martes, 3 de enero de 2017

Capítulo 22



XXII

Paola Melissa, la esposa de Oliver Pavón, al ver acercarse la camioneta dorada por la entrada de la casa, intuyó que su esposo, el cual había permanecido en casa durante todos aquellos días, volvería a las andadas.
Después de la operación y de noches en vela en el hospital lo había trasladado a la casa que ambos ocupaban en las faldas del cerro Uyuca, en una de las poblaciones más dispares que ella había conocido. El clima allí era fresco todos los días del año, pero ahora, en enero, lo era aún más. Ahora, Oliver andaba por toda la casa, caminando a su paso normal y lo único fuera de sitio era el brazo derecho el cual reposaba en un cabestrillo pegado al pecho. El tenerlo allí, día a día, de la noche a la mañana había sido muchas veces su anhelo, pero al verlo así, yendo de un lado a otro, como lo haría un león enjaulado la ponía preocupada.
“Estoy bien” solía repetirle él. Pero en el fondo ella sabía que no era así. Él estaba hecho para el campo y no para la casa como ella. No, señor. No estaba bien. Quizás el hueso roto ya hubiera comenzado a sanar, pero no la fiebre de hacer lo que más amaba en el mundo: sanar.
Ella, por su parte, estaba tan redonda de aquella criatura que iba a parir que ya tampoco casi podía moverse, pero como él, testaruda, se movía de un lado hacia otro. Dentro de unos días, si Dios quería, ella traería aquella vida al mundo.
Estaba asomada a la ventana que quedaba justo en la salita y ella echaba a un lado las cortinas con suavidad para dejar entrar la luz del sol cuando vio el automóvil. Se quedó un buen rato contemplándolo hasta que este se detuvo.
Vio descender a dos personas y reconoció a la doctora Laura Fernández, quien había realizado la exitosa operación en el hombro de su esposo y sonrió. No sabían nada de ella desde que les recomendara la enfermera. Y además, hacía varios días que las visitas a su esposo habían comenzado a escasear. Aunque eran visitas de cortesía de alguno de sus más cercanos clientes (porque siempre que Oliver tomaba un caso se involucraba tanto que terminaba haciéndose amigos de por vida de sus clientes. Y si no, allí estaba ella como muestra), siempre lo ponían alegres. Y si él estaba alegre ella también. Oliver, en aquellas entrevistas, solía llamarla para que se sentara a su lado y mientras hablaba la abrazaba y le acariciaba el vientre con mucho orgullo, y por mucho que dijera que no le gustaba eso, le encantaba. Eso la hacía sentirse, tal como lo era, lo más importante en su vida. Eso les demostraba a los demás que lo más importante era ella y su bebé. Y eso estaba bien.
Así que al ver a la doctora, sus dudas acerca del retiro de su esposo se esfumaron (vana ilusión), aquella no podía ser más que una visita del doctor hacia su paciente. Nada más. Fue entonces hacia la puerta y la abrió.
Esperó a que los dos ancianos, pues eso eran, llegaran hasta la entrada y les hizo pasar. Afuera soplaba una brisa bastante helada. Era mejor estar en el interior donde la tenue calor de la chimenea parecía meterse en todo.
—Buenos días –saludó la doctora Fernández.
—Buenos días –le contestó ella saludándole con un beso en las mejillas.
Los hizo pasar y luego cerró la puerta detrás de ellos. Pero la doctora no se movió hacia el centro de la sala como si lo hizo al caballero de cabellos blancos. La doctora se quedó junto a ella y le dijo:
—Oye, muchacha, ese bebé ya casi está aquí.
—Oh, sí. Ya faltan apenas veinte días para que esté aquí.
—Felicidades, niña, pero no te andes asomando a las puertas de esa forma que se te puede meter un aire helado.
—Oh, no se preocupe –sonrió Paola emocionada por las palabras de interés de la doctora—, ando muy bien acolchonada.
En efecto, debajo de su holgada bata de manta, Paola, se había puesto una especie de malla de lana y calzaba unas zapatillas de algodón muy suave.
—Además— continuó— con simplemente abrir la puerta, para mí es como un viaje de ejercicio.
—Oh, eso si –dijo la doctora sin dejar de observarle la redonda panza.
