martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 19



XIX


El cuerpo sin vida de Anamaría Landa Wélchez fue encontrado sin vida, a las once de la mañana del día. Había muerto, según lo determinó el médico, de un paro cardiaco mientras dormía. El cuerpo lo encontró su amiga Mercedes Melissa Reina.
Mercedes Melissa, vivía en Costa Rica desde hacía más de quince años. Se había casado con un costarricense y ahora venía de vacaciones a visitar a amigos y parientes a finales de cada año. Su ruta comenzaba con sus padres, por supuesto, y continuaba durante toda la semana con sus antiguas mejores amigas del colegio y de la universidad. Aquella mañana de diciembre, casi previo a su regreso a su nuevo país, salió de casa con la intención de visitar a Lucía María Lazo, la doctora, como le llamaba ella. Pero en el camino, y sólo porque le quedaba de pasada se desvió hacia la casa de Anamaría.
Aparcó el automóvil en la acera pues su intención era una visita rápida y fue a pulsar el timbre. No quería llamar por teléfono a su amiga porque quería que fuera una sorpresa. Así que esperó que quien le abriera la puerta de la entrada al espacio donde se levantaba la casa de su amiga, fuera la trabajadora.
Esperó más de dos minutos antes de que sonara el intercomunicador enclavado en la puerta.
—¿Qué desea? –preguntó la mujer encargada de la casa desde el interior. Mercedes había conocido a dos desde sus tiempos de adolescente, pero aquella le pareció nueva.
—Buenos días, soy Mercedes Reina, amiga de Anamaría Landa…
—Oh, señorita Mercedes… —dijo la voz cambiando de tono y en efecto con reconocimiento—. Espere un momento le abro la puerta.
Lo de señorita, pensó sonriendo, estaba de más.
Resultó que si la conocía. Era la misma mujer que atendía la casa de Anamaría al momento de partir ella hacia Costa Rica. El año pasado, como la visita había sido un encuentro familiar en un famoso restaurante no había ido a aquella casa y no la había visto allí. La mujer abrió la puerta, le dio un caluroso saludo y la invitó a pasar. Ella pasó.
—¿Y Ana? –preguntó mientras avanzaba por el corto pasillo de piso de ladrillos hacia el recibidor de la preciosa casa.
—Creo que sigue dormida porque no ha bajado. Antenoche estuvo despierta toda la noche y debe de estar cansada.
—Ah, ya –dijo Mercedes mirando su fino reloj de pulsera.
—Pero yo le voy a avisar ahora mismo…
—No se moleste. Subiré yo. Quiero que sea una sorpresa.
Y lo fue.
Dos minutos después de haber subido, Mercedes Melissa, que había sido amiga de Anamaría desde los tiempos universitarios y habían vivido extrañas aventuras como la del Ocotal, llamó a gritos a la trabajadora:
—¡Guillermina! ¡Suba, suba por favor!
Guillermina subió y la escena que sus ojos captaron quedaría para siempre grabada en su mente. Anamaría, su patrona por tantos años, yacía con los ojos cerrados y las manos en el corazón mientras Mercedes Reina la sostenía entre sus brazos.
—¡Está muerta, Guillermina! ¡Está muerta! –Decía la mujer con lágrimas en los ojos –Llame una ambulancia, por favor…
La ambulancia fue llamada, pero era inútil.
—Tiene ocho horas de muerta –informó el doctor que acudiera en la ambulancia.
Mercedes que estaba hecha un mar de llanto y de nervios, con ayuda de un calmante ya había llamado a sus antiguas amigas y éstas a su vez a otros conocidos de todas que la conocían.
Don Carlos Landa llegó, junto a su esposa, justo después de que la ambulancia se marchara.
Escuchar los lamentos de la madre y los sollozos del padre enterneció a todos.
Laura María se enteró cuando llamara al mediodía para verificar la hora de encuentro para aquel día.
—Lo sentimos mucho, doctora –le informó Guillermina— ella murió durante la madrugada.
Laura María, que cuando hizo la llamada estaba en la cocina, buscó donde sentarse porque sintió un repentino mareo.
—¡¿Cómo!? –exclamó intentando convencerse de que había escuchado mal.
