III
—Esta es La Casona— le dijo Anamaría señalando un
mar de tejas rojas que parecía surgir de entre la grama verde que la rodeaba.
Carlos Alberto miró hacia el frente y vio, a unos
cuantos metros la majestuosa entrada a la casa señalada. Un arco sobre unos
pilares muy gruesos anunciaba con letras de metal justamente el nombre de la
propiedad: LA CASONA.
Antes de llegar allí, Anamaría, buscó sobre la
solera del conductor un pequeño mecanismo y lo oprimió: el portón se abrió
hacia ambos lados moviendo las dos enormes hojas hechas con barrotes de hierro.
Carlos observó los dos mecanismos hidráulicos que hacían de brazos en cada hoja
y localizó el sensor en medio de la estructura.
—Es muy bueno el mecanismo –comentó.
—Y nuevo, apenas este año lo colocamos. Después de
lo de los niños… tuvimos que romper la cadena al no encontrar la llave del
candado. Todo un escándalo.
El Jeep entró en la propiedad. Un sendero capaz de
contener dos vehículos anchos se abría allí hasta descender en una curva recta
hacia la fachada de la casa. El césped a ambos lados era de un corte impecable.
El sendero estaba hecho de rocas negras y blancas unidas unas entre sí por
finas líneas de cemento. Llegaron hasta la mitad del sendero y Anamaría le
señaló el centro del camino.
—Allí, allí es donde está el pozo donde cayeron los
niños mientras huían de su loco padre.
Carlos miró una especie de tapadera de hierro de
unos dos metros de ancho por uno de largo.
—Después de que cayeran allí los pequeños decidimos
ponerle esa plancha de metal para evitar cualquier accidente. Y la verdad es
que si el pozo no hubiera estado roto su padre los hubiera alcanzado. Quizás
fue eso que usted llama Dios y yo azar.
—¿Es hondo?
—Algo… pero los niños estuvieron flotando allí más
de doce horas. Algo verdaderamente horripilante donde haya algo así.
Carlos pasó junto al pozo y lo miró. Allí abajo había
mucha agua. Trató de imaginarse flotando sobre la superficie de uno de aquellos
pozos y le pareció fascinante la idea porque a él le gustaban las cuevas, pero
dos niños en aquel trance y por más de doce horas…
Llegó al frente de la casa y apagó el motor.
Anamaría buscó en el fondo de su cartera un manojo
de llaves y descendió del auto.
—Donde se espera que haya metal precioso es unas cinco o seis colinas más
allá. Es una caminata de un poco más de una hora.
Carlos bajó también del Jeep y trató de imaginarse
la caminata de una hora. Hacía mucho que no caminaba tanto aunque ese tipo de
actividades figuraba en su perfil de Facebook como la favorita. Tomó la mochila
con la laptop y sacó del asiento trasero los dos tubos con los planos.
Vio como Anamaría se acercaba a la casa y abría la
puerta principal. No se movió de su sitio porque le entró esa sensación de deja
vú tan frecuente en él. Aquella escena, de aquella mujer que para él no existía
cuatro días atrás, abriendo aquella misma puerta.
—¿Viene? –le llamó ella entrando.
Se sacudió la cabeza y le siguió.
Lo primero que lo recibía a uno al entrar aquella
casa era una pintura de unos dos metros de alto por uno y medio de anchoa que
colgaba de la pared del fondo. En ella un hombre montado a caballo parecía sonreírle
a la vida mientras se desplazaba por un paisaje que tenía de fondo una cascada
y una especie de león en una esquina. El olor del ambiente era de pino recién
cortado.
Vio como la mujer doblaba hacia la izquierda en el
fondo y hacía allá fue. Llegó, después de unos escasos metros hasta una especie
de comedor cocina donde, sobre la mesa, había un mantel, fruta y algunos
papeles.
—Mi padre –explicó Anamaría— suele venir a trabajar
aquí los fines de semana. Dice que se concentra más y además no hay ruido de la
vida moderna.
