XX
Los cementerios son las deshuesadoras de la
sociedad y allí van a quedar todas las carcasas de las vidas agotadas en las
luchas cotidianas. El cementerio de El Ocotal era pequeño, enclavado en la ladera
de un cerro y con cierta pendiente en el terreno. Bien cuidado y rodeado de
altos cipreses. Para entrar en él se pasaba por una especie de arco cubierto de
rojas tejas en cuya parte superior se leía: camposanto, El Ocotal, Francisco
Morazán. Y después de cruzar este umbral se avanzaba por una alameda cubierta
de adoquines, algo extraño en un cementerio de corte rural, hasta llegar al
centro donde estaba el mausoleo de la familia Landa.
“Fue en tiempos de don Carlos José Landa que se
mandó a construir y se hizo, como la escuela, con dinero de él, por eso es así
de elegante y se mantiene” escuchó a alguien decirlo entre tanto murmullo
durante el momento del entierro.
Eso lo explicaba todo. Al menos la distinción del
camposanto cuyo perímetro estaba protegido por un cerco de piedra de dos metros
de altura y sobre cuya cima estaba protegido por púas de acero para evitar el
vandalismo. Por eso el lugar había conservado su primigenio origen. Y cierto
aire de nostalgia que todo verdadero cementerio debe tener.
Cuando el reloj de la iglesia que se veía y
escuchaba desde allí arriba dio las tres de la tarde, comenzaron a salir del
lugar. Laura María, llena de esa nostalgia que suele preceder al adiós tocó por
última vez el nicho con la palma dela mano, emitió una breve oración al cielo y
comenzó a seguir a su cabizbajo hijo.
—Nos veremos en otra vida, amiga –le dijo dándole
un beso a la punta de sus dedos y luego rozando de nuevo el nicho.
***
De regreso a Tegucigalpa, Carlos Alberto le pidió a
su madre permiso para entrar unos minutos a la mina ya que quedaba de paso.
—Está bien –aceptó ella con la voz ronca de tanto
llorar.
Acababan de pasar, unos kilómetros atrás, ante la
fachada de La Casona. La puerta estaba abierta y varios automóviles estaban
enfrente de la fachada. La familia Landa se había detenido allí un momento
antes de regresar a Tegucigalpa, pero ellos no habían sido invitados. De todos
modos, ella hubiera rechazado dicha invitación.
Carlos Alberto, entonces, dobló a la derecha al
llegar al retén de vigilancia y al reconocerlo le dejaron pasar.
—¿Allí estaba la casa donde ocurrieron los crímenes
el año pasado? –preguntó Laura señalando hacia el lugar donde efectivamente
estuviera la vivienda del hombre que cegado por la locura había acabado con la
vida de su esposa y perseguido a sus hijos en una noche que los periódicos
llamaron infernal.
Carlos Alberto miró hacia donde su madre dirigía el
dedo y asintió con un profundo suspiro.
—Allí estaba.
Laura María que había seguido la noticia con mucho
interés, por los alcances y el lugar de la misma, recordaba cada detalle y en
su afán por informarse más al respecto, había tenido la buena intención de
visitar aquel sitio cuando aún estaba de pie, pero por alguna razón u otra lo
había pospuesto siempre. Ahora sólo estaba el sitio, pero no el objeto.
Continuaron adelante descendiendo por la nueva
carretera. Después de los quince asesinatos en la mina, se había incrementado
el número de militares en el lugar y ahora, en cada puesto de vigilancia,
estaban apostados de dos en dos y era prohibido deambular cualquier lugar de
los alrededores sino era en parejas. Se encontraron varias de esas parejas de
obreros o militares mientras descendían.
—¿Y estás seguro que aquí estaba la cabaña?
Carlos Alberto que había escuchado de Anamaría
algunas extrañas historias le afirmó a su madre que en efecto, allí había
estado la cabaña. Le señaló el lugar exacto, parecía haber estado justo a unos
veinte metros del antiguo cerco de piedra que aún rodeaba la propiedad de los
Landa.
—Espero aquí –le dijo Laura a su hijo—, no tengo
fuerzas ni para caminar.
Caros Alberto que lo que quería comunicar a los
trabajadores era que debido al deceso de la hija del dueño de la mina tenían el
resto de la tarde libre, se bajó y no dijo nada. Avanzó hacia su casa, de la
cual sólo se veían el tejado entre los álamos allá a unos cien metros arriba.