Llegaron al centro de la salita donde estaba la enorme chimenea encendida y emitiendo el agradable calor. Jorge Miranda ya estaba allí frotándose las manos con verdadero placer ante la lumbre. Y además observaba la minimalista decoración en la estancia de colores blancos. Tres calcetines de variados tamaños, pero con los mismos colores rojo y blanco, colgaban de tres clavos sobre la chimenea. Además, en una esquina estaba el acostumbrado árbol navideño. Por lo visto en todas las casas del mundo es lo mismo: el árbol se desarma hasta muy entrado el otro año.
—¿Y mi paciente? –preguntó Laura María al aceptar la invitación a sentarse en uno de los confortables muebles.
—Oliver –dijo Paola sonriendo— está dándose un baño tibio.
—Ay, muchacha… con este frío –comentó Jorge sonriendo también—. Los baños son para los sábados.
—Dentro de unos diez minutos saldrá a pedir su chocolate caliente…
—Oh, pues hay que tenerlo listo –dijo con una sonrisa la doctora Laura María.
En efecto, unos diez minutos después, Oliver Pavón, envuelto en un agradable pijama acolchado y con el brazo metido en un cabestrillo se hizo presente. Se saludó todo mundo y en menos de un minuto todos, incluyendo a un asombrado José Ángel Suazo, sentados a la mesa, tomaban unas calientes tazas de chocolate negro. Las tazas humeaban en manos de todos mientras ellos platicaban animadamente.
—Sólo siento una picazón casi insoportable de vez en cuando, pero sé que eso es signo de que me estoy curando –dijo Oliver ante la pregunta de la doctora acerca de las sensaciones en el hombro—, así que me aguanto las ganas de rascarme.
Todos sonrieron, asintiendo.
—¿Y la enfermera?
—Ella viene todos los días en la mañana y en la tarde, porque como sólo tiene que limpiarme la herida ahora. Pero estuvo quedándose durante los primeros días. La verdad es que soy un paciente bastante calmado… nunca le di que hacer.
Todos sonrieron ante aquellas palabras.
—¿Se enteraron de lo de Anamaría Landa? –preguntó después  de esas sonrisas Laura María.
—Sí –dijo Oliver rodeando su taza de chocolate con la mano izquierda, la única posible—. Fue una pena. Escuchamos la noticia, pero no pudimos ir al funeral.
—Sí. Fue algo repentino. Yo estuve con ella el día anterior y fui la más asombrada… pero, bueno. Así es la vida del hombre sobre la tierra…
¿No es acaso brega la vida del hombre sobre la tierra, Y sus días como los días del jornalero? Job, 7, 1. –dijo Jorge Miranda que se sabía la biblia como un pescador se sabe las estaciones de los peces.
—Sí –dijo Oliver mirando la superficie, porque no podía ver el fondo, de su taza con chocolate.
—Dicen que fue un paro cardiaco –comentó Paola que estaba sentada junto a su esposo.
—Sí –dijo Laura, mirando ahora su taza con chocolate la cual tenía rodeada con ambas manos—. Fue un paro cardiaco. La encontró una amiga a las diez de la mañana en su habitación, pero había muerto en la madrugada.
—Sus padres deben de estar destrozados –dijo Paola como comentario.
—No he tenido la oportunidad de visitarlos después del entierro, pero sí, deben estar destrozados –dijo Laura María aun rodeando con ambas manos su taza con chocolate.
Después del chocolate, todos pasaron a la sala y mientras una muchacha retiraba las tazas ellos se enfrascaron en una plática sobre el tiempo climático que cubría al país. Después el clima social y por último Laura María le pidió, a Oliver hablar a solas un momento. Paola, que estaba en ese momento hablando sobre espiritualidad con el ex sacerdote Jorge Miranda apenas si se enteró.
Oliver y Laura María, entonces, salieron a caminar, muy abrigados por el jardín de la casa. Al ver que iba hacia afuera, Paola, le miró pero no temió nada malo y siguió concentrada en su plática.
—Es muy hermoso este lugar –le comentó Laura María a Oliver cuando ambos ya estaban en el exterior.
—Sí. Sobre todo que está lejos de la ciudad. Se respira un aire puro increíble.
—¿Y desde que te casaste se vinieron a vivir aquí?
