martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 4



IV

Y así fue: el lunes, casi una semana después de haber tenido aquel encuentro con Anamaría Landa y sus familiares, Carlos Alberto daba por inauguradas las excavaciones. Éstas comenzarían justo en el lugar donde lo encontrara Anamaría agachado recogiendo muestras. Para llegar a dicho lugar, y sin ningún estudio previo más que la urgencia de comenzar con los trabajo se construyó una carretera entrando por la propiedad que otrora fuera de la familia Montalvo Márquez y donde se había cometido aquel atroz crimen.
“Es mejor deshacerse de una vez de ese lugar” dijo Anamaría convencida de que un lugar así no podía sobrevivir más ya que se había convertido en una especie de fuente del morbo local.
Así pues, justo allí, y por ser un punto más próximo a lugar de la boca de nueva mina, se abrió la carretera. Muy temprano, el lunes, una fila de maquinaria pesada se estacionó frente a la entrada mientras un tractor empujaba las paredes de frágil madera y la casa se venía abajo. Después, justo donde estuviera la casa se comenzó a abrir la carretera que llevaría por entre el bosque de robles, pinos y encinos por espacio de tres kilómetros, y por curvas prolongadas hasta la boca de la mina. La carretera estuvo terminada aquel mismo día a las tres de la tarde y a esa hora, Carlos Alberto les indicó a los operarios donde tenían que comenzar a cavar.
Las excavaciones comenzaron con periodistas y un discurso de don Carlos José Landa pronunciado sobre una pequeña tarima. Un discurso de esos que comienzan:
“Es para nosotros un gran honor, fundar este día la Jonathan & Esteban Landa Compañía Minera J&ELCM…”
El logo de la J&ELCM eran los dos perfiles de sus antepasados que parecían mirarse mientras la boca de una mina los separaba. Un círculo que rodeaba esta escena contenía el nombre y año de fundación de la compañía.
Como es lógico todos los invitados aplaudieron y después deseándole buena suerte se alejaron.
“Ahora a extraer la riqueza de las entrañas de la tierra” le dijo muy serio pero muy contento a Carlos Alberto, don Carlos Landa.
Anamaría, vestida con su mejor vestido de gala (debía tener muchos), estaba en primera fila junto a su hija y sus nietos. Carlos Alberto, durante toda la ceremonia, se mantuvo ocupado en dar indicaciones a sus hombres para el comienzo de las excavaciones, inclinado sobre unos planos y con su casco protector.
En el momento de que la máquina dio el primer golpe sobre la tierra con su cuchilla, se escucharon los aplausos y la asistencia se puso de pie. Así quedaba inaugurada, oficialmente, la J&ELCM.
Cuando terminó la ceremonia, en grupos, los asistentes subieron hasta el plantel hecho para parqueo y oficinas principales de la mina en el lugar. Dicho lugar se estableció justo sobre la derruida cabaña de la tía Azucena. De ésta no quedaba ni un simple tronco que indicara su presencia. La civilización había caído, literalmente, sobre el lugar.
Anamaría, su hija y sus nietos se acercaron a Carlos Alberto cuando hubieron despedido a sus invitados. Éste estaba muy cerca de una mesita colocado bajo un toldo para la ocasión.
—¡Felicidades! –le dijo Anamaría.
Carlos se volvió y los saludó a todos. Los niños corrieron a felicitarle también y Alma Beatriz, la madre de los pequeños, le dio un fuerte y agradecido abrazo. Su esposo se había quedado unos pasos atrás conversando animadamente con Carlos José.
—Gracias, gracias –les decía Carlos Alberto acomodándose el casco.
—¿Cuándo comenzaran a sacar oro? –le preguntó el pequeño Joel con su carita de inocencia.
—Cuando lo encontremos –le dijo él.
—No es oro, es plata –le corrigió Lourdes mirándolo como una maestra miraría a un alumno verdaderamente recio al aprendizaje.
Todo el lugar parecía haberse llenado de ruidos. Unos hombres, unos cuantos metros más allá abajo se empeñaban en la construcción de una especie de edificio de madera.
—¿Todo va según lo planeado? –preguntó Anamaría cuando su hija y sus nietos se alejaron a contemplar algo que les llamara la atención.
—Todo: viento en popa –Carlos levantó el pulgar.
Anamaría sonrió verdaderamente feliz por como todo se iba desarrollando.
