martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 20



XX

Los cementerios son las deshuesadoras de la sociedad y allí van a quedar todas las carcasas de las vidas agotadas en las luchas cotidianas. El cementerio de El Ocotal era pequeño, enclavado en la ladera de un cerro y con cierta pendiente en el terreno. Bien cuidado y rodeado de altos cipreses. Para entrar en él se pasaba por una especie de arco cubierto de rojas tejas en cuya parte superior se leía: camposanto, El Ocotal, Francisco Morazán. Y después de cruzar este umbral se avanzaba por una alameda cubierta de adoquines, algo extraño en un cementerio de corte rural, hasta llegar al centro donde estaba el mausoleo de la familia Landa.
“Fue en tiempos de don Carlos José Landa que se mandó a construir y se hizo, como la escuela, con dinero de él, por eso es así de elegante y se mantiene” escuchó a alguien decirlo entre tanto murmullo durante el momento del entierro.
Eso lo explicaba todo. Al menos la distinción del camposanto cuyo perímetro estaba protegido por un cerco de piedra de dos metros de altura y sobre cuya cima estaba protegido por púas de acero para evitar el vandalismo. Por eso el lugar había conservado su primigenio origen. Y cierto aire de nostalgia que todo verdadero cementerio debe tener.
Cuando el reloj de la iglesia que se veía y escuchaba desde allí arriba dio las tres de la tarde, comenzaron a salir del lugar. Laura María, llena de esa nostalgia que suele preceder al adiós tocó por última vez el nicho con la palma dela mano, emitió una breve oración al cielo y comenzó a seguir a su cabizbajo hijo.
—Nos veremos en otra vida, amiga –le dijo dándole un beso a la punta de sus dedos y luego rozando de nuevo el nicho.

***

De regreso a Tegucigalpa, Carlos Alberto le pidió a su madre permiso para entrar unos minutos a la mina ya que quedaba de paso.
—Está bien –aceptó ella con la voz ronca de tanto llorar.
Acababan de pasar, unos kilómetros atrás, ante la fachada de La Casona. La puerta estaba abierta y varios automóviles estaban enfrente de la fachada. La familia Landa se había detenido allí un momento antes de regresar a Tegucigalpa, pero ellos no habían sido invitados. De todos modos, ella hubiera rechazado dicha invitación.
Carlos Alberto, entonces, dobló a la derecha al llegar al retén de vigilancia y al reconocerlo le dejaron pasar.
—¿Allí estaba la casa donde ocurrieron los crímenes el año pasado? –preguntó Laura señalando hacia el lugar donde efectivamente estuviera la vivienda del hombre que cegado por la locura había acabado con la vida de su esposa y perseguido a sus hijos en una noche que los periódicos llamaron infernal.
Carlos Alberto miró hacia donde su madre dirigía el dedo y asintió con un profundo suspiro.
—Allí estaba.
Laura María que había seguido la noticia con mucho interés, por los alcances y el lugar de la misma, recordaba cada detalle y en su afán por informarse más al respecto, había tenido la buena intención de visitar aquel sitio cuando aún estaba de pie, pero por alguna razón u otra lo había pospuesto siempre. Ahora sólo estaba el sitio, pero no el objeto.
Continuaron adelante descendiendo por la nueva carretera. Después de los quince asesinatos en la mina, se había incrementado el número de militares en el lugar y ahora, en cada puesto de vigilancia, estaban apostados de dos en dos y era prohibido deambular cualquier lugar de los alrededores sino era en parejas. Se encontraron varias de esas parejas de obreros o militares mientras descendían.
—¿Y estás seguro que aquí estaba la cabaña?
Carlos Alberto que había escuchado de Anamaría algunas extrañas historias le afirmó a su madre que en efecto, allí había estado la cabaña. Le señaló el lugar exacto, parecía haber estado justo a unos veinte metros del antiguo cerco de piedra que aún rodeaba la propiedad de los Landa.
—Espero aquí –le dijo Laura a su hijo—, no tengo fuerzas ni para caminar.
Caros Alberto que lo que quería comunicar a los trabajadores era que debido al deceso de la hija del dueño de la mina tenían el resto de la tarde libre, se bajó y no dijo nada. Avanzó hacia su casa, de la cual sólo se veían el tejado entre los álamos allá a unos cien metros arriba.