Laura María vio a su hijo desaparecer por un camino
rojizo y polvoroso y luego se bajó del automóvil. Sentía que la columna le
dolía un poco. Los fríos de diciembre siempre la ponían algo enferma. Así que
había decidido dar algunos pasitos por el estacionamiento, para calentar sus
huesos un poco.
Comenzó a caminar en círculos alrededor del
automóvil de su hijo y de pronto le llamó la atención el muro de piedras a su
izquierda, allá como a unos veinte metros. Caminó hacia allá hasta colocarse
enfrente de él. Del otro lado se veían asomarse árboles de pino y roble que
como si respetaran el espacio ni siquiera extendían sus ramas sobre el muro.
Laura extendió la mano y toco las piedras. Estaban
calientes debido a los pocos rayos del sol que habían caído sobre ellas durante
las horas de la mañana. Eran rugosas y cubiertas de una especie de corteza
gris. Raspó, solo por ver de cerca aquello, una piedra y desprendió un trocito
de corteza. La olió. Tierra húmeda.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí, chicas? –les preguntó
a las rocas volviendo a acariciarlas con las palma abierta. Al menos a las que
tenía de frente.
Las piedras, por supuesto, no le contestaron nada
aunque los estudiosos de las piedras y de la tierra dicen que hablan. Sonrió
ante esta idea y de inmediato se sintió un poco culpable al hacerlo: su amiga
acababa de ser enterrada. Aspiró profundamente el fresco aire de los árboles
expandiendo cuanto podía su pecho y cuando ya iba a detenerse de aspirar dicho
aire lo captó.
El olor aquel. Allí estaba. El olor a ropa podrida.
Su memoria, al captarlo, de inmediato lo asoció a
aquella escena vivida más de cuarenta y cuatro años atrás. Allí había estado
aquel ser, no podía haber duda. Volvió a husmear el aire con insistencia
tratando de captar más. Lo volvió a encontrar allí estaba. Miró el suelo, loa
árboles y hasta el cielo tratando de captar de dónde venía esa corriente.
Nada, allí no había absolutamente nada. El olor parecía
haber venido en el aire de algún lugar lejano. Volvió a aspirar olisqueando con
vigor. Lo volvió a notar y por espacio de varios minutos anduvo de un lado a
otro tratando de ubicar su mayor concentración.
Cualquier persona que la mirara en aquel momento la
hubiera tomado por loca o algo parecido. Giraba, avanzaba, volvía a girar, se
detenía y volvía a avanzar. En ese juego de movimientos se mantuvo durante
varios minutos hasta que vio el trozo de madera.
Muy cerca del muro de piedras, mirándole de frente,
a su derecha, y casi acostado en la base estaba un trozo de madera negra de más
o menos un metro de extensión. Hacia allí dirigió sus pasos y estuvo acertada.
Era aquel objeto el que emitía aquel olor característico. Se agachó y lo tomó
con ambas manos. No pesaba mucho. Parecía estar hueco e hinchado de humedad.
Lo acercó a sus fosas nasales y aspiró con fuerza.
No había duda, era aquel objeto el que emitía aquel olor a podrido y a ropa
húmeda. Miró hacia el suelo tratando de encontrar más trozos. Nada, allí
parecía terminar toda evidencia de la existencia de la cabaña a la cual en sus
diarios Azucena Landa llamaba, nuestro nido de amor.
Se volvió para ubicar la posición donde había
estado la edificación. En aquel lugar había nacido el tulpa, hacía más de
setenta años, según sus fechas. Allí, había conocido el amor carnal Azucena
Landa, la pintora, el alma de su fallecida amiga Anamaría. En algún lugar de
aquel sitio, seguramente, habría encontrado alguna clave para deshacerse de
aquel ser.
“¿Seguirá con vida ahora que desapareció su madre?”
se preguntó, pero de inmediato se respondió que sí. Ya había pasado por la muerte de su ama y había sobrevivido
muchos años sin saber de ella aunque quizás sí supiera de su presencia por los
lazos de la energía. Una madre, y un hijo, están unidos por esas invisibles
fuerzas del espíritu que no conoce fronteras. Seguramente, ahora también, el
ser aquel había captado su desaparición material.