Una refrigeradora nueva de color brillante como la
estufa estaba emitiendo sonidos leves en un rincón.
—Para empezar –le dijo ella— puede utilizar esta
casa. Después cuando se haya establecido el lugar de la excavación se pueden
establecer también las oficinas.
—Me gustaría, primero –dijo Carlos— conocer el
lugar exacto donde sospechan que puede haber mineral.
—Claro que sí… permítame.
Sacó el celular y llamó a alguien.
Mientras Carlos revisaba en la computadora y
mediante el módem la ubicación exacta con el GPS, la escuchó hablar acerca de
unas monturas. La mujer parecía tener una voz de mando acostumbrada a eso, a
mandar.
—En veinte minutos –dijo al final cerrando la
comunicación.
“Como mi madre –pensó Carlos con una sonrisa”.
—En veinte minutos –le comunicó Anamaría—nos
traerán dos caballos listos para conocer el lugar.
—Excelente –dijo Carlos mirándola.
Ella se ubicó junto a él y observó la pantalla de
la laptop. Él se sintió obligado a explicarle:
—Estamos aquí –le dijo señalando el mapa en Google
Earth— donde posiblemente haya mineral, por la estructura del terreno, puede
ser aquí.
Señaló un punto, como a tres kilómetros, del punto
donde aparecía La Casona.
—Aquí justo… parece haber una casa o cabaña…
Agrandó la imagen. En efecto, allí aparecía el
techo de lo que posiblemente era una casa de techo blanco y moteado.
—La cabaña de mi tía Azucena –dijo Anamaría sin
apartar la vista de la imagen de la pantalla. La construyó Antonio, su
enamorado, a finales de los años cincuenta. Por tiempos, ella solía ir a pintar
allí. Desde allí, hizo muchas pinturas que muestran el pueblo del Álamo que
está abajo.
En efecto, si se movía el mapa un poco hacia abajo
se podían observar un montón de edificios ubicado de manera casi simétrica
sobre el terreno. Una plaza y una calle llevaban a lo que parecía un agujero
creado en la tierra blanca.
—Esta es una mina –dijo Carlos dando su juicio de
experto.
—Sí –dijo Anamaría visiblemente conmovida por haber
descubierto la famosa cabaña a la cual su abuelo solía referirse al hablar de
su hermana—. Fue una mina famosísima en la primera década del siglo veinte. De
ella se extrajeron millones y millones de dólares. Lastimosamente, y esto ya
está comprobado históricamente, mucha de esa riqueza fue a terminar a manos de
los políticos y personajes estadounidenses de la época. Se escarbó y escarbó
hasta el exceso hasta dejar agotadas todas sus vetas. Muchos estudios se
hicieron posteriormente para saber si aún se podría encontrar algo allí, y se
llegó a la conclusión de que todo estaba agotado.
—¿Y por eso suponen que en este lado del cerro
pueda haber del mismo metal?
—No es una simple suposición. En el tiempo de mi
tía Azucena, en los años cincuenta, a los administradores de la mina del Álamo
se les ocurrió comprarle los terrenos a mi abuelo. Éste se negó a hacerlo
aduciendo que él no necesitaba más dinero, pero que sus herederos serían los
beneficiados por tan amplio espacio. No sospechó nunca que los dueños de la
mina querían sus tierras por las riquezas minerales. Al final todo quedó en
sospechas… y mi padre no hubiera comenzado con la idea del mineral si yo no le
hubiera mencionado dicha oportunidad. Como puede comprobar, mi familia, tampoco
necesita mucho las riquezas que puedan extraerse de este lugar, pero, convencí
a mi padre que si no se explota el lugar, más adelante puede venir alguien con
supuestos poderes legales para apropiarse de todo y aprovecharse de dichas
riquezas. Por lo menos, ahora que estamos vivos nosotros, podemos sacarles
provecho. ¿No cree?
—Sí, supongo.