—Estoy segura que dentro de poco comenzará a salir la plata.
—Eso espero también. A veces se tiene que excavar demasiado y la gente pierde la fe. Pero estoy seguro, como usted dice, que pronto comenzará a salir el mineral.
El ruido de motores parecía haberlo inundado todo. Volquetas, tractores, camionetas y camiones cargados con madera subían y bajaban por la carretera recién construida. Todo parecía bonanza.
—Se están colocando las tuberías –le informó Carlos Alberto—para traer el agua desde la represa del Ocotal. Se contrató a todos los hombres de aquel pueblo y en menos de una semana tendremos agua y no serán necesarias las cisternas. Allá arriba –señaló un punto más allá del nuevo estacionamiento donde ya sólo quedan cuatro vehículos— vamos a construir el tanque, luego se distribuirán los acueductos por todos lados.
—Excelente –dijo Anamaría, pero parecía pensar en otras cosas.
Y un pequeño silencio se estableció entre ellos. Un silencio algo molesto. Hasta que como había ocurrido días atrás, los dos hablaron al mismo tiempo. Carlos le cedió la palabra:
—Entonces ¿Está decidido a construir su vivienda por aquí cerca?
—Sí. Ya la están construyendo por allá –señaló un punto por entre los árboles más allá del parqueo. Entre el parqueo y el futuro tanque del agua—. Será algo sencillo. Cuando se extrae material precioso, es necesario tener el control total.
—¿No habrá problemas de robo por parte de los empleados ni nada de eso? –preguntó Anamaría preocupada por esa posibilidad.
—No. A los empleados se les paga bien y se les hace firmar un contrato en el cual se les obliga legalmente a evitar dichas acciones.
—¿Todo está bien, entonces?
—Todo está bien. Viento en popa –levantó de nuevo el pulgar y ella sonrió.
Se despidieron al borde de las cuatro. Para entonces su hija y los nietos, su padre… todos se habían marchado.
—Cualquier cosa, ya sabe que puede comunicarse conmigo –le dijo ella abriendo la puerta de su auto—. Vendré de vez en cuando para ver cómo va todo.
—No hay problema. Yo estaré aquí todo el tiempo.
Y se despidieron con el típico beso en las mejillas. Anamaría parecía algo contrariada.
Carlos Alberto se quedó un buen rato después de que la estela de polvo desapareciera detrás del Jeep. Su auto era el único que quedaba allí en el enorme plantel del estacionamiento.
Subió despacio, por entre los álamos, a pie hasta donde se estaba construyendo su pequeña vivienda. Los encargados hacían su trabajo muy rápido y consideró que para el miércoles ya habría abandonado su actual vivienda.
—¿Cómo va todo?— le preguntó a uno de los trabajadores que estaba agachado sobre una puerta.
—Todo bien, jefe.
—¿Creen que para el miércoles sea habitable ya?
—Mañana al medio día será totalmente habitable, jefe.
—Ah, excelente.
Y se marchó por el mismo sendero hacia arriba hasta salir a la carretera. De allí, camino un kilómetro antes de encontrar un pequeño desvío hacia la derecha. Unos doscientos metros después vio el espacio circular donde una docena de hombres levantaban los cimientos de lo que sería el tanque del agua. Sería una obra bastante grande.
Saludo al llegar y los hombres con una sonrisa le respondieron y siguieron con lo suyo. Sólo uno de ellos, un hombre con barba negra y ojos pequeños se le acercó.
—Hola, jefe—le dijo.
—Hola, Miguel. ¿Cómo va todo?
—Vamos muy bien. Los cimientos estarán dentro de poco y luego comenzaremos con las paredes. Esas son las que nos llevarán más tiempo.
—¿De cuánto tiempo estamos hablando?
—Unos cuatro días… después viene la impermeabilización que por ser lo más importante se secará en un par de días. Para que el tanque esté funcional deben pasar una semana a lo sumo.
—Excelente… ese es el tiempo que tardará en llegar la tubería desde El Ocotal hasta aquí.
—¿Entonces estamos bien con el tiempo?
—Excelente –le dijo levantando el pulgar—. Pero si surge algún contratiempo no dudes en comunicármelo. ¿Está bien?
—Está bien, jefe.