Tenía entendido que desde el ataque a los militares
vigías de la mina ya no había aparecido ni un solo cuerpo más. Quizás algo
había pasado durante aquella incursión del ser. ¿Pero qué? Ella había leído
todas las noticias, visto todos los reportajes en la tv al respecto, pero no se
mencionaba mucho, sólo acerca de los muertos y la extraña relación entre todos
desde el veinticinco de diciembre.
Llevando el trozo de madera en una mano, pues
apenas pesaba, regresó al automóvil y se subió en él para esperar a su hijo.
Desde la ventana, y por entre los árboles y arbustos se veía, allá abajo, la
torre de la diminuta iglesia. El corazón le latió con fuerza al recordar que
ese sitió había sido su puerta de salida hacia tantos años.
“¿Cómo sobrevivimos a esa pesadilla?”
Porque Dios tiene una misión para cada quien, se
respondió.
***
Carlos Alberto la encontró profundamente dormida y
no quiso despertarla. Notó el trozo de madera que sostenía con ambas manos
cruzado sobre el pecho y se dijo que era otro de los muchos objetos que su
madre era aficionada a recoger cuando le llamaban la atención. El jardín de la
casa era mudo testigo de dichos objetos. Piedras de río, de volcán, de valles,
trozos de vidrios con formas extrañas… yacían en distintos sitios del extenso
jardín. Aquel trozo de madera negra de roble, reconoció, debía ser otro más. Percibió
el tenue mal olor que emitía dicho objeto, pero no dijo nada. Conocía muy bien
a su madre y sabía que defendería su derecho al objeto con uñas y dientes. Para
que discutir. Además no tenía ánimos para eso. Había llegado a su casa entre
los álamos y llamado desde allí, por el radio de banda corta a su primer
capataz. Le comunicó la idea de la tarde libre y luego se puso a revisar
ciertos números. Por eso había tardado casi media hora en regresar.
Apenas encendió el motor del automóvil su madre se
despertó.
—¿Qué tal todo? –preguntó ella.
—Ya, ya hice lo que debía de hacer. ¿Necesitas ir a
algún sitio en especial?
Laura María escuchó aquella pregunta y se dijo que
hay cosas que jamás cambian. Sus hijos, todos, la consideraban una anciana. Una
persona por la cual tenían que hacer cosas.
—No, gracias –dijo—. Necesito llegar a casa para
descansar un poco.
—Ok. Entonces ponte el cinturón.
Así lo hizo con mucho cuidado de no enganchar sobre
su pecho el madero negro.
—¿Y eso, ma? –preguntó Carlos poniendo el auto en
marcha y echándole una mirada al trozo de madera. Tenía intención de no
preguntarle, pero ahora quería entablar conversación.
Laura María miró su trozo de madera y dijo:
—Creo que es un fragmento de la vieja cabaña donde
vivió la tía de Anamaría. Me pareció un buen detalle guardármelo como simple
recuerdo.
—Huele algo, mal –comentó Carlos.
La madre no le respondió, se aferró al trozo con
mayor fuerza.
Salieron a la carretera que conducía al desvío para
llegar a Tegucigalpa, pasando de nuevo por el puesto principal de vigilancia.
Laura María comenzó a hurgar en los conocimientos de su hijo al respecto de los
militares muertos:
—¿Cuántos muertos hubo al fin de militares?
Carlos Alberto, que sabía que su madre insistiría e
insistiría hasta saberlo todo, no tuvo ningún problema en contárselo todo, pero
antes le advirtió:
—Me prohibieron hablar de todos los hechos por lo
de las investigaciones, pero a ti te lo puedo contar todo. Sólo te pido que no
lo comentes con nadie. Ni siquiera a Ana se lo conté…
Hizo una pausa obligada al mencionar a la recién
enterrada.
—Fueron quince, tal como lo informaron las noticas
–dijo—, pero también hubo un herido.
—¿Un herido? –se interesó Laura María porque aquel
elemento era nuevo para ella y quizás un punto de dónde agarrarse.
—Fue el único sobreviviente que lo vio, según él.
—¿Y qué pasó con él? En las noticias no lo
mencionaron.
—Ni lo harán. Por lo general, en el ejército,
ocultan todas estas cosas y jamás se dan a conocer al público. Son muy
reservados.
—¿Y dónde está? ¿Dónde lo metieron?
—En el hospital militar.
Laura María sonrió levemente. A aquel lugar tenía
completo acceso y estaba segura de poder llegar hasta aquel individuo si
averiguaba su nombre. Se sintió tentada a preguntarle a su hijo aquel detalle,
pero estaba convencida que no se lo daría. Había llegado muy lejos con sus
preguntas.