Se dedicaron a observar y demarcar, desde el cielo,
las líneas de los terrenos de acuerdo al nuevo plano. Desde arriba, como era de
esperarse, mostraban una enorme cantidad de tierra. Pero a Carlos, al tener una
visión satelital del lugar le pareció algo extraño una línea claramente
definida por los colores.
—Esto es extraño –dijo.
—¿Qué?
—Es como si la línea de los árboles estuviera
bastante definida. Como si a este lado hubiera una especie y a esta otra, otra
especie. Miré.
—Sí –dijo Anamaría con mucha tranquilidad— es un
fenómeno bastante extraño y ya lo verá usted sobre el mismo terreno. Hasta el
suelo es de otro color de aquí para acá –señaló la misma línea.
—¿Y a qué se debe eso? Nunca había escuchado de
algo tan marcado.
—Misterios de la naturaleza, supongo.
Carlos asintió aunque no estaba convencido de
aquello de la naturaleza.
Escucharon un relincho entrando por el pasillo y
Anamaría dijo:
—Los caballos.
***
El recorrido duró más de tres horas, pero tanto
para Carlos como para Anamaría fue satisfactorio. Cuando regresaron una
tormenta anunciaba su pronta llegada a la zona. Eran para entonces las dos de
la tarde y el cielo se había encapotado totalmente de gris.
Habían salido de La Casona, al borde de las once de
la mañana. Anamaría conocedora de los terrenos lo llevó por un sendero muy
estrecho y por entre un bosque de pinos, robles y encinos centenarios que
parecían saludarlo con sus ramas y hojas al pasar. La naturaleza allí parecía
sacada de un cuento de hadas. Vieron aves, y hasta ardillas y un coyote
merodeando por toda la zona.
—Allí –señalaba Anamaría de pronto— vimos un venado
muy pequeño y nos asustamos un poco. Allá –señalaba otro lugar perdido entre
los árboles—fue donde acampamos.
Carlos la escuchaba con mucha atención, pero a veces
no entendía de lo que hablaba, y no quería preguntarle porque seguramente se
hubiera enredado un poco más. Así que se dedicó a ver y a escuchar. De vez en
cuando sacaba su teléfono inteligente y verificaba su posición con el GPS.
Y media hora después de haber salido comprobaba
aquello que le había asombrado tanto mediante la fotografía del radar: en
efecto, en un punto del camino, la tierra negra se volvía totalmente roja y
sobre ella desaparecían los pinos, encinos y robles para convertirse en una especie
de árboles blancos con pizcas negras los cuales no reconoció al principio.
—Son álamos –le indicó Anamaría—. Se extienden
desde aquí hasta llegar al pueblo del mino nombre. Esta es la línea que se mira
en la imagen que cruza toda la propiedad.
—Es un poco raro todo esto.
—Sí… pero desde que estoy viva, que recuerde,
siempre ha sido así. En una ocasión le pregunté a mi abuelo si esto siempre
había sido así y me dijo que siempre. Así que siempre ha sido así.
—Debe ser el mismo metal bajo la tierra.
Anamaría no dijo nada porque para ella aquello era
consecuencia, quizás de algo muy malo. Pero no dijo nada.
Avanzaron, entonces, por entre las largas filas de
álamos que parecían soldados en posición de firmes hasta llegar, después de
hora y media de haber salido de La Casona, hasta un muro de piedras de un metro
de altura.
—Hasta aquí llega la propiedad de la familia –dijo
con orgullo Anamaría mirando a Carlos que con la mirada fija en el suelo
parecía buscar indicios de algo.
—Es extensa –dijo el hombre.
—Y si nos fuéramos por la orilla de todo el terreno
comprobaríamos que son kilómetros y kilómetros de cerco de piedra. En algunos
lugares es de alambre debido a la dificultad de la construcción de la piedra,
pero todo está claramente delimitado.
Carlos volvió a localizar el punto donde se
encontraban mediante el móvil. Allí estaban justo a medio kilómetro del Álamo.
Miró hacia el otro lado el muro de piedras. Allí estaba la carretera que
llevaba a aquel pueblo en otro tiempo minero.
