y aún
no me acostumbro a la idea de que allí, en algún lugar debajo de esa iglesia
están sus huesos… pero también me he preguntado en incontables ocasiones ¿Por
qué no me atacó ese ser a mí sino a él? ¿Qué quería hacer conmigo? –una larga
pausa—. Ahora que usted me ha contado su experiencia y ha dicho que sentía que
aquella cosa se la quería devorar me pregunto si no quería hacer lo mismo
conmigo y además ¿Qué es esa cosa? ¿De dónde vino? ¿Por qué existe?
Ahora un silencio más extenso se estableció entre
ellas. Pero no era un silencio molesto sino una especie de espacio de reflexión
después de la confesión. Los comensales que habían encontrado allí habían
cambiado y ahora eran otros. Era como si el tiempo se hubiera extendido, al
igual que sus historias, allí.
—¿Qué cree qué sucede allí en el Álamo? –preguntó
al fin Anamaría que ya había comenzaron a considerar a aquella mujer mucho más
erudita que ella. Y es que si se ponía a comparar historias, la de ella, había
sido más profunda. Más extraña.
—Lo he pensado mucho –dijo Laura María acariciando
una taza de café ya vacía con ambas manos— y he llegado a la conclusión que
jamás comprenderé todos los misterios del universo. Porque ¿Quién o qué hizo
ese enorme agujero debajo de la tierra? ¿Para qué? ¿De dónde era ese ser
inmaterial que quería tragarme? Y aunque he conocido esas respuestas sigo sin
entender nada. Ese ser que dice la llevó hasta esa iglesia, existe. Es una
especie de ente malévolo, como lo dicen en esas narraciones que se han
convertido en leyendas del Ocotal. Es algo que ha vivido allí desde los años
cincuenta y que creo tienen mucha relación con su tía abuela Azucena, la
pintora. De alguna manera ella fue la responsable de su aparición. No sé cómo
lo sé, pero algo de eso hay. No sé si en la actualidad dicho ente esté activo,
pero creo que sí.
—¿Cómo saberlo?
—El señor Oliver Pavón que está ahora allá en el
tercer piso creo, podría referirnos algo al respecto. ¿Recuerda el caso de la
familia Montalvo Márquez?
—¿La de los niños y su padre loco?
Laura María asintió.
—¿Cree que se relacionen con ese ente?
—Creo que él fue quien indujo la locura de Hugh
Montalvo… yo leí algo en los periódicos, pero claro, los periodistas no tienen
mucha imaginación para lo sobrenatural. Los niños que encontraron en el fondo
del pozo de La Casona huían de algo y no era de su padre… bueno quizás si al
inicio, pero después no.
Llevaban allí más de media hora y la mesera ya
había comenzado a inquietarse un poco. Pagaron lo consumido y buscaron el
ascensor de subido hacia el tercer piso. Guardaron un profundo silencio
mientras subían. Como si estuvieran revolviendo las ideas para encontrarle un sentido
a aquellas cosas.
—¿A qué se dedica últimamente? –le preguntó Laura
María a Anamaría
—¿En la cuestión del trabajo dice?
—Uju.
—Pues soy arquitecta, pero no necesito trabajar
mucho últimamente. Ya ves, la mina, las posesiones… tenemos algunas empresas.
En los últimos días me he puesto a pintar. He descubierto que tengo esa
destreza como mi tía abuela.
—¿Le gustaría ir a una sesión de hipnotismo?
Anamaría experimentó esa sensación de deja vú que
hacía mucho tiempo ya no sentía. Alguien, le dijo su mente, te va a preguntar
algo en este momento ¿O ya lo hizo? Y ese algo es algo referente al
espiritismo.
—¿Y para qué? –preguntó sin sentirse enojada ni
molesta.
—A través de los años, he comprendido que sólo
nuestra propia memoria es capaz de encontrar la verdad a nuestras más profundas
interrogantes. Cuando me contaba lo de José Juan…
—Juan José –le corrigió de inmediato.
—Juan José, perdón… cuando me lo contaba, pensé en
esas múltiples vidas que vivimos los seres humanos…
—¿Múltiples vidas?
—Sí… no le conté esa parte, pero antes de ir hacia
El Limón yo intenté suicidarme cortándome las venas… ahora no tengo ningún
problema en contar estas cosas, pero después de hacerlo, de querer contármelas
ya todas esas reglas sociales parecieron volar de mi consciencia. Pues, no me
corté las venas porque algo en ese momento me hizo recordar varias
experiencias, casi sueños, al mismo tiempo. Fue una sensación muy, muy extraña.
Como si varios sueños tenidos en distintos momentos se unieran en uno solo en
mi consciencia y que esos sueños ya no eran sueños sino vidas que yo misma
estaba viviendo en distintos mundos y tiempos en aquel instante. Y todos
aquellos sueños, aquellas vidas, era yo. Y todos me estaban diciendo: no lo
hagas. Fue como una revelación. Comprendí, de golpe, que la vida no es una sola
sino varias a la vez. Que el tiempo como tal: pasado, presente y futuro, no
existen para el alma humana. Que uno vive muchas vidas al mismo tiempo… más
adelante, con la ayuda de mi esposo, el ex sacerdote –sonrió— acudimos a sesiones
de hipnotismo y pude comprobar mis teorías. Sí, yo he vivido, viviré y estoy
viviendo en muchos lugares y tiempos al mismo tiempo. Esta vida sólo es una
proyección de mi consciencia… ¿Es algo loco no?
Anamaría asintió porque de todo aquello apenas había
entendido muy poco.
Pero ¿Asistir ella a una sesión de hipnotismo?
—No hay problema sino quiere –le dijo Laura María
abriéndole la puerta de su oficina temporal para que entrara—. Sólo era una
sugerencia para comprender eso del reconocimiento de Juan José y usted en
aquellos días.
Anamaría lo pensó mejor y se dijo que quizás la
idea no era tan mal. Quizás así comprendería de una vez por todas, aquello. Y
además era probable que encontrara algún significado a aquel enorme vacío que a
veces sentía al pensar aún en él. Pero, tendría que pensárselo un poco más. No
era una idea nueva en su mente. Ya, en el pasado, había pensado en acudir a un
psicoanalista, o a un loquero… porque algunas veces, cuando se creía única en
aquella experiencia, se había considerado una loca.
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