Laura María vio a su hijo desaparecer por un camino rojizo y polvoroso y luego se bajó del automóvil. Sentía que la columna le dolía un poco. Los fríos de diciembre siempre la ponían algo enferma. Así que había decidido dar algunos pasitos por el estacionamiento, para calentar sus huesos un poco.
Comenzó a caminar en círculos alrededor del automóvil de su hijo y de pronto le llamó la atención el muro de piedras a su izquierda, allá como a unos veinte metros. Caminó hacia allá hasta colocarse enfrente de él. Del otro lado se veían asomarse árboles de pino y roble que como si respetaran el espacio ni siquiera extendían sus ramas sobre el muro.
Laura extendió la mano y toco las piedras. Estaban calientes debido a los pocos rayos del sol que habían caído sobre ellas durante las horas de la mañana. Eran rugosas y cubiertas de una especie de corteza gris. Raspó, solo por ver de cerca aquello, una piedra y desprendió un trocito de corteza. La olió. Tierra húmeda.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí, chicas? –les preguntó a las rocas volviendo a acariciarlas con las palma abierta. Al menos a las que tenía de frente.
Las piedras, por supuesto, no le contestaron nada aunque los estudiosos de las piedras y de la tierra dicen que hablan. Sonrió ante esta idea y de inmediato se sintió un poco culpable al hacerlo: su amiga acababa de ser enterrada. Aspiró profundamente el fresco aire de los árboles expandiendo cuanto podía su pecho y cuando ya iba a detenerse de aspirar dicho aire lo captó.
El olor aquel. Allí estaba. El olor a ropa podrida.
Su memoria, al captarlo, de inmediato lo asoció a aquella escena vivida más de cuarenta y cuatro años atrás. Allí había estado aquel ser, no podía haber duda. Volvió a husmear el aire con insistencia tratando de captar más. Lo volvió a encontrar allí estaba. Miró el suelo, loa árboles y hasta el cielo tratando de captar de dónde venía esa corriente.
Nada, allí no había absolutamente nada. El olor parecía haber venido en el aire de algún lugar lejano. Volvió a aspirar olisqueando con vigor. Lo volvió a notar y por espacio de varios minutos anduvo de un lado a otro tratando de ubicar su mayor concentración.
Cualquier persona que la mirara en aquel momento la hubiera tomado por loca o algo parecido. Giraba, avanzaba, volvía a girar, se detenía y volvía a avanzar. En ese juego de movimientos se mantuvo durante varios minutos hasta que vio el trozo de madera.
Muy cerca del muro de piedras, mirándole de frente, a su derecha, y casi acostado en la base estaba un trozo de madera negra de más o menos un metro de extensión. Hacia allí dirigió sus pasos y estuvo acertada. Era aquel objeto el que emitía aquel olor característico. Se agachó y lo tomó con ambas manos. No pesaba mucho. Parecía estar hueco e hinchado de humedad.
Lo acercó a sus fosas nasales y aspiró con fuerza. No había duda, era aquel objeto el que emitía aquel olor a podrido y a ropa húmeda. Miró hacia el suelo tratando de encontrar más trozos. Nada, allí parecía terminar toda evidencia de la existencia de la cabaña a la cual en sus diarios Azucena Landa llamaba, nuestro nido de amor.
Se volvió para ubicar la posición donde había estado la edificación. En aquel lugar había nacido el tulpa, hacía más de setenta años, según sus fechas. Allí, había conocido el amor carnal Azucena Landa, la pintora, el alma de su fallecida amiga Anamaría. En algún lugar de aquel sitio, seguramente, habría encontrado alguna clave para deshacerse de aquel ser.
“¿Seguirá con vida ahora que desapareció su madre?” se preguntó, pero de inmediato se respondió que sí. Ya había pasado  por la muerte de su ama y había sobrevivido muchos años sin saber de ella aunque quizás sí supiera de su presencia por los lazos de la energía. Una madre, y un hijo, están unidos por esas invisibles fuerzas del espíritu que no conoce fronteras. Seguramente, ahora también, el ser aquel había captado su desaparición material.