El hombre, llamado Miguel, regresó a su puesto de trabajo y Carlos estuvo un buen rato mirando el desarrollo del mismo. Con dinero todo se puede hacer en un abrir y cerrar de ojos. Los documentos firmados y sellados habían estado en sus manos antes del mediodía del viernes. Por experiencia sabía que para un permiso de tal magnitud una persona (empresario) común y corriente eso llevaba más de seis meses.
Allí había poder.
Ni siquiera los revoltosos ambientalistas habían levantado un grito de protesta. Quizás más adelante surgieran dichos gritos, pero por ahora todo era una completa paz.
Desandó el camino hasta la carretera y luego siguió subiendo. No se fue por toda la carretera, sino que se introdujo por entre los árboles. Allí, la tierra era tan roja que parecía sangre.
Llegó, después de media hora de camino a la cima del cerro. La calle, allí, era plana y recta. Llegó hasta donde se estaba montando la caseta de entrada y vigilancia. Saludó a los obreros y se volvió a mirar la majestuosa entrada desde la carretera que conducía al Ocotal.
“Y pensar que el paisaje, el jueves, era otro” pensó.
En efecto. El jueves al pasar por allí lo que había era una casa de dos plantas y Anamaría le explicaba el horrendo crimen cometido allí. Ahora no quedaba ni siquiera un clavo de dicha casa. La carretera, ancha y de tierra blanca nacía allí y se introducía entre la vegetación hasta perderse en la distancia.

***

La plata fue encontrada tres días después de haber comenzado el túnel principal. La veta, como una especie de artería diminuta apareció en una de las paredes laterales y comenzó el proceso de extracción. Carlos Alberto acudió al lugar con el corazón latiéndole a mil y con la expectativa a flor de piel.
—Es magnífica –exclamó ante sus ingenieros—. Comenzaremos la extracción de inmediato. Ya saben lo que hay que hacer.
La extracción comenzó en ese instante y el proceso también.
En poco tiempo, al día, y utilizando los procesos más modernos, estaban extrayendo toneladas de plata.
Con esto llegaron los medios de comunicación y algunas complicaciones estatales, que como siempre, querían apoderarse del precioso metal por medio ilegales. Pero don Carlos Alberto Miranda, era perro viejo en esos menesteres y logró evitar dichas complicaciones.
La zona, por razones de seguridad, se acordonó con vigilancias permanentes de hombres armados. En poco tiempo la zona se volvió una especie de lugar codiciado. Y como sucede siempre, comenzaron a aparecer pequeños poblados alrededor.
Hubo problemas de invasiones, robos a pequeña escala y hasta de rumores de atentados a los vehículos que transportaban el precioso material.
El Álamo, el pueblo que parecía muerto, al fondo de la mina, de alguna manera pareció resucitar. Muchas personas se apoderaron por medios legales e ilegales de las propiedades y muy pronto aquel lugar volvió a cobrar vida. Hasta la vieja mina agotada hasta la última gota, pareció tomar un nuevo cauce.
En diciembre, a sólo un mes de la apertura de la mina, todo parecía tan lleno de vida a los alrededores, como hormigas a punto de tirarse sobre el jugoso pastel.
—Son como los periodistas –dijo Anamaría mirando por la ventana del comedor de la casita de Carlos Alberto hacia las lucecitas del pueblo del Álamo allá abajo—: buitres sobre el cadáver.
A Carlos Alberto le pareció una estupenda comparación.
—Sí. Parecen ceñirse sobre la propiedad como vigías pendientes de cualquier descuido para entrar en tropel. Hemos tenido que apostar por toda la propiedad pequeños puestos de vigía. De tal manera que no tengan menos de un kilómetro por vigía. La idea es no permitir la entrada de nadie ilegalmente a las propiedades de la mina.
Para entonces, Carlos Alberto, con su treinta por ciento de ganancias de lo extraído era el hombre más rico de su familia. Ni siquiera sus padres que habían heredado enormes sumas de dinero, ni sus hermanos con sus profesiones y negocios tan galantes le llegaban a los talones. Era, en suma, millonario, pero seguía siendo el mismo Carlos de siempre.