—Aquí todo es una locura… acaban de llegar sus padres… estaremos…
Y el llanto de la mujer no le había permitido continuar. Colgó y ella quedó sumida en la más profunda desolación. Buscó la salita, y en la salita uno de los muebles grandes para sentarse. Respiró hondo y las lágrimas brotaron de sus ojos de una manera tan natural y espontánea que parecían dos ríos desbordados. A pesar de tanto tiempo y de haber visto marcharse a tanto conocido, y a sus propios padres, no se acostumbraba al dolor.
—¡Dios mío! –dijo llevándose ambas manos al rostro para ocultar su dolor.
Una de las trabajadoras, la que se encargaba de la limpieza, pasó por allí en ese momento y se detuvo a observarla.
—¿Sucede algo, doctora? –le preguntó.
—Una amiga –dijo limpiándose el rostro con ambas manos –acaba de morir.
Hasta decirlo en voz alta le parecía una mentira. La mujer de la limpieza se le acercó y solicita le dijo:
—¿Quiere que le haga un té de valeriana?
—Por favor, Lisa… te lo agradezco.
Lisa se alejó hacia la cocina dejándola sola con sus pensamientos y sentimientos. Laura María se preguntó si ya le habían avisado a Carlos Alberto. Esperaría el té para comunicarse con él. Sí era lo mejor. Cerró los ojos con fuerza y dejándose sumir en el respaldo del sofá trató de comprender esa realidad.
“Ay, amiga” se dijo volviendo a dejar resbalar las lágrimas.
Cuando Lisa le llevó la taza de té de valeriana y se lo tomó a sorbos pequeños trató de reunir sus ideas dispersas. Estaba sola en aquello. Esa era la idea principal de todo aquello. Sola ante aquella cosa que ahora andaba matando gente indiscriminadamente.
Marcó el número de su hijo en el celular y esperó. Le contestó después de cinco timbrazos.
—Hola, hijo –saludó— ¿Ya te enteraste de lo sucedido?
—No, mamá. ¿Qué sucedió? –la voz de su hijo parecía provenir del fondo de una caverna o algo similar.
—¿Estás en el interior de la mina?
—Voy saliendo en este momento.
—Necesitas sentarte…
—¿¡Mamá!?
—Anamaría murió.
—¿Perdón? ¿Qué?
Tuvo que repetírselo dos veces más antes de comprender.
—Sí vienes a su casa –le instruyó—, trae alguien para que maneje.
—Ok, mamá. No lo entiendo todavía…
—Yo voy saliendo para su casa en este momento. Hace poco me avisaron.
Y colgó.
Media hora, después, estacionaba su auto detrás de una larga fila de autos ubicados justo junto a la acera al lado de la casa de Anamaría. Al ver aquella gran cola, Laura María, volvió a revivir tantos lugares llenos de muertos que había visitado en su vida de doctora. Cuántos de ellos habían sido amigos de ella, y cuantos simples conocidos. Y ella seguía aquí. Dios tiene un humor bastante grosero para estas cosas, pensó.
Dejó, entonces, su auto a unas dos cuadras de la casa de Anamaría y mientras avanzaba hacia ella se preguntó dónde estaría metida tanta gente. Lo descubrió al penetrar por la puerta del portón. En el jardín, que no era tan grande como el de su casa, había más de cien personas.
Buscó algún conocido entre la gente, pero no distinguió a nadie. Así que se abrió camino hasta llegar a la atestada puerta de la casa. Durante el trayecto escuchó muchos fragmentos de conversaciones. Todas, se referían a la muerte de Anamaría: sus consecuencias, la hora, y muchas especulaciones.
—Permiso –le dijo a una muchacha que estaba apoyada en el marco de la puerta y parecía tener los ojos hinchados.
—Allí no se puede mover ya nadie –dijo haciéndose a un lado.
Laura María no entendió correctamente la advertencia hasta que llegó a la pequeña sala. Allí no cabía nadie más. Había tanta gente que hasta el aire estaba caliente. Como doctora ya iba a ordenar que abandonaran la sala, pero allí nadie la conocía y no conocía a nadie. Miró hacia todos lados tratando de identificar a alguien. Y cuando ya se iba a dar por vencida y dar la vuelta porque no podía seguir adelante escuchó su nombre pronunciado por un hombre:
—Doctora Fernández.
Buscó al dueño de la voz. Lo identificó al fondo de la sala donde alguien había abierto una ventana para que entrara el oxígeno.