—Sí –dijo Anamaría como si adivinara su pensamiento—hacia
allá está el Álamo.
Los árboles impedían su visión del pueblo, pero en
épocas de calor, según la mujer, era fácil ver desde allí la torre de la
iglesia.
—La cabaña que vimos –dijo Carlos sin apartar la
vista del teléfono—, debe estar hacia allá.
Señaló hacia la falda del cerro que tenían
enfrente.
Enfiló su montura hacia allá y muy pronto encontró
un sendero muy poco frecuentado por lo que se notaba. En algunas partes,
parecía más una cuneta por donde resbalaba el agua que un verdadero camino.
Anamaría le seguía en su montura y parecía preocupada por algo.
Subieron durante veinte minutos y a medida que lo
hacían el camino parecía ponerse más difícil. Y cuando ya estaban a medio cerro
se volvieron para contemplar hacia abajo. Desde allí se podía apreciar el
pueblo completo: casas, árboles, calles y la ermita con su única torre blanca
parecía mirarlos a ellos desde la lejanía.
—Es una vista magnífica –dijo Carlos.
—Sí –estuvo de acuerdo Anamaría—. Desde aquí, o más
arriba, mi tía Azucena pintó mucho. Es como si estuviera mirando uno de sus
cuadros.
Carlos volvió a sacar su teléfono y comprobó su
posición.
—Sí hay algún mineral debajo de estos cerros –dijo
visiblemente emocionado— es justamente por esta zona. Voy a bajar y recoger muestras…
—Ok –dijo la mujer también disponiéndose a
descender de la bestia.
Carlos Alberto, como su madre le había enseñado,
corrió hasta ella para ayudarle a descender.
—Gracias.
—No hay de qué.
Por espacio de unos veinte minutos, Carlos, se
dedicó a recoger muestras en distintos puntos del terreno y guardarlas en unas
pequeñas bolsitas enumeradas. Después las metía en uno de los espacios de
mochila donde también descansaba su laptop. Mientras tanto Anamaría, se dedicó
a observar, desde distintos ángulos el pueblo allá abajo.
—Subamos un poco más, a pie –le dijo Carlos
amarrando a un tronco a su caballo y el de Anamaría en otro donde hubiera pasto
para que se entretuvieran.
El sol, durante aquellos últimos días de noviembre
solía ser misericordioso con las criaturas de la tierra y Carlos se lo
agradeció de todo corazón. Aunque claro, al sol eso no le importaba.
Subieron, entonces, por el olvidado sendero unos
quinientos metros más. Y cuando sentían que el corazón por fin había subido a
sus gargantas se detuvieron. El rostro de Anamaría que era de piel totalmente
blanca parecía encendido en una bola de
fuego rojo.
Carlos se dedicó a realizar el mismo procedimiento
de recogida de tierra y piedras del lugar mientras Anamaría se sentó a
descansar sobre una enorme roca justo debajo de un roble. Uno de los pocos que
había en el lugar porque lo demás parecían álamos.
Por unos minutos, la mujer se dedicó a observar los
movimientos del hombre, pero luego se aburrió y poniéndose en pie caminó unos
cuantos metros más hacia arriba. Y cuando ya pensaba haber llegado demasiado
arriba se volvió a su izquierda para descender. Fue allí cuando vio la forma de
la cabaña de troncos negros oculta bajo una maraña de arbustos demasiado
crecidos y descuidados. El corazón, le latió un poquito más aprisa.
—La cabaña de la tía Azucena –dijo en un murmullo
asombrado.
Subió los últimos metros hasta ponerse enfrente del
mismo sendero que llevaba hacia el edificio. Una especie de cerco de madera
cerraba el camino que llevaba hacia allá.
Al estar allí, enfrente de aquel lugar, la
sensación aquella que experimentaba al ponerse ante los cuadros pintados por su
antepasada volvió. Era una sensación muy rara. Como si algo en su interior
tratara de aferrarse a aquellos cuadros, estirar la mano y recorrer sus
contornos. Como si ella ya hubiera visto aquellas escenas. Era una sensación
muy rara como de querer desprenderse del propio cuerpo y querer asir aquello
que veía.