Todo aquello le parecía a él una especie de sueño hecho realidad. No lo del dinero, sino lo del trabajo. Solía perderse horas y horas con alguna de las cuadrillas excavadoras que explotaban varias vetas al mismo tiempo. Allí, ante la mirada asombrada de sus empleados solía echarse en hombros algunas cubetas o troncos para apuntalar zonas. Eso le ganaba el respeto de sus trabajadores que lo veían no como un simple jefe sino como un verdadero camarada. Pero lo que no sabían era que Carlos Alberto, en su fuero interno se sentía realmente identificado con aquel tipo de trabajo. Seis horas para él metido bajo las entrañas de la tierra sólo eran unos cuantos minutos. Parecía encontrarse en su elemento allí. A veces se descubría a sí mismo, acariciando las paredes casi con ternura.
Era algo extraña y maravillosa toda aquella experiencia. Era como si nunca antes, hubiera vivido y ahora lo hiciera a profundidad.
Pero tampoco podía olvidar las advertencias hechas por su madre el día que le comunicara la localización de la mina. Todo en su mente pareció encajar de una manera casi maravillosa al escucharla. Todos aquellos recuerdos del nombre los comprendió por completo.

***

Fue el treinta de noviembre, apenas una semana después de haber comenzado los trabajos en la mina cuando la fue a visitar a la enorme casa en las Lomas, herencia de sus padres, cuando se lo comentó.
—¿Cómo dijiste? –le preguntó su madre que ahora andaba por los 65 años, pero le parecía más joven que nunca.
Su madre había sido, y aún lo era, una de las más respetadas doctoras de los años setenta y ochenta. Sólo que ahora se la pasaba escribiendo artículos sobre su profesión para una revista especializada y ya muy poco intervenía en operaciones. Según ella el pulso a cierta edad empieza a temblar, y no sólo el pulso de la mano, sino también el intelectual, y los errores del pulso intelectual son peores que los de la mano. Así, pues, se había retirado hacia cinco años y pasaba la mayor parte de su tiempo sumida en la lectura y la escritura.
Su padre, por lo general, pasaba su tiempo con ella, pero a veces se iba en viajes de oración y retiros espirituales a algunas zonas del país. Era muy conocido en el ámbito espiritual católico. En esta ocasión, había encontrado a su madre sola y a su padre de viaje.
—Un día de estos te lo va a robar otra mujer –solía decirle Carlos a su madre. Y esta invariablemente solía decirle:
—A ver quién lo aguanta mejor que yo.
Solían reír ante la broma. Desde que tenía uso de razón, Carlos Alberto, jamás había visto a sus padres discutir por algo que no fuera algún producto comprado fuera de temporada o vencido por el tiempo, pero jamás por cuestiones muy serias. Eran ese tipo de pareja que se trataban de mamá y papá y solían prodigarse caricias tiernas de vez en cuando. En la intimidad quizás era otro asunto, pero eso a él le perturbaba un poquito el simple hecho de pensarlo.
“Papi –solía decirle ella— ¿Sabes dónde dejé los anteojos?”
“Mami –le contestaba él—creo que los llevas puestos”
Y allí solían echarse la carcajada y acudir el uno a los brazos del otro y besarse.
Su padre era cinco años mayor que su madre y solían contarles, cuando eran muy pequeños, ellos que se habían conocido en la escuela primaria.
“Sí –añadía su padre socarrón—, allí la vi por primera vez sonándole los mocos a un niño el quinto grado –ponía los puños como en posición de pelea—. Su mami controlaba la situación, pero con la nariz rota”.
Todos solían reír ante esa imagen de su madre con los puños a punto de sonar a alguien, pero con la nariz rota y despeinada.
“Sí, lo recuerdo bien –solía acompañar la madre al padre en la narración—, su padre llegaba y por error le soltaba una trompada y salía llorando con la nariz rota” Esto suscitaba más carcajadas de los presentes, sobresaliendo las carcajadas de Dilcia Patricia, la mayor.
Pues así se llevaban aún. Y no parecían quejarse de la vida como muchos padres de la tercera edad que él había conocido. No se quejaban del tiempo ni de los hijos que ingratos se habían ido dejándolos solos para hacer sus propias vidas. No. Ellos parecían muy satisfechos de sus propias vidas y no le reclamaban nada a nadie.
Aquel fin de semana, era sábado, y estaba sola escribiendo en una mesita especial debajo de un árbol de mandarinas en la parte trasera donde antes, según sus palabras, Carlos no lo recordaba mucho, su padre cultivaba desde mangos hasta limones. Ahora lo que allí había era un espacio enorme dedicado a un mini campo de golf, otra de sus diversiones, e intercalados aparecían uno que otro árbol frutal. Era un espacio muy amplio que llegaba hasta un alto muro donde un portón que ya no se abría casi parecía señalar el límite de la propiedad.