Se trataba del padre de Anamaría, lo reconoció por la notable publicidad que le dieron en lo del secuestro. Y también se lo había presentado Anamaría en el hospital cuando aquel fuera a visitar al detective en recuperación.
El hombre tenía los ojos rojos y estaba sentado en una esquina de un sillón, bajó él su esposa parecía a punto de sufrir un colapso.
—Lo siento –le dijo Laura dándole un abrazo.
—Fue algo tan repentino –dijo el hombre con la voz en un hilo.
—Sí –Laura María miraba a doña Esmeralda Wélchez quien tendría la misma edad que ella pero en aquel momento le pareció tan envejecida.
La mujer ni siquiera se enteró de su presencia, pero Laura estaba segura que si mucha de esa gente no abandonaba el lugar podría entrar en un shock por falta de oxígeno, así que le advirtió al lloroso Carlos José:
—Debe sacar toda esta gente, están robándole el oxígeno.
Don Carlos José pareció no entender aquellas palabras, pero al ver que la doctora se agachaba y le palpaba el pulso a su esposa lo entendió. Miró a todo aquel montón de gente y pareció acabarse de enterar de su presencia. Las voces, aunque pretendían ser bajas causaban, entre todas, un gran murmullo y el sudor que bajaba por todos los rostros era debido a esa gran aglomeración.
—¿Debo sacarlos? –preguntó a Laura María.
—Sí, es mejor…
Y como si se tratara de un trueno hizo sonar su vozarrón por sobre los murmullos.
—Escúchenme, por favor.
Todos acallaron y le pusieron atención.
—Les doy las gracias por haber venido a compartir mi dolor –les dijo uniendo ambas manos como en actitud de orar—, pero, hay demasiados aquí adentro, y mi esposa necesita oxígeno. Les rogaría que esperaran afuera… les avisaremos todos los detalles…
Todos, y considerando las palabras del padre de Anamaría, fueron dejando vacía la estancia. En el interior sólo se quedaron los dos padres, la hija, las nietas y dos mujeres más que más tarde conocería como a las mejores amigas de la ahora difunta. El oxígeno, como era de esperarse, de inmediato comenzó a normalizarse.
—Gracias –le dijo Laura a don Carlos José.
El hombre trató de emitir una sonrisa, pero lo único que le salió fue una especie de mueca.
Alma Beatriz, la única hija de Anamaría, fruto de aquel amor fugaz de mil novecientos noventa con José Juan Moncada, estaba deshecha en llanto y sus pequeños hijos se aferraban a ella. Bajó del segundo piso el esposo de ésta y la abrazó comunicándole:
—La van a bajar dentro de poco… la llevarán a la funeraria y la prepararán en poco tiempo. Luego la llevaremos a la casa del Hatillo ya que es más grande…
—¡No! –Exclamó la hija— Ella hubiera querido ser velada aquí. Aquí pasó toda su vida y…
La muchacha no pudo continuar volvió a anegarse en llanto y sus hijos, aferrados a sus faldas las imitaron.
—¿Puedo subir a verla antes de que se la lleven? –consultó Laura María a la hija.
Ésta no pudo contestar, pero lo hizo don Carlos José con un gesto.
Laura María subió las gradas casi de dos en dos. Sólo eran una docena, pero le parecieron demasiadas.
“Pensar que anteayer a estas horas –se dijo— estaba dentro de sí misma, conociéndose. Reconociéndose como su propia tía”
Terminó de subir las escaleras. Allí arriba había menos personas que abajo. Se trataba de un par de enfermeras y un hombre con cara de médico el cual la reconoció a ella, pero ella a él no. Casi siempre le sucedía eso entre colegas.
—Permiso –dijo.
Las enfermeras se volvieron. Estaban limpiando el cuerpo con gasas y alcohol suave. El doctor, la saludó y le permitió pasar.
—¿A qué horas murió? –preguntó Laura María tratando de no mirar a su amiga.
Anamaría estaba totalmente desnuda sobre una manta de color gris y su cuerpo rígido era manipulado con manos expertas por las dos mujeres. Olía a lo típico en los hospitales: medicamentos y lejía.
—Calculo que hace más de ocho horas.
—¿Un paro?
—Así es. Tiene todas las señales, además tenía las manos en el pecho como si hubiera querido echarlo a andar de nuevo.