—No. Esta era la casa de mis suegros… estaba quemada. Un lío con el banco. Le ayudé a resolver el caso y cuando me casé con su hija nos la obsequiaron, pero ya remodelada. Es muy hermosa.
—Oh, vaya. Quién lo diría. No parece haber sufrido ni un rasguño –la miró nueva mente para aseverar aquello.
—Así es.
Llegaron, caminando muy despacio, hasta una pequeña fuente de colores grises en cuyo centro tenía a un niño desnudo portando un cántaro. El clásico adorno de las fuentes. Al fondo de la casa, más allá de un kilómetro de distancia, comenzaba un bosque tan parejo de pinos que parecían cortados a ras. La cima del cerro se prolongaba por kilómetros y sobre la cima se podía apreciar una suave gasa de neblina flotando a sus anchas.
—Te he pedido hablar a solas –comenzó al fin al llegar a la fuente y comenzar a rodearla despacio –porque quería contarte algo acerca del Álamo.
Al escuchar aquella palabra, nuevamente, en su cabeza restañó una especie de alarma. Creía haber terminado, por fin con aquel sitio. No podía quitarse de la cabeza, aún a pesar del tiempo transcurrido, los rostros de aquellos dos niños valientes metidos en un pozo durante toda la noche. Además, le parecía haber percibido, mientras estaba en aquella iglesia, sólo semanas atrás, el mismo olor de aquella cabaña y de aquella noche de tormenta.
Se detuvo unos segundos, miró a la doctora y continuó su camino. Iban de regreso hacia la casa por el mismo sendero. La idea era calentar un poco los músculos.
—Quiero contarte algo. Sólo escúchame atentamente y después podrás darme tu opinión. Ven vamos al auto.
Se acercaron a la camioneta y Laura María abrió una de las puertas traseras, donde estaban las dos enormes carpetas con recortes. Tomó una en cada brazo y le preguntó:
—¿Hay algún lugar, además de la casa, donde podamos sentarnos a ver esto?
Oliver, con su mano buena insistió en ayudarle con una de las carpetas y sin decir nada cogió el sendero que llevaba a la casa, pero cuando llegó a las gradas dobló a su izquierda, Laura María le seguía. Llegaron atrás de la casa. Allí, y alejado unos veinte metros de la puerta por la cual se llegaba a aquel patio externo, había un quiosco elaborado al mismo estilo de la casa. Tomaron un sendero adoquinado y llegaron hasta allá.
Con mucho cuidado, Oliver se acomodó en una de las sillas de hierro que tenían un respaldo acolchado y asiento de madera lisa. Había un total de seis silla alrededor de una mesa de madera oscura y con superficie blanca. El piso del quiosco era de mármol y los pilares parecían de madera, pero en realidad eran de cemento pintado color caoba. El techo era de tejas rojas, como el de la casa.
Soplaba un viento suave y helado en el lugar.
—Muy bonito –apreció Laura María.
—Sí. Es un lugar muy agradable, Paola y yo pensamos que cuando nazca el bebé vamos a poner algunas verandas para cuando utilicemos el quiosco.
—Toda la vida de los mayores, en muchos aspectos, se ve modificada por la llegada de un bebé –dijo Laura María como para sí misma recordando sus propias experiencias al respecto.
—Ya está transformando las nuestras –sonrió abriendo el primer fólder.
—Espera –le dijo Laura tocándole el brazo con el cual hacía la maniobra—, antes de comenzar quiero contarte algo personal.
Oliver dejó la carpeta y se acomodó en la silla colocando su espalda en el respaldo dispuesto a escuchar.
—Ahora tengo 65 años cumplidos y por lo tanto puedo asegurarte que he visto muchísimas cosas. Cosas buenas y cosas malas… pero lo que quiero contarte tiene que ver con la vida y la muerte, y también se relaciona con El Álamo. Al final lo entenderás… comenzaré diciéndote que cuando tenía 20 años en 1971, estuve a punto de suicidarme.
El rostro de Oliver, blanco por el frío, se puso algo colorado por aquella revelación.
—Durante muchos años, después lo supe, padecí de la ausencia de una importante hormona en el organismo. Dicha sustancia es la que mantiene el ánimo en todos los seres humanos, pues yo, al entrar en la pubertad dejé de generar dicha sustancia y eso me llevó una noche de aquel año…
Durante más de media hora, Laura María, le contó a un atento Oliver, su extraña experiencia con la vida y la muerte y al final, cuando llegó a la aventura en el fondo de la tierra, el hombre parecía aún más asombrado. Su cerebro, acostumbrado al análisis profundo, analizaba todo aquello con verdadera rapidez. Y aunque todo chocaba con un profundo conocimiento sobre la realidad vivida hasta ahora, siempre mantuvo abierta la posibilidad de su existencia. Lo vivido por aquella mujer era increíble y el hecho de que al final fuera a salir justamente en el punto donde él había caído al recibir el impacto de bala, lo estremeció.
—En la vida, en el mundo, en todo, no existen las casualidades. Todo es parte de una gran casualidad. Llegamos allí durante la tarde y esperamos que anocheciera para alejarnos de allí. Estuvimos bajo tierra más de tres meses. Sobrevivimos porque no nos desesperamos y porque algo, algo más grande que nosotros parecía guiarnos. Llámalo Dios, energía, como quieras, pero ese algo nos sacó de allí. Pero ese olor a podrido que parecía inundarlo todo en la iglesia vieja y abandonada es similar al que muchos antes y después habían sentido. Más adelante entenderás de lo que hablo… ahora si puedes abrir la carpeta. Son noticias que yo y mi marido comenzamos a recopilar desde aquel entonces… allí hay notas del pasado, del presente y posiblemente del futuro… no lo sé, pero todas están relacionadas con El Álamo. Cuando termines de hojearlas regreso. Voy al baño.
Y sin decir nada más se levantó, dejando a un Oliver Pavón, muy inquieto e intrigado.
Durante más de veinte minutos, antes de que regresara Laura María, el detective se sumió en noticias lejanas, en cartas, en escritos aparentemente desligados unos de otros redactados en distintos espacios de tiempo, pero como decía la doctora, todos se enlazaban, como las finas hebras de una tela de araña, en el pueblo de El Álamo. Hacia allá iban todas las líneas, todas las noticias. Terminó ese primer folder y tomó el segundo, eran la secuencia, la continuación de todo. Allí, en último lugar, siguiendo la línea cronológica, estaba el último recorte de la muerte de Anamaría Landa. Pero lo que más le había interesado, aún sin quererlo, era la aparición, de vez en cuando de ese olor característico que no se podía sacar de la cabeza y que por primera vez había sentido en el interior de aquella casa de los asesinatos. Era como si ese ser, que ahora hasta podía darle forma, y que muchos atestiguaban haber mirado precedido del olor, estuviera presente en casi todo.
Cuando volvió Laura María, él iba por la mitad del segundo folder. Ella esperó a que llegara hasta el último recorte y cuando lo hizo colocó los dos diarios sobre la mesa y también una cámara de filmación. Oliver miró todo aquello y se estremeció.
—Son los diarios de Azucena –dijo la doctora pasándole uno.
Otros veinte minutos y tenía un panorama más amplio en su mente. Y por último, Laura María encendió la cámara y dejó que escuchara y viera la sesión de hipnosis, por lo menos los pasajes más interesantes o importantes.
Eran casi las doce del mediodía cuando apagando la cámara, Oliver, la coloco sobre la superficie de la mesa, con gran cuidado y junto a las carpetas y los diarios cerrados. Dijo:
—Ese tulpa, entonces, es el que ha asesinado a todas esas personas… —no preguntó, afirmó y eso convenció a Laura María de la comprensión superior de aquel hombre.
—Yo tarde en comprenderlo mucho tiempo y tú en un par de horas… pero así es. Y ahora anda suelto y no se detendrá…
—Hace más de dos o tres semanas no ha ocurrido nada en las cercanías.
Laura María sonrió, por lo visto, a él también le había interesado todo aquello. Quizás desde un punto de vista detectivesco, pero ya era algo.
—Sí, pero…
Y le contó lo que había vivido José Ángel Suazo con lujo de detalles.
—Si quieres preguntarle puedes hacerlo, él es nuestro chófer ahora.
—¿El joven que los acompaña?
—El mismo. No le gusta hablar de eso, pero si se lo pido yo, seguramente lo hará.
—No, no es necesario… eso quiere decir que el tulpa está herido. Por eso no ha vuelto a atacar… pero cuando se cure.
—A la misma conclusión he llegado yo, Oliver. Es necesario encontrar su guarida en este momento y luego ir por él. Atacarlo, exterminarlo ahora que está herido… pero… ¿Cómo encontrarle?
Oliver que tenía sus métodos para encontrar, meditó con profundidad el asunto. Y después de hacerlo, como lo había hecho Jorge Miranda, preguntó:
—¿Cómo se le mata?
Laura María que esperaba dicha pregunta recordó su propia lucha en el fondo de la caverna. El espíritu aquel había intentado rodear su alma y tragársela, pero, y esto lo había comprendido muchos años después, el alma es lo único que no pueden tocar los espíritus del mal.
—Lo he pensado mucho estos últimos días –dijo al fin con voz casi humilde—, pero, no le encuentro solución, tampoco. Sabemos que nació de la naturaleza de la energía de la vida misma de una mujer que fue muy poderosa en este aspecto, pero no sabemos cómo destruir la energía. Ya sabes, la energía no se destruye, sólo se transforma…
—Pero, si José Ángel logró herirla eso quiere decir que se le puede matar con las armas.
—También lo he  pensado, pero lo dudo… creo que… y esto es más especulación: creo que esa criatura puede proyectarse en otros lugares.
—¿Cómo así? –preguntó con interés Oliver acomodándose aún más en la silla.
En ese momento vieron salir de la casa, por la puerta de atrás a Paola. La mujer les indicó que el almuerzo estaba listo. Oliver le indicó que iban para allá. Y conociéndola como la conocía, después de decirlo se puso en pie e invitó a Laura a dejar todo aquello allí porque después seguirían.
Entraron en la casa y sobre la mesa del comedor parecía haberse desatado el chef más esplendido del mundo.
—¡Ay muchacha! –le dijo doña Laura María a Paola— ¿Tú sola hiciste todo esto?
Paola sonrió acariciándose el redondo e inmenso vientre:
—¡No! Yo no soy capaz ni de poner la mesa, estos caballeros y María lo han hecho.
Aquellos caballeros era Jorge y José Ángel quienes al ver el tiempo que estaba durando la conversación entre la doctora y el detective habían decidido duraba mucho y pronto sería la hora del almuerzo. Se pusieron manos a la obra y durante aquellas tres largas horas habían hecho maravillas, según Paola, en la cocina. Ahora los resultados estaban allí, ante ellos.
Se sentaron a la mesa y almorzaron animadamente.
—No le he agradecido lo suficiente por haber operado a mi Oliver –le dijo Paola a Laura en algún momento entre el postre y el café.
Paola Melissa, de padres luchadores que se habían levantado de la nada, había aprendido de sus padres ese tipo de agradecimiento que muy pocas veces manifiestan los jóvenes de hoy en día.
—Oh, niña –le dijo Laura María colocándole una de sus viejas manos sobre el brazo— en realidad fue algo muy fácil para mí. He hecho tantas operaciones que no me acuerdo ni siquiera del número. Pero lo bueno –miró a Oliver que parecía sumido en profundos pensamientos muy cerca de Jorge— es que se está recuperando con rapidez. Muy pronto le tendrás utilizando ese brazo como si nada hubiera ocurrido.
Paola, que al verlos irse a instalar al quiosco con aquel montón de cosas comenzara a temer alguna escapada más de su esposo quería darle a entender, a aquella mujer, que Oliver no podía, aún, encargarse de ningún caso. Temía, de nuevo, el que él se marchara de nuevo. Por lo menos aquella convalecencia lo había mantenido mu cerca de ella. Y no es que estuviera agradecida por ella, no, ni Dios lo quiera, pero por lo menos le había mantenido allí en aquellos momentos en los cuales ella más le necesitaba.
—Sí, pero, no me gustaría que volviera a salir tan pronto –dijo sin poderlo evitar.
—Ah, lo dices porque hemos estado hablando muy largamente… no te preocupes, niña. Él estará aquí durante, por lo menos unos tres meses antes de volver a salir a la calle. Ahora ni siquiera puede conducir. Sólo hemos venido porque necesitaba consultarle algo. No te preocupes.
Paola, soltó un enorme suspiro mental, al escuchar aquello. La mujer había comprendido sus miedos. Miedos sobre todo por la inminencia de la llegada del bebé.
—¡Gracias! –le dijo casi al borde de las lágrimas.