Eso sólo le sucedía con los cuadros de su tía y
ahora con aquella rústica vivienda.
Avanzó despacio hacia ella y la sensación aquella
parecía aumentar con una velocidad nunca antes sentida. Estiró una mano para
empujar la puerta hecha desde tiempos remotos (más de sesenta años), por el
enamorado de su tía, según le contara su padre. Aquello era tan familiar. Pero
ella estaba segura de no haber estado allí jamás.
Empujó la puerta y ésta se abrió sin ningún
chirrido. Miró hacia donde deberían de estar las bisagras y lo único que
encontró fue una especie de caucha clavado en ambos palos que formaban el poste
y la puerta.
Entró en el plantel que ocupaba la casa y avanzó
sin apartarse de aquella sensación.
La fachada de la casa era la de un edificio en
ruinas. Un edificio dejado en el abandono por demasiado tiempo. El techo era de
tejas que en sus primeros tiempos debieron ser rojas, pero ahora eran
totalmente negras por el moho. Las paredes eran de rajas de roble viejo y
húmedo por los elementos y el tiempo. La puerta era lo único hecho de material
distinto al roble, parecía de pino y elaborada por unas manos conocedoras del
arte de las puertas. Dicha puerta estaba semi—abierta. El techo, por lo menos a
ella, le pareció demasiado bajo y cualquiera que quisiera entrar a dicho
edificio tendría que agacharse para no topar con él.
Ella no quería entrar. Y si lo hacía lo haría
acompañada. Algo, ese mismo algo que le decía que ya había estado allí, le
informaba que había una presencia rondando el interior. Quizás en ese momento,
ese mismo algo la observaba desde el interior.
—Carlos –dijo, pero sin mucha fuerza.
Quería volverse y alejarse de allí, pero como las
polillas atraídas por la luz, no se podía resistir. Algo, desde lo más
profundo, como una soga invisible, la atraía con gran fuerza.
—Carlos –volvió a decir sin fuerzas.
Avanzó, entonces, hacia la puerta de aquel lugar.
Se agachó ante la altura del caído techo y pasó por
debajo hasta estar justo enfrente de la puerta. Extendió la mano y empujó la
hoja viejísima. Ésta pareció crujir un poquito al ser forzada.
Era de día y la luz del sol, aunque opaca, se
filtraba por una infinidad de ranuras. Ranuras que formaban las estacas de las
cuales estaban hechas las paredes. La claridad, en el interior, entonces, era
casi completa.
Lo primero que vio Anamaría fue el hacha. Había un
hacha oxidada tirada casi en el centro de la estancia. El suelo era de tierra
aplastada y allí descansaba el objeto. Un escalofrío recorrió su columna
vertebral al comprender el origen de aquel objeto. Sólo había pasado un año
desde los eventos, pero había algunos detalles que a ella le habían causado
horror.
“El hombre mató a su esposa con un hacha. Su rostro
estaba irreconocible”
Eso decían las noticias de los periódicos y la
televisión. No habían presentado aquel rostro destrozado, pero si una sábana
sobre su rostro. Y por los bordes de la manta se veía algo informe.
“Es el hacha con que lo hizo”
Y de inmediato como si temiera su presencia miró
hacia todos lados de la estancia. Una de las teorías acerca del destino de
aquel hombre decía que posiblemente aún estuviera vivo y viviendo de raíces y
animales silvestres. Quizás, le dijo su cerebro, está oculto por aquí mismo.
Pero en la estancia no había más que objetos.
Objetos tales como una cama de barrotes delgados que en su tiempo debió ser muy
elegante. Un colchón cubierto de sábanas mugrientas. Un fogón a la izquierda de
esta cama y un pequeño estante junto a la cabecera de la cama.