Laura María, por fin, se volvió a mirar el cuerpo inerte de su yacente amiga. La muerte siempre la había inquietado en grado sumo, pero cuando era de conocidos, aún más. No le parecía posible que alguien a quien conociera le hubiera abandonado ese hálito de vida que todos llevamos dentro. Al mirarlos era como ver a la misma persona, pero… recordó las últimas palabras que se había dicho al caer sumida en el profundo sueño una noche atrás: como abandonar la vaina. Sí, eso había pensado.
No pudo evitar derramar una lágrima muy gruesa la cual cayó sobre su mejilla izquierda y fue a perderse en su blusa. Se la limpió muy rápido.
—¿Era amiga suya? –le preguntó el doctor al ver aquel gesto.
—Sí –dijo con la voz quebrada.
—Lo siento –dijo el galeno con voy muy suave.
—Yo también lo siento –contestó ella sin apartar la mirada de aquel cuerpo inerte, manipulado por manos expertas en la limpieza de cadáveres.
Se acercó a su amiga muerta y una de las enfermeras, ante la mirada del doctor se apartó. Le tomó la mano abandonada por la mujer y la acarició entre las de ella. Estaba muy, muy helada y rígida. Como había dicho el doctor llevaba quizás más que esas horas muertas. Sin poderlo evitar se agachó y le acarició las mejillas con el dorso de la mano.
—Buen viaje, amiga –murmuró.
La otra enfermera, que estaba con la otra mano se había detenido para dejarla hacer lo que quisiera hacer.
Sostuvo entre sus manos aquella inerte y la coloco con delicadeza sobre su pecho. Le pareció tan viva como veinticuatro horas antes. ¿Qué era lo último que se habían dicho? Como sucede siempre que se buscan esas palabras el cerebro no le ayudó a recordar nada.
Las recordó más tarde, mientras regresaba a su casa. Y su cerebro se vio estimulado por un rótulo de esos que mucha gente pega en los postes de electricidad. El rótulo en sí no era gran cosa, pero le ayudó a recordar. En el papel y en grande letras decía: Encuéntralo en..
—“Algo encontraré” –dijo en voz alta.
Anamaría le había dicho que ella seguiría buscando información acerca del tulpa, de cómo vencerlo y había acabado la idea con aquellas palabras: algo encontraré.
—Algo encontraré –se dijo Laura María en voz alta.
Llegó a casa con aquellas dos palabras en mente: algo encontraré.
Sí. Algo encontraría. Estaba decidida.
Hacía muchos años se había enfrentado, ella sola, a un ser de la oscuridad y lo había vencido. ¿Podría hacerlo de nuevo? No estaba muy segura de ello debido a los años, pero llegado el caso, lo intentaría.
En casa de Anamaría, y mientras las enfermeras terminaban de limpiarle le cuerpo, Laura había entrado en el pequeño estudio donde su amiga guardaba todas aquellos objetos pertenecientes a una pasada vida.
“Tantas cosas –había pensado al entrar— ¿y para qué?”
Allí estaban las pinturas y los libros de magia. Pensó en sus propias posesiones y el afán con el cual las había juntado. Todas quedarían allí cuando su alma abandonara la vaina. ¿Y qué del afán por poseer todo aquello? ¿Qué del tiempo y el dinero utilizado en recolectarlo? Las cosas, los objetos, son simples portadores de motivadores del espíritu. Nada más. Tienen el alma que uno mismo les da. De nada sirve un Picasso, o un Van Gogh, sin el propio conocimiento del mismo. Sino darle la Mona Lisa a un ignorante total del arte y veréis lo que hace con él. Sino debemos recordar lo que dicen que hacía una señora con las pinturas del gran holandés: las utilizaba para tapar las corrientes de aire. Un objeto sólo tiene el valor que nosotros queramos darle. Nada más.
Eso pensó mientras observaba todo aquello. Allí estaban todos aquellos libros, llenos de ideas, ahora inservibles si pensaba en ella misma. Los objetos, los mensajes, las ideas también son como pequeños fragmentos de hierro, sólo son atraídos por los imanes correctos. Ella, por mucho que quisiera, no entendería mucho de aquello ¿O sí?