Tenía entendido que desde el ataque a los militares vigías de la mina ya no había aparecido ni un solo cuerpo más. Quizás algo había pasado durante aquella incursión del ser. ¿Pero qué? Ella había leído todas las noticias, visto todos los reportajes en la tv al respecto, pero no se mencionaba mucho, sólo acerca de los muertos y la extraña relación entre todos desde el veinticinco de diciembre.
Llevando el trozo de madera en una mano, pues apenas pesaba, regresó al automóvil y se subió en él para esperar a su hijo. Desde la ventana, y por entre los árboles y arbustos se veía, allá abajo, la torre de la diminuta iglesia. El corazón le latió con fuerza al recordar que ese sitió había sido su puerta de salida hacia tantos años.
“¿Cómo sobrevivimos a esa pesadilla?”
Porque Dios tiene una misión para cada quien, se respondió.

***

Carlos Alberto la encontró profundamente dormida y no quiso despertarla. Notó el trozo de madera que sostenía con ambas manos cruzado sobre el pecho y se dijo que era otro de los muchos objetos que su madre era aficionada a recoger cuando le llamaban la atención. El jardín de la casa era mudo testigo de dichos objetos. Piedras de río, de volcán, de valles, trozos de vidrios con formas extrañas… yacían en distintos sitios del extenso jardín. Aquel trozo de madera negra de roble, reconoció, debía ser otro más. Percibió el tenue mal olor que emitía dicho objeto, pero no dijo nada. Conocía muy bien a su madre y sabía que defendería su derecho al objeto con uñas y dientes. Para que discutir. Además no tenía ánimos para eso. Había llegado a su casa entre los álamos y llamado desde allí, por el radio de banda corta a su primer capataz. Le comunicó la idea de la tarde libre y luego se puso a revisar ciertos números. Por eso había tardado casi media hora en regresar.
Apenas encendió el motor del automóvil su madre se despertó.
—¿Qué tal todo? –preguntó ella.
—Ya, ya hice lo que debía de hacer. ¿Necesitas ir a algún sitio en especial?
Laura María escuchó aquella pregunta y se dijo que hay cosas que jamás cambian. Sus hijos, todos, la consideraban una anciana. Una persona por la cual tenían que hacer cosas.
—No, gracias –dijo—. Necesito llegar a casa para descansar un poco.
—Ok. Entonces ponte el cinturón.
Así lo hizo con mucho cuidado de no enganchar sobre su pecho el madero negro.
—¿Y eso, ma? –preguntó Carlos poniendo el auto en marcha y echándole una mirada al trozo de madera. Tenía intención de no preguntarle, pero ahora quería entablar conversación.
Laura María miró su trozo de madera y dijo:
—Creo que es un fragmento de la vieja cabaña donde vivió la tía de Anamaría. Me pareció un buen detalle guardármelo como simple recuerdo.
—Huele algo, mal –comentó Carlos.
La madre no le respondió, se aferró al trozo con mayor fuerza.
Salieron a la carretera que conducía al desvío para llegar a Tegucigalpa, pasando de nuevo por el puesto principal de vigilancia. Laura María comenzó a hurgar en los conocimientos de su hijo al respecto de los militares muertos:
—¿Cuántos muertos hubo al fin de militares?
Carlos Alberto, que sabía que su madre insistiría e insistiría hasta saberlo todo, no tuvo ningún problema en contárselo todo, pero antes le advirtió:
—Me prohibieron hablar de todos los hechos por lo de las investigaciones, pero a ti te lo puedo contar todo. Sólo te pido que no lo comentes con nadie. Ni siquiera a Ana se lo conté…
Hizo una pausa obligada al mencionar a la recién enterrada.
—Fueron quince, tal como lo informaron las noticas –dijo—, pero también hubo un herido.
—¿Un herido? –se interesó Laura María porque aquel elemento era nuevo para ella y quizás un punto de dónde agarrarse.
—Fue el único sobreviviente que lo vio, según él.
—¿Y qué pasó con él? En las noticias no lo mencionaron.
—Ni lo harán. Por lo general, en el ejército, ocultan todas estas cosas y jamás se dan a conocer al público. Son muy reservados.
—¿Y dónde está? ¿Dónde lo metieron?
—En el hospital militar.
Laura María sonrió levemente. A aquel lugar tenía completo acceso y estaba segura de poder llegar hasta aquel individuo si averiguaba su nombre. Se sintió tentada a preguntarle a su hijo aquel detalle, pero estaba convencida que no se lo daría. Había llegado muy lejos con sus preguntas.