—No te preocupes…
Pero cuando esa palabra surge varias veces en una conversación, Paola lo sabía por experiencia, es todo lo contrario. Aquella noche, mientras trataba de olvidarse de aquellas preocupaciones Oliver volvería a decirle lo mismo: que no se preocupara.

***

—¿Cómo que se proyecta? –preguntó Oliver Pavón apenas se hubieron sentado de nuevo a la sombra del quiosco casi a las dos de la tarde.
El sol que se había asomado con timidez entre las nubes, por la mañana, ahora estaba ausente totalmente. La lucha siempre la ganaban las nubes en dichos combates.
—No podría decirlo con claridad –dijo Laura—, pero en muchos de los relatos de los años sesenta y setenta muchos hablan de haberlo visto y luego desvanecerse en el aire, como si se tratara de una nube. Pero, cuando José Ángel le disparó le hirió… ¿Ves la diferencia?
Oliver asintió. De todo aquello apenas comprendía un poco, pero después de haber leído, escuchado y mirado aquel video ya no estaba muy seguro de la realidad conocida. Quizás, la mujer que tenía enfrente, aunque famosa por sus múltiples incursiones en distintos ámbitos científicos estaba más calificada para aceptar o negar todo aquello.
—Sí, la veo –contestó al fin.
—Recuerda que es un ser creado de energía. De una energía superior. No comprendo muchas cosas de él, como, por ejemplo, a dónde va tanta sangre absorbida si debería de bastarle un par de personas para alimentarse y no más de cuarenta y hasta animales grandes para hacerlo. No comprendo mucho de eso, pero lo que si comprendo es que de un momento a otro volverá a actuar. Y cuando lo haga estoy convencida lo hará como lo haría un huracán: arrasando todo. Es el momento de actuar ahora ¿No crees?
Oliver que en muchas ocasiones había sido considerado, tanto por sus clientes como por los medios de comunicación, como un héroe, en aquel momento no estaba seguro de serlo. Miró hacia la casa. Allí, en el interior estaba su esposa, su hijo a punto de entrar al mundo y muchos proyectos en ciernes. Ahora se recuperaba de aquella especie de tropiezo, pero, estaba seguro que en cualquier momento volvería a su vida de cada día. Y si el mundo estaba amenazado por una criatura de otra dimensión, ¿acaso no eran otros los encargados de detenerlas?
En el mundo real no hay superhéroes como en las películas, en los comics o en las series de televisión. Los únicos héroes son las personas de carne y hueso que día a día se enfrentan a su destino terrenal. Un destino bastante incierto si se tiene en cuanta que nadie sabe a dónde va.
 —¿Crees que puedes ayudarnos desde aquí? –le preguntó Laura María Fernández, una mujer a la cual él, especialmente, le estaba agradecido por haberle salvado de la pérdida de su brazo derecho.
Esa pregunta, ayudar. Ya se esperaba algo similar, pero creía que no iba a ser pronunciada una vez más. No por lo menos en el estado en el cual se encontraba él. Pero allí había surgido. Pero la pregunta más exacta era: ¿Qué puedes aportar al problema?
—¿Qué puedo hacer? –preguntó a su vez.
—Sé que tienes la capacidad más deductiva que se puede tener. Eres capaz de seguir huellas y encontrar persona u objetos con mucha rapidez. ¿Crees que puedas ayudarnos a encontrar al tulpa?
—Podría intentarlo por lo menos.
—¿Necesitas salir de tu casa?
—En realidad, no. Con que alguien se desplace a los lugares que le indique puedo guiarme.
Laura María sonrió. Esperaba del hombre alguna renuencia a la participación, pero por lo visto su intuición no le había fallado.
Por su parte Oliver Pavón había estado a punto de decirle que tenía un don para encontrar personas u objetos perdidos, pero por alguna razón se calló. Más adelante, comprendería el motivo. Algo, algo que era superior a cualquier espíritu conocido o comprendido ya había comenzado a actuar en los acontecimientos.

***

Aquella noche, Oliver Pavón, mientras se preparaba para ir a dormir volvió a tener esa especie de intuición que solía venir como las olas del mar sobre la playa. Se sentó y pensó en todo aquello nuevamente.
Los visitantes se habían marchado de su casa al borde de las siete de la noche, después de una alegre especie de baby shower que Jorge había insistido en celebrar para Paola. La mujer, aunque un poco turbada por la propuesta se sumergió en ella con alegría. Y quizás esa alegría que Oliver observó con complacencia al escuchar las grandes carcajadas de su esposa fue lo que originó una gama de sentimientos fuertes que eran los requisitos indispensables para que su don de clarividencia se abriera de nuevo como ya lo había hecho muchísimas veces antes. En su interior habían calado las palabras de Laura María acerca de las posibles muertes que se avecinaban para la humanidad. Y entre esas muertes, aunque no lo dijera para no utilizarlo como un recurso para convencerle a actuar, estaba implícita la posible muerte de su mujer y su hijo. Eso, lo de sus seres queridos había activado ese miedo cerval a la pérdida que se oculta en el fondo de todo ser humano.
Así que cuando entró en trance, antes de acostarse, fue algo tan natural que hasta se sorprendió de no haberlo pensado antes. Él poseía el don de la luz guía. Con la luz guía podría encontrar a aquel ser.
Para prepararse buscó las imágenes de los bebés muertos, los jóvenes y hasta los militares en vida. Todas las imágenes encontradas en internet debían de tener una sola característica: aparecer felices. En todas las imágenes, los bebés, los jóvenes y los militares aparecían sonrientes. Personas que esperaban de la vida, la felicidad. Pero al contrastarla con lo que les había ocurrido: su vida truncada, en el interior de las emociones de Oliver se mezclaba ese caldo necesario para proyectar su capacidad de detective.
Para no lastimarse durante la noche, y por sugerencia de Paola y la enfermera, Oliver dormía en la cama especial de recuperación. En esta cama, su brazo lastimado se quedaba tan pegado al pecho y evitaba que se diera la vuelta por mucho que se moviera. Además, al dormir solo se evitaba un posible roce algo o alguien. Así pues, habían metido la cama junto a la de su esposa y allí se fue a dormir casi a las once de la noche cuando Paola ya se había metido bajo las sábanas y descansaba profundamente. Se acercó a la cama y le plantó un suave beso en la frente deseándole buenas noches y luego a la inmensa panza.
Subió a su cama, apagó la luz y comenzó a pensar con insistencia en aquellos rostros. En aquellas vidas que, para siempre, fuera karma o no, habían dejado de respirar para siempre en aquella época y en aquellos momentos. Respiró con profundidad poniendo en práctica sus conocimientos yoguis.
Apartó las imágenes de las víctimas de su cabeza y se ubicó en el lugar donde había ocurrido el encuentro entre el militar el ser. Según sus cálculos y por las imágenes captadas gracias a Google Earth, se imaginó donde había sido el encuentro. Había visitado la mina durante el rescate del padre de Anamaría Landa y permanecido largas horas justamente entre aquellos puestos de vigilancia. Así que podía verlo con facilidad.
Lo vio.
Entró en contacto con el lugar al quedarse en el estado de concentración deseado. Pero lo que buscaba con insistencia era el rastro de sangre dejados por la criatura. Éste, sin duda, le llevaría al escondite donde, si tenía razón Laura María, se recuperaba.
Vio con toda nitidez un puesto de guardia. Y como si se tratara de un dron guiado, su consciencia, descendió sobre el lugar.
Él era una de esas personas que no veía a colores los sueños, pero cuando se imaginaba cosas, o entraba en el semisueño del trance podía observar todo a color. Leyó en el puesto en número 35 y se acercó despacio como en días anteriores lo había hecho un militar a punto de sufrir un shock.
Observó todo con sumo cuidado con los ojos de la imaginación. Caminó despacio alrededor del puesto de vigilancia observando el suelo y se encontró en el lugar donde, había caído el militar, apoyando la espalda contra la pared y disparando sin soltar el fusil. Se sentó sobre el mismo lugar y observó con toda la concentración posible hacia el frente.
En la cama de su casa, mientras afuera el viento movía con violencia y suavidad a la vez las puntas de los pinos, Oliver respiraba lenta y profundamente. Sus ojos, bajo los párpados cerrados, se movían como dos inquietos ratones en busca de comida. Pero en el fondo de su cerebro, toda su atención y capacidad estaba puesta en el interior de un paisaje y de unos colores muy vívidos.
“¡Eureka!” exclamó en su cabeza al descubrir los indicios.

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