—Debe de estar muy mal herido –comentó.
—Eso es lo raro, no tiene más que el daño
psicológico –se señaló la frente con el índice de la mano derecha—. Repite,
cuando le preguntan la misma historia sin sentido.
—¿Qué clase de historia?
—Yo no lo escuché completamente, porque cuando
llegué a las oficinas ya se lo llevaban en una ambulancia hacia el hospital,
pero me comentaron algunos de sus compañeros que decía que una especie de perro
blanco, de cuerpo alargado había matado a su compañero de turno. Y que él lo
había herido. Había herido a aquel demonio de ojos rojos. Algo así.
Laura María guardó silencio. Un silencio muy
profundo. Miró hacia el frente. Estaban llegando a la calle pavimentada. Carlos
Alberto entró en ella y pronto estuvo avanzando sin dar brincos.
—Es de locos –dijo al fin Laura sin apartar la
mirada del frente.
—Sí, mucho.
—¿Y qué han hecho los militares para evitar un
posible nuevo ataque además de aumentar el número?
—Sólo eso. No creen que quien haya hecho eso vuelva
a hacerlo. Pero además de haberlos ordenado en parejas para patrullar ahora
también hay un grupo de hombres recorriendo los bosques para localizar algo.
Todos tienen radios y se comunican con frecuencia, así que al menos signo de
ataque se movilizarán.
Su madre no dijo nada de nuevo.
Llegaron a la casa en las Lomas y Carlos Alberto
que ya había decidido pasar con su madre el 31 de diciembre subió a su
habitación de siempre y su madre a la suya propia.
Por la mañana, el 31 aparecerían por allí sus demás
hijos y hasta su esposo que justo ahora terminaba un ciclo de conferencias
religiosas acerca del espíritu navideño.
Pero Laura María, no se fue directamente a la cama
como había dicho en el automóvil. Llamó a un colega, amigo, en el Hospital
Militar y platicó con él acerca de un paciente ingresado hacía pocos días y que
procedía de los puestos del Álamo.
—Ah, sí –le dijo su amigo— se llama José Ángel
Suazo. Está en el ala norte donde se tienen a los posibles desequilibrados. Lo
tenemos sedados porque apenas abre los ojos comienzan sus alucinaciones.
—Ah, ya –se detuvo unos segundos para planear su
estrategia—. ¿Crees que yo pueda visitarlo la siguiente semana? Estoy
escribiendo un ensayo sobre alucinaciones esquizofrénicas entre los militares y
me interesaría conocerle.
—¿Oh, de veras? Pues, claro que sí. Puedes venir el
dos de enero que es cuando todo aquí parece estabilizarse. Mañana, por ser
primero nos falta mucho personal.
—Ok, te llamo apenas llegue.
—Ok, te espero y ¡Feliz año Nuevo!
—Oh, gracias de nuevo y Feliz Año Nuevo.
Colgó y anotó la fecha de manera mental, el día dos
de enero era sábado y los sábados en los hospitales, militares o no, se recibe
visitantes de ocho a doce del mediodía. Tendría que inventar algo para alejarse
un poco de su familia. Al día siguiente comenzarían a llegar después del
mediodía como lo hacían todos los años.
Se fijó en que la cámara filmadora seguía conectada
al televisor y encendida. La había dejado así desde el momento en el cual
Carlos Alberto llegara el día anterior con el cuerpo y el espíritu destrozado.
La apagó asegurándose de que no se había dañado.
Era temprano aún y sentía algo de hambre. Antes de
bajar a la cocina y decirle a la muchacha que preparara algo pasó por la
habitación de su hijo. Le tocó la puerta con suavidad, pero al no recibir
respuesta supuso que dormía. Giró el picaporte y se asomó. En efecto, su hijo
se había tirado a la cama y ahora yacía con el rostro de lado sobre la cama,
roncando con suavidad. La ventana tenía la cortina cerrada y algo de claridad
entraba por allí. Entró y cerró con cuidado una para que la luz no molestara y
volvió a salir.
Bajó a la cocina y se preparó un emparedado ella
misma para no molestar a la muchacha. Ésta entró un par de minutos después de
que empezara a comérselo.
—Buenas tardes, doctora –saludó la muchacha.
—Buenas tardes –respondió con un enorme bocado
atravesado en la garganta.