—Debe de estar muy mal herido –comentó.
—Eso es lo raro, no tiene más que el daño psicológico –se señaló la frente con el índice de la mano derecha—. Repite, cuando le preguntan la misma historia sin sentido.
—¿Qué clase de historia?
—Yo no lo escuché completamente, porque cuando llegué a las oficinas ya se lo llevaban en una ambulancia hacia el hospital, pero me comentaron algunos de sus compañeros que decía que una especie de perro blanco, de cuerpo alargado había matado a su compañero de turno. Y que él lo había herido. Había herido a aquel demonio de ojos rojos. Algo así.
Laura María guardó silencio. Un silencio muy profundo. Miró hacia el frente. Estaban llegando a la calle pavimentada. Carlos Alberto entró en ella y pronto estuvo avanzando sin dar brincos.
—Es de locos –dijo al fin Laura sin apartar la mirada del frente.
—Sí, mucho.
—¿Y qué han hecho los militares para evitar un posible nuevo ataque además de aumentar el número?
—Sólo eso. No creen que quien haya hecho eso vuelva a hacerlo. Pero además de haberlos ordenado en parejas para patrullar ahora también hay un grupo de hombres recorriendo los bosques para localizar algo. Todos tienen radios y se comunican con frecuencia, así que al menos signo de ataque se movilizarán.
Su madre no dijo nada de nuevo.
Llegaron a la casa en las Lomas y Carlos Alberto que ya había decidido pasar con su madre el 31 de diciembre subió a su habitación de siempre y su madre a la suya propia.
Por la mañana, el 31 aparecerían por allí sus demás hijos y hasta su esposo que justo ahora terminaba un ciclo de conferencias religiosas acerca del espíritu navideño.
Pero Laura María, no se fue directamente a la cama como había dicho en el automóvil. Llamó a un colega, amigo, en el Hospital Militar y platicó con él acerca de un paciente ingresado hacía pocos días y que procedía de los puestos del Álamo.
—Ah, sí –le dijo su amigo— se llama José Ángel Suazo. Está en el ala norte donde se tienen a los posibles desequilibrados. Lo tenemos sedados porque apenas abre los ojos comienzan sus alucinaciones.
—Ah, ya –se detuvo unos segundos para planear su estrategia—. ¿Crees que yo pueda visitarlo la siguiente semana? Estoy escribiendo un ensayo sobre alucinaciones esquizofrénicas entre los militares y me interesaría conocerle.
—¿Oh, de veras? Pues, claro que sí. Puedes venir el dos de enero que es cuando todo aquí parece estabilizarse. Mañana, por ser primero nos falta mucho personal.
—Ok, te llamo apenas llegue.
—Ok, te espero y ¡Feliz año Nuevo!
—Oh, gracias de nuevo y Feliz Año Nuevo.
Colgó y anotó la fecha de manera mental, el día dos de enero era sábado y los sábados en los hospitales, militares o no, se recibe visitantes de ocho a doce del mediodía. Tendría que inventar algo para alejarse un poco de su familia. Al día siguiente comenzarían a llegar después del mediodía como lo hacían todos los años.
Se fijó en que la cámara filmadora seguía conectada al televisor y encendida. La había dejado así desde el momento en el cual Carlos Alberto llegara el día anterior con el cuerpo y el espíritu destrozado. La apagó asegurándose de que no se había dañado.
Era temprano aún y sentía algo de hambre. Antes de bajar a la cocina y decirle a la muchacha que preparara algo pasó por la habitación de su hijo. Le tocó la puerta con suavidad, pero al no recibir respuesta supuso que dormía. Giró el picaporte y se asomó. En efecto, su hijo se había tirado a la cama y ahora yacía con el rostro de lado sobre la cama, roncando con suavidad. La ventana tenía la cortina cerrada y algo de claridad entraba por allí. Entró y cerró con cuidado una para que la luz no molestara y volvió a salir.
Bajó a la cocina y se preparó un emparedado ella misma para no molestar a la muchacha. Ésta entró un par de minutos después de que empezara a comérselo.
—Buenas tardes, doctora –saludó la muchacha.
—Buenas tardes –respondió con un enorme bocado atravesado en la garganta.
—Me hubiera llamado para prepararlo yo –le renegó la muchacha.
—No te preocupes, sólo necesito esto. Pero puedes preparar algo de cena para más tarde… Carlos Alberto puede bajar más tarde a cenar.
—Está bien.
—¿Está listo todo para el almuerzo de mañana?
Los primeros de enero de cada mes, cuando se reunía toda su familia, solían tener un almuerzo muy opíparo en el jardín trasero con todas las de la ley. Para ese día contrataban a una chef experta y sus ayudantas las cuales aparecían a las ocho de la mañana y como hormiguitas se apoderaban de todo aquel espacio de cocina.
—Sí. Ya ha llamado dos veces la chef para confirmar que ella traerá todos los ingredientes y verificar si hay algún cambio en el menú. Quedó de llamar más tarde porque yo le dije que usted no estaba.
—No te preocupes, seguimos con el mismo menú, dile eso cuando vuelva a llamar.
—Sí, doctora.
Terminó su emparedado y regresó al segundo piso. Abrió la ventana de su habitación y miró hacia el jardín. Luego salió por la puerta corrediza hacia el balcón. El aire fresco de la tarde era muy agradable. Era treinta y uno de diciembre y el año daba sus últimas boquedadas. A lo lejos se escuchaban los cohetes para despedirlo. Se sentó al borde de la cama y cerró los ojos.
El llanto contenido durante todo aquel día se le vino de un solo inundando sus mejillas y su garganta. Ocultó el rostro con ambas manos y estuvo así durante un buen rato. Después se desnudó y se puso un pijama sintiendo el cansancio acumulado en cada nervio superficial de su cuerpo.
Cerró las cortinas y la puerta de la habitación y se echó a dormir.
Apenas hubo puesto la cabeza en la almohada, se quedó dormida profundamente.

***

Jorge Miranda, su esposo, llegó muy temprano el siguiente día. Venía de Guatemala de dictar una serie de conferencias y el avión había salido de allá justo a las cinco de la mañana por lo cual había dormido un poco en el aeropuerto pero aún traía sueño rezagado. Subió a la habitación y la encontró profundamente dormida.
La cohetería de la noche anterior también le había puesto los nervios de punta y quería dormir. Apenas se sentó al borde de la cama para contemplar el sueño de su esposa, ésta se despertó y lo saludó.
—Hola, amor –le dijo.
—Hola, mi muñeca –le respondió él con una sonrisa y le besó los labios apenas.
—¿Qué tal estuvo tu viaje?
—Cansado. Eso de los cohetes es por toda Centroamérica. Estoy agotado.
—Ven, métete conmigo a la cama –le invitó ella echando a un lado el edredón. Aún soplaba un suave frío por la estancia, pero debajo estaba muy tibio.
—Muchas gracias, señora mía.
Jorge Miranda, de 70 años, se quitó los zapatos y aún con la ropa se metió debajo del edredón apoyando la cabeza en la almohada, Laura María, de inmediato, apoyó la cabeza en su pecho y él le acarició el cabello.
—Qué calentito está todo aquí –dijo él sonriendo.
—Cuéntame algo bueno que te haya sucedido en tu viaje –pidió ella.
—Oh, está difícil la cosa, porque todo fue bueno.
—Lo más bueno que te sucedió.
—Lo más bueno es estar aquí, de vuelta. Ya no estoy para estos trotes aunque mi Dios sigue empujándome en el camino.
—Lo mismo decía yo y mira, hace poco hice una cirugía, más…
—¿La del detective? Si me lo contaste. Y me contaste, también, que todo había estado muy, muy bien.
—Sí, todo salió bien. ¿Y recuerdas que te dije que cuando volvieras te contaría algo importante?
—Ajá, sí. Lo recuerdo.
—Tiene que ver con El Álamo.
Jorge se detuvo en los movimientos lentos que le daba a la cabellera de su esposa. Guardó silencio durante algunos segundos y luego:
—Dime.
Y con voz calma y hasta pausada, le relató todos los sucesos actuales en el pueblo del Álamo hasta culminar con la muerte de su amiga. A Jorge le podía contar todo con mucha libertad y así lo hizo. Su esposo la escuchó del inicio al final con suma paciencia, sin interrumpirla.