Había salido casi de inmediato de aquella estancia. Cerró casi como si saliera a escondidas, despacio y con mucho cuidado. Bajó y se despidió de los padres de su amiga. Algo se había muerto en su interior. Lo sentía bastante.
—Algo encontraré –repitió a la soledad del interior de su coche.
No había esperado a la llegada de su hijo porque cuando él llegara el cuerpo ya no estaría allí. ¿Cómo lo tomaría él? Seguramente lloraría tal como lo había hecho ella. Desde pequeños, a todos sus hijos, les habían enseñado, ella y su marido, que la muerte es uno de los pasos más normales de la vida. Tarde o temprano, ésta llega y se lleva el cuerpo hacia el lugar de donde ha venido: de la tierra. Lo demás, el espíritu, o alma, o esencia, eso vuelve, también de dónde ha venido.
Llegó a su casa a las dos de la tarde y de inmediato subió al estudio. Allí tenía la cámara con la grabación de la sesión de hipnotismo. Apenas entrar por el portón de la propiedad había sentido unas ganas intensas de ver aquella grabación. Quizás era esa especie de nostalgia por la amiga ida. Quizás era simple curiosidad por escuchar, otra vez, de sus labios una vida pasada terminada y recordar la nueva también terminada.
Llevó la cámara hasta el televisor de su habitación y la conectó. De inmediato comenzó a ver toda la grabación.
Volvió a llorar escuchando a su amiga, pero se calmó al comprender que volvería en el futuro. Quizás, para entonces, las cosas, serían diferentes. Quizás para entonces ya no volvería a separarse tan trágicamente de su amado. Quizás, y era lo más seguro, ellas, como amigas volverían a encontrarse. La vida es una rueda inmensa y no hay nada nuevo bajo el sol.
Cuando escuchaba casi la parte final de la grabación, escuchó un auto entrando por el jardín. Detuvo el video y bajó. Era Carlos Alberto. Como suponía estaba deshecho.
—Lo siento, hijo –le dijo mientras le daba un abrazo.
Le había hecho caso, uno de los conductores de la mina le acompañaba.
Carlos Alberto, como un niño muy grande se soltó en fuertes lamentos en los hombros de su madre. Ella, que desde pequeño conocía su corazón, sus sueños y esperanzas no dijo nada, sólo lo dejó llorar. Después, entraron en la casa y fueron directamente al salón donde tantas horas había pasado con su amiga.
Se sentaron el uno junto al otro.
—Dicen que fue un paro –dijo entre sollozos el hombre convertido en niño.
—Sí –dijo en un susurro la madre acariciando la cabeza del hijo.
—¿Por qué, madre? ¿Por qué?
Le hubiera gustado decirle que esa era la voluntad de Dios, pero prefirió callarse. Esas palabras eran las de siempre. Y ella no era una madre común.
Así permanecieron durante un largo rato: el hijo llorando y la madre consolándole hasta que, por la fuerza del paso del tiempo y el deseo de cumplir con las normas sociales, él dijo:
—La velarán en el Hatillo.
—Sí, así lo escuché.
—¿Vendrás conmigo?
—Sí, hijo. Iré contigo.

***

Como había sucedido en la casa de Anamaría, la enorme fila de automóviles, alcanzaba más de cinco cuadras antes de llegar a la casa de los Landa Wélchez. Pero ellos no se quedaron en esa fila. Don Carlos José les avisó por teléfono que llegaran hasta la casa ya que tenía un estacionamiento para ellos. Llegaron a la vela después de las ocho de la noche.
Aparcaron detrás de un viejo Nissan Sentra color rojo.
La cantidad de personas reunidas allí para darle la despedida última a Anamaría eran tantas que aquello en vez de un velorio parecía una especie de convención de tipo económico o algo parecido a una fiesta.
El salón más grande de la casa estaba repleto hasta las ventanas, las cuales, todas, estaban abiertas para ventilar el interior. El féretro era de un color gris granítico muy elegante con asas largas, doradas y muy finas. Estaba, el último habitáculo del cuerpo de Anamaría, colocado sobre una mesa de fuertes patas. Una fotografía a todo color de unos treinta centímetros de alto por veinte de ancho, metida detrás de un vidrio y marco dorado descansaba junto a un enorme ramo de rosas rojas. En la imagen, el rostro pecoso y rubio de Anamaría sonreía con esas sonrisas que parecen no extinguirse jamás.