—Me hubiera llamado para prepararlo yo –le renegó
la muchacha.
—No te preocupes, sólo necesito esto. Pero puedes
preparar algo de cena para más tarde… Carlos Alberto puede bajar más tarde a
cenar.
—Está bien.
—¿Está listo todo para el almuerzo de mañana?
Los primeros de enero de cada mes, cuando se reunía
toda su familia, solían tener un almuerzo muy opíparo en el jardín trasero con
todas las de la ley. Para ese día contrataban a una chef experta y sus
ayudantas las cuales aparecían a las ocho de la mañana y como hormiguitas se
apoderaban de todo aquel espacio de cocina.
—Sí. Ya ha llamado dos veces la chef para confirmar
que ella traerá todos los ingredientes y verificar si hay algún cambio en el
menú. Quedó de llamar más tarde porque yo le dije que usted no estaba.
—No te preocupes, seguimos con el mismo menú, dile
eso cuando vuelva a llamar.
—Sí, doctora.
Terminó su emparedado y regresó al segundo piso.
Abrió la ventana de su habitación y miró hacia el jardín. Luego salió por la
puerta corrediza hacia el balcón. El aire fresco de la tarde era muy agradable.
Era treinta y uno de diciembre y el año daba sus últimas boquedadas. A lo lejos
se escuchaban los cohetes para despedirlo. Se sentó al borde de la cama y cerró
los ojos.
El llanto contenido durante todo aquel día se le
vino de un solo inundando sus mejillas y su garganta. Ocultó el rostro con
ambas manos y estuvo así durante un buen rato. Después se desnudó y se puso un
pijama sintiendo el cansancio acumulado en cada nervio superficial de su
cuerpo.
Cerró las cortinas y la puerta de la habitación y
se echó a dormir.
Apenas hubo puesto la cabeza en la almohada, se
quedó dormida profundamente.
***
Jorge Miranda, su esposo, llegó muy temprano el
siguiente día. Venía de Guatemala de dictar una serie de conferencias y el
avión había salido de allá justo a las cinco de la mañana por lo cual había
dormido un poco en el aeropuerto pero aún traía sueño rezagado. Subió a la
habitación y la encontró profundamente dormida.
La cohetería de la noche anterior también le había
puesto los nervios de punta y quería dormir. Apenas se sentó al borde de la cama
para contemplar el sueño de su esposa, ésta se despertó y lo saludó.
—Hola, amor –le dijo.
—Hola, mi muñeca –le respondió él con una sonrisa y
le besó los labios apenas.
—¿Qué tal estuvo tu viaje?
—Cansado. Eso de los cohetes es por toda
Centroamérica. Estoy agotado.
—Ven, métete conmigo a la cama –le invitó ella
echando a un lado el edredón. Aún soplaba un suave frío por la estancia, pero
debajo estaba muy tibio.
—Muchas gracias, señora mía.
Jorge Miranda, de 70 años, se quitó los zapatos y
aún con la ropa se metió debajo del edredón apoyando la cabeza en la almohada,
Laura María, de inmediato, apoyó la cabeza en su pecho y él le acarició el
cabello.
—Qué calentito está todo aquí –dijo él sonriendo.
—Cuéntame algo bueno que te haya sucedido en tu
viaje –pidió ella.
—Oh, está difícil la cosa, porque todo fue bueno.
—Lo más bueno que te sucedió.
—Lo más bueno es estar aquí, de vuelta. Ya no estoy
para estos trotes aunque mi Dios sigue empujándome en el camino.
—Lo mismo decía yo y mira, hace poco hice una cirugía,
más…
—¿La del detective? Si me lo contaste. Y me
contaste, también, que todo había estado muy, muy bien.
—Sí, todo salió bien. ¿Y recuerdas que te dije que
cuando volvieras te contaría algo importante?
—Ajá, sí. Lo recuerdo.
—Tiene que ver con El Álamo.
Jorge se detuvo en los movimientos lentos que le
daba a la cabellera de su esposa. Guardó silencio durante algunos segundos y
luego:
—Dime.
Y con voz calma y hasta pausada, le relató todos
los sucesos actuales en el pueblo del Álamo hasta culminar con la muerte de su
amiga. A Jorge le podía contar todo con mucha libertad y así lo hizo. Su esposo
la escuchó del inicio al final con suma paciencia, sin interrumpirla.