Volvió su mirada sobre el fogón. En una de las
hornillas y totalmente olvidado por el tiempo, estaba una especie de caldero
diminuto que le recordó la fama de su tía: bruja. Así la habían considerado en
los alrededores durante mucho tiempo. Y aún, si uno les preguntaba a los más
ancianos solían referirse a ella como la
bruja.
Y como la vida de los recuerdos se alimenta de
estímulos visuales y olfativos, a su nariz llegó el olor tenue de algo muy
lejano. Lo percibió primero como una oleada muy suave, pero a medida que lo
reconoció por completo comenzó a aspirarlo con mayor fuerza. Era un olor
desagradable que resumía toda la pesadilla sufrida hacía más de veinticinco
años atrás. Era un olor a ropa podrida.
“Oh, cielos” pensó mirando con inquietud hacia
todos los rincones.
A su izquierda, justo en la pared sobre la cual
estaba la puerta, y en el rincón donde se unía la pared lateral, había una
especie de nido de algún animal. Quizás de un perro, o… de algo que ella
recordaba vagamente. Volvió a estremecerse.
“Oh, Dios” se dijo con verdadero pánico.
De allí, de ese rincón parecía venir el olor.
Sin pensarlo y como saliendo de un sueño se dio la
vuelta y salió casi corriendo del lugar. Dejó la puerta abierta convencida de
que nadie iba a echar de menos aquello. Llegó hasta el portón rústico y lo
cerró echando una mirada de desconfianza sobre la cabaña. Apenas estuvo en el
camino de nuevo se agachó y respiró hondo. El mal olor le había traído a la
memoria muchas imágenes negativas de una experiencia que durante muchos años
había tratado de olvidar.
Estuvo agachada más de cinco minutos, respirando
hondo y tratando de organizar sus ideas. Quizás no había sido una buena idea,
después de todo, regresar a aquel lugar. Pero, de alguna manera tenía que
enfrentarlo, se había repetido tantas veces. Y si no era ahora, cuándo.
Se incorporó sintiendo la presencia de la
construcción a su izquierda y con pasos cortos comenzó a descender. Llegó hasta
donde había dejado a Carlos agachado buscando tierra. Allí no había nadie.
Se inquietó al ver la soledad del lugar. Buscó con
la mirada por todos lados.
—¡Carlos! –gritó tratando de que el miedo no se le
notara en la voz y utilizando ambas manos para formar una especie de megáfono.
—¡Hola! –le contestó alguien desde la derecha.
Miró hacia allá. Sólo se veían árboles de álamo y
uno que otro roble.
—Estoy aquí –aclaró Carlos gritando también.
Miró hacia allá tratando de verlo a través de esos
árboles, pero no distinguió nada. Así que echó a caminar en aquella dirección.
Carlos estaba agachado, recogiendo un puñado de
tierra y observándola con mucha atención. Estaba detrás de unas rocas de color
blancuzco.
—Hola –dijo ella sintiéndose, por una extraña razón
de compañía, aliviada.
—Hola ¿Qué tal el paseo? –preguntó él volviéndose a
mirarla.
—Encontré la cabaña –dijo aparentando seguridad.
—Oh. ¿Y qué tal?
—Está a punto de caerse… creo que debería de
echarse abajo en cuanto empiecen las excavaciones. Por seguridad, digo.
—Ok. Lo tendré en cuenta –sonrió él—. Creo que
estamos por buenos pasos. Esta tierra parece ser de origen volcánico y cuando
eso es así, puede haber minerales a escasos metros de la superficie.
—Oh, eso es bueno.
—Sí.
Terminaron de recoger las muestras y se pusieron en
camino de regreso.
Como sucede siempre, el regreso les resultó más
rápido.
Llegaron a las dos de la tarde a La Casona y
entregando los caballos al hombre que se los había traído, Anamaría comentó:
—Son de la hacienda de mi hija.
—Oh, vaya.
—Sí. Al final conservó la casa de los abuelos y
mantiene la hacienda con muchísimas cabezas de ganado, producción de quesos y
todos los derivados lácteos. Un día de estos podemos bajar allá. No está muy
largo. Apenas pasando el pueblo.