Laura María y su hijo, del brazo y vistiendo ropas negras, se acercaron al féretro, miraron la fotografía con nostalgia y después se asomaron a la cabecera del ataúd por donde asomaba la cabeza de Anamaría.
La mujer parecía dormir profundamente. Quien la preparara había hecho un trabajo realmente excepcional. Parecía, realmente, dormir pacíficamente sobre la almohada blanca. Tenía ambas manos colocadas sobre el pecho donde le habían colocado un rosario de blancas cuentas. Un vestido blanco de seda brillante vestía su blanco cuerpo.
A Laura María le dieron ganas de acariciarle de nuevo el rostro, pero no sería bien visto, seguramente un gesto de aquel tipo. Se limitó a derramar, por debajo de los anteojos negros, un par de lágrimas más. Carlos Alberto se agachó y llevándose ambas manos al rostro se soltó en sollozos más fuertes. Ella le abrazó y esperó a que terminara de llorar para llevárselo lejos de allí.
Pero lejos de allí significaba solamente unos cuantos metros lejos del féretro.
Buscaron el cobijo de una salita aledaña donde estaban varias personas cuyo centro era la señora Esmeralda Wélchez. Laura María no pudo evitar el sentirse muy identificada con la escena. No hacía más de diez años, sus padres también habían muerto y había recibido ese tipo de atención. Toda la familia, sus hijos, su esposo estuvieron muy de cerca con ella y se sintió un poco reconfortada. Pero siempre, aunque la estuvieran rodeando todos sus parientes, un hueco muy amplio se había abierto desde aquel día en su pecho. Ese hueco, con el paso de los días, de alguna manera se había ido cerrando, pero siempre quedaba un pequeño agujerito. Entendía a aquella mujer aunque ella aún no había perdido a uno solo de sus hijos y esperaba no hacerlo nunca.
Buscaron una silla vacía con su hijo y se sentaron. Los murmullos de los allí presentes parecían tan bajos como si temieran despertar a alguien dormido profundamente.
Laura se dedicó a observar a toda la familia. Allí estaban los tres hermanos, sus hijos adolescentes y su única hija, Alma Beatriz.
Le indicó a su hijo que iría a darle el pésame a la hija y aquel asintió con los ojos enrojecidos.
Alma Beatriz estaba sentada en un rincón de la salita. Parecía mirar un punto invisible en el espacio del centro del lugar. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar y las manos entrelazadas formando una trama nerviosa con sus dedos. Estaba muy pálida.
—Lo siento mucho, Alma –le dijo Laura agachándose y abrazándola.
La muchacha se dejó abrazar y agradeció entre sollozos sin lágrimas. Por lo visto éstas se habían acabado por fin después de tanto derramarse.
Laura buscó una silla y se sentó enfrente a ella. Le tomó las manos y muy cerca le consoló:
—La conocía desde hace tan poco, pero, la consideraba como una hermana muy querida. Congeniamos de inmediato…
—Lo sé –dijo la muchacha tratando de formar un sonrisa —. Ella siempre me hablaba de usted. Que voy con Laura… que ahora…
—Sí, logramos congeniar en muchas cosas. Ella era una mujer maravillosa. Te amaba con todas las fuerzas de su corazón… por ti ella era muy feliz. Eras su razón de vivir. Me lo dijo muchas veces… cualquier cosa que necesites, ya sabes estamos a la orden.
—Gracias… gracias, doctora. Gracias también a su hijo Carlos. Él nos salvó la vida a mí y a mis hijos… si no hubiera sido por él… nosotros nos hubiéramos marchado antes que ella…
Laura María iba a decir algo al respecto, pero decidió que no tenía absolutamente nada que decir y se calló. Acarició con suavidad las manos de la hija de su amiga y luego se levantó al ver que alguien más se acercaba. El esposo de la muchacha estaba en el otro rincón de la salita contemplándola con ternura. Quizás, también, como hacía su esposo a veces cuando ella era la homenajeada por alguna institución o algo por el estilo, estaba pendiente de cualquier necesidad. Eso era amor.
Regresó junto a su hijo y éste parecía haberse calmado un poco. La miró sentarse y dijo:
—¿Cómo está ella?
Laura entendió que le preguntaba por Alma Beatriz.