Sus hermanos, Dilcia y Jorge Miguel, solían visitar a su madre entre semanas y a veces los fines de semana, pero este día no era el caso. Así que la tenía para sí solito.
—Dije El Álamo— le repitió él después de sentarse ante ella.
Notó en el rostro de su madre un cambio visible. Ese tipo de cambio que sólo los hijos pueden advertir. Se le subió una ceja levemente y los labios parecieron apretarse un poquito. Como cuando descubría alguna transgresión, mejor conocidas como travesuras, por parte de cualquiera de sus tres hijos.
—Ese es un lugar muy malo –dijo sin mirarle directamente a la cara porque parecía estar recordando algo. Algo muy lejano. Como si escarbara en la memoria.
El silencio, por unos segundos, pareció flotar entre ellos.
La mañana era tibia, calentada por un sol nuevo y además, mezclado entre las hojas de la mandarina olorosa.
—Quizás tu padre podría hablarte un poco más de ese lugar porque a mí parece que la memoria me falla un poco ahora. Pero sólo te advertiré que tengas mucho cuidado. Allí, han sucedido cosas muy raras y temo que vuelvan a suceder.
—¿Cosas raras cómo cuáles?
La madre fijó su mirada en el hijo y poniéndose en pie le dijo:
—Sígueme.
La siguió hacia el segundo piso.
Carlos Alberto había abandonado el hogar paterno desde hacía más de quince años, pero siempre le traían recuerdos algunos rincones. Rincones utilizados en su infancia para jugar a las escondidas, a la guerra o simplemente para quedarse tendido mientras se disfruta de un buen relato. Por aquellos rincones, soñó ser un minero en las profundidades de la tierra extrayendo de la alfombra, supuesta tierra, mineral precioso.
En alguna ocasión le había preguntado a su madre el motivo por el cual consideraba esa pasión por la tierra por parte de él:
“No sé –le había contestado ella— quizás algún antepasado nuestro fue minero y depositó en ti ese gen”.
Lo llevó hasta lo que consideraban el estudio. Que no era más que una enorme habitación con amplios ventanales que daban hacia el norte y era destinado al estudio en sus épocas infantiles, pero ahora era simplemente una especie de lugar de libros. Había allí estantes repletos de libros, pues sus padres, estaban convencidos de que esos objetos cuadrangulares eran la diferencia entre un tonto y un inteligente. Pero además, sobre estos estantes habían acumulados fardos completos de periódicos tan antiguos que el amarillo de la vejez los cubría por entero.
Doña Laura María le pidió a su hijo que le bajara una carpeta de aspecto muy gordo que estaba al lado de los bultos de periódicos. Él subiéndose al asiento de una silla tomó dicha carpeta y se la pasó.
Había allí una mesa de trabajo y en una esquina colocó la carpeta luego fue a abrir las ventanas que de inmediato brindaron más claridad al recinto. Regresó a la mesa y se sentó invitando a su hijo a sentarse a su lado.
La mujer abrió la carpeta y se la tendió a su hijo.
Éste notó, de entrada, que se trataba de una carpeta conteniendo noticias seleccionadas de los periódicos. La primera parecía datar de los años veinte debido a su color casi chamuscado y las palabras parecían perderse en ese color viejo.
—Las primeras son fotocopias –le informó ella—, porque sólo existen, o existían algunos ejemplares muy viejos en la biblioteca nacional.
GRUPO ENFURECIDO DE POBLADORES COBRAN JUSTICIA POR  PROPIA MANO
Decía el titular y la fecha. Por lo menos el año era visible: 1910.
—Eso ocurrió en el Álamo hace más de cien años. Parece ser que el administrador de la mina explotaba a todo el pueblo y éste, enardecido, lo asesinó, le metieron fuego a su casa y parece que también mataron al cura del lugar. Un sacerdote nuevo venido del Perú.
Carlos trató de leer eso mismo que su madre le decía, pero le fue imposible. Pasó la siguiente página.
CRIMEN HORROROSO EN EL OCOTAL 1950
Aparecía, aquí, con mayor claridad una imagen y las letras que explicaban la muerte de un hombre de apenas veintidós años a manos de un suegro celoso. Le sorprendió ver allí un nombre conocido Azucena Landa.