Todo el relato le llevó más de media hora. Y cuando terminó, él le hizo una sola pregunta:
—¿Podemos detenerlo?
Laura María, que llevaba desde los seis años, enamorada de aquel hombre, pero que hasta veinte había hecho vida común con él sabía que cada palabra dicha por ella había sido captada con todo su valor. La pregunta sólo era la confirmación a lo que siempre habían considerado una misión inconclusa.
En las largas noches, o días en los cuales hablaban y hablaban del asunto, de todo aquello vivido allá en las profundidades de la tierra, siempre quedaba la interrogante ¿Por qué ellos? Se respondían con respuestas meramente especulativas. Y mientras los hijos venían y las responsabilidades humanas aumentaban, siempre volvían sobre esa pregunta sin encontrar ninguna solución. Ambos, a pesar de los años, tenían la sensación de que aquello sólo había sido el inicio de un círculo que algún día tendrían que cerrar.
—¿Crees que Bobby está en el cielo de los perros? –preguntó Laura.
Siempre le hacía la misma pregunta desde que muchísimos años atrás muriera el perro. E invariablemente, siempre recibía la misma respuesta:
—Todos los perros buenos, como las personas buenas, siempre van al cielo.
—Sí, lo sé, aunque para mí Dios es toda la energía del universo, lo que hace que se mueva todo. Todo. ¿Iré al infierno por pensar así?
Siempre las mismas preguntas y las mismas respuestas, y nunca se cansaban de hacerlas y de responderlas.
—El hombre va al infierno que él mismo crea. Así que si, irás al infierno por pensar así.
—Y como mi infierno es como estar sentada en un lindo prado mirando las estrellas y oliendo flores. Allá iré yo.
—Seguramente.
Sonrieron.
—¿Qué harás cuando lo encuentres? –preguntó él volviendo al tema.
Ella le había relatado con lujo de detalles las muertes de más de cuarenta personas ocasionadas por aquel ser de aspecto animal y de origen energético. Además, ambos habían leído muchas veces, los recortes de periódicos que ambos recortaban al respecto.
—Lo que tenga que hacer, como decía tu presidente después de ser electo.
Sonrieron de nuevo.
—¿Crees que podrás tu sola con él?
—Es posible… pero no lo averiguaré hasta que me enfrente a él.
—Sí le entran las balas es probable que yo pueda meterle un par de balazos en el cuerpo.
—Eso no es de cristianos.
—Lo que él hace tampoco. Así que estamos a mano.
—Ya están a punto de llegar nuestros hijos –dijo Jorge besándole la cabeza a Laura.
—Son tus hijos, ve y atiéndelos yo aún estoy agotada.
Al final, y después de media hora, cuando comenzaron a llegar ruidos de abajo, claro signo de que la cocinera y sus ayudantes habían llegado y estaban preparando el almuerzo familiar del primero de enero, ambos se levantaron y se fueron a bañar.
Cuando bajaron al comedor, la muchacha les trajo el desayuno y les informó que la cocina parecía un campo de batalla debido a la cocinera y sus ayudantes. Carlos Alberto bajó unos veinte minutos después de que ellos se hubieran sentado a la mesa.
—Hola, pa –saludo a su padre.
—Hola, hijo ¿Qué tal todo?
—Aquí, pasando.
—Mmmm.
Laura María, en su narración, había deslizado la fugaz relación emocional entre su hijo y Anamaría, entonces, Jorge comprendía aquellos ojos rojos e hinchados.
—Dios nos dará siempre más, hijo –le dijo sin especificar qué.
Así era él y no había que buscarle muchas patas al gato para comprenderle.
—Sí –dijo aquel sentándose y poniéndose a comer con hambre, según la cocinera no había bajado a cenar.
A las once de la mañana la comida de la chef estaba aromatizando todos los ámbitos. Los tres subieron a darse un buen baño y después a ponerse ropa para recibir a los nietos, sobrinos, hijos y hermanos.
Los nietos, sobrinos, hijos y hermanos comenzaron a llegar después de las doce del mediodía. Dilcia Patricia Miranda Fernández, la hija mayor, llegó junto a sus dos hijas, María Fernanda y Elisa, y éstas a su vez con sus hijos y esposos. Después de ellas llegó Jorge Miguel con sus cinco hijos desde el menor al mayor y sus tres nietos del mayor. Al final, la mesa dispuesta en el jardín estuvo repleta de personas pequeñas y grandes.