—Resignándose poco a poco… aunque ha llorado, considero, demasiado. El dolor debe ser muchísimo…
Carlos Alberto no dijo nada más.
Durante el resto de la vela, como sucede siempre, vieron entrar y salir mucha gente del salón donde estaba el féretro y luego pasar a la salita donde estaban los deudos, dar el pésame, consolar a los familiares y cercanos con palabras tales como: para allá vamos todos, así es la vida, no somos nada… y otras variaciones de las mismas. Palabras similares a las que se han repetido durante muchos años y se seguirán repitiendo aunque en el fondo nadie las asimila como tal. Son palabras que se dicen por cortesía, pero nadie se ve en esas mismas situaciones.
En la madrugada, cuando el frío comienza a apretar con mayor fuerza la gente comenzó a disminuir quedando apenas unas diez en la sala principal, y hasta los hermanos de la difunta se fueron retirando a descansar en algún espacio del segundo piso.
—El entierro será a las dos de la tarde –les informó el esposo de Alma Beatriz, Alejandro Emanuel— si quieren descansar un rato hay una habitación para ustedes arriba.
—Gracias –le dijo Carlos Alberto—, por los momentos estamos bien aquí. Gracias.
Y no se movieron durante toda la noche de la vela. En algunos momentos se levantaba uno iba y venía del féretro a la salita y luego era el otro, pero nunca dejaron de realizar ese acto social tan importante en las emociones de los familiares y en la propia conciencia.

***

El entierro fue a las dos de la tarde de un 31 de diciembre muy helado y ante más de trescientas personas. Y fue hecho en el mismo sitio donde estaba una tumba simbólica a la memoria de Juan José Moncada, en el cementerio del Ocotal.
Por un par de horas, la población, se vio inundada por aquel mar de gente rica que vio pasar la procesión y salió a averiguar de qué y quien se trataba. Muy pronto se enteraron que era una de las nietas de uno de los viejos fundadores del pueblo y se fueron detrás de la procesión.
Allí, en un humilde cementerio, estaba el mausoleo de la familia Landa. Estaba ubicado justo en el centro y eran de ese tipo de tumbas que parecen archiveros de oficina con sus gavetas listas a recibir los contenidos. Allí, estaban los cuerpos de varios antepasados y el sepulcro vacío del  padre de Alma. Justo allí fue colocado el ataúd después de un breve discurso del cura de la parroquia.
Allí, en la parte más baja, Laura María, leyó el nombre de María Azucena Landa inscrito en una pequeña placa de aluminio. Junto a ella, el nombre de su padre Don Jonathan Miguel Landa Sagastume, y más abajo aún la de Carlos José Landa. Y aún había varios espacios vacíos en el lugar para para familia. Un ángel con una espada en la mano, de tamaño natural, y de mármol, descansaba sobre todos estos nichos.
Las demás tumbas, en su mayoría humildes, parecían rodear como lo harían los militares, un castillo de altas murallas. Laura María, al ver aquel mar de símbolos de muerte sintió una especie de profunda nostalgia por el pasado. ¿Cuántas personas muertas allí? ¿Cuántos sueños, cuántos soñadores descansaban sus huesos allí?
Recordó un largo poema memorizado en el colegio para mejorar la expresión oral, según el profesor, durante su adolescencia. Dicho poema trataba de reflejar la soledad del hombre ante la muerte, según su interpretación, pero había varios versos que cuando visitaba los cementerios resonaban en su cabeza como las lenguas de las campanas.
Cuando el féretro fue introducido en el nicho, y comenzó el albañil a poner los ladrillos con la mezcla de cemento se le vinieron a la mente unos de aquellos versos:
“Abrió la piqueta, el nicho a un extremo,
Allí la acostaron, tapiaronle luego
Y con un saludo, despidiose el duelo…”
Pero de todo aquel poema era el estribillo el que más le impactaba por la frase lapidaria y la idea que encerraba:
“¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”
La gente empezó a dispersarse poco a poco del lugar mientras los dos albañiles encargados de terminar de colocar los últimos detalles terminaban. En el lugar sólo quedó la familia central y algunos amigas muy cercanos.
Laura María y su hijo se quedaron con ellos, también. Y hasta que no se hubo dado hasta el último repello sobre el pequeño muro protector nadie se movió de allí. Además tenían que colocar los enormes ramos de flores.

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