Todo el relato le llevó más de media hora. Y cuando
terminó, él le hizo una sola pregunta:
—¿Podemos detenerlo?
Laura María, que llevaba desde los seis años,
enamorada de aquel hombre, pero que hasta veinte había hecho vida común con él
sabía que cada palabra dicha por ella había sido captada con todo su valor. La
pregunta sólo era la confirmación a lo que siempre habían considerado una
misión inconclusa.
En las largas noches, o días en los cuales hablaban
y hablaban del asunto, de todo aquello vivido allá en las profundidades de la
tierra, siempre quedaba la interrogante ¿Por qué ellos? Se respondían con
respuestas meramente especulativas. Y mientras los hijos venían y las
responsabilidades humanas aumentaban, siempre volvían sobre esa pregunta sin
encontrar ninguna solución. Ambos, a pesar de los años, tenían la sensación de
que aquello sólo había sido el inicio de un círculo que algún día tendrían que
cerrar.
—¿Crees que Bobby está en el cielo de los perros?
–preguntó Laura.
Siempre le hacía la misma pregunta desde que
muchísimos años atrás muriera el perro. E invariablemente, siempre recibía la
misma respuesta:
—Todos los perros buenos, como las personas buenas,
siempre van al cielo.
—Sí, lo sé, aunque para mí Dios es toda la energía
del universo, lo que hace que se mueva todo. Todo. ¿Iré al infierno por pensar
así?
Siempre las mismas preguntas y las mismas
respuestas, y nunca se cansaban de hacerlas y de responderlas.
—El hombre va al infierno que él mismo crea. Así
que si, irás al infierno por pensar así.
—Y como mi infierno es como estar sentada en un
lindo prado mirando las estrellas y oliendo flores. Allá iré yo.
—Seguramente.
Sonrieron.
—¿Qué harás cuando lo encuentres? –preguntó él
volviendo al tema.
Ella le había relatado con lujo de detalles las
muertes de más de cuarenta personas ocasionadas por aquel ser de aspecto animal
y de origen energético. Además, ambos habían leído muchas veces, los recortes
de periódicos que ambos recortaban al respecto.
—Lo que tenga que hacer, como decía tu presidente
después de ser electo.
Sonrieron de nuevo.
—¿Crees que podrás tu sola con él?
—Es posible… pero no lo averiguaré hasta que me
enfrente a él.
—Sí le entran las balas es probable que yo pueda
meterle un par de balazos en el cuerpo.
—Eso no es de cristianos.
—Lo que él hace tampoco. Así que estamos a mano.
—Ya están a punto de llegar nuestros hijos –dijo
Jorge besándole la cabeza a Laura.
—Son tus hijos, ve y atiéndelos yo aún estoy
agotada.
Al final, y después de media hora, cuando
comenzaron a llegar ruidos de abajo, claro signo de que la cocinera y sus
ayudantes habían llegado y estaban preparando el almuerzo familiar del primero
de enero, ambos se levantaron y se fueron a bañar.
Cuando bajaron al comedor, la muchacha les trajo el
desayuno y les informó que la cocina parecía un campo de batalla debido a la
cocinera y sus ayudantes. Carlos Alberto bajó unos veinte minutos después de
que ellos se hubieran sentado a la mesa.
—Hola, pa –saludo a su padre.
—Hola, hijo ¿Qué tal todo?
—Aquí, pasando.
—Mmmm.
Laura María, en su narración, había deslizado la
fugaz relación emocional entre su hijo y Anamaría, entonces, Jorge comprendía
aquellos ojos rojos e hinchados.
—Dios nos dará siempre más, hijo –le dijo sin
especificar qué.
Así era él y no había que buscarle muchas patas al
gato para comprenderle.
—Sí –dijo aquel sentándose y poniéndose a comer con
hambre, según la cocinera no había bajado a cenar.
A las once de la mañana la comida de la chef estaba
aromatizando todos los ámbitos. Los tres subieron a darse un buen baño y
después a ponerse ropa para recibir a los nietos, sobrinos, hijos y hermanos.
Los nietos, sobrinos, hijos y hermanos comenzaron a
llegar después de las doce del mediodía. Dilcia Patricia Miranda Fernández, la
hija mayor, llegó junto a sus dos hijas, María Fernanda y Elisa, y éstas a su
vez con sus hijos y esposos. Después de ellas llegó Jorge Miguel con sus cinco
hijos desde el menor al mayor y sus tres nietos del mayor. Al final, la mesa
dispuesta en el jardín estuvo repleta de personas pequeñas y grandes.