Los que se encargaron de acomodar las sillas estaban acostumbrados a este tipo de eventos porque dejaron dos sillas justo a la cabeza donde se sentaron Laura María y Jorge Miranda, esposa y esposo, rodeados de todos sus frutos. Comenzó, como todos los años, la comida y las pláticas entre hermanos, primos, y demás se fue animando hasta convertirse en un buen murmullo que lo llenó todo en el jardín.
Laura María, sentada junto a su esposo, contempló aquel montón de personas, y como hacía desde hacía desde hacía tres años cuando se retirara voluntariamente de la práctica de la cirugía, volvió a enfocarse en la misma cuestión: si todos ellos supieran que en algún punto de su vida, ella pudo no haberles dado la existencia. Si aquella noche, mientras acercaba la  Gillette a su muñeca no hubiera tenido aquel momento de epifanía, ella misma, en aquel instante, no sería ni siquiera polvo en alguna tumba.
Pensaba en esto con una profundidad que no había sentido antes cuando escuchó la voz de su único hermano, atronar a sus espaldas.
—¡Hey, hey! Comenzaron sin mí, el más importante.
Gunter Alfredo, tres años mayor que ella, después de casarse se había convertido en un hombre totalmente diferente a aquel joven que durante toda su adolescencia fuera una especie de rockero atrapado en los sesenta. Ahora, dueño de una inmensa fortuna debido a las cadenas de supermercados que les dejara su padre tanto a él como a su hermana, se dedicaba a viajar por el mundo junto a su esposa y parecía tener una energía muy grande, inagotable. Sus hijos, que también eran tres, todos vivían en el extranjero al contraer nupcias con extranjeras, pero siempre, el primero de enero se presentaban a su padre y a su madre para unirse a la familia de su hermana.
Así, pues una comitiva de más de veinte personas más, entre hijos, nietos, sobrinos, tíos y todo eso se mezcló de inmediato con los otros parientes.
—Stuart Mill tenía razón –dijo Jorge mirando aquel montón de gente reunida— hay sobrepoblación.
Su esposa río, inclinándose hacia él con cariño.
Al final habían allí reunidas más de cuarenta personas de todas las edades quienes a su vez tenían otras familias, lo que venía a constituir un amplio abanico de relaciones familiares que con el tiempo se iba ampliando más y más. La misma Laura María, al recordar a su propia familia extensiva, recordaba que tenía primos muy lejanos de los cuales ni siquiera sabía el nombre. Los hermanos de su padre y de su madre habían sido numerosos.
Ya reunidos todos, y habiendo comenzado con la deliciosa comida, servida por cuatro mujeres vestidas con una traje blanco y negro y gorro, volvió a armarse la tertulia. Entre esa tertulia se escuchaban varios idiomas mezclados y Laura María volvió a pensar en la posible no existencia de todas aquellas personas. Un simple acto, su decisión, bien pudo no haberlos hechos existir. Volvía a comprobar esa hipótesis acerca de las causalidades, en la cual, todo está unido irremediablemente a las decisiones tomadas o dejadas de tomar.
No pudo evitar pensar en ese montón de familias, que justo ahora, estaban sufriendo por la pérdida de alguno de sus familiares. Los treinta y tres jóvenes encontrados en aquel campus, los quince soldados en la mina… aquel joven de quince años, justo frente a La Casona… todas esas vidas truncadas eran posibilidades sin más posibilidades.
Recordó a su amiga Anamaría, otra posibilidad. Pero la vida, como siempre debe seguir.
—El discurso mami –le dijo su hija Dilcia.
La miró como quien mira a una extraña, tan sumida en sus pensamientos se encontraba. Al punto que su hija mayor tuvo que repetirle la petición.
Era costumbre, a medida que la familia había comenzado a aumentar el emitir discursos de fin de año. En ellos, su esposo, acostumbrado a ponerse ante enormes grupos de personas la aventajaba con bastante libertad, pero ella no permitía, por lo menos años atrás, que él lo diera.
—Jorge –le dijo a su esposo—, este año te cedo el lugar.
Su esposo la miró asombrado, pero comprendió.
Se puso de pie, todos callaron y comenzó su discurso.

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