“A la derecha –decía el pie de la foto— puede verse el cuerpo sin vida de Antonio Moncada mientras su novia, Azucena Landa, motivo de la muerte lo contempla desde la izquierda”.
En la imagen, en efecto, se veía el cuerpo sin vida de un hombre cubierto con apenas una pequeña manta en el rostro y a su izquierda una fotografía, a todas luces, montada, de una mujer joven que lloraba.
“Mi tía, Azucena” solía referirse Anamaría a una parienta lejana como la que comenzara una serie de leyendas acerca de brujería en la zona. ¿Era esa? No podía haber duda al respecto.
Leyó más adelante:
EXTRAÑO FENÓMENO LOS ÁRBOLES SE TRANSFORMAN 1951
Un periodista investigador presentaba un artículo acerca del curioso fenómeno de los árboles que de un día para otro se habían transformado en otro tipo de árboles.
“Es un fenómenos único –decía el periodista— porque hasta la tierra parece haberse transformado de una manera tan lineal que causaría asombro a cualquier delineador actual”.
Por la memoria de Carlos, en ese momento, pasaron las imágenes del recorrido hecho la primera vez en medio de aquel bosque y lo asombrado que había quedado al notar este cambio repentino de una vegetación a otra de manera tan abrupta.
Pasó la página:
LEYENDAS DE LOS PUEBLOS: LOS CASOS DE EL OCOTAL Y EL ÁLAMO 1960
Este escrito se refería a una serie de historias recopiladas por un periodista de los años sesenta que se dedicaba a andar por las zonas rurales de Honduras recopilando historias, cuentos y leyendas particulares y luego las compartía en una columna semanal en el periódico nacional.
Del Ocotal se contaban historias de brujas volando en escobas, animales blancos y de cuerpos alargados que se llevaban los animales. Del Álamo, historias similares. Y en el artículo, el autor, concluía:
“Son tantos los testigos presenciales de dichos hechos que quedan abiertas las posibilidades a cualquier investigador serio de los casos”
Había más recortes y más recortes que se referían a ese tipo de avistamientos, como les llamaban por aquella época, que Carlos quedó un poco convencido de que las gentes de aquellos lugares eran prolíficas en cuentos y leyendas.
Antes de que siguiera mirando los recortes su madre le detuvo con un comentario:
—¿Recuerdas que cuando eran niños tu padre y yo les contábamos como nos habíamos conocido?
—Sí –asintió sonriendo recordando la nariz sonada de su padre.
—Nos conocimos en la escuela, es cierto, pero estuvimos separados más de diez años antes de volvernos a encontrar. Esa ocasión fue muy particular. Corrían los años setenta y un grupo de compañeros nos juntamos para realizar una investigación de campo. En aquellas épocas los medios de transporte eran muy limitados, tanto que para llegar al Limón teníamos que usar dos días. ¿Recuerdas la propiedad del Limón?
Claro que la recordaba. Durante muchos años había sido su lugar favorito junto al de sus hermanos y sus padres solían viajar allá con mucha frecuencia. Frecuencia que se fue haciendo nula al crecer ellos e irse cada quien por su propio camino. Recordaba sobre todo a Bobby, el viejo can que les acompañaba.
Bobby, el inseparable amigo que había muerto cuando él tenía apenas cinco años. Esto pareció hacerle querer brotar una tenue lágrima en el fondo del alma. Sacudió el recuerdo y asintió.
—Lo que sigue, se los contamos muchas veces cuando eran muy pequeños porque temíamos olvidarlo. No queríamos olvidarlo porque de alguna manera era lo que nos había unido a tu padre y a mí. Quizás no lo recuerden porque estaban muy pequeños, pero ahora lo vuelvo a recordar todo. Lee la noticia que sigue.
Carlos pasó a la siguiente página:
APARECEN DESAPARECIDOS DEL LIMÓN EN EL ÁLAMO 1971
Leyó la noticia con una concentración muy profunda sobre todo al descubrir que los protagonistas eran su madre y su padre. Según la noticia, los dos: una estudiante de medicina y un nuevo sacerdote se habían extraviado en el mes de septiembre de aquel año, en el Limón, y habían aparecido “de forma milagrosa” en el mes de noviembre en el Álamo.
“Los protagonistas de la historia comentaron a este diario lo siguiente: nos metimos en una cueva y caminamos y caminos a través de muchos túneles hasta llegar al Álamo”
Había una imagen donde, en efecto, aparecían de la mano sus padres. Se les veía allí, tan jóvenes y tan lozanos. No parecían haber estado perdidos, sino más bien de vacaciones.
Carlos terminó de leer la noticia y luego miró a su madre.
—Lo que dijimos a los diarios sólo fue eso, pero en realidad, allí abajo –pareció rebuscar un poco más en los cajones de la memoria— vivimos muchas cosas. Es algo tan lejano que a veces me parece haberlo soñado. Quizás tu padre pueda recordar un poco más, pero lo cierto es que lo que sucedió fue algo muy extraño. Yo estaba acostada en mi cama una noche y desperté, no sé a qué horas, metida en una cueva tan oscura como un carbón. No podía ver nada y de pronto un perro, Bobby, a quien ya había visto fuera de la cueva comenzó a ladrar. Después de eso algo… algo apareció a mí alrededor y pareció sustraerme del mundo. Según tu padre, cuando al fin me encontró, guiado por Bobby dentro de las profundidades de la cueva, me encontró flotando.
—¿¡Flotando!? –la interrumpió Carlos verdaderamente impresionado.
—Flotando como a unos seis metros del suelo. Estuve así durante varios minutos, según tu padre y después descendí de un solo hasta sus brazos. Comenzamos a caminar y caminar sin encontrarle fin a aquella cueva, pero lo más asombroso de todo era que aquel lugar tenía respiraderos, unos agujeros que descendían por las paredes… y también nos encontramos setas y agua subterránea, lo cual nos ayudó a sobrevivir. Después de varios días salimos a una cueva que ascendía y que resultó venía a salir al salón de la iglesia del Álamo.
Carlos recordó la historia que le contara Anamaría y estaba seguro que si las dos mujeres se conocían algún día coincidirían en historias como ahora lo hacían en su mente.
—¿Bobby era el mismo Bobby de nuestra niñez? –preguntó interesado.
—El mismo… vivió más de quince años después, pero los años de los perros son el triple o cuádruple que el nuestro. La verdad es que ese perro me salvó la vida. Sin él. Sin él yendo por tu padre yo hubiera muerto en el interior de esa cueva.
—¿Y dices que salieron por la iglesia del Álamo?
—Sí. En aquella época estaba abandonada y alguien, o algo, parecía haber excavado allí… lo único que hizo tu padre fue empujar un poco la loza y el boquete se abrió con facilidad. Salir a la superficie fue como volver a nacer.
—¿Entonces hay una enorme cueva que va por debajo de todos estos lugares?
—Así es. No sé si esté allí aún, pero lo que sí sé es que está muchos metros bajo tierra. Quizás a kilómetros. No sé. Solo recuerdo que en nuestra última etapa subimos y subimos durante horas, o minutos, no lo recuerdo hasta llegar a la iglesia del Álamo. Lo extraño del lugar fue la soledad reinante y la sensación de que allí había algo más. Un ser oculto en algún lugar. Nosotros llegamos allí en la madrugada y nos marchamos por una vieja carretera también a esa hora. Nos pareció un pueblo bastante extraño a la luz de la luna. Cuando regresamos a Tegucigalpa nuestros padres ya nos habían dado por muertos y hasta habían dedicado unas tumbas vacías en nuestros nombres. Al año nos casamos tu padre y yo. Él renunció al sacerdocio y se dedicó a dar clases en la universidad mientras que yo, embarazada de tu hermana, concluía mi carrera. Esa experiencia fue algo de pesadilla para nosotros, pero al mismo tiempo nos enseñó a ver la vida de otro modo.
—¿Será de esa experiencia de dónde yo he sacado mi afición por las minas? –preguntó esperanzador Carlos.
—Es probable. Como dicen los psicólogos son las experiencias de la madre las que se imprimen en la consciencia de los hijos. Puede ser. Nunca lo había pensado de esa forma.
Se quedaron otro momento en silencio. Como si dejaran caer los segundos en un reloj de arena muy pequeño.
—Desde entonces he investigado ese pueblo –continuó la madre rompiendo el silencio—. Pasan cosas muy raras allí. Sólo te ruego que tengas mucho cuidado. Y si notas algo extraño no dudes en buscar ayuda. Hay fuerzas con las cuales los seres humanos no estamos acostumbrados a combatir.
—Lo tendré en cuenta, madre. Y tú serás la primera en saber si algo malo ocurre allá.

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