—Ok. Sería magnífico.
Entraron en La Casona y mientras Carlos realizaba
algunas llamadas a laboratorios y conocidos del ramo, Anamaría, se fue a meter
a la bodega. Allí estuvo un buen rato revolviendo cosas.
***
—Llevaré hoy mismo –le comunicó Carlos Alberto a
Anamaría mientras comían algo que ella había preparado en la cocina comedor—,
las muestras a la universidad. Mi amigo las analizara hoy mismo, así que
podremos, hoy mismo decidir por donde comenzar a excavar.
—Eso me parece maravilloso. Viento en popa.
—Así es: viento en popa.
De regreso a Tegucigalpa, hablaron acerca de la
maquinaría y de los trabajadores que se necesitarían para operarla.
—Si la tierra da positivo lo primero que hay que
hacer es establecer la parte legal y comenzar la explotación.
—Por eso no se preocupe, mi padre fue ministro de
Agricultura y conoce a casi todos los funcionarios de los ministerios, si les
lleva el documento de inmediato tendremos el permiso. Como será una mina
trabajada de la forma tradicional no tendremos problemas con ambiente. No vamos
a dañar los árboles ni nada del agua. La tierra que extraigamos la vamos a
procesar lejos de los ríos y quebradas. Si se fijó bien hay suficiente terreno
para eso.
—Sí. Vamos a necesitar agua… escuché que poseen una
represa.
—Ah, sí. Sólo que está en el Ocotal. Habrá que
hacer llegar el agua mediante tuberías. Usted siéntase libre de pedir lo que
necesita. Esto será un gran proyecto.
—Sí, así parece.
***
Aquella misma tarde, Carlos Alberto telefoneó a
Anamaría para informarle.
—Hay plata en el terreno.
—Oh, cielos –casi gritó la mujer del otro lado de
la línea.
—Los análisis reflejan una gran extensión del
mineral precioso esparciéndose por lo menos por un par de kilómetros sobre
aquella pendiente. Eso quiere decir que allí, enterrada, hay una enorme veta de
plata.
—¿Está seguro? –preguntó ansiosa la mujer.
—Tengo los resultados en mis manos y eso es lo que
reflejan. Dígale a su padre que pida los permisos y declare, de inmediato la
creación de la compañía.
—Oh, porque no viene a cenar con nosotros y se lo
comunica usted mismo.
—Estoy… ok. estaré allí a las ocho si no es muy
tarde. Estoy haciendo unas proyecciones y planos para entregar a la gente de
minas que es lo que siempre solicitan con los demás documentos.
—Ah, me parece estupendo. Como dijimos: viento en
popa.
—Así es. Mientras más rápido obtengamos los
permisos firmados y sellados, mejor. Lo que sigue es más operacional.
—¿Está emocionada, verdad? –preguntó la mujer con
la voz alegre.
—Claro que sí. Es lo que he querido siempre y por
fin voy a trabajar directamente en ello. Estoy, como dicen los chavos de hoy en
día: que salto por las paredes de la alegría.
—Eso es bueno, el entusiasmo.
—Sí. Así es.
—Entonces a las ocho lo esperamos.
—Gracias. Allí estaré.
***
A las ocho de la noche y unos diez minutos después,
Carlos Alberto volvía a entrar sobre su renovado automóvil, en la propiedad de
la familia Landa, en el Hatillo.
—Bienvenido –le saludó don Carlos Landa invitándole
a sentarse—, me dijo Ana que tiene buenas noticias.
Carlos Alberto llevaba varios documentos en una
carpeta y se los pasó mientras colocaba su maletín en una de las sillas.
—No –protestó doña Esmeralda al ver que su esposo
tomaba la carpeta—, la comida es sagrada.
El hombre colocó la carpeta en una mesita que había
justo detrás de su silla y le dedicó una sonrisa a Carlos Alberto.
—Será después –le dijo con una enorme sonrisa.
Cenaron en silencio y de vez en cuando Anamaría
miraba a Carlos Alberto y le dedicaba una de sus amplias sonrisas. Como
diciéndole: se sorprenderá.