Los que se encargaron de acomodar las sillas
estaban acostumbrados a este tipo de eventos porque dejaron dos sillas justo a
la cabeza donde se sentaron Laura María y Jorge Miranda, esposa y esposo,
rodeados de todos sus frutos. Comenzó, como todos los años, la comida y las
pláticas entre hermanos, primos, y demás se fue animando hasta convertirse en
un buen murmullo que lo llenó todo en el jardín.
Laura María, sentada junto a su esposo, contempló
aquel montón de personas, y como hacía desde hacía desde hacía tres años cuando
se retirara voluntariamente de la práctica de la cirugía, volvió a enfocarse en
la misma cuestión: si todos ellos supieran que en algún punto de su vida, ella
pudo no haberles dado la existencia. Si aquella noche, mientras acercaba
la Gillette a su muñeca no hubiera
tenido aquel momento de epifanía, ella misma, en aquel instante, no sería ni
siquiera polvo en alguna tumba.
Pensaba en esto con una profundidad que no había
sentido antes cuando escuchó la voz de su único hermano, atronar a sus
espaldas.
—¡Hey, hey! Comenzaron sin mí, el más importante.
Gunter Alfredo, tres años mayor que ella, después
de casarse se había convertido en un hombre totalmente diferente a aquel joven
que durante toda su adolescencia fuera una especie de rockero atrapado en los
sesenta. Ahora, dueño de una inmensa fortuna debido a las cadenas de
supermercados que les dejara su padre tanto a él como a su hermana, se dedicaba
a viajar por el mundo junto a su esposa y parecía tener una energía muy grande,
inagotable. Sus hijos, que también eran tres, todos vivían en el extranjero al
contraer nupcias con extranjeras, pero siempre, el primero de enero se
presentaban a su padre y a su madre para unirse a la familia de su hermana.
Así, pues una comitiva de más de veinte personas
más, entre hijos, nietos, sobrinos, tíos y todo eso se mezcló de inmediato con
los otros parientes.
—Stuart Mill tenía razón –dijo Jorge mirando aquel
montón de gente reunida— hay sobrepoblación.
Su esposa río, inclinándose hacia él con cariño.
Al final habían allí reunidas más de cuarenta
personas de todas las edades quienes a su vez tenían otras familias, lo que
venía a constituir un amplio abanico de relaciones familiares que con el tiempo
se iba ampliando más y más. La misma Laura María, al recordar a su propia
familia extensiva, recordaba que tenía primos muy lejanos de los cuales ni
siquiera sabía el nombre. Los hermanos de su padre y de su madre habían sido
numerosos.
Ya reunidos todos, y habiendo comenzado con la
deliciosa comida, servida por cuatro mujeres vestidas con una traje blanco y
negro y gorro, volvió a armarse la tertulia. Entre esa tertulia se escuchaban
varios idiomas mezclados y Laura María volvió a pensar en la posible no
existencia de todas aquellas personas. Un simple acto, su decisión, bien pudo
no haberlos hechos existir. Volvía a comprobar esa hipótesis acerca de las
causalidades, en la cual, todo está unido irremediablemente a las decisiones
tomadas o dejadas de tomar.
No pudo evitar pensar en ese montón de familias,
que justo ahora, estaban sufriendo por la pérdida de alguno de sus familiares.
Los treinta y tres jóvenes encontrados en aquel campus, los quince soldados en
la mina… aquel joven de quince años, justo frente a La Casona… todas esas vidas
truncadas eran posibilidades sin más posibilidades.
Recordó a su amiga Anamaría, otra posibilidad. Pero
la vida, como siempre debe seguir.
—El discurso mami –le dijo su hija Dilcia.
La miró como quien mira a una extraña, tan sumida
en sus pensamientos se encontraba. Al punto que su hija mayor tuvo que
repetirle la petición.
Era costumbre, a medida que la familia había
comenzado a aumentar el emitir discursos de fin de año. En ellos, su esposo,
acostumbrado a ponerse ante enormes grupos de personas la aventajaba con
bastante libertad, pero ella no permitía, por lo menos años atrás, que él lo
diera.
—Jorge –le dijo a su esposo—, este año te cedo el
lugar.
Su esposo la miró asombrado, pero comprendió.
Se puso de pie, todos callaron y comenzó su
discurso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario