XXII
Paola Melissa, la esposa de Oliver Pavón, al ver
acercarse la camioneta dorada por la entrada de la casa, intuyó que su esposo,
el cual había permanecido en casa durante todos aquellos días, volvería a las
andadas.
Después de la operación y de noches en vela en el
hospital lo había trasladado a la casa que ambos ocupaban en las faldas del
cerro Uyuca, en una de las poblaciones más dispares que ella había conocido. El
clima allí era fresco todos los días del año, pero ahora, en enero, lo era aún
más. Ahora, Oliver andaba por toda la casa, caminando a su paso normal y lo
único fuera de sitio era el brazo derecho el cual reposaba en un cabestrillo
pegado al pecho. El tenerlo allí, día a día, de la noche a la mañana había sido
muchas veces su anhelo, pero al verlo así, yendo de un lado a otro, como lo
haría un león enjaulado la ponía preocupada.
“Estoy bien” solía repetirle él. Pero en el fondo
ella sabía que no era así. Él estaba hecho para el campo y no para la casa como
ella. No, señor. No estaba bien. Quizás el hueso roto ya hubiera comenzado a
sanar, pero no la fiebre de hacer lo que más amaba en el mundo: sanar.
Ella, por su parte, estaba tan redonda de aquella
criatura que iba a parir que ya tampoco casi podía moverse, pero como él,
testaruda, se movía de un lado hacia otro. Dentro de unos días, si Dios quería,
ella traería aquella vida al mundo.
Estaba asomada a la ventana que quedaba justo en la
salita y ella echaba a un lado las cortinas con suavidad para dejar entrar la
luz del sol cuando vio el automóvil. Se quedó un buen rato contemplándolo hasta
que este se detuvo.
Vio descender a dos personas y reconoció a la
doctora Laura Fernández, quien había realizado la exitosa operación en el
hombro de su esposo y sonrió. No sabían nada de ella desde que les recomendara
la enfermera. Y además, hacía varios días que las visitas a su esposo habían
comenzado a escasear. Aunque eran visitas de cortesía de alguno de sus más
cercanos clientes (porque siempre que Oliver tomaba un caso se involucraba
tanto que terminaba haciéndose amigos de por vida de sus clientes. Y si no,
allí estaba ella como muestra), siempre lo ponían alegres. Y si él estaba alegre
ella también. Oliver, en aquellas entrevistas, solía llamarla para que se
sentara a su lado y mientras hablaba la abrazaba y le acariciaba el vientre con
mucho orgullo, y por mucho que dijera que no le gustaba eso, le encantaba. Eso
la hacía sentirse, tal como lo era, lo más importante en su vida. Eso les
demostraba a los demás que lo más importante era ella y su bebé. Y eso estaba
bien.
Así que al ver a la doctora, sus dudas acerca del
retiro de su esposo se esfumaron (vana ilusión), aquella no podía ser más que
una visita del doctor hacia su paciente. Nada más. Fue entonces hacia la puerta
y la abrió.
Esperó a que los dos ancianos, pues eso eran,
llegaran hasta la entrada y les hizo pasar. Afuera soplaba una brisa bastante
helada. Era mejor estar en el interior donde la tenue calor de la chimenea
parecía meterse en todo.
—Buenos días –saludó la doctora Fernández.
—Buenos días –le contestó ella saludándole con un
beso en las mejillas.
Los hizo pasar y luego cerró la puerta detrás de
ellos. Pero la doctora no se movió hacia el centro de la sala como si lo hizo
al caballero de cabellos blancos. La doctora se quedó junto a ella y le dijo:
—Oye, muchacha, ese bebé ya casi está aquí.
—Oh, sí. Ya faltan apenas veinte días para que esté
aquí.
—Felicidades, niña, pero no te andes asomando a las
puertas de esa forma que se te puede meter un aire helado.
—Oh, no se preocupe –sonrió Paola emocionada por
las palabras de interés de la doctora—, ando muy bien acolchonada.
En efecto, debajo de su holgada bata de manta, Paola,
se había puesto una especie de malla de lana y calzaba unas zapatillas de
algodón muy suave.
—Además— continuó— con simplemente abrir la puerta,
para mí es como un viaje de ejercicio.
—Oh, eso si –dijo la doctora sin dejar de
observarle la redonda panza.
Llegaron al centro de la salita donde estaba la
enorme chimenea encendida y emitiendo el agradable calor. Jorge Miranda ya
estaba allí frotándose las manos con verdadero placer ante la lumbre. Y además
observaba la minimalista decoración en la estancia de colores blancos. Tres
calcetines de variados tamaños, pero con los mismos colores rojo y blanco,
colgaban de tres clavos sobre la chimenea. Además, en una esquina estaba el
acostumbrado árbol navideño. Por lo visto en todas las casas del mundo es lo mismo:
el árbol se desarma hasta muy entrado el otro año.
—¿Y mi paciente? –preguntó Laura María al aceptar
la invitación a sentarse en uno de los confortables muebles.
—Oliver –dijo Paola sonriendo— está dándose un baño
tibio.
—Ay, muchacha… con este frío –comentó Jorge
sonriendo también—. Los baños son para los sábados.
—Dentro de unos diez minutos saldrá a pedir su
chocolate caliente…
—Oh, pues hay que tenerlo listo –dijo con una
sonrisa la doctora Laura María.
En efecto, unos diez minutos después, Oliver Pavón,
envuelto en un agradable pijama acolchado y con el brazo metido en un
cabestrillo se hizo presente. Se saludó todo mundo y en menos de un minuto
todos, incluyendo a un asombrado José Ángel Suazo, sentados a la mesa, tomaban
unas calientes tazas de chocolate negro. Las tazas humeaban en manos de todos
mientras ellos platicaban animadamente.
—Sólo siento una picazón casi insoportable de vez
en cuando, pero sé que eso es signo de que me estoy curando –dijo Oliver ante
la pregunta de la doctora acerca de las sensaciones en el hombro—, así que me
aguanto las ganas de rascarme.
Todos sonrieron, asintiendo.
—¿Y la enfermera?
—Ella viene todos los días en la mañana y en la
tarde, porque como sólo tiene que limpiarme la herida ahora. Pero estuvo
quedándose durante los primeros días. La verdad es que soy un paciente bastante
calmado… nunca le di que hacer.
Todos sonrieron ante aquellas palabras.
—¿Se enteraron de lo de Anamaría Landa? –preguntó
después de esas sonrisas Laura María.
—Sí –dijo Oliver rodeando su taza de chocolate con
la mano izquierda, la única posible—. Fue una pena. Escuchamos la noticia, pero
no pudimos ir al funeral.
—Sí. Fue algo repentino. Yo estuve con ella el día
anterior y fui la más asombrada… pero, bueno. Así es la vida del hombre sobre
la tierra…
— ¿No es acaso brega la vida del hombre sobre la tierra, Y sus
días como los días del jornalero? Job, 7, 1. –dijo Jorge Miranda que se sabía
la biblia como un pescador se sabe las estaciones de los peces.
—Sí –dijo Oliver mirando la superficie, porque no podía ver
el fondo, de su taza con chocolate.
—Dicen que fue un paro cardiaco –comentó Paola que estaba
sentada junto a su esposo.
—Sí –dijo Laura, mirando ahora su taza con
chocolate la cual tenía rodeada con ambas manos—. Fue un paro cardiaco. La
encontró una amiga a las diez de la mañana en su habitación, pero había muerto
en la madrugada.
—Sus padres deben de estar destrozados –dijo Paola
como comentario.
—No he tenido la oportunidad de visitarlos después
del entierro, pero sí, deben estar destrozados –dijo Laura María aun rodeando
con ambas manos su taza con chocolate.
Después del chocolate, todos pasaron a la sala y
mientras una muchacha retiraba las tazas ellos se enfrascaron en una plática
sobre el tiempo climático que cubría al país. Después el clima social y por
último Laura María le pidió, a Oliver hablar a solas un momento. Paola, que
estaba en ese momento hablando sobre espiritualidad con el ex sacerdote Jorge
Miranda apenas si se enteró.
Oliver y Laura María, entonces, salieron a caminar,
muy abrigados por el jardín de la casa. Al ver que iba hacia afuera, Paola, le
miró pero no temió nada malo y siguió concentrada en su plática.
—Es muy hermoso este lugar –le comentó Laura María
a Oliver cuando ambos ya estaban en el exterior.
—Sí. Sobre todo que está lejos de la ciudad. Se
respira un aire puro increíble.
—¿Y desde que te casaste se vinieron a vivir aquí?
—No. Esta era la casa de mis suegros… estaba
quemada. Un lío con el banco. Le ayudé a resolver el caso y cuando me casé con
su hija nos la obsequiaron, pero ya remodelada. Es muy hermosa.
—Oh, vaya. Quién lo diría. No parece haber sufrido
ni un rasguño –la miró nueva mente para aseverar aquello.
—Así es.
Llegaron, caminando muy despacio, hasta una pequeña
fuente de colores grises en cuyo centro tenía a un niño desnudo portando un
cántaro. El clásico adorno de las fuentes. Al fondo de la casa, más allá de un
kilómetro de distancia, comenzaba un bosque tan parejo de pinos que parecían
cortados a ras. La cima del cerro se prolongaba por kilómetros y sobre la cima
se podía apreciar una suave gasa de neblina flotando a sus anchas.
—Te he pedido hablar a solas –comenzó al fin al
llegar a la fuente y comenzar a rodearla despacio –porque quería contarte algo
acerca del Álamo.
Al escuchar aquella palabra, nuevamente, en su
cabeza restañó una especie de alarma. Creía haber terminado, por fin con aquel
sitio. No podía quitarse de la cabeza, aún a pesar del tiempo transcurrido, los
rostros de aquellos dos niños valientes metidos en un pozo durante toda la
noche. Además, le parecía haber percibido, mientras estaba en aquella iglesia,
sólo semanas atrás, el mismo olor de aquella cabaña y de aquella noche de
tormenta.
Se detuvo unos segundos, miró a la doctora y
continuó su camino. Iban de regreso hacia la casa por el mismo sendero. La idea
era calentar un poco los músculos.
—Quiero contarte algo. Sólo escúchame atentamente y
después podrás darme tu opinión. Ven vamos al auto.
Se acercaron a la camioneta y Laura María abrió una
de las puertas traseras, donde estaban las dos enormes carpetas con recortes.
Tomó una en cada brazo y le preguntó:
—¿Hay algún lugar, además de la casa, donde podamos
sentarnos a ver esto?
Oliver, con su mano buena insistió en ayudarle con
una de las carpetas y sin decir nada cogió el sendero que llevaba a la casa,
pero cuando llegó a las gradas dobló a su izquierda, Laura María le seguía.
Llegaron atrás de la casa. Allí, y alejado unos veinte metros de la puerta por
la cual se llegaba a aquel patio externo, había un quiosco elaborado al mismo
estilo de la casa. Tomaron un sendero adoquinado y llegaron hasta allá.
Con mucho cuidado, Oliver se acomodó en una de las
sillas de hierro que tenían un respaldo acolchado y asiento de madera lisa.
Había un total de seis silla alrededor de una mesa de madera oscura y con
superficie blanca. El piso del quiosco era de mármol y los pilares parecían de
madera, pero en realidad eran de cemento pintado color caoba. El techo era de
tejas rojas, como el de la casa.
Soplaba un viento suave y helado en el lugar.
—Muy bonito –apreció Laura María.
—Sí. Es un lugar muy agradable, Paola y yo pensamos
que cuando nazca el bebé vamos a poner algunas verandas para cuando utilicemos
el quiosco.
—Toda la vida de los mayores, en muchos aspectos,
se ve modificada por la llegada de un bebé –dijo Laura María como para sí misma
recordando sus propias experiencias al respecto.
—Ya está transformando las nuestras –sonrió
abriendo el primer fólder.
—Espera –le dijo Laura tocándole el brazo con el
cual hacía la maniobra—, antes de comenzar quiero contarte algo personal.
Oliver dejó la carpeta y se acomodó en la silla
colocando su espalda en el respaldo dispuesto a escuchar.
—Ahora tengo 65 años cumplidos y por lo tanto puedo
asegurarte que he visto muchísimas cosas. Cosas buenas y cosas malas… pero lo
que quiero contarte tiene que ver con la vida y la muerte, y también se
relaciona con El Álamo. Al final lo entenderás… comenzaré diciéndote que cuando
tenía 20 años en 1971, estuve a punto de suicidarme.
El rostro de Oliver, blanco por el frío, se puso
algo colorado por aquella revelación.
—Durante muchos años, después lo supe, padecí de la
ausencia de una importante hormona en el organismo. Dicha sustancia es la que
mantiene el ánimo en todos los seres humanos, pues yo, al entrar en la pubertad
dejé de generar dicha sustancia y eso me llevó una noche de aquel año…
Durante más de media hora, Laura María, le contó a
un atento Oliver, su extraña experiencia con la vida y la muerte y al final,
cuando llegó a la aventura en el fondo de la tierra, el hombre parecía aún más
asombrado. Su cerebro, acostumbrado al análisis profundo, analizaba todo
aquello con verdadera rapidez. Y aunque todo chocaba con un profundo
conocimiento sobre la realidad vivida hasta ahora, siempre mantuvo abierta la
posibilidad de su existencia. Lo vivido por aquella mujer era increíble y el
hecho de que al final fuera a salir justamente en el punto donde él había caído
al recibir el impacto de bala, lo estremeció.
—En la vida, en el mundo, en todo, no existen las
casualidades. Todo es parte de una gran casualidad. Llegamos allí durante la
tarde y esperamos que anocheciera para alejarnos de allí. Estuvimos bajo tierra
más de tres meses. Sobrevivimos porque no nos desesperamos y porque algo, algo
más grande que nosotros parecía guiarnos. Llámalo Dios, energía, como quieras,
pero ese algo nos sacó de allí. Pero ese olor a podrido que parecía inundarlo
todo en la iglesia vieja y abandonada es similar al que muchos antes y después
habían sentido. Más adelante entenderás de lo que hablo… ahora si puedes abrir
la carpeta. Son noticias que yo y mi marido comenzamos a recopilar desde aquel
entonces… allí hay notas del pasado, del presente y posiblemente del futuro… no
lo sé, pero todas están relacionadas con El Álamo. Cuando termines de hojearlas
regreso. Voy al baño.
Y sin decir nada más se levantó, dejando a un
Oliver Pavón, muy inquieto e intrigado.
Durante más de veinte minutos, antes de que
regresara Laura María, el detective se sumió en noticias lejanas, en cartas, en
escritos aparentemente desligados unos de otros redactados en distintos
espacios de tiempo, pero como decía la doctora, todos se enlazaban, como las
finas hebras de una tela de araña, en el pueblo de El Álamo. Hacia allá iban
todas las líneas, todas las noticias. Terminó ese primer folder y tomó el
segundo, eran la secuencia, la continuación de todo. Allí, en último lugar,
siguiendo la línea cronológica, estaba el último recorte de la muerte de
Anamaría Landa. Pero lo que más le había interesado, aún sin quererlo, era la
aparición, de vez en cuando de ese olor característico que no se podía sacar de
la cabeza y que por primera vez había sentido en el interior de aquella casa de
los asesinatos. Era como si ese ser, que ahora hasta podía darle forma, y que
muchos atestiguaban haber mirado precedido del olor, estuviera presente en casi
todo.
Cuando volvió Laura María, él iba por la mitad del
segundo folder. Ella esperó a que llegara hasta el último recorte y cuando lo
hizo colocó los dos diarios sobre la mesa y también una cámara de filmación.
Oliver miró todo aquello y se estremeció.
—Son los diarios de Azucena –dijo la doctora
pasándole uno.
Otros veinte minutos y tenía un panorama más amplio
en su mente. Y por último, Laura María encendió la cámara y dejó que escuchara
y viera la sesión de hipnosis, por lo menos los pasajes más interesantes o
importantes.
Eran casi las doce del mediodía cuando apagando la
cámara, Oliver, la coloco sobre la superficie de la mesa, con gran cuidado y
junto a las carpetas y los diarios cerrados. Dijo:
—Ese tulpa, entonces, es el que ha asesinado a
todas esas personas… —no preguntó, afirmó y eso convenció a Laura María de la
comprensión superior de aquel hombre.
—Yo tarde en comprenderlo mucho tiempo y tú en un
par de horas… pero así es. Y ahora anda suelto y no se detendrá…
—Hace más de dos o tres semanas no ha ocurrido nada
en las cercanías.
Laura María sonrió, por lo visto, a él también le
había interesado todo aquello. Quizás desde un punto de vista detectivesco,
pero ya era algo.
—Sí, pero…
Y le contó lo que había vivido José Ángel Suazo con
lujo de detalles.
—Si quieres preguntarle puedes hacerlo, él es
nuestro chófer ahora.
—¿El joven que los acompaña?
—El mismo. No le gusta hablar de eso, pero si se lo
pido yo, seguramente lo hará.
—No, no es necesario… eso quiere decir que el tulpa
está herido. Por eso no ha vuelto a atacar… pero cuando se cure.
—A la misma conclusión he llegado yo, Oliver. Es
necesario encontrar su guarida en este momento y luego ir por él. Atacarlo, exterminarlo
ahora que está herido… pero… ¿Cómo encontrarle?
Oliver que tenía sus métodos para encontrar, meditó
con profundidad el asunto. Y después de hacerlo, como lo había hecho Jorge
Miranda, preguntó:
—¿Cómo se le mata?
Laura María que esperaba dicha pregunta recordó su
propia lucha en el fondo de la caverna. El espíritu aquel había intentado
rodear su alma y tragársela, pero, y esto lo había comprendido muchos años
después, el alma es lo único que no pueden tocar los espíritus del mal.
—Lo he pensado mucho estos últimos días –dijo al
fin con voz casi humilde—, pero, no le encuentro solución, tampoco. Sabemos que
nació de la naturaleza de la energía de la vida misma de una mujer que fue muy
poderosa en este aspecto, pero no sabemos cómo destruir la energía. Ya sabes,
la energía no se destruye, sólo se transforma…
—Pero, si José Ángel logró herirla eso quiere decir
que se le puede matar con las armas.
—También lo he
pensado, pero lo dudo… creo que… y esto es más especulación: creo que
esa criatura puede proyectarse en otros lugares.
—¿Cómo así? –preguntó con interés Oliver
acomodándose aún más en la silla.
En ese momento vieron salir de la casa, por la
puerta de atrás a Paola. La mujer les indicó que el almuerzo estaba listo.
Oliver le indicó que iban para allá. Y conociéndola como la conocía, después de
decirlo se puso en pie e invitó a Laura a dejar todo aquello allí porque
después seguirían.
Entraron en la casa y sobre la mesa del comedor
parecía haberse desatado el chef más esplendido del mundo.
—¡Ay muchacha! –le dijo doña Laura María a Paola—
¿Tú sola hiciste todo esto?
Paola sonrió acariciándose el redondo e inmenso
vientre:
—¡No! Yo no soy capaz ni de poner la mesa, estos
caballeros y María lo han hecho.
Aquellos caballeros era Jorge y José Ángel quienes
al ver el tiempo que estaba durando la conversación entre la doctora y el
detective habían decidido duraba mucho y pronto sería la hora del almuerzo. Se
pusieron manos a la obra y durante aquellas tres largas horas habían hecho
maravillas, según Paola, en la cocina. Ahora los resultados estaban allí, ante
ellos.
Se sentaron a la mesa y almorzaron animadamente.
—No le he agradecido lo suficiente por haber
operado a mi Oliver –le dijo Paola a Laura en algún momento entre el postre y
el café.
Paola Melissa, de padres luchadores que se habían
levantado de la nada, había aprendido de sus padres ese tipo de agradecimiento
que muy pocas veces manifiestan los jóvenes de hoy en día.
—Oh, niña –le dijo Laura María colocándole una de
sus viejas manos sobre el brazo— en realidad fue algo muy fácil para mí. He
hecho tantas operaciones que no me acuerdo ni siquiera del número. Pero lo
bueno –miró a Oliver que parecía sumido en profundos pensamientos muy cerca de
Jorge— es que se está recuperando con rapidez. Muy pronto le tendrás utilizando
ese brazo como si nada hubiera ocurrido.
Paola, que al verlos irse a instalar al quiosco con
aquel montón de cosas comenzara a temer alguna escapada más de su esposo quería
darle a entender, a aquella mujer, que Oliver no podía, aún, encargarse de
ningún caso. Temía, de nuevo, el que él se marchara de nuevo. Por lo menos
aquella convalecencia lo había mantenido mu cerca de ella. Y no es que
estuviera agradecida por ella, no, ni Dios lo quiera, pero por lo menos le
había mantenido allí en aquellos momentos en los cuales ella más le necesitaba.
—Sí, pero, no me gustaría que volviera a salir tan
pronto –dijo sin poderlo evitar.
—Ah, lo dices porque hemos estado hablando muy
largamente… no te preocupes, niña. Él estará aquí durante, por lo menos unos
tres meses antes de volver a salir a la calle. Ahora ni siquiera puede
conducir. Sólo hemos venido porque necesitaba consultarle algo. No te
preocupes.
Paola, soltó un enorme suspiro mental, al escuchar
aquello. La mujer había comprendido sus miedos. Miedos sobre todo por la
inminencia de la llegada del bebé.
—¡Gracias! –le dijo casi al borde de las lágrimas.
—No te preocupes…
Pero cuando esa palabra surge varias veces en una
conversación, Paola lo sabía por experiencia, es todo lo contrario. Aquella
noche, mientras trataba de olvidarse de aquellas preocupaciones Oliver volvería
a decirle lo mismo: que no se preocupara.
***
—¿Cómo que se proyecta? –preguntó Oliver Pavón
apenas se hubieron sentado de nuevo a la sombra del quiosco casi a las dos de
la tarde.
El sol que se había asomado con timidez entre las
nubes, por la mañana, ahora estaba ausente totalmente. La lucha siempre la
ganaban las nubes en dichos combates.
—No podría decirlo con claridad –dijo Laura—, pero
en muchos de los relatos de los años sesenta y setenta muchos hablan de haberlo
visto y luego desvanecerse en el aire, como si se tratara de una nube. Pero,
cuando José Ángel le disparó le hirió… ¿Ves la diferencia?
Oliver asintió. De todo aquello apenas comprendía
un poco, pero después de haber leído, escuchado y mirado aquel video ya no
estaba muy seguro de la realidad conocida. Quizás, la mujer que tenía enfrente,
aunque famosa por sus múltiples incursiones en distintos ámbitos científicos
estaba más calificada para aceptar o negar todo aquello.
—Sí, la veo –contestó al fin.
—Recuerda que es un ser creado de energía. De una
energía superior. No comprendo muchas cosas de él, como, por ejemplo, a dónde
va tanta sangre absorbida si debería de bastarle un par de personas para
alimentarse y no más de cuarenta y hasta animales grandes para hacerlo. No
comprendo mucho de eso, pero lo que si comprendo es que de un momento a otro
volverá a actuar. Y cuando lo haga estoy convencida lo hará como lo haría un
huracán: arrasando todo. Es el momento de actuar ahora ¿No crees?
Oliver que en muchas ocasiones había sido
considerado, tanto por sus clientes como por los medios de comunicación, como
un héroe, en aquel momento no estaba seguro de serlo. Miró hacia la casa. Allí,
en el interior estaba su esposa, su hijo a punto de entrar al mundo y muchos
proyectos en ciernes. Ahora se recuperaba de aquella especie de tropiezo, pero,
estaba seguro que en cualquier momento volvería a su vida de cada día. Y si el
mundo estaba amenazado por una criatura de otra dimensión, ¿acaso no eran otros
los encargados de detenerlas?
En el mundo real no hay superhéroes como en las
películas, en los comics o en las series de televisión. Los únicos héroes son
las personas de carne y hueso que día a día se enfrentan a su destino terrenal.
Un destino bastante incierto si se tiene en cuanta que nadie sabe a dónde va.
—¿Crees que
puedes ayudarnos desde aquí? –le preguntó Laura María Fernández, una mujer a la
cual él, especialmente, le estaba agradecido por haberle salvado de la pérdida
de su brazo derecho.
Esa pregunta, ayudar. Ya se esperaba algo similar,
pero creía que no iba a ser pronunciada una vez más. No por lo menos en el
estado en el cual se encontraba él. Pero allí había surgido. Pero la pregunta
más exacta era: ¿Qué puedes aportar al problema?
—¿Qué puedo hacer? –preguntó a su vez.
—Sé que tienes la capacidad más deductiva que se
puede tener. Eres capaz de seguir huellas y encontrar persona u objetos con
mucha rapidez. ¿Crees que puedas ayudarnos a encontrar al tulpa?
—Podría intentarlo por lo menos.
—¿Necesitas salir de tu casa?
—En realidad, no. Con que alguien se desplace a los
lugares que le indique puedo guiarme.
Laura María sonrió. Esperaba del hombre alguna
renuencia a la participación, pero por lo visto su intuición no le había
fallado.
Por su parte Oliver Pavón había estado a punto de
decirle que tenía un don para encontrar personas u objetos perdidos, pero por
alguna razón se calló. Más adelante, comprendería el motivo. Algo, algo que era
superior a cualquier espíritu conocido o comprendido ya había comenzado a
actuar en los acontecimientos.
***
Aquella noche, Oliver Pavón, mientras se preparaba
para ir a dormir volvió a tener esa especie de intuición que solía venir como
las olas del mar sobre la playa. Se sentó y pensó en todo aquello nuevamente.
Los visitantes se habían marchado de su casa al
borde de las siete de la noche, después de una alegre especie de baby shower
que Jorge había insistido en celebrar para Paola. La mujer, aunque un poco
turbada por la propuesta se sumergió en ella con alegría. Y quizás esa alegría
que Oliver observó con complacencia al escuchar las grandes carcajadas de su
esposa fue lo que originó una gama de sentimientos fuertes que eran los
requisitos indispensables para que su don de clarividencia se abriera de nuevo
como ya lo había hecho muchísimas veces antes. En su interior habían calado las
palabras de Laura María acerca de las posibles muertes que se avecinaban para
la humanidad. Y entre esas muertes, aunque no lo dijera para no utilizarlo como
un recurso para convencerle a actuar, estaba implícita la posible muerte de su
mujer y su hijo. Eso, lo de sus seres queridos había activado ese miedo cerval
a la pérdida que se oculta en el fondo de todo ser humano.
Así que cuando entró en trance, antes de acostarse,
fue algo tan natural que hasta se sorprendió de no haberlo pensado antes. Él
poseía el don de la luz guía. Con la luz guía podría encontrar a aquel ser.
Para prepararse buscó las imágenes de los bebés
muertos, los jóvenes y hasta los militares en vida. Todas las imágenes
encontradas en internet debían de tener una sola característica: aparecer
felices. En todas las imágenes, los bebés, los jóvenes y los militares
aparecían sonrientes. Personas que esperaban de la vida, la felicidad. Pero al
contrastarla con lo que les había ocurrido: su vida truncada, en el interior de
las emociones de Oliver se mezclaba ese caldo necesario para proyectar su
capacidad de detective.
Para no lastimarse durante la noche, y por
sugerencia de Paola y la enfermera, Oliver dormía en la cama especial de
recuperación. En esta cama, su brazo lastimado se quedaba tan pegado al pecho y
evitaba que se diera la vuelta por mucho que se moviera. Además, al dormir solo
se evitaba un posible roce algo o alguien. Así pues, habían metido la cama
junto a la de su esposa y allí se fue a dormir casi a las once de la noche
cuando Paola ya se había metido bajo las sábanas y descansaba profundamente. Se
acercó a la cama y le plantó un suave beso en la frente deseándole buenas
noches y luego a la inmensa panza.
Subió a su cama, apagó la luz y comenzó a pensar
con insistencia en aquellos rostros. En aquellas vidas que, para siempre, fuera
karma o no, habían dejado de respirar para siempre en aquella época y en
aquellos momentos. Respiró con profundidad poniendo en práctica sus
conocimientos yoguis.
Apartó las imágenes de las víctimas de su cabeza y
se ubicó en el lugar donde había ocurrido el encuentro entre el militar el ser.
Según sus cálculos y por las imágenes captadas gracias a Google Earth, se
imaginó donde había sido el encuentro. Había visitado la mina durante el
rescate del padre de Anamaría Landa y permanecido largas horas justamente entre
aquellos puestos de vigilancia. Así que podía verlo con facilidad.
Lo vio.
Entró en contacto con el lugar al quedarse en el
estado de concentración deseado. Pero lo que buscaba con insistencia era el
rastro de sangre dejados por la criatura. Éste, sin duda, le llevaría al
escondite donde, si tenía razón Laura María, se recuperaba.
Vio con toda nitidez un puesto de guardia. Y como
si se tratara de un dron guiado, su consciencia, descendió sobre el lugar.
Él era una de esas personas que no veía a colores
los sueños, pero cuando se imaginaba cosas, o entraba en el semisueño del trance
podía observar todo a color. Leyó en el puesto en número 35 y se acercó
despacio como en días anteriores lo había hecho un militar a punto de sufrir un
shock.
Observó todo con sumo cuidado con los ojos de la
imaginación. Caminó despacio alrededor del puesto de vigilancia observando el
suelo y se encontró en el lugar donde, había caído el militar, apoyando la
espalda contra la pared y disparando sin soltar el fusil. Se sentó sobre el
mismo lugar y observó con toda la concentración posible hacia el frente.
En la cama de su casa, mientras afuera el viento
movía con violencia y suavidad a la vez las puntas de los pinos, Oliver
respiraba lenta y profundamente. Sus ojos, bajo los párpados cerrados, se
movían como dos inquietos ratones en busca de comida. Pero en el fondo de su
cerebro, toda su atención y capacidad estaba puesta en el interior de un
paisaje y de unos colores muy vívidos.
“¡Eureka!” exclamó en su cabeza al descubrir los
indicios.
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