Por cierto, se fijó Carlos, Anamaría, se había
puesto un vestido floreado y muy escotado que la hacía verse más hermosa.
Además, y esto lo hizo con un pensamiento algo inquieto, sus labios rojos
invitaban a ser besados. Se concentró en la comida y se prometió que le diría
que estaba muy hermosa.
Casi al borde de las nueve de la noche terminó la
cena y los tres más interesados en el asunto se retiraron a la cómoda sala de
la casa a platicar. Don Carlos abrió la
carpeta y dijo con una sonrisa:
—Todos esos números y nombres a mí no me dicen
nada.
—Lo que dicen, papá –le dijo Anamaría con una
amplia sonrisa—, es que eres dueño de una mina de plata.
Carlos Alberto que se había sentado en el mueble
grande asintió lo dicho por Anamaría y añadió:
—Lo único que falta son los permisos, la maquinaría
y el personal para empezar la explotación.
—Oh, cielos. Eso se merece un brindis.
Y sin decir más se puso en pie y salió de la sala
dejando a Anamaría y a Carlos Alberto solos.
—Desde que llegué quería decirle –dijo Carlos
Alberto sin ninguna gota de rubor en las mejillas— que se ve muy hermosa con
ese vestido.
—Oh, gracias –ella si se ruborizó un poquito
pintando sus mejillas de sangre y sus ojos de un brillo especial.
Hubo un silencio algo molesto entre ambos que se
rompió cuando los dos quisieron volver a hablar al mismo tiempo. Sonrieron.
—Primero usted –le dijo Carlos.
—No, primero usted.
—Bueno, gracias. Lo que quería decir es que
agradezco la oportunidad que me han brindado al ser parte de esto.
—Oh, no. En realidad somos nosotros los que debemos
de estar agradecidos por haberle conocido. Ya le debemos dos cosas: la vida de
mi hija y mis nietas y el aumento de nuestra riqueza. ¿No le parece eso una
deuda muy grande?
—Dios –dijo sin dudar Carlos Alberto señalando
hacia arriba—. Él fue quien nos puso aquí.
En ese momento, cuando Anamaría iba a dar su punto
de vista, regresó don Carlos José con una brillante botella de vino rojo. La
colocó en la mesita de centro y dijo:
—De mi mejor vino. Ya le pedí unas copas a Alfredo.
Se sentó de nuevo en su sillón y cruzando una
pierna dijo:
—Este es un día memorable. El comienzo de una nueva
empresa. Pero sobre todo una forma de honrar el nombre de mi padre y de mi
abuelo que en paz descansen.
Carlos Alberto, que no consideraba ni siquiera como
viejas a las personas de ochenta años le hubiera gustado tener allí a esas
personas por la cuales se estaba creando aquella nueva compañía.
—La Jonathan & Esteban Landa Compañía Minera es
una realidad –añadió don Carlos sonriendo de oreja a oreja—. Hace tanto que
sospechaba de la existencia de un tesoro allí, pero tenía mis dudas. Si no es
por Ana seguiría dudando.
—Sólo falta el registro en el Ministerio de Minas y
el registro de la compañía donde corresponda –dijo Anamaría siguiendo la idea
de su padre—, además de la maquinaria y los empleados para comenzar.
—¿Qué es lo que necesita? –dijo el hombre abriendo
de nuevo la carpeta.
Carlos Alberto que había colocado el maletín a un
lado, lo tomó y lo abrió. Extrajo tres hojas de papel y se las entregó.
—Necesito esto para comenzar con los trabajos de
excavación.
Dos Carlos repasó las primeras líneas:
—Uno –dijo— papeles de registro de la mina y
permiso de explotación firmado y sellado por el Ministerio de Minas. Dos: maquinaria…
Repasó las tres hojas muy rápidamente y luego con
una sonrisa dijo:
—Todo esto es posible de inmediato. Creo que el
lunes a primera hora podrá comenzar a excavar.
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